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sábado, 2 de enero de 2021

Por qué la plena restauración del rito romano no es “arqueología tradicionalista”

Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, bien conocido de nuestros lectores. Aunque fue escrito en 2019, conserva su vigencia porque aborda el complicado asunto de fijar una fecha para la restauración litúrgica que sea coherente con la Tradición. A juicio del autor, ni el Misal intermedio de 1965 ni el de 1962 son expresión fiel de las oraciones y prescripciones que San Pío V, siguiendo las directrices del Concilio de Trento, ordenó codificar como rito romano. El objetivo era fijar una regla invariable para el culto en los tiempos en que el protestantismo se extendía por Europa. Pero San Pío V dejó a salvo aquellos ritos de más de doscientos años, los podían seguir siendo utilizados. Hay que tener en cuenta que el Código de Derecho Canónico de 1983 todavía señala que la ley no tiene fuerza derogatoria de la costumbre centenaria o inmemorial (canon 28), precisamente porque expresa un sentir del Pueblo de Dios que los dictados humanos no pueden contradecir. En materia litúrgica, esto significa un reflejo del sensum fidei que expresa una regla de fe. Habiendo fracasado el experimento de una "reforma de la reforma", queda preguntarse cómo volver a establecer una Misa que sea reflejo del culto a Dios en espíritu y verdad, guardando el gusto equilibrio entre Tradición e innovación, vale decir, que sea reflejo de un desarrollo orgánico del rito, el que no es ni puede quedar petrificado. El autor intenta responder esta pregunta. 

El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan la versión original. 

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Por qué la plena restauración del rito romano no es “arqueología tradicionalista”

Peter Kwasniewski 

El estolón (y no visible, la casulla plegada), ambas abolidas por Pío XII

En un reciente discurso, el arzobispo Thomas Gullickson, nuncio papal en Suiza y Lichtenstein, ha hecho un arrebatador alegato en favor de “volver a fojas cero” en el caso de la liturgia romana, abandonando lo que es ya un experimento fallido y reponiendo los ritos tradicionales de la Iglesia católica. Lo que ha hecho es proporcionarnos un vigoroso resumen de las materias a que se refiere, muy detalladamente, un libro recién publicado, The Case for Liturgical Restoration [Las razones para una restauración litúrgica].

Y, a continuación, con admirable franqueza, el arzobispo Gullickson formula la pregunta del millón de dólares:

 “Quiero evitar el tema candente de proponer una fecha a la cual hacer retroceder todo. Pensé hace algún tiempo que era suficiente con regresar al Misal de 1962 y a la reforma del Breviario de San Pío X, pero las maravillas del Triduo pre-Pío XII, tal como las hemos venido experimentando, me han dejado sin palabras en este punto. Quizá las enseñanzas de Benedicto XVI sobre el enriquecimiento mutuo de las dos formas puedan proporcionar el paradigma para resolver la cuestión de qué Misal y qué Breviario. Mi llamado a regresar a los textos actualmente aprobados de la forma extraordinaria está, entonces, inspirado en cierta urgencia por avanzar, de hacer progresar el proceso. No me siento cualificado para proponer una opinión en el punto específico de dónde comenzar la restauración”.

La postura que ha predominado en la “esfera tradicional” durante mucho tiempo es que debiéramos contentarnos con 1962 como punto de partida para una sana liturgia futura. Después de todo, la de 1962 es la última editio typica anterior a las conmociones causadas por el Concilio, se la reconoce todavía como en continuidad con el rito tridentino, y ha sido impuesta por la autoridad de la Iglesia en el motu proprio Summorum Pontificum.

Desde una postura contraria, Dom Hugh Somerville-Knapman, de Dominus mihi adjutor, insiste en que debemos tomar en serio la constitución Sacrosanctum Concilium y, si lo hacemos, el Misal de 1962 no reunirá los requisitos exigidos:

“Todavía advierto cierta validez en una reforma moderada de la liturgia de acuerdo con el tono modesto que quiso el Concilio: lecturas en vernáculo, abandono de la duplicación que supone que el celebrante tenga que decir las oraciones, etcétera, cuando son cantadas por otros ministros, una preparación del sacerdote menos obstructiva al comienzo de la Misa, etcétera. Y la orden conciliar de hacer una reforma no puede simplemente ser olvidada como si nunca hubiera existido: hay que enfrentarla y asumirla, ya sea reformando la reforma hecha en su nombre, o mediante un acto específico del magisterio que la abrogue”.

“Es por esto que los ritos interinos me interesan: OM65 [el Ordo Missae de l965] es, claramente, la Misa del Concilio Vaticano II, y además está en continuidad orgánica con la tradición litúrgica. Dejó intacto el Canon, así como también conservó el respeto integral propio de la acción litúrgica. Incluso Lefebvre la aprobó. Lo que distorsiona nuestra percepción del OM65 es que hemos asistido a 50 años de desarrollos desde entonces, y no podemos evitar ver el OM65 como contaminado por éstos”.

“Además, el MR62 [Misal Romano de 1962] es un punto más bien arbitrario  de detención de la tradición litúrgica. Para algunos tradicionalistas comprometidos, dicho Misal es imperfecto, incluso contaminado. ¿Es mejor un Misal pre-1953? ¿O uno pre-Pío XII? ¿O, quizá, uno pre-Pío X? ¿Por qué no tomar el toro por las astas y defender el Misal pre-Trento -después de todo, Geoffrey Hull ve en éste la semilla de la decadencia litúrgica-? De este modo vamos a terminar en una situación en que cada uno elige sus propios principios idiosincráticos de un conjunto variable de ellos. Lo cual es eclesiológicamente imposible. La Iglesia católica tiene una autoridad magisterial que establece la unidad en la liturgia. Que ella, lastimosamente, haya estado ausente en las últimas décadas no es un argumento para ignorar totalmente su existencia. Por ese camino podríamos terminar siendo protestantes”.

