miércoles, 14 de diciembre de 2016

Los ornamentos e insignias de los obispos (VI): el palio

En entradas anteriores decíamos que los ornamentos e insignias que caracterizan al obispo cuando celebra la Santa Misa son el calzado litúrgico, la cruz pectoral, la dalmática y la tunicela, las quirotecas, el solideo, la mitra, el báculo, el gremial y la palmatoria. Continuamos ahora con la revisión de ellos refiriéndonos al palio.  

 Vitral de la Nueva Catedral de Linz que representa a San Paulino de Nola portando el palio sobre la casulla
(Ilustración: Wikimedia Commons)

El concepto y origen del palio

El palio es una faja blanca circular de unos cuadro dedos de ancho adornada con seis cruces negras, que pende de los hombros sobre el pecho mediante dos tiras rectangulares (fíbulas). Suele adornarse con tres alfileres metálicos que recuerdan los clavos de la Pasión y ayudan a sostenerla sobre la casulla o el fanón. Además del Papa, el palio es concedido por éste, como insignia pontifical, a los arzobispos metropolitanos, al Patriarca Latino de Jerusalén y a algunos obispos ilustres, ya a título personal, ya para su sede (por ejemplo, al Cardenal Decano y a los obispos de Puy y de Autun).

 El palio
(Ilustración: Wikimedia Commons)

Alfileres del palio papal usados por S.S. Benedicto XVI

Resulta difícil conocer el origen de esta insignia. Al respecto se han formulado diversas explicaciones, desde el palio romano hasta un origen netamente eclesiástico, litúrgico y papal. Entre estas últimas, parece la más razonable la que supone que se trata de una imitación del omophorion griego, ornamento que desde principios del siglo V llevaban los obispos de Oriente como emblema de su dignidad y oficio pastoral, simbolizando la oveja que va sobre los hombros del Buen Pastor. En Occidente, como insignia propia del Papa aparece ya en tiempo de San Marcos de Ostia, que reinó en 336. Por concesiones particulares desde el siglo VI, el palio llegó a ser de uso ordinario para los arzobispos a partir del siglo IX. Tras la querella de las investiduras, se convirtió en una insignia propia de los arzobispos metropolitanos en comunión con el Papa, siendo extendido a algunos obispos como privilegio, ya de manera personal (como ocurre con el Cardenal Decano), ya para la sede (como acaece con las diócesis francesas de Puy y Autun).

 Su Beatitud Sviatoslav Shevchuk, Arzobispo Mayor de Kiev-Galitzia y Primado de la Iglesia grecocatólica ucraniana, llevando un omophorion blanco, con cinco rayas transversales simbolizando su condición de cabeza de una iglesia de rito oriental
(Foto: Wikimedia Commons

Aunque se lo ha querido ver en el famoso marfil de Tréveris del siglo V, donde aparecen los arzobispos con una banda sobre el cuello y de la que cuelga un extremo de la misma sobre el pecho, los testimonios más seguros se encuentran a partir del siglo VI. Desde entonces se multiplican las concesiones de palio por parte de los Romanos Pontífices, no sólo a los obispos de Italia, sino a los de fuera de ella. Por ejemplo, San Gregorio Magno concedió el palio a San Leandro de Sevilla.

 Marfil de Tréveris

En su origen, el palio se llevaba como una bufanda, de la que un extremo de la misma pendía sobre el pecho, y el resto se enrollaba en torno al cuello, dejando caer el otro extremo sobre la espalda. Desde el siglo IX toma una forma circular, como en la actualidad, con dos tiras o fíbulas, colgando una sobre el pecho y otra sobre la espalda. La ornamentación del palio siempre ha sido sobre la base de cruces, las que con el tiempo se aumentaron en número y riqueza. Tuvo cuatro, seis y ocho cruces, generalmente en rojo, y más tarde en negro. A su vez, en los extremos se ponían franjas y flecos. Actualmente, en los extremos de las tiras que cuelgan se introducen pequeñas planchas de plomo cubiertas con tela negra. El color del palio ha sido siempre de lana blanca. Los tres broches que adornan el palio son puramente decorativos desde el siglo XIII; antes de esa fecha se usaban para sujetarlo. 

 Monumento funerario en la catedral de Maguncia de Pedro de Apelt, Príncipe-Arzobispo de Maguncia

Cabe hacer notar que hoy el palio es una de las insignias distintas del Romano Pontífice. Debido a la caída en desuso del resto de las insignias que le singularizaban, quedó el palio (en parte junto con la férula cruciforme y el anillo del pescador) como el único elemento con el que se podía diferenciar al Sumo Pontífice del resto de los metropolitanos. Con la desaparición habitual del fanón, el Papa viste el palio directamente sobre la casulla, igual que los arzobispos. 

 Fresco (detalle) que representa al Papa Inocencio III en el monasterio del Sacro Speco (S. XIII)

El papa Benedicto XVI utilizó, desde el inicio de su pontificado hasta la fiesta de San Pedro y San Pablo de 2008, un palio muy similar a los que se usaban antes del siglo X, con cinco cruces rojas que recuerdan las cinco llagas de Cristo. Sin embargo, debido a la incomodidad que constituía su uso para la función litúrgica, a instancias del nuevo maestro de ceremonias pontificias, Mons. Guido Marini, el Santo Padre cambió a la forma de palio circular que se ha utilizado en Occidente los últimos siglos, que es más pequeño y funcional. La diferencia de este palio es que este lleva cinco cruces rojas, lo que no ocurre con el que se entrega a los arzobispos y que las tiene bordadas en negro.

S.S. Benedicto XVI en la Misa de Pentecostés en San Pedro, el 15 de mayo de 2005
(Foto: Wikimedia Commons)


S.S. Benedicto en el Sínodo de 2008
(Foto: Wikimedia Commons)

Tras usar la segunda versión del palio de Benedicto XVI por más de un año, el papa Francisco volvió al palio más tradicional vestido por sus predecesores recientes.

