domingo, 29 de abril de 2018

Liturgia e individualismo

Hace algunas semanas, Religión en libertad publicó un artículo para explicar cuáles son las diez principales razones por las cuales han disminuido considerablemente las vocaciones al sacerdocio. Si bien los datos sobre los que se construye la argumentación están tomados de la realidad española, las conclusiones son perfectamente generalizables a otros países de Occidente. 

Para lo que ahora interesa, una de las razones que se esgrime para la disminución de vocaciones es el creciente individualismo de los jóvenes. Esto es cierto: la sociedad ha avanzando cada vez más hacia estados de atomización y aislamiento, lo que explica la constante búsqueda de las propias satisfacciones personales y el creciente aislamiento, incrementado por el uso de las redes sociales y los contactos virtuales. Sin embargo, curiosamente no se repara en que la Misa reformada contribuye a reforzar ese defecto. Es verdad que en la nueva liturgia se han conservado las oraciones que recuerdan que el sacerdote actúa in persona Christi, pero ellas quedan disminuidas dentro de un esquema ritual que tiende hacia lo prosaico. Al comienzo de la Misa, el sacerdote saluda a los fieles no en nombre propio, sino en el de Cristo: "El Señor esté con vosotros". Desde luego, que el sacerdote comparezca ante el altar revestido con una serie de ornamentos sobre su vestimenta habitual, cada uno de los cuales simboliza algo diverso, como hemos tenido ocasión de ir demostrando en las respectivas entradas dedicadas a cada uno de ellos, tiene ya un significado catequético: en la liturgia aquél actúa en la persona de Cristo y no en persona propia, de suerte que su identidad ordinaria desaparece bajo las vestimentas sagradas, pues con ellas quiere representar sensiblemente, por usar la expresión de San Agustín, que es otro Cristo, el mismo Cristo. Por eso, sus gestos, palabras y movimientos han de expresar no sus propias convicciones o perspectivas, sino las de Cristo en medio de su sacrificio redentor. Se entiende, entonces, que la respuesta de los fieles a esa oración de saludo sea "Y con tu espíritu", pues ellos no se dirigen al hombre concreto que dice la Misa, sino a Jesús, en cuya persona el sacerdote actúa presentando sus accidentes. 



Pero esta verdad, que formalmente está recogida en los ritos del misal reformado, no se condice con la propia puesta en escena de la Misa, que debería reflejar (y ser evidente para todo el mundo) lo que está ocurriendo sobre el altar: el sacrifico de Cristo consumado de una vez y para siempre sobre el Calvario para la redención de los hombres. Lo que usualmente se ve es un rito donde el protagonismo está en el sacerdote, quien se desempeña como el presidente de una asamblea, con un protagonismo desmesurado. No corresponde ahora volver sobre el "monicionismo", vale decir, sobre esa tendencia a glosar con comentarios personales cada una de las oraciones señaladas en las rúbricas (que, a fin de cuentas, muestra poco respeto por lo sacro y fue expresamente prohibida por el Concilio: "nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia") , o sobre la banalidad de la homilética contemporánea, que hace recordar el deseo de Bruckberger: cada vez que el predicador deje de referirse al Verbo hecho Hombre, debería producirse, primero un zumbido de advertencia, y luego el alboroto aumentar hasta que todas las bocas vociferaran ¡Jesucristo! ¡Jesucristo! La cuestión sobre la que se quiere insistir aquí es diferente y tiene que ver con la propia estructura del rito y la anulación de la propia individualidad.

La liturgia de siempre se puede describir con una sola palabra: sobriedad. Cualquiera que entre a una iglesia donde un sacerdote dice la Misa rezada no podría sino coincidir que ahí se está teniendo lugar una acción sagrada, donde el trato con Dios es íntimo y silencioso, sin importar el número de personas esparcidas en la nave. El silencio cumple la función de reforzar la sacralidad, de recordar al fiel que ahí, sobre el altar, en medio del tráfico de la vida diaria, está ocurriendo de nuevo algo verdaderamente importante: Cristo vuelve a ofrecerse en sacrificio por la redención de todos los hombres. Vale la pena recordar ese proverbio indio que aconseja que, cuando alguien quiera hablar, primero ha de procurar que sus palabras sean mejores que el silencio. Si ese silencio es el que confiere su peculiaridad al santuario, la exigencia es todavía mayor: lo que se va a decir tiene que ser realmente importante, pues de lo contrario las palabras rompen con la atmósfera de recogimiento que debe reinar en un lugar donde un Hombre (y Dios) volverá a morir para cumplir la función salvífica por la que vino al mundo. En una Misa rezada, por ejemplo, el sacerdote se vuelve hacia los fieles para instruirlos en la Palabra de Dios, mediante la lectura en vernáculo de la Epístola y el Evangelio. Vale decir, habla en la lengua del lugar para contar el modo en que Dios se ha revelado al mundo. Cuando lo vuelve a hacer para la homilía, su propia vestimenta marca la diferencia: el sermón se pronuncia sin manípulo y, generalmente, sin casulla y con birrete. Esto se hace con el propósito se mostrar a los fieles que las palabras que oirán del sacerdote no forman parte integrante del sacrificio, porque se está ejerciendo otra función. No se trata de santificar, que es el cometido propio de los sacramentos dentro de la economía de la salvación, sino de enseñar las verdades de la fe a partir de la Palabra de Dios que se ha leído.

