miércoles, 17 de febrero de 2021

Domingo de Quincuagésima

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 18, 31-43):

“En aquel tiempo, tomó Jesús aparte a los doce Apóstoles y les dijo: Mirad que vamos a Jerusalén, y se cumplirá todo cuanto escribieron los profetas del Hijo del Hombre. Porque será entregado a los gentiles, y escarnecido y azotado y escupido. Y después que le hubieren azotado, le quitarán la vida, y resucitará al tercer día. Mas ellos, no entendieron nada de esto, pues semejante lenguaje les era desconocido, y no entendían lo que les decía. Y aconteció que acercándose a Jericó, estaba un ciego sentado a la vera del camino, pidiendo limosna. Al oír el tropel de gente que pasaba, preguntó qué era aquello. Le dijeron que pasaba Jesús Nazareno.  Y exclamó diciendo: ¡Jesús, Hijo de David, compadécete de mí! Los que iban delante le increpaban para que callase. Mas él gritaba mucho más: ¡Hijo de David compadécete de mí! Jesús, parándose, mandó que se lo trajesen. Y cuando estuvo cerca, le preguntó, diciendo: ¿Qué quieres que te haga? Respondióle: Señor, que vea. Y díjole Jesús: Ve; tu fe te ha salvado. Y al instante vio, y le seguía, glorificando a Dios. Y al ver esto, todo el pueblo alabó a Dios”.

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Jesús comienza su ascenso a Jerusalén, donde se someterá a los ultrajes, iniquidades y humillaciones que Él, la Sabiduría de Dios, el Logos, habrá de sufrir  a manos de hombres ignorantes y soberbios, perfectos representantes nuestros. Porque era el designio maravilloso de Dios que la ignorante soberbia humana humillase a la humildad de la Omnisciente Sabiduría Divina: así serían destruidas, por sus contrarios, la soberbia, nuestro pecado original, y nuestra ignorancia.

Hoy es el momento de comenzar a considerar, y seguir haciéndolo por los cuarenta días de la Cuaresma, la humildad de la Sabiduría y la soberbia de la ignorancia. Son cuarenta días en que habremos de ir también nosotros, si tenemos el ánimo preparado y bien dispuesto, a subir con Él a Jerusalén. Pero no seremos capaces de dar un solo paso tras el Señor si lo hacemos con soberbia, confiando en nuestra propia determinación y decisión de seguirlo, como fue el caso de Tomás y su exclamación tan aparentemente heroica como fatua: “¡Vamos también nosotros a morir con Él!” (Jn 11, 16); pero cuando llegó el momento de morir con Él, Tomás arrancó a perderse la noche del Huerto de los Olivos, igual que todos los demás apóstoles, y volvió a Jerusalén recién una semana después de resucitado el Señor; fue el último en volver al cenáculo, donde se habían encerrado los demás, aterrados por lo que podía pasarles si eran descubiertos.

Lo primero para ir detrás de Él es, pues, humillarnos y reconocer nuestra debilidad, la inconstancia de nuestra voluntad, nuestra ceguera espiritual y moral, que nos hace incapaces de mantener mucho tiempo fija la mirada del alma en Sus sufrimientos, y de perseverar en la lucha contra nuestra pereza miedosa y nuestro perezoso miedo. No es por nada que el Espíritu Santo inspiró al escritor sagrado a poner, a continuación del anuncio de la Pasión del Señor, la curación del ciego de Jericó. Si queriendo imitar a Tomás descubrimos que somos incapaces de “ir a morir con Él”, debemos imitar, al menos, al ciego que lo espera todo de Su bondad: “¡Jesús, Hijo de David, compadécete de mí!”. Ante la insistencia y griterío del ciego, que aumentan cada vez más, al Señor se detiene y le pregunta: “¿Qué quieres que te haga?”, con una disponibilidad y generosidad sin límites. Y el ciego responde: “Señor, que vea”. Y, en un instante, el ciego ve. Así da Dios, como Dios que es: sin límites. Movido por la humildad del que pide “a lo pobre hombre que es”, Él da “a lo Dios”.

La Iglesia sabe muy bien que lo primero, para “ir a morir con Él”, es humillar nuestra soberbia ante el Logos. Y por eso la Cuaresma comienza con la imposición de la ceniza, que nos recuerda que, mientras Él que ha de morir por nosotros es el Logos, nosotros no somos más que polvo, que hemos de volver al polvo, del cual salimos por Su gracia creadora.

Y como la Iglesia sabe que somos seres corporales, que no saben ni conocen nada sino a través de los sentidos materiales y por las cosas materiales que nos rodean, nos llama a recibir materialmente la ceniza material, que la costumbre desde antiguo ha confeccionado con la quema de las palmas con que, el año anterior, acompañamos al Señor en su entrada triunfal a Jerusalén.

Por eso la fórmula antigua de la imposición de la ceniza (“Recuerda, hombre que eres polvo y que en polvo te convertirás”) es tanto más elocuente y grávida de efectos espirituales que aquélla con la que se la reemplazó en la modernidad litúrgica (“Conviértete, y cree en el Evangelio”). “¡Convirtámonos y creamos en el Evangelio!” trae el recuerdo de aquel grito: ”¡Vamos también nosotros a morir con Él!”. No: nada reemplaza a la humildad al comienzo de esta Cuaresma: “antes de ser humillado, pequé, mas ahora obedezco tu palabra” (Sl 118, 67, Vulgata). Si hemos de dar un solo paso con Él hacia Jerusalén, será por gracia recibida de Su bondad.