 S.S. el Papa Francisco portando el segundo diseño de palio de Benedicto XVI
(Foto: Sipse)

 S.S. el Papa Francisco (2014) con el palio con cruces negras

 El simbolismo del palio 

El palio se coloca sobre los hombros del sumo pontífice y de los arzobispos como símbolo del pastoreo y recordatorio de que deben cargar con las ovejas como el Buen Pastor lo hizo en la parábola de la oveja perdida. A este símbolo acudía Benedicto XVI en la homilía de la Santa Misa de solemne inicio del ministerio petrino del Obispo de Roma para explicar el sentido de la imposición del palio: 

Este signo antiquísimo, que los Obispos de Roma llevan desde el siglo IV, puede ser considerado como una imagen del yugo de Cristo, que el Obispo de esta ciudad, el Siervo de los Siervos de Dios, toma sobre sus hombros. El yugo de Dios es la voluntad de Dios que nosotros acogemos. Y esta voluntad no es un peso exterior, que nos oprime y nos priva de la libertad. Conocer lo que Dios quiere, conocer cuál es la vía de la vida, era la alegría de Israel, su gran privilegio. Ésta es también nuestra alegría: la voluntad de Dios, en vez de alejarnos de nuestra propia identidad, nos purifica –quizás a veces de manera dolorosa– y nos hace volver de este modo a nosotros mismos. Y así, no servimos solamente Él, sino también a la salvación de todo el mundo, de toda la historia. En realidad, el simbolismo del Palio es más concreto aún: la lana de cordero representa la oveja perdida, enferma o débil, que el pastor lleva a cuestas para conducirla a las aguas de la vida. La parábola de la oveja perdida, que el pastor busca en el desierto, fue para los Padres de la Iglesia una imagen del misterio de Cristo y de la Iglesia. 

 El cardenal Medina Estévez, ayudado por monseñor Piero Marini, impone a S.S. Benedicto XVI el palio durante la Misa de inauguración del pontificado (2005)

En sí el palio es una insignia honorífica y jurisdiccional. Por derecho común, los arzobispos han de pedirlo dentro de los tres meses siguientes a su confirmación o consagración, y lo usan cuando celebran pontificalmente y dentro de su provincia. El Papa puede usarlo siempre como signo de su potestad universal.  

La confección actual del palio

En la actualidad, el palio se confecciona con lana obtenida de corderos bendecidos por el Papa el día de la fiesta de Santa Inés (21 de enero) en una capilla del Palacio Apostólico. El emblema de Santa Inés es un cordero, por la similitud de su nombre (en latín Agnes) con la palabra cordero (en latín agnus). En esa ocasión le presentan al Papa dos corderos adornados uno con flores blancas (simbolizando la virginidad de Santa Inés) y el otro con flores rojas (simbolizando su martirio durante Dioclesiano). Posteriormente, los corderos son llevados a la Basílica de Santa Inés Extramuros, situada en la Via Nomentana, donde está enterrada la santa, y son criados por los trapenses de la Abadía de las Tres Fuentes. 

 S.S. Benedicto XVI bendice los corderos en la fiesta de Santa Inés (2013)

Los palios son confeccionados posteriormente por las monjas benedictinas de Santa Cecilia con la lana recién esquilada a dichas ovejas. Ellos se llevan en la mañana de la vigilia de los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo (29 de junio) a la confesión de San Pedro, donde son bendecidos por el Papa o por un cardenal delegado suyo durante las primeras vísperas. Después se colocan en un cofre de plata que se conserva siempre junto al sepulcro de San Pedro en el corazón de la Basílica Vaticana, de suerte que el palio deviene, por contacto, objeto de veneración igual que una reliquia.  

En los últimos años se había hecho costumbre que el palio fuese entregado directamente por el Papa al nuevo arzobispo en Roma. Cuando aquél no puede hacer él mismo la entrega del palio, le correspondía hacerlo al cardenal protodiácono, el mismo que anuncia Urbi et Orbi (a la Ciudad y al Mundo) la elección de un nuevo Romano Pontífice y que le impone a éste el palio durante la Santa Misa de inicio de su ministerio petrino. Sin embargo, en enero de 2015, el papa Francisco anunció que, a partir de la imposición prevista para ese año, ésta ya no se haría en Roma directamente por el Santo Padre y que se volvería a la costumbre antigua, vale decir, el palio lo impondría el nuncio apostólico respectivo.

El palio procesional

Se conoce también con el nombre de palio una especie de dosel colocado sobre cuatro o más varas largas, bajo el cual se lleva procesionalmente el Santísimo Sacramento, o una imagen, y que es usado también por el papa, algunos prelados y algún jefe de Estado. El Ceremonial de los Obispos (1984) establece la utilización del palio procesional en aquellas celebraciones en las que se procesione con el Santísimo Sacramento (núm. 391). Recomienda, además, que el celebrante que presida la procesión bajo palio, lo haga con capa pluvial y humeral. Para el resto de ocasiones (por ejemplo, procesiones con reliquias u otras imágenes) se indica que habrán de procederse según las costumbres del lugar.

 San Pío X portando la custodia del Santísimo bajo palio durante la procesión de Corpus
(Foto: Ceremonia y Rúbrica de la Iglesia Española)


De igual manera, el palio procesional se utiliza cuando un nuevo obispo efectúa su entrada oficial en la localidad sede de su diócesis. En España sirve asimismo para cobijar las imágenes marianas en los pasos de Semana Santa.


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Actualización [10 de abril de 2017]: New Liturgical Movement ha publicado un breve reportaje sobre un antiguo palio que está siendo exhibido en los Museos Vaticanos. Dicha insignia perteneció a San Césareo de Arlés (470-532). La muestra incluye otros objetos de este famoso obispo del período merovingio temprano, cuya fiesta se celebra el 27 de agosto. 

