El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 25, 1-7):
“Pasado el sábado, ya para alborear el día primero de la semana, vino María Magdalena, con la otra María, a ver el sepulcro. Y sobrevino un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, removió la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Era su aspecto como el relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. De miedo de él temblaron los guardias y se quedaron como muertos. El ángel, dirigiéndose a las mujeres, dijo: No temáis vosotras, pues sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, ha resucitado, según lo había dicho. Venid y ved el sitio donde fue puesto. Id luego y decid a sus discípulos que ha resucitado de entre los muertos y que os precede a Galilea; allí lo veréis. Es lo que tenía que deciros”.
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El Sábado Santo ha sido tradicionalmente
dedicado por la Iglesia a la contemplación del gran silencio y del dolor de
María. En las Escrituras, María habla sólo lo estrictamente necesario. Sus
últimas palabras fueron “Haced lo que Él os diga”. Pero en su silencio meditaba
todo lo que iba guardando en su corazón (Lc 2, 20).
Pero ¡qué explosión de silenciosas verdades y de emociones en este día silencioso! ¡Qué caridad la del Padre, que no dudó en entregar a su Hijo por nosotros! ¡Qué caridad la del Hijo, que, por nosotros, no dudó en arrastrar al sufrimiento a su misma Madre! Porque bien pudo la Providencia haberse llevado a la Virgen al cielo antes de la Pasión, para que no fuera testigo de aquellos atroces sufrimientos; pero Él que lo entregó todo por nosotros, no dudó en entregar también a su Madre, que contempló, en el más profundo silencio, el Magno Dolor que nos ha redimido de la Magna Culpa. Que no se diga que el dolor compartido es menor: ¡el dolor compartido es doblemente doloroso! Y ¡que haya quienes, en su incomprensible impiedad, no consientan en llamar Corredentora a quien sufrió, en silencio, el filo de la espada que Simeón profetizó que había de traspasarle el alma!
Si la teología puede vacilar entre aceptar que la Virgen murió para participar de la muerte de su Hijo y aceptar que no murió por estar libre del pecado de origen, no puede dudar aquí del dolor que Ella soportó al pie de la Cruz, porque está documentado y descrito con toda la dura sobriedad de los Evangelios. Y no estuvo ahí en el desvanecimiento y desmayo de quien pierde noción de lo que ocurre a su alrededor, sino que estuvo de pie (stabat iuxta crucem Jesu mater eius), estuvo firme de pie (stabat), al lado de la Cruz, mirando con intensa mirada cada rictus de ese rostro moribundo, cada lento y doloroso movimiento de ese cuerpo torturado, cada palabra que salía de esa boca. Y Jesús no sólo la arrastra tras de sí hasta ese momento atroz, sino que la entrega, literalmente, a Juan, y en éste, nos la entrega a nosotros. “Y habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). ¡Tanto amó Dios al mundo… tanto nos amó Jesús a nosotros!
Y luego, antes de llevarlo a la tumba, le entregaron el cuerpo exánime del Hijo. Pero una mujer no quiere sólo la piel y las vísceras entreabiertas por la lanza de aquel que llevó en el útero: ella lo quiere a Él con su cuerpo y su alma, quiere su presencia. Pero Él ya se ha ido. Ya no está ahí en esos despojos. Sin duda la Virgen creyó que el Señor, como lo había anunciado tantas veces, había de resucitar; pero esa fe no devaluó ni el dolor del Hijo que fue clavado al madero ni el de la Madre que tuvo en su falda el cuerpo muerto.
Pero no sufrió María un dolor desesperado, sin sentido, rabioso, nihilista y aborrecible, sino que su dolor fue un padecimiento con esperanza. Y en el silencio de este Sábado ella espera dolorosamente. Así como el dolor de la Pasión y de la Muerte se reactualiza sacramentalmente para ser ofrecido al Padre en sacrificio, así se reactualiza el dolor sacramental de la Madre Corredentora: ella, hoy, sufre y su dolor es también ofrecido. Pero sufre con esperanza, con sentido. Y por eso conviene aquí recordar que la esperanza es una virtud teologal y, aunque parece la más pequeña, la menor (así la llamaba Péguy en su vasto poema) es tan indispensable para nuestra salvación como las otras dos.
Hoy es el día del silencio, del dolor de María, y de la esperanza. En el salmo de Maitines de hoy se dice “Una cosa pido al Señor, y es lo que busco: habitar en la casa del Señor toda mi vida” (Sal 26, 4). Y más adelante, movido el salmista por la preciosa esperanza que Dios infunde en nuestra alma y que debemos cultivar día a día, dice “Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal 26, 13-14).
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