Dom Hugh está dispuesto a admitir que Bugnini & Co. estuvieron atareados detrás de las bambalinas durante las décadas de 1960 y 1970 complotando y, eventualmente, llevando a cabo la violación y pillaje de todo lo que quedaba de la tradición litúrgica occidental. Piensa, sin embargo, que puertas afuera del Politburó, el Misal de 1965 fue visto en general por todos -y todavía puede ser así visto hoy- como la reforma que cumple con los deseos del Concilio. Este debería, pues, ser el punto al que nos lleva el “volver a fojas cero”” (para redondear en el tema de cómo fue el Misal de 1965, léase el informe de monseñor Charles Pope).

Un Misal de mediados de la década de 1960: tratando de mantenerse al día con los cambios

Con todo, a mi parecer las posiciones de 1962 (purista) y de 1965 (reformista) están rápidamente perdiendo adeptos en todo el mundo, especialmente a medida que Internet sigue extendiendo la conciencia de las inconsultas y, a veces, catastróficas reformas que se hicieron, a lo largo del siglo XX, a varios aspectos de la liturgia romana, entre las cuales destacan las hechas a la Semana Santa. Puesto que yo también estoy en desacuerdo con las posiciones de 1962 y 1965, quisiera argumentar en favor del regreso a la última editio typica anterior a las revolucionarias alteraciones de Pío XII: el Missale Romanum de Benedicto XV, publicado en 1920[1].

El principal argumento usado para defender la adhesión a 1962 es que todos debiéramos hacer “lo que la Iglesia nos pide que hagamos”. Pero ¿quién, o qué, es “la Iglesia” aquí? En esta época de caos ya no es evidente de por sí que “Iglesia” se refiere a una autoridad que está dictando leyes para el bien común del pueblo de Dios. Desde al menos 1948 en adelante, “Iglesia” en el ámbito litúrgico ha significado un conjunto de radicales que luchan por cortar los vínculos con la Tradición y que han procurado cumplir su agenda de simplificación, abreviación, modernización y utilitarismo pastoral en la Iglesia, con aprobación papal, es decir, con abuso del poder papal. No se trata de órdenes jurídicamente correctas que hay que obedecer, sino de aberraciones que merecen ser resistidas -por cierto, con paciencia, inteligencia y según modos ajustados a principios, pero igualmente con la intención firme de restaurar la integridad y plenitud del rito romano al punto como existía antes de que el Movimiento Litúrgico, en su fase cancerígena, tomara el control en los niveles superiores y llevara al rito romano al punto muerto del Novus Ordo-.

Durante un largo período traté, sinceramente, de comprender, apreciar y adherir a Sacrosanctum Concilium. Pero no me fue posible, después de leer a Michael Davies y, posteriormente, Phoenix from the Ashes de Henry Sire y la biografía escrita por Yves Chiron de Annibale Bugnini, ver en aquel documento sino un programa, cuidadosamente urdido, de revolución litúrgica. Dicho documento se contradice en varios puntos y se refugia frecuentemente en burdas ambigüedades que fueron deliberadamente implantadas en él -y sabemos esto último por investigaciones fundadas en documentos; no hacen falta aquí teorías conspirativas-.

Me convencí de la evaporación de la validez de Sacrosanctum Concilium luego de una profunda reflexión y gracias a una conferencia de Wolfram Schrems sobre el significado de la abolición, realizada por ella, de la hora de Prima en el Oficio Divino. Un Concilio que osa abolir un antiguo oficio litúrgico, recibido ininterrumpidamente de modo universal, se vicia a sí mismo desde la partida. Dado que ninguno de los documentos del Concilio Vaticano II contiene declaraciones de fide ni anathemas, no queda expresamente comprometido el carisma de la infalibilidad. Y supuesta su naturaleza misma, un puñado de recomendaciones pastorales prácticas puede estar equivocado, y existen pruebas, que aumentan continuamente, de que los fines y los medios del ala radical del Movimiento Litúrgico erraron gravemente el blanco. Las suposiciones del Concilio sobre lo que “había que hacer” a la liturgia fueron una errónea lectura de sociología y de  psicología de la religión. Sus propuestas de reforma se fundaron en suposiciones modernas que no han resistido el paso del tiempo y, de hecho, fueron ya eficazmente criticadas antes del Concilio y durante él. Por esto es que me parece insustancial el que el año 1965 refleje mejor las ideas, mutuamente conflictivas y a veces problemáticas, del Concilio.

Además, resulta difícil sostener la idea de que el Ordo Missae de 1965 representa la implementación de Sacrosanctum Concilium, a la luz de las reiteradas declaraciones de Pablo VI de que lo que promulgó en 1969 es el cumplimiento cabal de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia (véase aquí y aquí los ejemplos seleccionados por el selectivo y papólatra sitio Pray Tell; analizo aquí los desastrosos discursos de 1965 y 1969). Públicamente se presentó a 1965 (aunque no siempre coherentemente) como un paso intermedio en el proceso evolucionario que se alejaba de la liturgia medieval-barroca y se encaminaba a una liturgia moderna relevante.

El “momento de la verdad” llega, me parece, cuando los estudiantes de liturgia se dan cuenta de que 1962 es extremadamente parecido a 1965 en el siguiente aspecto: se trató de un Misal intermedio en cuya preparación Bugnini y los demás liturgistas que trabajaban en el Vaticano cambiaron todo lo que pensaron que podían hacer pasar disimuladamente. Incluso atribuyéndoles las mejores intenciones, aquellos liturgistas habían experimentado un triunfo renovacionista con la “reforma” de la Semana Santa de Pío XII, una reforma notable como ejemplo de dramática deformación de algunos de los más antiguos e intensos ritos de la Iglesia -y siguieron adelante con el impulso de ahí derivado-. La abolición en tiempos de Pío XII de la mayor parte de las octavas y vigilias, de múltiples colectas, de las casullas dobladas, entre otras cosas, es parte del mismo triste cuento de podar partes de lo que era más distintivo y valioso de la herencia romana[2].