Actualización [22 de enero de 2019]: Diversos sitios tradicionales (véase aquí y aquí) han llamado la atención sobre el hecho que este año, sin mediar explicaciones, no fue observada la antiquísima costumbre, explicada más arriba en esta entrada, en conformidad con la cual el Santo Padre, en la fiesta de Santa Inés (21 de enero), bendice personalmente a los corderos con cuya lana se confeccionarán los palios para los arzobispos metropolitanos de todo el mundo. La ceremonia, en cambio, fue llevada a cabo por Mons. Marco Frisina, en traje de calle, sin estola.

domingo, 11 de diciembre de 2016

50 años de Magnificat: la conferencia de Augusto Merino (primera parte)

En esta y en siguientes entradas semanales ofreceremos el texto completo que desarrolla la ponencia presentada por el Prof. Augusto Merino Medina en el II Congreso Summorum Pontificum de Santiago de Chile, celebrado en esta ocasión para festejar el quincuagésimo aniversario de nuestra Asociación. 

 Augusto Merino (izq.) durante su conferencia en el II Congreso Summorum Pontificum

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Lex orandi, lex credendi: cómo alterar la fe sin tocar la doctrina (I)


1. En su importante libro Resurgent in the midst of crisis, Peter Kwasniewski cuenta lo que oyó un día decir a un obispo ortodoxo griego: “En oriente, pensamos según lo que oramos. En occidente, vosotros oráis según lo que pensáis. Y así es como nuestra teología no cambia, porque nuestra liturgia no cambia, en tanto que vosotros, cuando comenzasteis a cambiar vuestra teología, cambiasteis también vuestra liturgia”[1]. Aquel obispo daba expresión, de este modo, al milenario aforismo latino atribuido a Próspero de Aquitania: lex orandi, lex credendi.

Con todo, lo que el obispo mencionado decía necesita una corrección.

La “salida de mar” teológica desde mediados del siglo XIX, a la que ha aludido Peter Berger[2], no obstante los esfuerzos por contenerla del Beato Pío IX, de San Pío X y del Siervo de Dios Pío XII, se produjo porque las “quintas columnas” en la Iglesia, luego de las invectivas papales contra el espíritu de la Ilustración o espíritu moderno, habiendo aparentado una retirada, escogieron astutamente el terreno para adelantar su causa en un lugar que a muchos, por desgracia, y a muchos especialmente bien colocados en la jerarquía de la Iglesia, les pareció inocuo: el terreno de la liturgia. Si se considera que hasta bien entrado el siglo XX las cuestiones litúrgicas eran a menudo calificadas como simples problemas de “rúbricas”, o sea, como quien dice “de meros detalles protocolares”, uno se explica que los miembros del Movimiento Litúrgico francés, que comenzó a desviarse del espíritu de Dom Guéranger a principios del siglo XX[3] y se transformó en portador del más sutil modernismo, se dedicaran a una tarea de pacientes estudios “de rúbricas” que, al cabo de unos cuarenta bien calculados y planificados años, dieron su fruto en la llamada “reforma” de la liturgia llevada a cabo por el Concilio Vaticano II.

Es muy probable que el Concilio del Papa Juan, a pesar de su inmenso ímpetu, hubiera pasado a la historia como un Concilio controvertido más, quizá al estilo de lo que ocurrió con el Segundo Concilio de Constantinopla, si no fuera porque – nolens, volens- abrió las puertas precisamente al cambio más extraordinario y profundo que ha experimentado la lex orandi en los últimos quince siglos: es en los cambios litúrgicos donde está el más cortante filo del Concilio Vaticano II.

 El Papa Juan XXIII

Así pues, habría que corregir a aquel obispo ortodoxo, citado al comienzo, en el siguiente sentido: no hemos cambiado primero nuestra teología –al menos no abiertamente- para luego cambiar nuestra liturgia –lo cual significaría, al cabo, un mentís al adagio lex orandi, lex credendi- sino que, primero, cambiamos nuestra liturgia, que hizo de caballo de Troya para los cambios teológicos, y con ello se produjo la “salida de mar” de que habla Berger. En otros términos, los cambios teológicos comenzaron de modo muy gradual y solapado antes de la reforma litúrgica, y no levantaron realmente cabeza sino una vez que, finalizado el Concilio, se hubo llevado a cabo el cambio en la liturgia: cuando éste tuvo lugar, el gran dique de la ortodoxia, la lex orandi, dejó de ser una defensa, y la “lex credendi” fue modificada masivamente, ya sin trabas, de acuerdo con las pautas del modernismo. La pretensión de hacer nacer una nueva Iglesia, una Iglesia “primaveral” postuladora de un cristianismo “aggiornado” sólo pudo levantar cabeza, en otras palabras, cuando se contó con ese emblema, esa bandera revolucionaria que fue la nueva Misa. Esto explica que la nueva Misa sea considerada absolutamente intocable por los reformadores del siglo XX, porque ella es el gran símbolo de lo que se quiso hacer en el Concilio, en muchos casos a pesar de éste. Todo lo demás es discutible, parece que se nos quiere decir; la nueva Misa, no. Esta conciencia de la importancia de los símbolos explica en los reformadores el furor con que fue demolida la antigua Misa, el antiguo símbolo del antiguo catolicismo, de la antigua fe.