(Foto: Deus lo Vult!)


El salmista dice que el Señor no desprecia un corazón contrito y humillado (Sal 51, 17). Por eso, el sacerdote comienza la Misa con un profundo acto de contrición pidiendo a Dios, que ha sido la alegría de su juventud, su especial auxilio y protección. El sentido penitencial diferenciado se observa en la distinta redacción del Confíteor que reza el sacerdote y los fieles: el primero se dirige a la asamblea, como testigo de su confesión y del perdón que implora a Dios para ser digno de subir a su altar; los segundos confiesan sus pecados al sacerdote, quien los absuelve de forma no sacramental merced a su propia función ministerial. En la Misa reformada esta sutil diferencia, rica en sentido teológico, desaparece y todos, sacerdote y feligreses, repiten al unísono la misma oración de arrepentimiento la cual la mayoría de las veces ni siquiera se reza (recuérdese que la nueva Misa tiene varias opciones de acto penitencial). Con esto, la diferencia sustancial (y no sólo de grado) entre el sacerdocio real de los fieles y el ministerial que corresponde al celebrante se atenúa.

Cuando termina de escucharse el Kyrie, prorrumpe la recitación del Gloria, que exalta la grandeza de Dios y continúa con las suplicaciones de la triple oración precedente. Recién entonces, cuando el sacerdote ha confesado su desamparo ante el Señor, sin el cual nada puede, la Palabra de Dios se escucha de sus labios. Muchas de las oraciones que éste dice para mostrar su entrega y abandono pasan desapercibidas si la Misa no se sigue con un misal. Sólo son ostensibles los golpes en el pecho, las puestas de rodillas y las inclinaciones que hace aquél, todas las cuales quieren mostrar que el hombre concreto debe desaparecer a la vista de todos, pues sólo Dios debe ser el centro de atención. De ahí que el silencio envuelva la iglesia, y que éste solamente se interrumpa por el sonido de las campanillas cuando el sacerdote muestre sobre su cabeza a Cristo hecho presente bajo las apariencias del pan y del vino. Se quiere expresar así la propia promesa del Señor: "Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia Mí" (Jn 12, 32). Los fieles no han podido oír, salvo que el presbiterio esté muy próximo, la diferencia de voz que ha hecho el celebrante. Antes de comenzar con las palabras de la consagración, el sacerdote eleva los ojos. La Iglesia quiere que, antes cumplir con la parte más importante de la Misa, aquél recuerde que no está obrando en su propio nombre, sino en persona de Quien está sentado a la derecha del Padre en los Cielos. Enseguida, el sacerdote ha de comenzar a repetir las palabras usadas por Cristo en voz baja, marcando la diferencia entre una y otra, siempre con un tono simple y unificado. Es lo que se conoce como el "tono consagratorio", que debe evitar toda expresión de piedad personal y mostrar que en esas palabras están siendo pronunciadas nuevamente, como en la Última Cena, por Cristo. La sacra situada al centro del altar cumple la función de facilitar esa recitación: el sacerdote no necesita mirar hacia la izquierda, donde está el misal, sino que puede tener su vista puesta en las ofrendas que tiene delante y que en unos segundos se convertirán en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Por eso, durante la consagración no debe haber música en la iglesia y sólo debe oírse, hasta donde sea posible, el rumor del celebrante que obra el milagro de la transustanciación.  