Esta es la razón de por qué no es arbitrario que los tradicionalistas digan que el Misal circa 1948 -lo cual significa, en la práctica, la editio typica de 1920- es el punto al que hay que volver. El motivo es sencillo:  con excepción de unas pocas fiestas añadidas (el calendario es la parte de la liturgia que más cambia), es, en todos los aspectos más importantes, el Misal codificado por Trento. Es, simplemente, el rito tridentino. Para quienes creemos que el rito tridentino representa, en su totalidad y en cada una de sus partes, el apogeo, orgánicamente desarrollado, del rito romano, el cual es nuestro deber recibir con gratitud como un legado intemporal (al modo como los católicos griegos reciben sus ritos litúrgicos, que también alcanzaron la madurez durante la Edad Media), un Misal pre-Pacelli nos proporciona todo lo que estamos buscando, e incontaminado.

Hay quienes gustan de indicar cuáles son las “mejoras” que se podría hacer al antiguo Misal, pero los que han vivido muchos años, e íntimamente, con sus contenidos, son normalmente los menos convencidos de que las mejoras serían realmente tales. He mostrado algunos ejemplos aquí, aquí y aquí[3].

Un Misal de altar de 1931 de la Abadía de Maria Laach

Algún interlocutor podría decirnos: “Aguarde un poco. ¿No es todo esto “anticuarianismo tradicionalista”? ¿No somos culpables de hacer lo mismo que hacen nuestros oponentes, es decir, retroceder a formas más antiguas y despreciar los desarrollos posteriores?”.

No: nada de lo que aquí propongo significa “anticuarianismo tradicionalista”. Lo que sí está claro es que el Movimiento Litúrgico se descarriló después de la Segunda Guerra Mundial. Los cambios que se hicieron a los libros litúrgicos desde ese momento en adelante fueron motivados por teorías globales sobre “qué es lo mejor para la Iglesia moderna”, lo cual condujo a las abundantes contradicciones y ambigüedades de la Sacrosanctum Concilium, al reino del terror de Montini-Bugnini y a esa desgraciada coronación de todo esto que fue el Ordo Missae de 1969, junto con otros ritos de ese período.

La idea no es retroceder indefinidamente, sino tomar un Misal que es, en esencia, el codificado por Trento y Pío V, con el tipo de pequeñas adiciones o enmiendas que caracteriza al lento progreso de la liturgia a través de las épocas. Como el P. Hunwicke gusta de decir, durante muchos siglos desde Pío V ha sido posible tomar un Misal viejo, ponerlo sobre el altar y decir la Misa. Los cambios son tan menores que el Misal es virtualmente el mismo desde Quo Primum hasta el siglo XX[4]. Los santos van y vienen, pero incluso el calendario permanece notablemente estable. Sin embargo, luego del reinado de Pío XII, es mucho más difícil que un Misal “viejo” y uno “nuevo” (por ejemplo, los de 1955 de Pacelli, 1962 de Roncalli y 1965 de Montini) compartan el mismo espacio eclesial: no se los puede intercambiar unos por otros incluso en algunos momentos muy importantes del año litúrgico. Esto ya demuestra, de un modo basto y general, que se ha producido una ruptura, incluso antes del Novus Ordo.

La condición impuesta por Pío V de que sólo los ritos que tuvieran más de 200 años pudieran seguir usándose después de la promulgación del Misal tridentino es otra forma de explicar que nuestra argumentación aquí se basa en el sentido común. Un rito de menos de 200 años podría parecer como algo improvisado a nivel local, pero un rito que tiene 200 años o más posee el peso de lo “inmemorial”, algo que no debe ser ni perturbado ni reemplazado. He aquí, en verdad, la razón fundamental de la ilegitimidad del Novus Ordo: aquello que éste vino a reemplazar no era simplemente algo con más de 200 años, sino con 2000 años de historia de uso continuo, que muestra ausencia de rupturas mayores y sólo exhibe una asimilación y expansión graduales. Pero la norma de 200 años de Pío V sugiere también que resucitar algo con menos de 200 años no es necesariamente un ejemplo de anticuarianismo, sino que podría ser una recuperación, simple e inteligente, de algo que se perdió por casualidad, por error en la transmisión, o por una mala política. Así, si ciertas octavas y vigilias se abolieron sólo hace unas cuantas décadas, y si la racionalidad de ello merece ser rechazada, la recuperación de las mismas no puede ser, de modo alguno, ejemplo de anticuarianismo. Después de todo, tal como lo muestra The Case por Liturgical Restoration (pp. 14 y 16), el Antiguo Testamento proporciona ejemplos de restauraciones litúrgicas mucho más dramáticas que lo que la recuperación de ritos pre-Pacelli es para nosotros.

El anticuarianismo o arqueologismo -a menudo acompañado del adjetivo “falso”- es el intento de saltarse a pies juntos los desarrollos medievales y de la Contra-Reforma, a fin de llegar una liturgia cristiana supuestamente “original, auténtica”. El término anticuarianismo no puede aplicarse correctamente cuando se hace a un lado deformaciones modernistas, progresivistas o utilitarias. ¡Qué irónico resultaría si una reacción contra el falso anticuarianismo pudiera ser ahora catalogada como un ejemplo de lo mismo! Digámoslo del siguiente modo: los católicos han sido siempre inteligentemente anticuarios en cuanto que se han preocupado muchísimo y han procurado preservar su legado y tratado de recuperarlo, cuando ha sido saqueado o dañado. El Movimiento Litúrgico, por otra parte, nos dio el espectáculo de un anticuarianismo arbitrario, violento, programático. Estos dos fenómenos son tan distintos entre sí como el patriotismo y el nacionalismo.

Nuestra situación, en la Iglesia latina, ha alcanzado la nitidez de un dibujo impreso: (1) el rito papal moderno, risiblemente denominado rito romano, se ha afirmado como una pseudo-tradición vernacular, “versus populista”, informal, banal y horizontal, como un colaborador de New Liturgical Movement, William Riccio, lo ha descrito con feroz acierto; (2) la “reforma de la reforma”, por la que habían apostado todo lo que les quedaba algunos conservadores esperanzados durante el reinado de Benedicto XVI, no sólo está muerta, sino enterrada y profundamente enterrada; (3) la liturgia latina tradicional, aunque no está fácilmente disponible para todos los que la deseen, está firmemente enraizada en las nuevas generaciones, en todos los continentes y casi en todos los países del mundo, y no da señales de debilidad. Muchos clérigos tradicionalistas preferirían usar un Misal de la primera mitad del siglo XX, y los que no, de los cuales hay muchos, admitirán, en momentos de sinceridad con amigos de confianza, que experimentan dificultades con el ersatz de Semana Santa y con el Misal de Juan XXIII. Para parafrasear a C.S. Lewis, si uno ha doblado en la dirección equivocada, la única manera de seguir adelante es volver atrás; tal es el modo más rápido de continuar.