El Greco, La curación del ciego, 1567, Galería de Pinturas de los Maestros Antiguos (Dresde, Alemania)
(Imagen: Wikipedia)

martes, 9 de febrero de 2021

Domingo de Sexagésima

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 8, 4-15):

“En aquel tiempo, habiéndose reunido grandísimo concurso de gente de las ciudades, y acudiendo solícitos a Jesús, les dijo esta parábola: Un hombre salió a sembrar su simiente, y al esparcirla, una parte cayó a lo largo del camino, donde fue pisoteada, y la comieron las aves del cielo. Y otra cayó sobre un pedregal, y luego que hubo nacido, se secó por falta de humedad. Otra cayó entre espinas, y las espinas que con ella nacieron la sofocaron. Otra finalmente cayó en buena tierra, y nació y dio fruto a ciento por uno. Dicho esto, comenzó a decir en alta voz: Quien tenga oídos para escuchar, atienda. Mas sus discípulos le preguntaron qué sentido tenía esta parábola. Él les dijo: A vosotros es dado conocer el misterio del reino de Dios, pero a los demás, sólo en parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan. He aquí, pues, la explicación de la parábola: La semilla es la palabra de Dios, y los granos sembrados junto al camino, son aquéllos que la oyen; mas luego viene el diablo y arranca la palabra de su corazón para que no se salven creyendo. Lo sembrado sobre piedra, son los que reciben con gozo la palabra cuando la oyen, pero no echa raíces; los que por un tiempo creen, y en el tiempo de la tentación retroceden. La semilla que cayó entre espinas, son los que oyeron la divina palabra; pero después queda sofocada por los cuidados y riquezas y deleites de esta vida, y no llega a dar fruto. Mas la que cayó en buena tierra, son los que, oyendo la palabra con corazón bueno y óptimo, la conservan y producen fruto por la paciencia”.

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Para salvarse, es necesario dar fruto de buenas obras. Aquí no hay acorte alguno para llegar al cielo. Pero para dar fruto hace falta la paciencia, como dice el Señor en este texto.

En otros textos similares, en que la misma idea se repite (y son varios los textos que hablan de esto, con lo que se indica por el Señor la importancia que ello tiene), algunos traductores dicen “perseverancia”, para traducir el latín “patientia”. Por eso se habla de la “gracia de la perseverancia final” que debemos pedir a Dios, es decir, la gracia de perseverar hasta el último instante de nuestra existencia. Y se agrega que ésta es la más importante de todas las gracias que el Señor puede conceder, y la concede a todos quienes se la piden.

Es claro que el paciente es perseverante. Pero el concepto de paciencia es mucho más fértil y sugerente en éste y otros pasajes del Evangelio. En la traducción de Nácar y Colunga, se dice “Con la paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas” (Lc 21, 19), dando un enérgico giro al latín de la Vulgata que dice: “In patientia vestra possidebitis animas vestras”.

Uno de los maestros más fascinantes de la vida espiritual, San Francisco de Sales, enseña que debemos tener paciencia con nosotros mismos. Lo cual no es más que una inmediata consecuencia del amor a sí mismo que debe tener cada uno de nosotros, es decir, del amor ordenado de sí. Y en la vida espiritual es fundamental esa paciencia consigo mismo: un saber esperar, un no impacientarse con los múltiples pecados que cometemos (la Escritura habla de que hasta el justo peca siete veces cada día), saber darse tiempo, no exigirse inmoderadamente -es decir, no irrealistamente-, conociendo que en las cosas del alma, los tiempos de crecimiento (y todos los tiempos, en verdad) siguen el ritmo lento pero seguro de la naturaleza. Nadie crece en estatura física de un día para otro, ni lo hace por mucha fuerza que se haga. Así también en el alma: del mismo modo que los vicios se van solidificando por la lenta y cotidiana repetición de actos malos, en el caso de las virtudes ocurre lo mismo. Y si un día se nos va sin haber adelantado en alguna de ellas que nos habíamos propuesto cultivar, o sin realizar las buenas obras que habíamos esperado hacer, lo que corresponde no es inflamarse en indignación contra sí mismo, sino pedir perdón al Señor, levantarse y, con paciencia, comenzar de nuevo al otro día.

No hay otra forma de llegar a poseer la propia alma, a ser dueño de sí, que es en lo que consiste la perfección humana -y también la sobrenatural, que nunca la contradice-. A patadas no nos levantaremos a nosotros mismos. Nos levantaremos con la insistencia de un niño que, si no puede hacer algo a la primera, insiste una y otra vez, y no se desalienta con sus reiterados fracasos.

La paciencia es la enemiga del desaliento, que no es sino nuestra soberbia herida que rehúsa intentar de nuevo. El humilde comienza una y otra vez. No es santo quien no peca, sino quien se levanta de nuevo. Y se es más santo cuanto más rápidamente se levanta uno y, como resultado, cuanto menos peca.

Ah, si fuera sólo San Francisco de Sales quien lo dice podría quizá alguno prestarle poca atención. Pero no: es el propio Señor, Maestro de maestros de vida espiritual. Es con la paciencia que salvaremos nuestras almas, porque con la paciencia daremos el fruto sin el cual no se entra al reino de los cielos.

Antes de terminar: paciencia consigo mismo no significa indulgencia consigo mismo, de ésa que nos hace “dejar para mañana lo que podemos hacer hoy”, porque nadie sabe si habrá para él un mañana. La paciencia no es relajación, sino un suave y pausado pero vigoroso ponerse nuevamente de pie. En el fondo, la paciencia es posible cuando sabemos que todo nuestro esfuerzo es hecho posible por la bondad infinita de Dios. Sólo se es paciente cuando se está consciente de ello y, por consecuencia, se está en la paz de Dios. La impaciencia e irritación y rabia contra sí no son de Dios, sino del diablo. “Ve despacio, que me urge”, decían los antiguos.

domingo, 7 de febrero de 2021

¿Por qué el latín es la lengua correcta y apropiada de la liturgia católica?

Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, bien conocido por nuestros lectores, que aborda la importancia del latín en la liturgia desde una interesante perspectiva. El autor repasa los distintos registros y usos que tiene un idioma, para desde ellos explicar la función que tiene dicha lengua en la liturgia, a la que pertenece como parte de la Tradición de la Iglesia de rito latino. A diferencia de lo que habitualmente se piensa, no se trata de un mero elemento accesorio o accidental, como si diera igual que la Misa se rece en castellano, francés o inglés; antes bien, el latín es un elemento indispensable del rito romano, con el que se encuentra ligado de modo inescindible, puesto que cumple la función de separar lo sagrado de lo profano. 

El artículo fue publicado en Life Site News y ha sido traducido por la Redacción. La imagen que acompaña esta entrada proviene de la versión original. 

Peter Kwasniewski

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¿Por qué el latín es la lengua correcta y apropiada de la liturgia católica?