El rezo del Padrenuestro es también una forma de recordar que el sacerdote tiene un cometido propio que cumplir en el altar. No se trata de uno más entre los fieles que reza con ellos aquella oración que el mismo Cristo enseñó para dirigirse al Padre. El sacerdote cumple con la finalidad impetratoria que tiene la Misa, y por eso es él quien formula las peticiones del Padrenuestro en nombre de toda la asamblea, como aquel que ha sido elegido para representar al Pueblo (de ahí que todos miren al oriente, siendo el sacerdote el primero entre ellos, por corresponderle el derecho de ingreso al sanctasanctórum), sumándose los fieles sólo con la invocación final: líbranos de la maldad, esto es, cumple, Señor, con tu palabra de que las puertas del infierno no prevalecerán sobre tu Iglesia. 

En la comunión vuelve a ser evidente la diferencia: el sacerdote no comulga como un fiel más, sino de forma separada y previa. A él le corresponde con su comunión consumar el sacrifico cumplido por Cristo y actualizado en la Misa, mientras que los fieles lo hacen para recibir los frutos de la Redención. Por eso, el sacerdote vuelve a decir, profundamente inclinado, que como hombre no es digno de recibir al Santo entre los santos, como recuerda la liturgia mozárabe, pero debe hacerlo porque está ahí actuando en persona de Cristo, para darle el culto que éste merece en Espíritu y Verdad. Sólo después el sacerdote, ya consumado el sacrificio, baja del altar para dar a los fieles el Cuerpo de Cristo como alimento espiritual. 

(Imagen: Change.org)


Por cierto, en la Misa reformada la idea basal permanece, pero su expresión sensible ha sido atenuada por la confección de un nuevo rito que quiere expresar la teología del misterio pascual, con el claro riesgo de que ésta se entienda en un sentido puramente manducatorio, de memorial de la Cena del Jueves Santo, como decía en su origen la Instrucción General para el Misal Romano. Descubrir a Cristo es más difícil en estos nuevos ritos, porque la sobriedad ha desaparecido. Ella ha sido reemplazada por el carisma personal del celebrante y su mayor o menor locuacidad, sumado al gusto musical que tenga. La Misa ya no es la misma en cualquier lugar, porque depende de cuán cercano o innovador quiera ser el celebrante. El beato Pablo VI decía en la sesión de clausura del Concilio Vaticano II que "la religión del Dios que se ha hecho Hombre, se ha encontrado con la religión -porque tal es- del hombre que se hace Dios". Esta afirmación muestra que la principal verdad de nuestra fe, esa que hizo proferir el estremecedor grito de soberbia de Lucifer, es la divinización de la carne. Dios se hizo hombre, y ese Hombre venció a la muerte porque era Dios. Es dable sostener, entonces, que existe un materialismo cristiano: a Dios lo conocemos por las cosas que vemos, porque su inmensidad no cabe en la mente humana, y por eso existen los sacramentos como medios de santificación ordinaria. La materia ha sido tomada por Dios para restablecer de esa forma su unión con el género humano, haciendo parte de éste mediante la encarnación del Verbo Eterno en la persona de Jesús de Nazaret. Pero en la liturgia reformada vemos que esa convergencia que observaba el Papa Pablo en realidad no se da. De forma inversa, lo que ha acabado por ocurrir es que "la religión del hombre que se hace Dios" ha ocupado el lugar central. ¿Quién es verdaderamente el centro de la acción litúrgica, Dios o el celebrante?

Como dice Sebastián Randle en su biografía de Castellani, de las cuidadosas rúbricas conformadas con el lento correr de los siglos en la liturgia romana, "pasamos, sin paréntesis, al gran 'show' de la espontaneidad, al anárquico despliegue de sentimentalismos y experimentos. La Misa se transformó y en cosa de años pasaos del ritual romano al happening". Pero la culpa no la tienen los sacerdotes, muchos de ellos sin responsabilidad personal porque se han limitando a poner por obra lo que sus profesores de liturgia les enseñaron. La responsabilidad reside en las rúbicas del nuevo misal, en la libertad que confiere a los sacerdotes, quienes pueden elegir entre diversos formularios, agregar comentarios o darle una impronta personal a la celebración, sin hablar de la experimentación o improvisación propiamente ritual. Por algo, es el presidente de la asamblea, el que manda en medio de la comunidad reunida en torno al altar. Es cierto que, como quería el Movimiento Litúrgico, la Misa no podía ser un museo, sino que debía convertirse en una realidad viva en cada fiel. Para que la liturgia sea el centro y raíz de la vida cristiana, como quería el Concilio, es necesario una participación activa de los fieles. De eso no hay duda, y el propósito es ciertamente loable. El problema es que, por querer dejar atrás una liturgia supuestamente fosilizada, el remedio ha resultado peor que la enfermedad, y hemos acabado por presenciar una liturgia teatral, cuando no circense. No extraña, entonces, que entre las familias cercanas a la Misa de siempre las vocaciones sigan surgiendo, y que los institutos tradicionales deban abrir nuevos seminarios o casas para recibir el creciente número de postulantes. Ellos van ahí a doblegar su individualidad, para servir a Cristo, y eso lo aprendieron en la Misa de todos los siglos.