En este artículo he explicado por qué es legítimo, digno de alabanza y verdaderamente necesario buscar la restauración de la plenitud de la liturgia romana que se perdió en el período post-guerra. No toco aquí la cuestión, más delicada y discutible, de qué clase de autorización, dada por quién, se requiere o podría requerirse para usar una versión más antigua del Misal. No se sigue, del simple hecho de que una versión anterior del Misal es mejor, que cada cual está ipso facto autorizado para permitirse el uso del mismo. Pero sin embargo de los permisos ya otorgado o de los que falta que se otorguen, no deberíamos considerar el año 1962 como el vecindario en que la vida litúrgica puede asentarse. En comparación con el gueto, asolado por las riñas, del Novus Ordo, en que las bandas opuestas de progresistas y conservadores se trenzan en una guerrilla interminable, el statu quo de 1962 parece como mucho más seguro, más amable, más cómodo. Sin embargo, es un estacionamiento, una estación de paso en el camino hacia algo mejor.


[1] No hace falta decir que las fiestas particulares que entraron posteriormente en el calendario, como la de santa Teresa de Lisieux, debieran quedar incluidas.

[2] El arzobispo Gullickson dice, en el mismo discurso: “Y a propósito: en cuanto al calendario, ¿no es mejor el más viejo? Yo diré un vibrante 'sí', en especial si se habla de vigilias y octavas, y si se trata de dar el nombre correcto a los tiempos del año”.

[3] La cuestión de la reforma del Oficio Divino por Pío X es un semillero de problemas aparte. Es fácil advertir que la Iglesia debiera restaurar algunos elementos del Oficio romano tradicional que se perdieron, como los salmos Laudate en Laudes, pero no es en absoluto fácil decir cómo debiera hacerse. La situación del Oficio es muchísimo más compleja que la del Misal del altar o de los otros ritos sacramentales. Afortunadamente, los monjes benedictinos tienen la posibilidad de usar el Antiphonale Monasticum, que quedó casi intacto cuando la ruptura de Pío X.

[4] Se ven cambios más dramáticos en la explicitación de las rúbricas. Clemente VIII hizo un considerable “relanzamiento” del Misal de Pío V, enderezado a aclarar las rubricas. Cualquier edición del Misal, desde Pío X en adelante, incluye un enorme bloque de rúbricas al comienzo, que nunca había estado ahí. Sin embargo, es indiscutible que uno podría usar cualquier edición del Misal, con efecto en la mayoría de las fiestas y del ciclo temporal.

jueves, 25 de julio de 2019

Cómo la liturgia encarna la Tradición

Les ofrecemos a continuación la traducción de un excelente artículo del Dr. Peter Kwasniewski, habitual colaborador de esta bitácora, sobre la liturgia como concretización primordial de la Tradición. Si bien el texto fue escrito y publicado en 2015, no ha perdido su actualidad en razón de la materia que aborda. El propósito del autor es mostrar cómo la liturgia es un modo de encarnar y descubrir la Tradición, una de las fuentes de la Revelación, puesto que ella representa las formas rituales con las cuales la Iglesia eleva su oración a Dios y actualiza el Sacrificio Redentor de Cristo, además de aplicar las gracias de ahí emanan.

El artículo fue publicado originalmente en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las fotografías son las que acompañan al artículo original.

 El Cardenal Walter Brandmüller besa el Evangeliario durante la Misa solemne

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La liturgia, concretización primordial de la Tradición

Peter Kwasniewski

En la Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación Dei Verbum, el Concilio Vaticano II enseña lo siguiente acerca de la relación entre la Escritura y la Tradición:

“Existe una estrecha conexión y comunicación entre la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura, porque ambas, manando de la misma fuente divina, confluyen, en cierto modo, en una unidad y tienden hacia el mismo fin. Porque la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios en cuanto está consignada por escrito bajo la inspiración del Espíritu divino, y la Sagrada Tradición toma la Palabra de Dios confiada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles y la transmite a sus sucesores en toda su pureza, de modo que, conducidos por la luz del Espíritu de verdad, puedan, al proclamarla, preservar esa Palabra fielmente, explicarla y hacerla más ampliamente conocida. Por consiguiente, no sólo en la Sagrada Escritura encuentra la Iglesia la certeza sobre todo lo que ha sido revelado. Así pues, tanto la Sagrada Escritura como la Sagrada Tradición deben ser aceptadas y veneradas con igual sentido de lealtad y veneración. La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen el sagrado depósito de la Palabra de Dios, que ha sido confiado a la Iglesia”[1].

Cuando hablamos de la Escritura está claro (o suficientemente claro) que nos referimos a los contenidos de la Biblia, el canon de los escritos establecido por la Iglesia.  Pero cuando hablamos de Tradición, ¿a qué nos referimos, exactamente? ¿Dónde -para decirlo de modo más concreto- nos encontramos con la Tradición, o nos topamos con ella? ¿Cuándo es que estamos en su presencia? ¿Cómo sabemos que se trata de la “Sagrada Tradición” – ¡que el Concilio dice que es parte de la Palabra misma de Dios!- y no de meras “tradiciones humanas”, que pueden tanto ser como no ser de Cristo, el Señor?  

Dom Mark Kirby, Prior del Monasterio de Nuestra Señora del Cenáculo, en Irlanda, habla de “la antiquísima ley que fundamenta y moldea tanto la doctrina como la vida moral católicas: Lex orandi, lex credendi, lex vivendi[2]. Esto es un modo vigoroso de decir “la ley de la oración” (cómo oramos) moldea la “ley de la fe” (cómo creemos), la que, a su vez, da forma a la “ley del vivir” (cómo realmente conducimos nuestras vidas).