Peter Kwasniewski

Se comprenderá mejor por qué el latín es la lengua correcta y adecuada a la liturgia católica si se parte de una verdad que todo el mundo conoce por experiencia propia. Cada vez que se habla una lengua, se la habla en lo que los lingüistas llaman un “registro”, es decir, en un nivel de formalidad, pulimiento o refinamiento, que va desde el extremo de un habla grosera, descuidada o una jerga, hasta, en el otro extremo, un habla poética intrincadamente elaborada. Las personas pueden usar su lengua en diversos “registros” según las circunstancias y su educación. Del mismo modo, se puede decir que las lenguas como tales se presentan en “registros” diferentes.

En un extremo encontramos la jerga y las “lenguas macarrónicas” (pidgin) (se entiende por “lengua macarrónica” o pidgin una “forma de comunicación gramaticalmente simplificada que se desarrolla entre dos o más grupos que no tienen una lengua común: en los casos típicos, su vocabulario y gramática son limitados, y a menudo derivan de varias lenguas diferentes”).

En un tramo más elevado está el vernáculo corriente. Una notable diferencia que encontramos a este nivel es que las expectativas lingüísticas son considerablemente más altas en cuanto a uso, pronunciación, estilo, etcétera. Lo que la gente se permite en la jerga, no se lo permite en el contexto cotidiano.

En un tramo todavía más elevado están las llamadas “lenguas prestigiosas”. Por cierto, éstas son, para ciertas personas, su idioma nativo, pero se las elige como segundos o terceros idiomas debido a su reputación. El francés ha sido una lengua prestigiosa por más de mil años. Durante muchos siglos el latín fue una lengua prestigiada en Europa, tal como lo fue el griego clásico para los romanos. Adviértase que, aquí, las expectativas lingüísticas son todavía más elevadas, ya que se supone que estas lenguas son señal de educación, cultura, urbanidad. Un ruso del siglo XIX hablaba francés para mostrar que pertenecía a un estrato superior y cosmopolita.

En un tramo todavía más alto, y con un más alto nivel de expectativas, están las lenguas reservadas. Los ejemplos que vienen a la mente fueron todas lenguas prestigiosas en alguna época cuyo uso, ahora, se reserva enteramente para propósitos religiosos: hebreo, griego clásico, latín, sirio, eslavo eclesiástico antiguo y, fuera del ámbito cristiano, sánscrito y árabe coránico. Se venera estas lenguas porque con ellas expresamos veneración, y se han convertido en lenguas reservadas para contextos sagrados (o se las asocia especialmente con éstos). 

Se puede también distinguir lingua franca y lengua prestigiosa. La primera es adoptada por hablantes de otras lenguas como una forma ordinaria de comunicación por motivos prácticos, como cuando un italiano y un japonés hacen negocios en inglés. En cambio, la lengua prestigiosa se estudia, además, por motivos de cultura. O sea, se puede estudiar una lengua prestigiosa aunque no exista una necesidad práctica para hacerlo. Como las lenguas reservadas pertenecen siempre al rango de las lenguas prestigiosas, no se las usa solamente por razones prácticas. En resumen: los registros más bajos de las lenguas tienden a ser más prácticos por su propia naturaleza, mientras que los registros más altos son más cultos, ceremoniales, numinosos.

Una lengua no es materia sólo de comunicación práctica, sino que es, además, la encarnación de un pensamiento o de una obra de arte, una muy alta expresión de nuestra racionalidad, espiritualidad y trascendencia. La gente no escribe poesía, por ejemplo, por motivos prácticos. Lo que hace que una lengua sea lengua prestigiosa es, en parte, la profundidad, sutileza y amplitud de expresión que hace posible debido a su rica historia, y esto es más así en el caso de las lenguas reservadas, que habiendo sido usadas para orar durante siglos o milenios, están saturadas de asociaciones sagradas. La lengua, en cierto sentido, se ha fusionado con la acción, con el rito, con su contenido, y se ha transformado en un símbolo que sirve de base y decora a otros símbolos.

Una vez que se comprende estas distinciones, podemos ver que la transición experimentada por el latín, de ser una lengua vernacular a ser una lengua prestigiosa y, finalmente, una lengua reservada, es perfectamente natural, análoga a lo que ha ocurrido con otras lenguas, fenómeno que podemos ver en todo el mundo y a lo largo de toda la historia.

Detalle de un manuscrito iluminado que contiene un fragmento del Magníficat

Ahora bien, cuando una liturgia sagrada se realiza en una lengua reservada, cualquier cambio que se haga en ésta probablemente va a ser un descenso lingüístico, quizá un gran descenso, hasta el nivel de lo que normalmente consideraríamos vernáculo, que está, por definición, en un registro más bajo.

El latín es un elemento crucial de la Tradición católica, que no se limita a acompañarla simplemente, sino que es parte integral de ella. En verdad, es el medio por el que la Tradición se transmitió al mundo occidental. Incluso si los modernos se ponen de acuerdo en que debe abolirse totalmente el latín, no dejaría por ello de ser parte de la Tradición, lo cual es un hecho irredargüíble e inamovible. Podría comparárselo con el celibato: la ley eclesiástica de que un sacerdote no puede casarse deriva de la Tradición, y hoy muchos “expertos” dicen que “saben” que el celibato es responsable del bajo número de sacerdotes que hoy existe. Junto con el sacerdocio femenino, el celibato es un blanco favorito de los modernistas, y se supone que todo católico “moderno” debe oponerse a él. Sin embargo, es parte de la Tradición, y como tal, irreversible. El latín se parece mucho al celibato en este aspecto. Aunque su uso en la liturgia no es de ley divina sino de ley eclesiástica, es, con todo, parte de la Tradición (como lo son el griego, el eslavo, el sirio, el armenio, etcétera, para las Iglesias orientales), y debería, por tanto, preservárselo, independientemente de nuestras modernas opiniones personales.  