El apoyo inicial de Pablo VI, quien en opinión de Bouyer, fue un liberal de tomo
y lomo[4] y, luego, de Juan Pablo II –quien, aceptando de hecho las reformas en su largo pontificado, dio vida, una vez más, a aquello de “quien calla, otorga”- fue, en efecto, fundamental en la profunda y rápida alteración de la lex orandi. El análisis de cómo estos inauditos cambios encontraron apoyo en las nuevas doctrinas teológicas que ellos mismos expresaban, desborda el propósito que nos hemos hecho para esta exposición, y ha sido realizado, por lo demás, con la debida autoridad y competencia en numerosas ocasiones, partiendo por aquel notable documento presentado a Pablo VI por los Cardenales Ottaviani y Bacci el 25 de septiembre de 1969[5]. Aquí nos limitaremos a hacer algunas consideraciones sobre el modo como tales cambios litúrgicos afectan primeramente no la profesión explícita de la fe, sino la fe vivida prácticamente por los fieles católicos en los últimos tiempos. Porque es un hecho evidente que, por una parte, la mayor parte de los fieles no es capaz de articular intelectualmente y de modo claro lo que cree y que, por otra parte, la liturgia moldea y perfila nuestra vida espiritual y, al cabo, toda nuestra persona, lo que se cree y lo que se obra. Esto no es poco: lo que hace así la liturgia es gobernar el corazón, o sea, la forma del vaso íntimo al que se vacía la fe, y sabemos que, lo que se recibe, se recibe según la forma del recipiente. El cambio en los hábitos de orar cambia la sensibilidad y, cambiada ésta, no se recibe la fe al modo como se la recibía antes, y se termina, imperceptible pero seguramente, por recibir una fe de forma diferente, es decir, otra fe. Así de simple. Entre los cristianos ortodoxos la pureza de la fe y la fidelidad a ella se han conservado hasta ahora no por la existencia de una suprema instancia de confirmación doctrinal, como es el caso del Papado en la Iglesia latina, sino por el fidelísimo respeto a la tradición litúrgica, cuidada hasta el último detalle y, como fue el caso en la Iglesia latina hasta antes del Concilio Vaticano II, regulada en cada uno de ellos[6].


 Pablo VI celebra la primera Misa en italiano, el 7 de marzo de 1965, incluso antes de la promulgación del Novus Ordo Missae


Si bien los reformadores litúrgicos actuaron con una estrategia de shock, el apoyo de los dos Papas mencionados les permitió comenzar, sobre seguro y con la mayor confianza, el programa de cambios que se venía incubando, tras las bambalinas teológicas de Francia, Alemania, Bélgica y Holanda, desde hacía al menos medio siglo. Y aunque el shock inicial despertó las lógicas y previsibles resistencias[7], éstas fueron, si pudiera decirse así, un “riesgo calculado” que no detuvo ni ralentizó ni, mucho menos frustró, los objetivos que se había formulado –y en gran medida ocultado- por los reformadores[8]. No obstante, dichos objetivos pueden ser descifrados, especialmente con el paso del tiempo transcurrido desde el Concilio Vaticano II y a la luz de los resultados.


2. La Ilustración, como matriz cultural de la Modernidad, que adquirió finalmente forma teológica en el Modernismo, es lo que está detrás de la “reforma” litúrgica. Como se sabe, la Ilustración aspiró a fundar una cosmovisión que reemplazara radicalmente a la visión cristiana de la vida que había predominado por más de mil años en Occidente. Su propuesta no fue una mera alteración o modificación del cauce cultural anterior sino un programa global para abandonarla y reemplazarla en su totalidad. Naturalmente, hubo muchísimos aspectos del mundo previo que la Ilustración no pudo cambiar –ni siquiera se intentó hacerlo- y muchos otros que perduraron todavía un tiempo largo –por ejemplo, el uso del latín como lengua de la filosofía y de la ciencia-. Lo que sí operó fue su inmenso impulso anticristiano –y, en particular, anticatólico-.


La primera y más importante lucha de la Ilustración por hacer triunfar su proyecto fue contra la Tradición en general y contra la institución que era su más inexpugnable –hasta entonces- defensora, la Iglesia católica. Por esto mismo, el antagonismo entre Ilustración y catolicismo es irreconciliable. Dom Guéranger, quien comprendió esto perfectamente, lo dijo en su tiempo de un modo insuperable: “la Liturgia es la misma Tradición en su más alto grado de poder y solemnidad”, lo cual equivale a decir que la liturgia es “el dogma rezado”. Por ello continúa Dom Guéranger: “El primer carácter de la herejía antilitúrgica es el odio a la Tradición en las fórmulas del culto divino. No se puede negar la presencia de este específico carácter en todos los herejes, desde Vigilancio hasta Calvino, y la razón es fácil de explicar: cada sectario que quiere introducir una nueva doctrina se encuentra necesariamente en presencia de la Liturgia, que es la Tradición en su máxima potencia, y no podrá encontrar reposo mientras no haya silenciado esta voz, mientras no haya arrancado estas páginas que dan refugio a la fe de los siglos pasados. De hecho, ¿de qué manera se han establecido y mantenido en las masas el luteranismo, el calvinismo y el anglicanismo? Para lograr esto no se ha debido hacer otra cosa que sustituir nuevos libros y nuevas fórmulas a los libros y a las fórmulas antiguas, y así todo se ha cumplido”[9].


 Edición de 1549 del Book of Common Prayer, principal vehículo de la reforma protestante en Inglaterra

De este modo, so capa de combatir las oscuridades y supersticiones de la Tradición, la Ilustración se propuso desacralizar el culto, reducirlo a lo puramente racional. Considerando la centralidad de la liturgia en la vida de la Iglesia, resulta que es la desacralización de la liturgia, su reducción a un conjunto de ritos puramente humanos, la clave de todo el proceso que la Iglesia ha experimentado desde hace cincuenta años. Desacralización que conduce a la inmanentización del mensaje cristiano, partiendo por la moral y relegando a la periferia todo aquello que en la fe parece “desfigurado” por un innecesario supernaturalismo. Se alcanza así el objetivo de una “religión dentro de los límites de la razón”, punto central del programa ilustrado y del Modernismo actual.