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Actualización [6 de mayo de 2019]: Religión en libertad ofrece un resumen en castellano del artículo publicado por Joseph Hoover, un religioso jesuita que además es actor y dramaturgo, en la revista America, de la provincia estadounidense de la Compañía de Jesús, con el sugerente título de "Queridos sacerdotes que improvisáis en Misa: por favor, no lo hagáis" ("Dear priests who improvise at Mass: Please don’t"). Su mensaje es que la improvisación no atrae más fieles, antes bien los aleja, y que lo verdaderamente importante, dado que se está ante una obra de Dios, es seguir las rúbricas, para unirse al sacrificio de toda la Iglesia. El artículo original (en inglés) puede ser consultado aquí

Actualización [2 de agosto de 2019]: Messa in latino ha publicado el testimonio de un laico que comenzó a asistir a la Misa tradicional en la ciudad de Lucca (Italia), habiendo sido formado en su niñez en la liturgia reforzada. El recuerdo que tiene de la Misa nueva era que no comprendía gran cosa y tendía a evadirse. Si bien reconoce que el espíritu de la Misa de siempre no es fácil, pues requiere un empeño inicial y los frutos sólo se observan después de un cierto tiempo, esperando con paciencia. A su juicio, el principal obstáculo no es el latín sino que consiste en la renuncia a toda forma de protagonismo para dejarse sumergir en la simplicidad de Dios, que es y debe ser el único protagonista, lo que se aplica también para el sacerdote. Concluye que la asistencia regular a la Misa tradicional ha acabado produciendo dos frutos: una paz que no nace de la emoción o el sentimentalismo y un mayor deseo de Jesús Eucarístico. La traducción al castellano de este testimonio se encuentra disponible en El búho escrutador

jueves, 26 de abril de 2018

La Orden Cartuja y su rito propio

Tal como lo hemos hecho respecto de otras órdenes religiosas, queremos presentar en esta entrada a nuestros lectores el antiquísimo rito propio de la Orden de los Cartujos, el cual subsiste hasta el día de hoy. Tanto este rito como otros propios de las distintas órdenes religiosas son una prueba de que una gran pluralidad de ritos y usos litúrgicos no es privativo de las Iglesias orientales, sino que también es algo que ha estado siempre presente, sin detrimento alguno de la unidad eclesial, en la Iglesia de Occidente, incluso después del esfuerzo unificador posterior al Concilio de Trento. Ello refuta a quienes, desatendiendo la necesaria búsqueda de la paz y la reconciliación litúrgicas, han pretendido argumentar en contra de la liberación de la Misa de Siempre a través del motu proprio Summorum Pontificum por parte de Benedicto XVI en el sentido que la coexistencia del rito romano tradicional con el reformado podría supuestamente poner en peligro la comunión eclesial.

Petrus Christus, Retrato de un cartujo (1446)
(Imagen: Wikimedia Commons)
 
La orden de los Cartujos

La Orden de los Cartujos (Ordo Cartusiensis, OCart) es una orden monástica contemplativa fundada por San Bruno de Colonia (1030-1101) en 1084, la cual se caracteriza por su extrema sencillez de vida y lo riguroso de su regla, los llamados Estatutos, los que se basan en la Regla de San Benito con adaptaciones propias. En 1147 se fundó la primera comunidad de la rama femenina, la cual, si bien es de naturaleza algo menos eremítica que la masculina, pone también gran énfasis en la soledad y el silencio. La orden recibe su nombre del lugar donde San Bruno, bajo la protección del obispo San Hugo de Grenoble, estableció junto a seis compañeros la primera comunidad cartuja, un área aislada conocida como el Valle de la Chartreuse (Cartuja), cercano a la ciudad francesa de Grenoble, mismo lugar donde hasta el día de hoy, si bien con interrupciones forzadas luego de la Revolución Francesa (entre 1792 y 1816) y también después de la promulgación de las leyes anticlericales de la Tercera República Francesa (desde 1903 hasta 1940), se asienta la llamada Gran Cartuja, la casa-madre de todas las comunidades cartujas del mundo. 