El error que condujo a la abolición del latín fue de naturaleza neo-escolástica y cartesiana, es decir, la creencia de que el contenido de la fe católica no está incorporado o encarnado sino que, de algún modo, se lo abstrae de la materia. Y así, muchos católicos piensan que Tradición significa solamente un contenido conceptual que es transmitido, sin que importe el modo en que es transmitido. Pero eso no es verdad. El latín mismo es una de las cosas que han sido transmitidas, junto con el contenido de todo lo que está escrito o cantado en latín. Además, la Iglesia misma ha reconocido este punto en muchas ocasiones al destacar el latín como digno de especial alabanza, y al reconocer en él un eficaz signo de unidad, catolicidad, antigüedad y permanencia de la Iglesia latina.

El latín posee, pues, una función cuasi-sacramental: tal como el canto gregoriano “es el ícono musical del catolicismo” (Joseph Swain), así también el latín es su “ícono lingüístico”. Los reformadores litúrgicos, atrapados por el racionalismo, trataron el latín como un mero accidente, como si fuera la envoltura desechable de un producto, cuando, en verdad, es más como la piel de un ser humano. La piel es superficial, pero si se la saca, el resultado será horrible espectáculo.  

miércoles, 3 de febrero de 2021

Domingo de Septuagésima

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 20, 1-16):

“En aquel tiempo: Dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: Semejante es el reino de Dios a un hombre, padre de familia, que salió muy de mañana a ajustar obreros para su viña. Y habiendo convenido con los obreros en darle un denario por día, los envió a su viña. Y saliendo cerca de la hora de tercia, vio otros en la plaza que estaban ociosos. Y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que fuere justo. Y ello se fueron. Volvió a salir cerca de la hora de sexta y de nona, e hizo lo mismo. Salió, por fin, cerca de la hora undécima, y vio otros que estaban allí, y les dijo: ¿Qué hacéis aquí todo el día ociosos? Y ellos le respondieron: Porque ninguno nos ha contratado. Díceles: Id también vosotros a mi viña. Y al venir la noche, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: Llama a los obreros, y págales su jornal, comenzando por los últimos hasta los primeros. Cuando vinieron los que habían ido cerca de la hora undécima, recibieron cada cual su denario. Al llegar los primeros, creyeron que les darían más; pero no recibió sino un denario cada uno. Y al recibirlo murmuraban contra el padre de familia, diciendo: Estos últimos sólo han trabajado una hora, y los has igualado con nosotros, que hemos llevado el peso del día y del calor. Mas él dijo: Amigo, no te hago ningún agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo y vete; pues quiero yo dar a éste, bien que sea el último, tanto como a ti. ¿No me es lícito hacer de lo mío lo que quiera? ¿O será tu ojo malo porque yo soy bueno? Así que los últimos serán los primeros, y los primeros, postreros. Porque muchos son los llamados, y pocos los escogidos”.

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Dice el papa San Gregorio Magno, en la homilía que se lee hoy en el tercer Nocturno de Maitines, que la hora undécima es la que va desde la venida del Señor hasta el fin del mundo. Vivimos, pues, en la última hora, y cada día que pasa nos acerca más a nuestra muerte y encuentro personal con el Señor, y al fin del mundo.

La crisis que vive hoy la Iglesia es la más grave de todas las que ha tenido que afrontar en sus dos mil años de historia, incluida la crisis del arrianismo, durante la cual sólo un puñado de obispos en todo el mundo permaneció fiel a la fe. Nuestra crisis y aquélla tienen en común la apostasía de casi todos los obispos, pero en el caso de la que estamos enfrentando, hay muchos otros factores, inéditos en las anteriores, que la hacen innegablemente mucho peor. Para no detenernos en esto, que no es el propósito de este comentario, mencionemos solamente la crisis del papado, que se venía preparando, silenciosamente, desde hace no menos de ciento cincuenta años, y que, so capa de fidelidad al Papa, ha acabado con el abandono de la sede de Pedro por multitudes de cristianos y, lo que es más grave, con el extravío de quienes la han ocupado en los últimos años. 

Pero si bien éstas son señales que hay que tener en cuenta, cuando se escudriña el futuro que le resta a este “siglo que envejece”, según la expresión de San Agustín -y recordemos las admoniciones del Señor en el Evangelio: “donde se juntan los buitres…”-, hay otro fin que se acerca de modo igualmente inexorable y silencioso: el de la vida de cada uno de nosotros.

Cada uno de nosotros vive en la hora undécima, cercana ya la noche. Si la primera victoria del diablo es convencernos de que él no existe, la segunda es quitar de nuestra mente toda consideración de nuestro fin, del término de nuestra existencia. No hay diablo, no hay muerte. El que es mentiroso desde el principio, ése nos ha mentido sobre los verdaderos parámetros de la realidad de nuestra vida: estamos enfrentados a un enemigo, y el tiempo que tenemos para superarlo, antes de que caiga la noche, es muy breve. Y se va volando, como todo tiempo.

Todavía nos queda vida para hacer buenas obras, por la misericordia de Dios que nos sostiene. Luego viene la noche, como nos ha prevenido el Señor, en que ya no se puede obrar. ¿Cuánto falta? Sólo Él lo sabe. Pero nos dice cuál es la actitud que nos conviene tomar: “si el dueño de casa supiera a qué hora ha de venir el ladrón…”.

Nuestra salvación es obra de Dios. Nosotros debemos esperar en ella operativamente, no sentados, sino de pie y obrando en lo que nos toca. No basta con estar bautizados ya, es decir, con haber compartido sacramentalmente la muerte y resurrección del Señor; no basta con haber comido su Carne; no basta con nuestra fidelidad actual. Ciertamente debemos confiar en la bondad de ese Dios que no ha amado tanto que entregó su Hijo por nosotros; pero la excesiva confianza, que se llama presunción, es una maligna trampa que nos tiende el diablo.

El Señor, de nuevo, nos llama a ser realistas y a esperar, con virtud teologal, no con desplantes y necedades, en su bondad. Por eso, al término del Evangelio de hoy nos dice: “Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos”. ¡No todos se salvan, como algunos encaramados en las alturas de la jerarquía proclaman por ahí, ambiguamente, como es su estilo! Por eso, en este atardecer de nuestra vida, que comienza apenas nacemos, y en este atardecer del mundo, oigamos la voz de San Agustín que nos dice: “Teme a Jesús que pasa, y que quizá no vuelva a pasar”.