El primer objetivo ganado por la Ilustración para sus filas fue el protestantismo liberal. Por eso, la presencia de “observadores” no católicos en el Consilium, institución que tomó a su cargo concretar las reformas que se deseaba hacer, aprovechando las puertas que la constitución Sacrosanctum Concilium había entreabierto, es todo un símbolo de lo que había de ocurrir y de su porqué. Habría que agregar que no se trató sólo de un símbolo sino que, a juzgar por los resultados, fue una realidad que produjo efectos en las reformas litúrgicas.

 El Papa Pablo VI recibe a los observadores protestantes ante Consilium, la comisión de reforma litúrgica


El protestantismo liberal empleó, para penetrar en el corazón del catolicismo, la vía abierta por el ecumenismo. El concepto mismo de ecumenismo es objeto de grandes e interesantes debates hasta hoy por la dificultad de darle un significado claro y operativo[10]. Pero, a juzgar por los cambios emprendidos en su nombre o tomándolo como tácito referente de las acciones que se emprendía, en la liturgia el ecumenismo significó desenfatizar en el rostro católico todo aquello que hiriera o desagradara a la mentalidad protestante[11]. Si se considera el curso que ha llegado a tomar el protestantismo liberal a cincuenta años del Concilio, situado hoy en una posición que debiera hacer cada vez más difícil el encuentro con el catolicismo –a pesar de que en materia de inverosimilitudes estamos recién empezando a verlas-, y si se considera también cuánto los cambios litúrgicos nos han alejado de la ortodoxia griega –con la cual se debió también haber obrado en el sentido de un acercamiento “ecuménico”-, no se puede dejar de manifestar pasmo por la cortedad de vista y el talante arbitrariamente selectivo con que se privilegió un eventual entendimiento con el protestantismo, pagando como precio el tesoro de la liturgia católica[12].




[1] Kwasniewski, P., Resurgent in the midst of crisis, Middletown DE, Angelico Press, 2014, p. 120 (traducción nuestra).

[2] Berger, P., A rumour of angels, Harmondsworth, Middlesex, Penguin Books, 1969.

[3] Cf. Bonneterre, D., Le mouvement liturgique, Escurolles, Fideliter, 1979.

[4] Bouyer, L., Mémoires, París, Cerf, 2014, p. 210.

[5] El texto está disponible en este enlace

[6] Uno de los cambios de mayores consecuencias teológicas llevados a cabo en nombre del Concilio Vaticano II fue la desregulación de la liturgia de la Misa, por cuanto se dejó desprotegida la doctrina de la fe, encarnada en la lex orandi, frente a la improvisación, la cual no sólo se dio con grandes exageraciones, como es sabido, sino que fue, además, profusamente alentada. Cf. Cekada, A., Work of human hands, West Chester, OH, SGG Resources2ª ed., 2015, p. 129: “De todos los peligrosos principios de la Instrucción General de 1969, su desregulación de la liturgia fue quizá el más corrosivo para la fe católica. Cuando se desregula la liturgia, se desregula también la fe expresada en ella y se la deja en peligro” (traducción nuestra).

[7] Las resistencias que los cambios forzados por Cranmer en Inglaterra fueron más francos y directos. Cfr. Davies, M., El ordo divino de Cranmer. La destrucción del catolicismo a través del cambio litúrgico, trad. de Gustavo Nózica, Collins, CO, Roman Catholic Books, 1995.

[8] “El tema más debatido [en la primera sesión del Concilio] fue la reforma litúrgica. Sería más acertado decir que los obispos quedaron con la impresión de que la liturgia se había analizado por completo. A posteriori, resulta claro que se les dio oportunidad de analizar sólo principios generales. Los cambios subsiguientes fueron más radicales que los deseados por Juan XXIII y los obispos que aprobaron el decreto sobre la liturgia. El sermón del Papa al finalizar la primera sesión demuestra que no sospechaba lo que estaban planeando los expertos en liturgia”. Cfr. Heenan, Card. J., A Crown of Thorns, London, 1966, citado por Davies, M., El concilio del Papa Juan, Buenos Aires, 2013, p. 106.


[9] Guéranger, P., Institutions liturgiques, Le Mans/Paris, 1840-1851, 3 vol., reeditadas después con complementos en 4 vol. (París, 1878-1885).

[10] Veáse Ferrara, C./Woods, T., The great façade. Kettering, OH, Angelico Press, 2015, capítulo 3.

[11] Annibale Bugnini declaró en una entrevista  que la reforma litúrgica llevaba la impronta del “deseo de apartar cualquier piedra que pudiera constituir aunque fuera la mera sombra de un obstáculo o de un desagrado para los hermanos separados”. Citado por Petrucci, P. P., “Per non dimenticare”, Una Vox, enero de 2014 [disponible aquí]. El propio Pablo VI  declaró en una oportunidad que: “Al esfuerzo que se pide a los hermanos separados para que vuelvan a la unidad, debe corresponder el esfuerzo, por mortificante que nos resulte, de purificar a la Iglesia romana en sus ritos, para que se vuelva deseable y habitable”. Cfr. Guitton, J., Paolo VI secreto. Milán. San Paolo4ª ed., 2002, p. 59.

[12] Lo de la arbitrariedad de la elección es punto, por cierto, debatible, que no vamos a desarrollar aquí. Sólo recordemos que lo que guió a la reforma litúrgica fue la mentalidad modernista, que ya había ganado para sí al protestantismo, pero no a la ortodoxia griega.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Aviso importante: Missa cantata en la Fiesta de la Inmaculada Concepción

La Asociación de Artes Cristianas y Litúrgicas Magnificat invita a todos los fieles a la celebración de la Santa Misa cantada según la forma tradicional del rito romano, en latín y con canto gregoriano, en la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria (Av. Bellavista 37, comuna de Recoleta, entre Pío Nono y Pinto Lagarrigue, Metro L1 y L5 Baquedano) este jueves 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, a las 12:00 hrs. Se recuerda que ese día es fiesta de precepto.

martes, 6 de diciembre de 2016

El legado de Lutero

Reproducimos a continuación una columna sobre el legado de Lutero, del célebre novelista y columnista español Juan Manuel de Prada, de quien recientemente hemos publicado otra entrada sobre el mismo tema. El artículo fue publicado en cuatro partes en el periódico ABC los días 22, 27 y 29 de agosto y 3 de septiembre de 2016. Posteriormente, fue ofrecido como un conjunto por el sitio Religión en Libertad, desde donde se ha tomado. 