 Girolamo Marchesi, Retrato de San Bruno de Colonia (circa 1525)

Su divisa es Stat Crux dum volvitur orbis ("La Cruz permanece inmóvil mientras el mundo da vueltas"), idea también representada en su escudo, que muestra una cruz que se alza sobre un orbe terrestre. Actualmente hay 23 cartujas (18 de monjes y 5 de monjas) en todo el mundo, con un total de unos 270 monjes y 60 monjas, distribuidos en Europa (18), América (3) y Asia (2). Las dos de Corea del Sur son las últimas creadas (2008).

Los cartujos habitan en comunidades monásticas denominadas cartujas. Cada cartuja está gobernada por un prior elegido por los padres y hermanos del monasterio. La orden cartujana siempre ha considerado preferible no elevar a sus priores al rango de abades, para así evitar el ceremonial y la pompa que ello implicaría. 

 Expulsión de los monjes de la Gran Cartuja (1903). Los monjes recién regresarían en 1940
(Ilustración: Wikimedia Commons)


El propósito de vida de un cartujo es la contemplación en una vida monástica de intensa y constante oración. El primer afán de un monje cartujo es la búsqueda de Dios en la soledad, la que se manifiesta en la separación del mundo, en la guarda de la celda y, por último, en la soledad interior, la llamada soledad del corazón. Los monjes cartujos guardan los habituales tres votos de pobreza, castidad y obediencia, a los que suman dos votos adicionales, a saber el de estabilidad en el monasterio y el voto de conversión de costumbres.

Dentro de cada comunidad hay dos clases de monjes: los padres cartujos, que reciben la ordenación sacerdotal, y los hermanos cartujos no ordenados. Dentro de los hermanos, existen los hermanos conversos, que hacen profesión de votos, tal como los padres, y los llamados hermanos donados, que no hacen votos solemnes de por vida. Adicionalmente puede haber en una comunidad, si bien es muy poco frecuente, los llamados familiares, personas que llevan una vida semimonástica y se dedican fundamentalmente al trabajo manual.

Descontado el tiempo de sueño, comida, aseo y trabajo manual, los padres cartujos dedican catorce horas a la oración y al estudio, de ellas cuatro en la iglesia y otras ocho en la celda. Los hermanos cartujos, por su parte, dedican un máximo de siete horas diarias a los trabajos u oficios manuales, llamados obediencias. En algunas cartujas, sin embargo, sólo trabajan cuatro horas, para así poder dedicar más tiempo a la oración. Todos los hermanos hacen cada año un retiro de ocho días en sus celdas. 

 Francisco de Zurbarán, San Hugo en el refectorio (circa 1655)
(Imagen: Wikimedia Commons)

Los cartujos se abstienen completa y perpetuamente de comer carne. En Adviento y Cuaresma suprimen de igual modo los lácteos. Una vez a la semana, de ordinario los viernes, se alimentan exclusivamente de pan y agua. Desde el 14 de septiembre, Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, y hasta Pascua, hacen una sola comida diaria, más un panecillo para cenar. El resto del año tienen dos comidas diarias, una a media mañana y otra por la tarde. La mayor parte de las comidas son tomadas por los monjes en sus celdas individuales, recibiendo el alimento a través de un torno, salvo los domingos o en las fiestas, donde las comidas se toman en silencio en el refectorio.

El silencio es una parte esencial de la vida de un cartujo. Por eso, la palabra se utiliza solamente en el canto o en lo estrictamente necesario para llevar a cabo las tareas cotidianas. Los domingos hay un recreo que dura de una hora a una hora y media, y los lunes un paseo de cuatro horas fuera del monasterio, en lugares solitarios, sin entrar nunca en pueblos, durante el cual hay libertad de plática. Una vez al año, toda la comunidad disfruta del llamado "gran paseo", el que dura siete horas. Asimismo, una vez al año los monjes pueden recibir la visita de los familiares más inmediatos. En las cartujas no hay diarios, ni revistas profanas, ni radio, ni televisión, ni Internet, ni teléfonos celulares.