La parábola de los jornaleros contratados (Domingo de Septuagésima)
(Imagen: Liturgia Latina)

jueves, 28 de enero de 2021

Tercer Domingo después de Epifanía

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 8, 1-13):

“En aquel tiempo, habiendo bajado Jesús del monte, siguióle mucho gentío; y viniendo a él un leproso, le adoraba, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Y extendiendo Jesús la mano le tocó, diciendo: Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de su lepra. Y le dijo Jesús: Mira que a nadie lo cuentes; pero ve, muéstrate al sacerdote y ofrece la ofrenda que mandó Moisés, para que les sirva a ellos de testimonio. Y habiendo entrado en Cafarnaúm, llegóse a El un centurión, y le rogó diciendo: Señor, tengo un criado postrado en casa, paralítico, y sufre mucho. A lo que respondió Jesús: Yo iré y le curaré. Y replicó el centurión: Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo; mas di una sola palabra, y será curado mi siervo. Pues yo soy un hombre que, aunque bajo la potestad de otro, como tengo soldados a mi mando, digo al uno: Vete y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace. Al oírle Jesús, quedó admirado, y dijo a los que le seguían: En verdad os digo, no he hallado tanta fe en Israel. Pues también os digo: muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; pero los hijos destinados a este reino serán arrojados a las tinieblas del exterior, donde habrá llanto y rechinar de dientes. Y dijo al centurión: Vete, y te suceda como has creído. Y sanó el siervo en aquella hora”.

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Los dos episodios que nos narra el trozo del Evangelio que se lee hoy constituyen una magnífica lección de cómo orar.

Hay muchos no cristianos, y aun muchos cristianos, que dicen: ¿para qué orar? ¿Acaso no conoce ya Dios nuestras necesidades? Y ¿acaso no es bueno en sumo grado como para satisfacerlas? ¿Qué añade nuestra oración a ese conocimiento y a esa bondad?

Es cierto que Dios conoce todas nuestras necesidades y cuitas. Y también es cierto que Él puede satisfacerlas y remediarlas todas. Pero lo que añade la oración es el acto de humildad y el acto de fe del hombre que suplica.

Así lo vemos en el caso del leproso: expone ese pobre hombre al Señor el destino aciago que le ha tocado, y se postra a sus pies, esperando. No clama ni reclama, no exige, no apremia. Da por supuesta su propia impotencia y la omnipotencia divina y dice, simplemente: “si quieres, puedes”.

A veces en la vida corriente nos toca oír, a algún mendigo, una declaración de su propio desvalimiento, de su absoluta necesidad de todo: “una monedita, o -y aquí esta esa declaración de total desvalimiento- cualquier otra cosita…”. El mendigo no exige esto o lo otro; pide lo que queramos -o podamos- darle. Es la revelación de su total pobreza y carencia. Es el reconocimiento de su realidad.

Así también el leproso: muestra su necesidad con la humildad de quien sabe que no puede más que esperar; no pide con voluntariosa actitud. Sólo se muestra tal como es. Y recordamos a Santa Teresa de Ávila, que define la humildad como “andar en verdad”, es decir, en reconocernos tal como somos.

San Agustín, al tratar de la oración, nos dice que, a menudo, Dios no oye nuestras oraciones o porque pedimos cosas que no nos convienen o, las que nos convienen, las pedimos mal. La actitud de total rendición del leproso es una lección maravillosa: sabe que, si el Señor lo quiere, puede sanarlo; pero le deja a Él la decisión de si le conviene o no ser curado de la lepra. Y esta petición tácita es un acto expreso de humildad.

En la historia del centurión, el Evangelio nos enseña que lo que mueve a Dios, lo que, si se pudiera decir así, vence a Dios, es la fe del hombre. También el centurión es humilde, es decir, conoce su propia realidad, tal como es: él es hombre que, aunque está sometido a jefes superiores, tiene también inferiores a quienes da órdenes, que son obedecidas. Y, elevándose sobre este hecho de su realidad vivida, le dice al Señor: si yo, que estoy sometido a otros, puedo hacer que se me obedezca, Tú, que no tienes superior, con mucha mayor razón puedes también hacerlo.

Es la fe en el poder divino lo que admira a Jesús -el Evangelista nos presenta al Hijo del hombre como un hombre cabal, capaz de asombrarse, de conmoverse, de sentirse impactado- es la fe del centurión. Por supuesto hay que destacar también su humildad, que la Iglesia ha inmortalizado para siempre en esa plegaria de la liturgia de la Misa que recitamos justo antes de la Comunión: “yo no soy digno”. Pero el Señor, aun reconociendo esa humildad, no puede sino alabar de un modo extraordinario la fe de ese hombre.

Y la omnipotencia del Señor es aquí “vencida”, como en tantas otras ocasiones del Evangelio podemos constatar, por la fe: “hágase como quieras”. Pero más que eso: que se te haga a la medida de tu fe; no se te haría lo que pides si no fuera por tu fe; la medida de tu fe es la medida de lo que conseguirás de Mí.

La oración colecta de este domingo resume más estupendamente que en muchas otras ocasiones, lo esencial de la enseñanza del Evangelio del día, la conciencia de nuestra invalidez y la confianza en lo que Dios quiera para nuestro bien: “Omnipotente y sempiterno Dios, mira propicio nuestra flaqueza; y extiende, para protegernos, la diestra de tu Majestad”. No se pide ni este bien concreto ni el otro: le mostramos nuestra flaqueza -nuestra lepra- pedimos lo que Él quiera darnos. “Señor, si quieres”.  

Paolo Veronés, Jesús y el centurión, 1571, Museo del Prado (España)
(Imagen: Museo del Prado)

sábado, 23 de enero de 2021

La importancia de la retaguardia

Les ofrecemos hoy un interesante ensayo de Augusto Merino Medina, conocido de nuestros lectores, sobre la importancia de la simiente cultural que permite que el catolicismo se asiente. A partir de una carta enviada a un conocido periódico chileno hace algún tiempo por parte de un grupo de estudiantes de la Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde se niega la posibilidad de un Dios castigador, el autor insiste en la enseñanza tradicional respecto de la infinita justicia y misericordia de Dios e indaga en las causas de estas afirmaciones. A su juicio, el problema de fondo es cultural, de suerte que la restauración de la cultura cristiana requiere, previo a la evangelización, un nuevo movimiento que recupere el humanismo. Algo muy similar decía Nicolás Gómez Dávila, cuando en uno de sus escolios señalaba: "Mientras el clero no haya terminado de apostatar, va a ser difícil convertirse". La reforma de la reforma está agotada, y sólo es posible volver a la Tradición perenne si se comienza de nuevo. 