LEX ORANDI

Dom Mark comenta lo siguiente sobre el primero de estos componentes:

“La lex orandi es la puesta por obra de la sagrada liturgia, y está compuesta no sólo de textos, sino de todo el conjunto de signos sagrados, gestos y ritos por los que, mediante el sacerdocio de Jesucristo, los hombres se santifican y Dios es glorificado. La sagrada liturgia misma -que es el Santo Sacrificio de la Misa, los otros sacramentos, el Oficio Divino y los varios ritos y sacramentales que encontramos en los libros litúrgicos oficiales de la Iglesia- es la theologia prima de la Iglesia… La teología primordial de la Iglesia no es algo inventado por hombres eruditos, sino que se encuentra en el dato de la liturgia, que es el órgano primordial de la auténtica tradición de la Iglesia”.

Esta conclusión resuena en la elocuente declaración del P. Louis Bouyer:

“Es en la celebración de los misterios de la liturgia, y en toda la vida nueva, mística y comunal que fluye de ella, que la Iglesia conserva en unidad la conciencia, perpetua y perpetuamente viva, del depósito inmutable de la fe que se le ha encargado”.

Más sucintamente, Pío XI declara: 

La liturgia es el órgano principal del Magisterio ordinario de la Iglesia[3].

Un escritor anónimo contemporáneo deduce las implicaciones de este especial estatus:

“La liturgia es el manantial o fuente primaria de nuestro conocimiento de la Revelación… Es el contexto ordinario, normal, en que los fieles cristianos se encuentran con las divinas realidades de un modo tal que participan de ellas contemplando y orando. Las encíclicas y los concilios cumplen el propósito primario y didáctico de informar al intelecto de las verdades individuales de la fe, algo que es necesario para la vida cristiana. Pero la liturgia hace lo mismo y aun más. La liturgia es el lugar en que la formación del intelecto produce su fruto, la fe hecha vida. La liturgia es la fe puesta en práctica. Es el lugar en que los cristianos reciben la revelación, creen en ella y obran de acuerdo con esa fe mediante la adoración directa de su Creador… La liturgia es, también, un medio a través del cual la Revelación es comunicada. En realidad, como ya dijimos, es el contexto definitivo y primordial en que, para los cristianos, tiene lugar esta comunicación y recepción, debido precisamente a que es el acto central del culto cristiano. El culto es el principal acto de la religión: todos los demás actos son vanos a menos que estén dirigido hacia el acto de culto”[4].

Debido a esta íntima conexión entre el modo cómo oramos, lo que creemos y cómo nos conducimos en nuestra vida, es que los santos siempre han exhibido un amor ardiente por la liturgia y todo lo que se relaciona con ella: las frases y gestos de ésta han llenado su imaginación, y han experimentado un sentimiento de temor reverencial y de humildad frente a esta sagrada herencia, y han aconsejado prudencia al intervenir en ella. Un sabio benedictino de nuestros tiempos, Dom Bernard Capelle (1884-1961), al cual se le pidió, por una comisión vaticana, expresar su opinión sobre la reforma litúrgica, escribió en 1949:

“No debe cambiarse nada a menos que se trate de algún caso de necesidad indispensable. Esta es una sapientísima norma, porque la liturgia es verdaderamente un testamento y un documento sagrado -no tanto escrito como vivo- de la Tradición, que debe tratarse como un locus de teología y una purísima fuente de piedad y de espíritu cristiano”[5].

También podemos comenzar aquí a ver la conexión entre lo que he argumentado sobre el Apocalipsis (la centralidad cósmica del culto y la liturgia celestial de la Iglesia triunfante, paradigma para la Iglesia militante en la tierra) y lo que aprendemos en el libro Los signos sagrados, de Romano Guardini, acerca del lenguaje de los símbolos, mediante los cuales llegamos a comprender a Dios y a relacionarnos con Él, y por los cuales expresamos lo que es más interior y más elevado de nosotros mismos.

Reuniendo las ideas precedentes, Dom Daniel Augustine Oppenheimer nos muestra las exigencias éticas y espirituales que la sagrada liturgia hace al creyente:

“Antes que nada… el antecedente primordial es la humildad frente a la fuente misma. Ya está en acción el principio ascético de la fe, que entiende que la traditio litúrgica no es 'un viejo pedazo de tela', para usar la famosa expresión del cardenal Ottaviani, disponible para libres imaginaciones o cortes arbitrarios o remodelaciones. Los textos, gestos, signos, símbolos, música, todo el conjunto de la cultura litúrgica, todo eso posee una cohesión, un sentido, una profundidad y un carácter interiores. La liturgia merece reverencia en sí misma porque es santa y es la fuente principal de la Revelación”[6].



LEX CREDENDI Y LEX VIVENDI

Refiriéndose ahora al segundo y al tercer miembro de la “antiquísima ley”, Dom Mark escribe:

“La lex credendi es la articulación de lo que ya está dado, contemplado y celebrado en la lex orandi. La doctrina de la Iglesia emerge, con toda su brillante pureza -con el veritatis splendor- del manantial de su liturgia. La doctrina de la Iglesia, su theologia secunda, es fruto de su experiencia litúrgica. […] La lex vivendi es la vida moral católica, una vida animada por las virtudes teologales, una vida de obediencia a los mandamientos divinos, caracterizada por las virtudes cardinales, iluminada por las Bienaventuranzas, enriquecida por los Siete Dones del Espíritu Santo, y desplegada en los Doce Frutos del Espíritu Santo. La lex vivendi se refiere a todo lo que enseña a los hombres a vivir rectamente, a todas las cuestiones éticas y sociales, y a la búsqueda de aquella santidad que, ya ahora, contemplamos en los santos que la Iglesia nos presenta”.