 Juan Manuel de Prada junto a un retrato de la Princesa de Éboli
(Foto: © ABC)


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El legado de Lutero 

Juan Manuel de Prada

I


En breve comenzarán los fastos del quinto centenario del llamado Día de la Reforma, en el que Lutero clavó sus célebres 95 tesis en la puerta de una iglesia de Wittemberg. Aquellas tesis, que romperían la unidad de la fe, cambiarían también traumáticamente las concepciones filosóficas, políticas, económicas y culturales vigentes, hasta el punto de convertir la protesta luterana en uno de los hechos más importantes de la Historia. La llamada Reforma, a diferencia del cisma de Oriente, no fue una mera controversia eclesiástica, sino que supuso un expreso rechazo del Dogma y la Tradición, así como una negación del valor de los sacramentos. Y los dogmas religiosos no son, como el ingenuo (creyente o incrédulo) piensa, meras entelequias sin consecuencias sobre la realidad, sino condensación de verdades sobrenaturales que ejercen un influjo muy hondo sobre nuestra vida. No se puede cortar el tallo de un rosal y pretender que los pétalos de la rosa no se marchiten.

 Francisco Sans Cabot, Lutero en el Infierno; escena de Los Sueños de Quevedo (1858)

Durante todo un año, vamos a recibir un bombardeo apabullante sobre las presuntas bondades del legado luterano. Nosotros, en la serie de cuatro artículos que hoy iniciamos, ofreceremos a las tres o cuatro lectoras que todavía nos soportan un modesto antídoto contra tal avalancha. Ciertamente, la Reforma de Lutero llegó cuando la decadencia de la Iglesia (minada por el concubinato del clero, la rapacidad y avaricia de muchos religiosos y la simonía institucionalizada) alcanzaba cotas lastimosas. Pero no se pone remedio a los errores cayendo en uno más grande; y la parábola evangélica del trigo y la cizaña ya nos advierte contra el peligro de arrancar la cizaña antes de tiempo (que fue, exactamente, lo que quiso hacer Lutero, logrando tan sólo desperdigarla).

Al fondo de aquel furor reformista de Lutero palpitaba el fracaso espiritual de un hombre que había hecho esfuerzos ímprobos por alcanzar la unión con Dios. Pero todas sus sacrificios, penitencias y abnegaciones habían sido en vano; y seguían abrasándolo las concupiscencias más torpes (en cuya descripción, por pudor, no entraremos), que le causaban enorme angustia y ansiedad. Lutero consideró entonces (haciendo una proyección teológica de sus propias debilidades) que el hombre pecador nada podía hacer por alcanzar la salvación. Así fue como concluyó que Cristo ya había sufrido por nuestros pecados; y que, por lo tanto, ya estábamos perdonados. De modo que, para salvarnos, bastaba con que se nos aplicasen los méritos de Jesús por medio de la fe.

Esta justificación a través exclusivamente de la fe se funda en una concepción pesimista de la naturaleza humana, que niega la libertad humana para vencer las tentaciones y también la gracia de los sacramentos. El hombre luterano, sin capacidad para sobreponerse al pecado y alumbrado por la sola fide, suprime la mediación de la Iglesia; y será su conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, la que ordene su propia vida religiosa e interprete libremente las Escrituras. Y, como escribió el gran Leonardo Castellani con su habitual gracejo, «desde que Lutero aseguró a cada lector de la Biblia la asistencia del Espíritu Santo, esta persona de la Santísima Trinidad empezó a decir unas macanas espantosas». El libre examen luterano desató la enfermedad de la inteligencia denominada diletantismo, que luego ha contagiado, por proceso virulento de metástasis, toda la cultura occidental, primeramente con los ropajes del fatuo endiosamiento intelectual, por último con los harapos lastimosos del deseo de saber sin estudiar y la soberbia de la ignorancia. Las consecuencias de la Reforma luterana en el plano filosófico y moral no se harían esperar.

 El P. Leonardo Castellani

II

Al afirmar el principio del libre examen, que atribuye al hombre una facultad omnímoda para ordenar su vida religiosa, Lutero anticipa el imperativo categórico de Kant, que proclamaría la suficiencia absoluta de la voluntad humana para emanar normas de conducta, erigiéndose así el hombre en único legislador y árbitro de su vida moral. A la vez, con su tesis del servo arbitrio, que juzga al hombre incapaz de elegir el bien, Lutero se convierte involuntariamente en promotor del nihilismo filosófico y ético.

Lutero, discípulo de los nominalistas Wesel y Biel, injertó en el pensamiento de sus maestros un asfixiante pesimismo antropológico. Juzgaba que la inteligencia humana, tarada por el pecado original, estaba incapacitada para abstraer lo universal y pensar las cosas del espíritu; pero, al mismo tiempo, consideraba que era muy apta para desenvolverse con pragmatismo en el mundo. Inevitablemente, un hombre dispensado de discernir un orden moral objetivo puede refugiarse en su conciencia subjetiva. El bien ya no será una categoría que el hombre discierne a través de la razón, sino lo que en cada momento determine que es bueno (o, dicho más descarnadamente, lo que le convenga), y el mal lo que entienda que es malo (o sea, lo que le perjudique). Danilo Castellano observa con perspicacia que esta consideración de la conciencia permitirá luego a Rousseau afirmar en el Emilio que «la conciencia es la voz del alma, como las pasiones lo son del cuerpo». Esta conciencia, reducida a mera pulsión subjetiva, acabará conformando al hombre de nuestra época, un amasijo instintivo sin guía ni freno, huérfano de razón y responsabilidad. Un hombre que guía sus decisiones (que, inevitablemente, ya no serán morales) por la pura espontaneidad, que es la que le permite afirmarse y ser “auténtico”, y hasta creer (risum teneatis) que es libre como el viento, aunque sólo sea esclavo de sus pasiones. Y de la conciencia instintiva al subconsciente freudiano hay un solo paso.