Augusto Merino Merina

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La importancia de la retaguardia

Augusto Merino Medina

Una de las maniobras más astutas y más exitosas del demonio en el mundo moderno ha sido la de privar a los cristianos de la noción de que la vida sobre la tierra es una de continuas guerras. Del mismo modo se ha borrado conscientemente de la mente cristiana la idea de que Dios es Amor que castiga: de hecho, los castigos de Dios son todos amorosos y remediales, son correctivos para que el pecador se corrija, se arrepienta y se salve de acuerdo con la voluntad divina (contrariada en esto como en todo, con excepción del castigo eterno, que es consecuencia de no querer el pecador salvarse cuando Dios quiere que lo haga). Hace algún tiempo, en un diario de Santiago, un par de “estudiantes de teología” de la Pontificia Universidad Católica de Chile (cuán elocuente es este dato) escribió al Director de la publicación una carta inefable en que, aludiendo a ciertos comentarios sobre el carácter de “castigo de Dios” que tenía la epidemia de coronavirus, afirmaron que la idea de que Dios castiga no sólo es falsa, sino que ni siquiera es cristiana. Bella forma de echarse al bolsillo la mitad de las Sagradas Escrituras y, en especial, los Evangelios, exhibiendo con ello al mundo el estilo de su aprendizaje en dicha Pontificia Universidad.

Todo esto, y mucho más, apunta a hacer del cristianismo una hermosa filosofía social de la solidaridad y la fraternidad humanas, para no mencionar la igualdad y la libertad, que se silencian a fin de no hacer demasiado evidente las fuentes desde donde mana esta estupenda concepción de una religión perfecta y prolijamente emasculada. Y así, apenas finalizada una de las etapas de mayor brutalidad colectiva en Chile, en que la población, especialmente la juvenil, se abandonó a la mayor borrachera destructiva de que haya memoria en este país, sale ese par de teólogos a vocear la idea demoníaca de que en el cristianismo no hay castigos y, evidentemente, tampoco guerras ni vencedores ni vencidos ni estrategias ni tácticas ni nada que tenga ni de lejos un aroma o un parecido con nada castrense ni marcial ni bélico.

Sin embargo, quienes tienen la fortuna de rezar todas las noches la hora canónica de Completas, repiten, todos los días del año, desde hace quince o más siglos, ese pasaje severo de la primera epístola de san Pedro, incomparable en concisión, fuerza y realismo: “sed sobrios y velad, porque vuestro enemigo el diablo ronda rugiendo como león y buscando a quien devorar: resistidle firmes en la fe” (1 Pe 5, 8-9). Sí, la vida del hombre sobre la tierra es una perenne guerra, sin cuartel, sin “treguas de Dios”, como era el caso en la caballerosa y mal llamada “edad media” de la historia europea. Y eso se ha entendido así desde Cristo mismo, desde sus apóstoles y sus descendientes, desde siempre.

Quema de la Iglesia de San Francisco de Borja de Santiago durante manifestaciones 
(Foto: La Tercera)

El enemigo de Cristo, de Dios, de la Iglesia y de nuestras almas, que desde la Resurrección vive sofocado por un mortal reconcomio, ha redoblado sus esfuerzos por derrotarnos (su lengua es de mantequilla, pero su garganta es un abismo, como dice el salmo): hace no menos de 300 años que se dedica, con su malvada paciencia y astucia, a desplegar la táctica más evidente que se ofrece a quien desea derrotar a un ejército: aislarlo de todos los ejércitos vecinos y, en especial, de la retaguardia. C. S. Lewis, en un ensayo notable, “Las categorías del pensamiento moderno”, destaca cómo esta táctica es típica de la modernidad: a fin de destruir la cristiandad, hay que aislarla de todo aquello que le pueda servir de apoyo o de base, entendiendo aquí por tal a ese riquísimo mundo antiguo con el que se encontró la naciente Iglesia, a la cual ofreció resistencia, en cierta medida; pero que le proporcionó, por otra parte, todo el material conceptual para expresar teológicamente su fe (véase a santo Tomás de Aquino, por ejemplo) e innumerables recursos de belleza y espiritualidad para enriquecer su cultura y ennoblecer su liturgia.

En otras palabras, y prescindiendo por un momento de la metáfora: para destruir el cristianismo, comience por aislárselo de esa antigüedad greco-romana que le proporcionó tan magnífico pedestal sobre el cual erigirse y, a continuación, demuélase todo lo que el cristianismo tomó de ella para construir su propio edificio (cosa que hizo luego de examinarlo todo y quedarse sólo con lo bueno, según el consejo del apóstol). Idea que se puede expresar también de otro modo: destrúyase la Tradición que nos une con la antigüedad en todos sus aspectos, tanto humanos (la tradición greco-latina) como sagrados (restrínjase la Revelación Divina solamente a la Escritura).

Entre los grandes rasgos de la modernidad “ilustrada” o “Ilustración” (como con soberbia adolescente gustaba de llamarse a sí misma esa medio muerta), está, pues, el de arremeter contra la Tradición para ensalzar solamente la razón humana, transformada en cerebral y quebradiza criba por la que ha de pasar todo lo humano. Ridiculizar la Tradición y racionalizarlo todo se transformó en la entretención favorita de los “philosophes”, en una actitud que terminó por transformar, como se quería, no sólo el escenario religioso de Europa sino, al cabo de un par de siglos, también su horizonte cultural, cosa que también se quería. Y de esto, el indicio individual más caracterizado e importante fue la abolición del latín de la enseñanza y de la filosofía y las ciencias, a las cuales había servido como lengua propia desde hacía más de mil años. ¡A sólo cincuenta años de Newton, que escribió sus Principia Mathematica (1687)ven latín, la ciencia descendió hasta el vernáculo! Y Descartes, gran “amateur”, que no entendió jamás la teoría hilemórfica de Aristóteles, se dedicó a sus pasatiempos filosóficos en francés, cosa que le resultaba mucho más fácil y estaba a su corto alcance.