El orden en que están puestos estos tres elementos no es en absoluto algo accidental: como hemos visto, la liturgia nos entrega la fe que profesamos o, en otras palabras, profesamos nuestra fe en y a través de la liturgia. El culto divino, en la forma en que nos ha sido legado por los apóstoles y sus sucesores, es lo primero, llena nuestras mentes y corazones, y nos muestra el camino; a continuación, en segundo lugar, viene la articulación teológica y la explicación de la fe, como internalización de lo que hacemos cuando celebramos los sagrados misterios -y reflexionamos sobre ellos-. Una vez que nos hemos vuelto en oración hacia el Dios viviente, que es Alfa y Omega, el Primero y el Último, reconociéndole la primacía que se le debe (la lex orandi), y una vez que hemos recibido de sus labios la verdad, dándole a ésta primacía en nuestras almas (lex credendi), ya podemos recibir nuestras “instrucciones para el camino” para nuestra vida en el mundo, para el cumplimiento de lo que es recto en el amor virtuoso de nosotros mismos y de nuestros vecinos (la lex vivendi). Dom Mark expresa bellamente este orden:

“La restauración de la doctrina católica a toda su belleza y riqueza, y la consiguiente recuperación de la disciplina católica como algo que sana y da vida, comenzarán con la restauración de la sagrada liturgia”.

Otro escritor, que escribe con pseudónimo, nos ofrece una vigorosa meditación sobre el super-realismo de la liturgia que, porque realmente contiene lo que representa, nos pone en contacto directo, inmediato, con las realidades últimas:

“La liturgia no sólo nos enseña la fe y nos transmite la gracia, sino que revive y renueva en el tiempo los sagrados misterios de Cristo para los fieles. Al hacerlo, nos encontramos con Cristo, los ángeles y los santos, y logramos un atisbo de la superior realidad espiritual del Señor mientras vivimos en la tierra, haciendo borrosas las líneas que separan lo eterno de lo temporal. Nos vamos de la liturgia y de la 'cena espiritual' de Cristo habiendo no sólo aprendido lo que creemos, sino también cómo creer cuando Él vuelva al mundo, fuera del templo… ¿Cómo nos orientamos hacia Dios y no hacia el pecado? ¿Cómo vemos el mundo y Dios como Él desea que veamos? Es la liturgia la que nos muestra cómo, además de ser el espacio para los sacramentos en que el Espíritu Santo actúa y hace inmediatamente accesible para el fiel la obra de Cristo… El propósito de la liturgia, especialmente durante los grandes tiempos del año, es unir a los fieles con Dios para que puedan conocerlo y salvar sus almas. Dios los une a Sí mismo y con su nueva Jerusalén, la Iglesia, y con su Cuerpo, también la Iglesia”[7].
         



[1] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum (1965), núm. 9.

[2] Todas las citas de Dom Mark están tomadas de su artículo “Liturgy, Doctrine, and Discipline: the Right Order”. Véase también el artículo de Joyce Little, “Lex Orandi, Lex Credendi:Many Young Catholics Find Liturgy Incomprehensible and Irrelevant. Is it?”.

[3] Citado por el cardenal George Pell en The Translation of Liturgical Texts (y por muchos otros autores).

[5] Citado en el excelente artículo de Pawel Milcareck Balance instead of Harmony.

[6] Dom Daniel Augustine Oppenheimer, Asceticism and Tradition.

domingo, 9 de junio de 2019

La Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

La Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (Congregatio de Cultu Divino et Disciplina Sacramentorum) es una congregación de la Curia Romana que está encargada de la mayoría de los asuntos relacionados con la liturgia de la Iglesia católica y el ritual de los sacramentos. Surgió de la fusión de la Sagrada Congregación para la Disciplina de los Sacramentos y la Sagrada Congregación para el Culto Divino, y es heredera de la antigua Sagrada Congregación de Ritos, creada fruto del Concilio de Trento y abolida tras el Concilio Vaticano II.


La creación de la Sagrada Congregación de Ritos

Para salvaguardar los efectos benéficos de la reforma litúrgica llevada a cabo por San Pío V en cumplimiento de las directrices del Concilio de Trento, que fijó el rito romano en un solo Misal que debía aplicarse en todo lugar que no tuviera ritos de más de doscientos años de antigüedad probada, y con el propósito de hacer más regular y uniforme el ejercicio del derecho litúrgico pontificio, el papa Sixto V (1585-1590) promulgó la bula Inmensa aeterni Dei, de 22 de enero de 1588, por la cual fue instituida la Sagrada Congregación de Ritos (Congregatio pro Sacri Ritibus et Caeremoniis).

Se trataba de una suerte de consejo o tribunal compuesto inicialmente por 15 y más tarde por 40 cardenales destinada a examinar las dificultades que ofrecían las ceremonias y ritos litúrgicos. A ella correspondía discutir, aprobar o rechazar los cambios que se querían introducir en las oraciones que conforman la liturgia católica, así como las modificaciones relativas a los ornamentos y decoración del culto. Era de su competencia asimismo las cuestiones relacionadas con los procesos de beatificación y canonización. El Secretario de la Congregación, el segundo en importancia después del Prefecto, era el obispo que servía de Sacristán al Santo Padre en las funciones litúrgicas en las que éste participase.

A esta congregación quedaron confiadas, por tanto, dos tareas distintas: una de carácter propiamente litúrgica, relacionada con las cuestiones en torno a los ritos y las ceremonias de la Santa Misa, los sacramentos, el Breviario, etcétera, lo mismo en forma graciosa y pacifica como en el fuero contencioso; la otra, más bien de índole jurídica, se refería a las causas de canonización de los siervos de Dios.

Su primer prefecto fue el Cardenal Alfonso Gesualdo (1540-1603), bajo el cual la congregación se dividió en dos: la Congregación de Ritos (Congregatio Rituum) y la Congregación del Ceremonial (Congregatio Coeremonialus). A esta última se reservó especialmente el ceremonial de la capilla y corte pontificias y de las funciones litúrgicas de los cardenales que celebran fuera de la capilla pontificia, el recibimiento y precedencia de los embajadores y legados de naciones extranjeras y todas las cuestiones de etiqueta.