Inevitablemente, esta concepción luterana del hombre, incapacitado para abstraer lo universal, impondrá el abandono de la metafísica, que posteriores corrientes filosóficas declararán inaccesible (y, con el tiempo, inútil). Como luego afirmaría Hegel, «la verdadera figura en que existe la verdad no puede ser sino el sistema científico de ella». Es decir, cada escuela filosófica debe crear un sistema que se erija en la verdad (por supuesto, refutada por la siguiente escuela). Así, se concluye en la extravagancia de pensar que la razón humana es suficiente para dar fundamento a toda la vida del hombre, quedando excluido el orden sobrenatural. Y, con el tiempo (porque los sistemas filosóficos, al faltarles el sustento de una verdad universal, se tornan pendulares), se concluye en la extravagancia contraria, según la cual la razón humana carece de autoridad para fundamentar la vida, lo que desembocará en los sucesivos escepticismos, relativismos y nihilismos del pensamiento contemporáneo.

Como sostiene Belloc en Europa y la fe, «al negarse la realidad y hasta el ser, se crean sistemas que se mueven en un vacío atroz, para asentarse finalmente en una negación y desafío universales lanzados contra toda institución y todo postulado». La desaparición del saber metafísico acaba degenerando en la búsqueda de verdades “sociológicas”, siempre coyunturales y cambiantes, carentes de fundamentación real. Y, tarde o temprano, propicia malformaciones y excrecencias irracionales; pues, allá donde falta la metafísica, afloran como setas un sinfín de supersticiones enloquecidas, fanáticas e imprevisibles. Y surgen entonces, inevitablemente, conceptos políticos morbosos. Porque el legado de Lutero tiene también, por supuesto, consecuencias políticas.

 Hilaire Belloc

III

Si la inteligencia humana, tarada por el pecado original, está incapacitada para abstraer lo universal, no pude aspirar a entender las leyes de la política. De este modo, la doctrina de Lutero se convierte en legitimadora del Estado moderno, concebido como instrumento para ordenar la vida social y reprimir la intrínseca maldad humana, convirtiendo sus leyes positivas en norma ética. Frederick D. Wilhemsen nos hace reparar en la paradoja de que Lutero, que empezó azuzando la rebelión de los campesinos alemanes contra sus príncipes (pensando que los campesinos lo apoyarían en su lucha contra Roma), acabase exhortando a los príncipes a aplastar del modo más inmisericorde las revueltas campesinas (después de que los príncipes abrazasen con su doctrina). «En último término –escribe Wilhemsen--, el luteranismo predica que el ciudadano tiene que obedecer al príncipe en todo, de una manera ciega, pues el cristiano sabe que la autoridad del príncipe viene de Dios, pero no sabe nada de la ley natural, debido a la corrupción de su razón, el único instrumento capaz de descubrir esa ley».

Por supuesto, la monarquía ya había tenido tentaciones de hacerse absoluta antes de Lutero. Pero los reyes estaban limitados por una ley humana, la costumbre, y por una ley divina que no podían conculcar. Ambas barreras serán anuladas por Lutero, que en su obsesión por combatir al papado convierte al rey en representante de Dios en la tierra, afirmando que todo auténtico cristiano está obligado a someterse incondicionalmente a él. La monarquía, antes de Lutero, se había acomodado a la sentencia de San Isidoro ("Rex eris si recte facias; si non facias, non eris"); y así había llegado a ser, en palabras de Donoso, «el más perfecto de todos los gobiernos posibles, por ser uno, perpetuo y limitado». Al apartar esos límites que constreñían al monarca, Lutero instaura la deificación del poder civil. El monarca se convierte en objeto de adoración ciega; su poder ya nunca más se asentará en la "auctoritas" ni en la "potestas", sino que será puro ejercicio de la fuerza sin restricciones (o sin más restricciones que los reglamentos que él mismo evacua, sometidos a su conveniencia y capricho).

Así se corrompe el principio de autoridad, hasta su confusión con la mera fuerza despótica. Este quebrantamiento del orden político –afirma Belloc-- iba a tener un efecto explosivo: el poder que mantenía las cosas unidas se convertirá a partir de ese momento en un poder que separa cada una de las partes componentes. En efecto, el poder absoluto mostrará pronto, bajo una falsa fachada unificadora, su íntima vocación disgregadora, haciendo de la disputa por el poder, la tensión social y la guerra constante el clima natural de una Europa dividida.

Por supuesto, la doctrina luterana sobre la soberanía absoluta de los reyes será la que luego, convenientemente desplazada de sujeto, fundamentará el principio de la soberanía popular. La omnipotencia del príncipe se convierte en voluntad popular soberana, cuya esencia sigue siendo la fuerza despótica, capaz de determinar mediante mayorías el bien y la verdad según su conveniencia y capricho.

Wilhemsen sostiene que «la pasividad del alemán frente a su gobierno, sea éste monárquico, imperial, republicano o nazi, refleja una teología y una religión cuya negación de la ley natural exige que el hombre obedezca pasivamente, sin preguntar el “por qué”». Sospecho que esta reflexión que Wilhemsen circunscribe al alemán podría extenderse en general al hombre contemporáneo, que creyéndose más soberano que nunca está en realidad sometido pasivamente a poderes ilimitados que ya no controla. Empezando por el poder del Dinero, que el protestantismo liberó.