José Gallegos y Arnosa (1857-1917), En Misa
(Imagen: Tradical)

En muchos países de América del Sur, la masonería triunfante, que se posesionó de la educación pública (en Chile lo hizo apenas don Andrés Bello dejó la Universidad de Chile, en el último tercio del siglo XIX), arremetió contra el latín por un prurito anticatólico (el latín era la lengua de la Iglesia), aunque también movida por la vulgaridad cortoplacista de querer enseñar “lenguas útiles”, como las modernas en que se hacía el comercio, sin darse cuenta (o, peor, dándose cuenta) de que con esto se desmoronaba la estructura espiritual de Occidente, dejando el campo aplanado y listo para edificar sobre él el caedizo edificio de la “modernidad”, que hoy se está viniendo abajo por su propio peso (el fin de la modernidad hace concordar a la izquierda y a la derecha intelectuales). ¡Todavía hacia fines de ese siglo algunos privilegiados miembros de la élite (los últimos) seguían entre nosotros aprendiendo las letras latinas y ejercitándose en la traducción de los clásicos, como Cicerón, Tito Livio, Séneca, Virgilio! Que fue el odio al catolicismo lo que promovió la erradicación de la enseñanza de las lenguas clásicas en la América católica parece demostrarlo el hecho de que éstas nunca han desaparecido de la educación (al menos la más cuidada) en países, como Inglaterra, donde la religión anglicana es la predominante (por ahora): en esas partes, el latín no se asociaba con la religión católica, por lo cual no fue víctima de la furia sectaria ni de masones ni de “philosophes”. Y es en países donde el catolicismo no tiene la relevancia que en América del Sur, como los Estados Unidos de Norteamérica, donde el latín y su enseñanza están renaciendo hoy con inusitado vigor: en la Universidad de Harvard, por ejemplo, se enseña y practica esta lengua con asiduidad.

Sin latín y sin griego, el ejército de Occidente ha quedado separado, aislado, de su retaguardia, desde donde recibía la alimentación cultural y espiritual que lo configuró (algunos dicen, como se sabe, “se es lo que se come”). Toda la inmensa sabiduría humana y la experiencia de mil años de cultura greco-latina son hoy, para nosotros, un mundo ajeno, desconocido, cuya existencia apenas sospechamos. Todo el caudal de la poesía latina (algún moderno por casualidad descubre a veces el genio de Catulo o de Marcial, como se ha dicho de Nicanor Parra y otros), toda la ingente masa de la literatura, todo el teatro, todo ello no es nada para nosotros, que nos vemos obligados a beber en las sucias charcas de la estética contemporánea, cultora del feísmo, de la desmesura, de la ridiculez, so capa de “libertad artística”, de “respeto al derecho a expresarse”, de “autonomía del sujeto” y otra inepcias de cuyo verdadero significado ni siquiera se sospecha y que la aíslan, del modo más escandalosamente elitista, del contacto y del diálogo con la polis (que fue uno de los más gloriosos rasgos de las artes antiguas).

El feroz golpe en la nuca que le ha dado a la Iglesia el modernismo, redivivo después incluso de San Pío X, ha causado la ceguera y la necedad de que padecen sus ministros desde hace no menos de cincuenta años, y quizá más. Por eso nadie en las curias episcopales se percató de la gravedad de la supresión del latín como lengua sagrada de la liturgia, de la cual era el contenedor que, una vez roto, permitió el derrame de los contenidos. Ni tampoco estos “guardianes”, privados de ladrido, se percataron de lo absurdo de la supresión del latín en la comunicación dentro de la Iglesia, precisamente cuando, como nunca antes en la historia, era tan necesario un lenguaje universal para un mundo globalizado, una lingua franca, para que se entendieran los jerarcas entre sí y con el pueblo. Hoy, para algunos (y muy altamente ubicados), ni siquiera el inglés sirve con ese fin, porque no lo conocen ni conocen ninguna otra lengua salvo su lunfardo nativo.

C. S. Lewis

Lo que hemos dicho aquí ha sido motivado, en primer lugar, por la ruina litúrgica a que la supresión del latín, aparte de otras causas, precipitó a la Iglesia. Pero, en seguida, por esa “abolición del hombre” a que aludía también C. S. Lewis, cuyo origen puede rastrearse tan fácilmente a la falta de conexión con la retaguardia greco-latina: la vanguardia, privada de alimento y enceguecida, se precipita en abismos inadvertidos por los “planificadores” de la sociedad moderna, y termina boqueando por obra de una absurda partícula que la priva de oxígeno, aunque, en verdad, ya era cadáver desde hace al menos cincuenta años. Recurriendo por ultima vez en esta oportunidad a Lewis, habrá que reflexionar en que, si se trata de volver a enrielar la civilización de Occidente, que hoy tiene ribetes planetarios, habrá que evangelizarla de nuevo a partir, prácticamente, de cero. Pero para poder hacerlo, es imprescindible, una condición sine qua non, que los “pastores” con su “pastoral” ignorante, cargada de prejuicios e intelectualmente anémica, son incapaces de concebir: una nueva evangelización requiere una nueva y previa humanización, es decir, partir de cero, para instilar humanidad en esas masas incivilizadas, bárbaras, que forman la mayor parte de las actuales multitudes, habitantes de un super-establo-super-mercado-super-abastecido. 