San Pío X
(Foto: Traditio Invicta)

La reforma de San Pío X

El funcionamiento recién expuesto se mantuvo por varios siglos, pues los cambios sólo comenzaron con el avenimiento del siglo XX. A través de la Constitución Apostólica Sapienti Consilio, de 29 de junio de 1908, San Pío X reestructuró la Congregación de Ritos y modificó algunas de sus atribuciones. Por de pronto, se creó una nueva Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, la cual quedó encargada de velar por todos los aspectos relativos a la celebración válida y lícita de aquéllos. Asimismo, todas las cuestiones contenciosas que estaban dentro de la competencia de la Congregación de Ritos debían pasar a la Congregación del Concilio (hoy llamada Congregación para el Clero) o, si se trataba de profesos, a la Congregación de Religiosos, o a la Rota Romana, si se incoaba la vía judicial. La sección de indulgencias, que se había confiado en 1906 a la Congregación de Ritos, pasó igualmente a la Congregación del Concilio. Quedaron como parte sus atribuciones, en cambio, todo lo relativo a las reliquias. En 1914, San Pío X modificó su reglamento interno, reagrupando sus competencias en dos secciones distintas: la primera para las causas de beatificación y canonización y la segunda para las cuestiones pertenecientes a la liturgia y las reliquias. 

Las posteriores reformas durante el siglo XX

En 1930, Pío XI añadió una sección histórica a las dos ya existentes, cuyos miembros consultores debían aportar su contribución histórico-litúrgica a las cuestiones rituales, los relatos de los santos y la edición y corrección de los libros litúrgicos. Finalmente, a través de la Constitución Regimini Ecclesiae universae, de 15 de agosto de 1967, el papa Pablo VI organizó la congregación en dos secciones: una relativa a la causa de los santos y otra a la liturgia. Cumple advertir que tres años antes, merced al  motu proprio Sacram liturgiam,  de 25 de enero de 1964, ese mismo Papa había creado el Consejo para la implementación de la Constitución sobre Sagrada Liturgia (Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia), conocido como Consilium, cuya presidencia quedó confiada al Cardenal Giacomo Lercaro (1891-1976). Sirvió como secretario de ese consejo monseñor Annibale Bugnini (1912-1982).

Así pues, hasta después del Concilio Vaticano II, la Congregación de Ritos comprendía tres competencias distintas: 

(a) Todo lo que se refería a la liturgia de rito latino, pues las liturgias orientales eran competencia primitivamente de la sección Pro negotiis rituum orientalium instituida por Pío IX en 1862 y unida a la Congregación De Propaganda Fide (hoy Congregación para la Evangelización de los Pueblos) en 1917, y más tarde de la Congregación Pro Ecclesia Orientali, que fue reorganizada por Pío XI en 1938 y existe todavía con el nombre de Congregación para las Iglesias Orientales. En esta materia, la Congregación era el supremo tribunal para las cuestiones litúrgicas y gozaba ciertas facultades que podía ejercer directamente y de otras que, por su carácter extraordinario, requería aprobación previa del Santo Padre. 

(b) La canonización de los santos, según las reglas establecidas por Benedicto XIV (1740-1758), autor de la clásica obra De Servorum Dei Beatificatione et Beatorum Canonizatione (1734-1738) donde se sientan los principios canónicos que, con algunas modificaciones, todavía perduran. 

(c) Las reliquias y todas las cuestiones asociadas a ellas, con excepción de aquellas de carácter dogmático que estaban reservadas a la Congregación del Concilio. También permanecía unida a la Congregación de Ritos la Sección histórica-litúrgica instituida por Pío XI, cuya finalidad era tanto estudiar e iluminar el pasado como promover, a la luz y según el espíritu de las de las buenas tradiciones litúrgicas, un sano y provechoso desarrollo e las formas rituales. A ella se deben los trabajos de reforma litúrgica realizados por Pío XII (la nueva ordenación de los ritos de Semana Santa, un nuevo decreto de rúbricas y y la instrucción sobre liturgia y música sagrada dada el 3 de septiembre de 1958) y San Juan XXIII (un nuevo código de rúbricas y una nueva edición del Misal romano).  

Sin cambios quedó, por su parte, la Congregación del Ceremonial, la cual desapareció con la reestructuación de la Corte Pontificia y la Curia Romana llevada a cabo por el papa Pablo VI. 

 Pío XI en su despacho
(Foto: Wikimedia Commons)

El nacimiento de la Congregación para el Culto Divino y sus fusiones y escisiones posteriores

La historia de la Congregación tuvo un importante cambió casi al mismo tiempo que se sustituía el rito romano por uno de nueva creación. Mediante la constitución apostólica Sacra Rituum Congregatio, de 8 de mayo de 1969, el papa Pablo VI reorganizó las competencias de la Sagrada Congregación de Ritos, creando dos dicasterios autónomos: la Congregación para el Culto Divino y la Congregación para las Causas de los Santos. La primera absorbió la competencia de la Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, que había sido creada de forma independiente por San Pío X en 1908.

El 11 de julio de 1975, a través de la Constitución apostólica Constans nobis studium, las dos congregaciones fueron fusionadas en una nueva Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino (Sacra Congregatio pro Sacramentis et Cultu Divino). Sin embargo, la unión no duró demasiado. Por un quirógrafo de 5 de abril de 1984, San Juan Pablo II restituyó la autonomía de los dos dicasterios bajo la denominación de "Congregación para el Culto Divino" y "Congregación para los Sacramentos". Fue precisamente la primera de ellas la que dictó la instrucción Quattuor abhinc annos (1984), que reguló de forma general, aunque con condiciones bastante estrictas y limitado alcance, la posibilidad de celebrar la Santa Misa con los libros litúrgicos vigentes antes de la reforma paulina. Con la llamada a hacer un uso más extenso de su indulto contenida en el motu proprio Ecclesia Dei afflicta (1988), ella marcó la disciplina de la Misa de siempre hasta la promulgación del motu proprio Summorum Pontificum en 2007 que la restableció en sus fueros. Con el motu proprio Custodes Traditionis, promulgado por el papa Francisco el 16 de julio de 2021, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos ha recuperado sus competencias sobre el Misal anterior a la reforma litúrgica de 1970, que se considera en adelante como la única lex orandi del rito romano. 