 Frederick Wilhelmsen a mediados de los sesenta
(Foto: Crisis Magazine)
IV

La rebelión de Lutero daría alas a otro clérigo levantisco, Calvino, que como él afirmó la depravación de la naturaleza humana y negó que el hombre tuviera libre albedrío. Calvino añadió, sin embargo, una dimensión nueva a la doctrina luterana, afirmando la monstruosa doctrina de la predestinación. Pero, aunque el hombre nada pueda hacer por salvarse, puede –según Calvino– saber anticipadamente cuál es su destino, pues la prosperidad material se erige en signo de afecto divino. Esta doctrina abominable desataría la avaricia de los pudientes, que empezaron a agitar a las masas contra el Papado; y, mientras las masas estaban entretenidas agitándose y disfrutando de la anarquía moral generada por la ruptura con Roma, los ricos las despojaron de sus tierras. «Siempre resulta ventajoso para el rico –afirma Belloc– negar los conceptos del bien y del mal, objetar las conclusiones de la filosofía popular y debilitar el fuerte poder de la comunidad. Siempre está en la naturaleza de la gran riqueza (…) obtener una dominación cada vez mayor sobre el cuerpo de los hombres. Y una de las mejores tácticas para ello es atacar las restricciones sociales establecidas». A los hacendados y poseedores de grandes fortunas les había llegado, en efecto, una gran oportunidad con la Reforma. En todos los lugares donde la riqueza se había acumulado en unas pocas manos, la ruptura con las antiguas costumbres fue para los ricos un poderoso incentivo. Hicieron como si su objetivo fuese la renovación religiosa; pero su verdadero fin era el Dinero. Y así lograron que su desmesurado afán de lucro resultase menos insoportable a los ojos de los pobres, entretenidos con el caramelito de la renovación religiosa. La doctrina católica habría combatido el industrialismo y la acumulación de riqueza; pero el protestantismo hizo del afán de lucro un signo de salvación.

Y, mientras crecía el afán de lucro, se consumó el “aislamiento del alma”, que Belloc considera con razón el más nefasto legado de la Reforma y define como una «pérdida del sustento colectivo, del sano equilibrio producido por la vida comunitaria». En efecto, el protestantismo introdujo un aislamiento de las almas que, además de gangrenar la teología, la filosofía, la política, la economía y la vida social, destruyó la unidad psíquica de la persona. Pues, al cuestionar toda institución humana y toda forma de conocimiento, abocó a los seres humanos a un desarraigo creciente y a una exaltación del individualismo cuya estación final es la desesperación, como comprobamos en las sociedades modernas, integradas por individuos enfermos de solipsismo y, a la vez, estandarizados y amorfos. Y la disolución de la religión colectiva facilitaría, en fin, el encumbramiento de sucesivas idolatrías sustitutivas, llamadas pomposamente ideologías, cuyo cáliz amargo seguimos hoy apurando hasta las heces.

 Egbert II van Heemskerck, Calvino en el Infierno (circa 1700-1710)

Y, para terminar –last, but not least–, no podemos dejar de referirnos, entre las consecuencias del luteranismo, a su iconoclasia furibunda, que generaría un arte inane y acabaría desembocando en el feísmo más exasperado, puro vómito de una esterilidad engreída, que denominamos eufemísticamente “arte contemporáneo”. Si la tradición católica, en su esfuerzo por penetrar mejor el contenido de la Revelación, había fomentado un arte riquísimo que halla su paradigma en la belleza inmaculada de María, la reforma protestante, al declarar la ilicitud del culto a la Virgen y a los santos engendraría un arte fosilizado y deshumanizado, cuando no vesánicamente nihilista.

Todas estas delicias del legado luterano, y algunas más que se nos quedan en el tintero, vamos a celebrar en este centenario tan divino de la muerte que se nos viene encima.

Máscara mortuoria de Lutero expuesta en Halle
(Foto: © Deutsche Zentrale für Tourismus e.V. /Andrews, J.D.)


Actualización [10 de diciembre de 2016]: El sitio Religión en libertad ofrece la traducción al español de una interesante entrevista concedida por el Dr. Danilo Castellano, Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Udine, al periódico digital La Nuova Bussola Quotidiana (el original puede verse aquí). En ella se refiere a su reciente libro traducido al español, intitulado Martín Lutero. El canto de gallo de la modernidad (Madrid, Marcial Pons, 2016), donde busca mostrar que el heresiarca alemán fue el padre del laicismo y del poder desligado de cualquier concepto objetivo de bien, dado que emprendió una revolución gnóstica sin precedentes que todavía perdura.  

jueves, 1 de diciembre de 2016

50 años de Magnificat: la metamorfosis de un altar

En el video que compartimos a continuación es posible apreciar el proceso en que un altar exento, habitualmente destinado a la celebración del Novus Ordo Missae, puede ser rápidamente transformado para poder celebrar la Santa Misa en la forma tradicional del rito romano.

En la filmación se aprecia el altar mayor de la iglesia de la Casa Matriz de las Hermanas de la Divina Providencia, la cual albergó a partir de 2007, luego de la promulgación del motu proprio Summorum Pontificum, la celebración dominical de la Santa Misa de nuestra Asociación, ello hasta el trágico incendio que la destruyó por completo el 24 de enero de 2011, incluyendo el exquisito baldaquino que cubría el altar mayor. A esta iglesia, su historia y su vínculo con Magnificat le hemos dedicado ya una entrada, así como otra dedicada a la Misa pontifical en el Usus antiquior celebrada allí para la Asociación por Su Excia. Revma. el Cardenal Jorge Medina Estévez, el 14 de septiembre de 2009.