La primera evangelización, la de los Padres de la Iglesia, se enfrentó a una inocencia pagana en que las virtudes humanas espontáneas podían florecer gracias al cultivo de los clásicos y de su rico legado. Y gracias a esa inocencia, a ese candor, pudieron aquellos hombres ver la luz de la fe, que se revela a quienes tienen la limpia mirada de los niños. Hoy nos enfrentamos a ex-cristianos, que perdieron su inocencia corrompidos por la “modernidad” y que son tan diferentes de aquellos primeros paganos como lo es una virgen de una divorciada -dice Lewis-. Hay, por tanto, que volver a implantarlos en aquel nutricio humus de las letras antiguas, de la estética clásica greco-latina. Así como dicen, con deleite, los actuales “sacerdotes” convertidos en trabajadores sociales, no se puede predicar a un estómago vacío (y lo dicen porque ello justifica su desviación profesional), así tampoco se puede predicar a una mente vaciada de las nociones humanas más primarias, como el sentido de lo bello, de lo justo, de lo bueno, de lo piadoso, de lo heroico, que se contienen en forma sobreabundante en el alimento clásico. Es una propedéutica de la fe (y de la liturgia y de todo lo que sigue) que resulta urgente comenzar a poner por obra.  

lunes, 18 de enero de 2021

Segundo Domingo después de Epifanía

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Jn 2, 1-11):

“En aquel tiempo, celebráronse una bodas en Caná de Galilea, y estaba la madre de Jesús allí. Fue también convidado Jesús con sus discípulos a las bodas. Y llegando a faltar el vino, la madre de Jesús le dice: ¡No tienen vino! Respondióle Jesús: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Aún no ha llegado mi hora. Dijo su madre a los que servían: Haced cuanto Él os dijere. Había allí seis cántaros de piedra destinados a las purificaciones judaicas, cabiendo en cada uno dos o tres metretas. Y Jesús les dijo: Llenad de agua los cántaros. Y los llenaron hasta el borde. Y Jesús les dijo: Sacad ahora, y llevad al maestresala. Y así lo hicieron. Y luego que gustó el maestresala el agua hecha vino, como no sabía de dónde era (aunque los sirvientes lo sabían, porque habían sacado el agua), llamó al esposo y le dijo: Todos suelen servir al principio buen vino, y después que los convidados están alegres, entonces sacan el más flojo; mas tú reservaste el buen vino para lo último. Este fue el primer milagro que hizo Jesús en Caná de Galilea; y manifestó su gloria, y creyeron en Él sus discípulos”.

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En la fiesta de Navidad aparece sobre la tierra la Gloria de Dios encarnada en un pequeño niño. En la de Epifanía, la Gloria de Dios es proclamada a toda la humanidad, no en la forma de un hombre de veinticinco años, en la plenitud de su  fuerza y esplendor, sino en la de un niño de poca edad, en una pobre casa, protegido por su madre y su padre. En la fiesta de la Sagrada Familia hemos visto cómo Jesús permanece en el seno de ella treinta años, diez veces más que el tiempo que emplea en darse a conocer como el Mesías de Israel y a dar a conocer al mundo que ha llegado la Salvación. Y en este domingo segundo después de Epifanía se nos dice que el primero de los milagros que realizó en la tierra el Hijo de Dios, manifestando a sus discípulos su Gloria, por petición de su madre, en una fiesta de matrimonio, que es el pilar y el punto de partida de la familia.

De este modo, la Iglesia inequívocamente nos dice mediante su liturgia -que es el modo óptimo que tiene de comunicarnos la Revelación divina- que es la unión fecunda del hombre y de la mujer el lugar donde comienza el plan de restauración del orden querido por Dios para esa Creación suya.

La contemplación de la obra salvífica de Dios produce un pasmo maravillado por el arte con que el Creador va superando, con una admirable simetría que llega a superar la belleza primigenia, el desorden que introdujo el Enemigo (“Oh Dios, que maravillosamente formaste la dignidad de la naturaleza humana, y más maravillosamente la restauraste”, Ofertorio de la Misa). Porque, paso a paso, sacando bien del mal, Dios Omnipotente va venciendo, en su propio juego, al Autor del desorden, y crea así un orden todavía mejor (“Oh, felix culpa!”): y así, puesto que en un árbol comenzó el pecado, por un árbol redime Dios al pecador; y puesto que fue dañado el ayuntamiento de Adán y Eva que nos transmitió la herencia del pecado, fue sagrado el matrimonio de María y José, para que cada detalle de la obra de la amorosa redención fuera el reverso de la obra odiosa de la corrupción, de modo que “multiformis proditoris/ ars ut artem falleret/, et medelan ferret inde/ hostis unde laeserat” (“que el arte del traidor fuera vencido por el arte, y que por donde surgió la herida, por ahí mismo llegara el remedio”), como se canta en himno Pange Lingua el Jueves Santo.

Es por la restauración del acto conyugal, y de la familia que de él deriva, por donde comienza, para quien quiera salvarse, la restauración del orden de la vida humana, que es el orden cósmico transpuesto a la escala racional, propia del hombre. Y puesto que el amor conyugal de dos no es perfecto sino cuando es fecundo y surge el tercero, el hijo, sólo con éste se tiene, en el mundo material, la representación, sin duda imperfecta pero real, de la vida Trinitaria: por eso el matrimonio es un “sacramento grande”, como dice San Pablo (Ef 5, 32); pero lo es porque, en el limitado mundo creatural que es el del hombre, es una imagen de esa Trinidad. 

Y  como la Providencia todavía ha dado un tiempo al Enemigo para que ponga a prueba a los elegidos, no es de extrañar que el ataque final de éste apunte precisamente a esa unión conyugal y esa familia que son el “sacramento grande” de Dios en medio de la humanidad, el que nos muestra que Dios es, efectivamente, amor; el que nos revela que, por sobre el amor/eros, está el amor/ágape (C. S. Lewis, Los cuatro amores). No es el sexto mandamiento el primero de todos; pero el Enemigo hace tropezar en él a la mayor parte, quizá, de quienes van al Infierno, porque ensuciada y esterilizada y abortada la fecundidad del amor humano, se desfigura la imagen más palpable sobre la tierra del amor Trinitario, el amor que nos salva, y se pervierte en el hombre la participación que Dios le ha concedido en la obra creadora de vida.

Naturalmente, las revelaciones de Fátima son privadas y no compelen a la fe; pero sin duda tienen, entre muchos otros decisivos factores a su favor, el hacernos comprender el porqué del ataque inmisericorde a la santidad del sexo, de la unión conyugal y de la familia que hoy vemos, y por qué este desorden está a la cabeza y al interior de todos los demás desórdenes.

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Paolo Veronese, Las bodas de Caná, 1563, Museo del Louvre (Francia)
(Imagen: Wikipedia)