Con la Constitución Apostólica Pastor Bonus, de 28 de junio de 1988, a través de la cual se reordenó la Curia Romana, Juan Pablo II nuevamente unió en un solo dicasterio todas aquellas materias que corresponden a la Sede Apostólica respecto a la ordenación y promoción de la sagrada liturgia, en primer lugar de los sacramentos, y que no deban ser  revisadas por la Congregación para la Doctrina de la Fe (artículo 62), o que se refieran al fomento y tutela la disciplina de los sacramentos, especialmente en lo referente a su celebración válida y lícita, incluida la concesión de los indultos y dispensas que no entren en las facultades de los obispos diocesanos sobre esta materia (artículo 63). Quedó así configurada la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos tal y como se la conoce hoy en día.

La única modificación posterior se produjo merced al motu proprio Quaerit semper, de 30 de agosto de 2011, por el cual Benedicto XVI modificó la Constitución apostólica Pastor bonus y trasladó al Tribunal de la Rota Romana las competencias de dispensa del matrimonio rato y no consumado y las causas de nulidad de la sagrada ordenación que estaban radicadas en la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

Las funciones actuales de la Congregación 

De acuerdo a su disciplina actual recogida en la Constitución apostólica Pastor Bonus (artículos 64-70), la competencia de la Congregación parea el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos comprende: 

(a) Promover con medios eficaces y adecuados la acción pastoral litúrgica, de modo especial en lo que se refiere a la celebración de la Eucaristía. 

(b) Asistir a los obispos diocesanos, para que los fieles cristianos participen cada vez más activamente en la sagrada liturgia.

(c) Proveer a la elaboración y corrección de los textos litúrgicos, incluida la revisión y aprobación de los calendarios particulares y los Propios de las Misas y de los oficios de las Iglesias particulares, así como los de los institutos que gozan de ese derecho.

(d) Revisa las traducciones de los libros litúrgicos y sus adaptaciones, preparadas legítimamente por las Conferencias Episcopales. El papa Francisco, a través del motu proprio Magnum Principium, de 9 de septiembre de 2017, confió a estas últimas la responsabilidad de traducir, aprobar y publicar los textos litúrgicos para las regiones de las cuales sean responsables después de la confirmación de la Sede Apostólica (cfr. cánones 838 y 839 CIC).  

(e) Apoyar las comisiones o los institutos creados para promover el apostolado litúrgico, la música o el canto o el arte sagrado, y mantener relaciones con ellos. 

(f) Erigir, a tenor del derecho, las asociaciones de este tipo que tienen carácter internacional, o aprobar y revisar sus estatutos. 

(g) Promover la celebración de congresos interregionales para fomentar la vida litúrgica.

(h) Vigilar atentamente para que se observen con exactitud las disposiciones litúrgicas, se prevengan sus abusos y se erradiquen donde se encuentren.

(i) Examinar el culto de las sagradas reliquias, la confirmación de los patronos celestiales y la concesión del título de basílica menor.

(j) Ayuda a los obispos para que, además del culto litúrgico, se fomenten, y se tengan en consideración, las plegarias y las prácticas de piedad del pueblo cristiano, que respondan plenamente a las normas de la Iglesia.

Asimismo, el motu proprio Custodes Traditionis (2021) confía a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos tanto el ejercicio de la potestad que corresponde a la Santa Sede respecto del Misal anterior a la reforma de 1970 como la supervisión del cumplimiento de las disposiciones previstas en dicho documento para la celebración con ese Misal. 

 S.E.R. el Cardenal Robert Sarah durante la peregrinación anual tradicional a Chartres
(Foto: The Tablet)

La composición y funcionamiento de la Congregación 

El funcionamiento de este dicasterio se rige por su proprio "Reglamento interno",  el cual fue aprobado por la Secretaría de Estado el 24 de marzo de 1994 (Prot. núm. 340944). 

La Congregación está actualmente constituida por 40 miembros (cardenales, arzobispos y obispos) y es presidida desde el 27 de mayo de 2021 por el arzobispo Arthur Roche. Ostenta la calidad de prefecto emérito los cardenales Jorge Medina Estévez, Francis Arinze y Robert Sarah. El Secretario es monseñor Vittorio Francesco Viola OFM, y el Subsecretario monseñor Aurelio García Macías. En el dicasterio prestan servicio estable otras 32 personas como oficiales, escribanos y ordenanzas, los cuales están repartidos en dos secciones (una litúrgica y otra disciplinaria). Ambas secciones se dividen en dos oficinas: la sección litúrgica está dividida en una oficina para Culto Divino y otra para Sacramentos, mientras que la sección disciplinaria funciona con una oficina sobre indultos, dispensas y procesos canónicos respecto del orden sagrado y otra para esos asuntos en relación con el matrimonio rato y no consumado. 

La Congregación es asistida además, según sus sectores de competencia, por 23 Consultores para el Culto Divino y por 11 para la Disciplina de los Sacramentos, además de algunos Comisarios para la causa de dispensa del las obligaciones propias del orden sagrado (originalmente eran 73 comisarios, pero entre ellos habían también quieres se ocupaban de la dispensa del matrimonio rato y no consumado, hoy de competencia del Tribunal de la Rota Romana). Benedicto XIII (1724-1730) estableció que siempre exista un consultor de los franciscanos conventuales, de los barnabitas y de los siervos de María. El listado actualizado puede ser consultado aquí

La Congregación publica la revista bimestral 
Notitiae, que edita la Libreria Editrice Vaticana, cuya colección puede ser consultada en línea aquí

Sus oficinas se encuentran situadas en el Palazzo delle Congregazioni  (Piazza Pio XII, 10), en la Ciudad del Vaticano. 

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Actualización [17 de julio de 2021]: El contenido de esta entrada fue actualizado para incorporar la nueva composición de la Congregación tras la designación de S.R.E. Arthur Roche como Prefecto y las competencias que le asignó el motu proprio Custodes Traditionis