Los monjes cartujos son eremitas, pero que al mismo tiempo viven en comunidad, lo cual requiere de un gran espacio que les permita combinar el aislamiento individual con la unión de la vida de comunidad, para así realizar su carisma contemplativo. Cada cartuja cuenta, en primer lugar, con las celdas individuales de cada monje, donde el monje dispone de un jardín y un taller para el cultivo y los trabajos manuales, respectivamente, así como un espacio para la oración y un escritorio para el estudio, además de una cama y una mesa para tomar las comidas. Cada una de las celdas da al claustro grande, el que conduce a su vez a las estancias comunitarias (refectorio, cocina, lavadero, etcétera) y a los lugares que producen ruido (talleres de carpintería, forja, etcétera), los que se encuentran más apartados de las celdas, para asegurar así el silencio propio de la contemplación. 


Especialmente reconocido en Francia y e internacionalmente es el licor de hierbas producido por los cartujos, conocido como Chartreuse y del que existen diversas variedades, y que los monjes comercializan desde 1737. Su producción, supervisada por dos monjes licoristas que son los únicos que conocen la receta exacta, la que es pasada de generación en generación, ayuda a solventar económicamente a la orden.

La Gran Cartuja, casa-madre de todas las comunidades cartujas 
(Foto: Wikimedia Commons


La liturgia cartuja

Desde su llegada a la Cartuja, San Bruno y sus compañeros, como es el caso de muchas comunidades monásticas y religiosas, formaron una liturgia particular, en este caso tomando con toda probabilidad el rito cluniacense más antiguo (hay que recordar que en ese entonces, antes de la uniformidad litúrgica que siguió al Concilio de Trento, coexistían en la Iglesia Occidental una gran cantidad de ritos y usos locales, así como diversos ritos propios de las órdenes religiosas) y adaptándolo a su vocación eremítica y a la austeridad extrema de su modo de vida. Es así que el rito cartujo constituye el único testimonio todavía viviente de la Misa romana del siglo IX. 

El rito cartujo contaba al momento de la promulgación del Misal de San Pío V con la antigüedad necesaria para su preservación y, a lo largo de los siglos, los cartujos han tratado de conservar esta liturgia acomodada a su vida solitaria, sencilla y contemplativa, y no la abandonaron tras el Concilio Vaticano II, como sí lo hicieron la mayoría de las órdenes que contaban con un rito propio, muchas de las cuales comienzan a redescubrirlo recién luego del motu proprio Summorum Pontificum. Si bien el rito cartujo actualmente se celebra conforme a su versión revisada en 1981 (los textos litúrgicos vigentes están disponibles online en la página oficial de la orden, aquí), los cambios introducidos fueron en general de menor entidad y a grandes rasgos puede decirse que se conserva en lo esencial el Rito de Grenoble del siglo XII (un recuento detallado de los cambios, en inglés, se encuentra aquí; una exposición sobre el rito cartujo como era celebrado antes de las reforma litúrgica posconciliar puede leerse aquí, también en inglés). Con todo, cabe consignar que la instrucción Universae Ecclesiae (2011), relativa a la aplicación del motu proprio Summorum Pontificum, ha hecho posible la celebración de todos los ritos propios de las órdenes religiosas conforme a la respectiva versión vigente en 1962 (núm. 34).

 Misa cartuja celebrada en la Cartuja de Marienau, única cartuja de Alemania

Es así que, a pesar de que la reforma litúrgica, emprendida luego del Concilio Vaticano II, ha reducido algunas peculiaridades, la Misa cartuja sigue conservando algunos caracteres propios. Entre otros pueden mencionarse el rito penitencial, el cual difiere bastante del empleado en el rito romano, al igual que el ofertorio. El sacerdote mantiene los brazos en cruz durante la recitación de la Plegaria eucarística y la Misa se termina sin bendición.

En comparación con la liturgia romana, el rito cartujo se caracteriza por su gran simplicidad y una sobriedad a nivel de formas exteriores. En la liturgia cartuja destacan los tiempos de silencio, así como la prohibición de todo instrumento musical, si bien la liturgia se acompaña por el canto cartujano, una variante del canto gregoriano preservada celosamente durante siglos de cambios e influencias exteriores, que se caracteriza por su mayor austeridad en comparación con el canto gregoriano que practican las comunidades benedictinas, siendo más lento, de tonos menos agudos, y menos melismático

La celebración del Sacrificio Eucarístico es el centro y la cima de la vida comunitaria. Si bien el rito cartujo en su versión revisada permite la concelebración, la Misa comunitaria no puede ser concelebrada más que en los domingos y en las grandes fiestas o con ocasión de grandes acontecimientos de la vida comunitaria y, de ordinario, no hay más que un celebrante en el altar. Además de la Misa comunitaria, los cartujos sacerdotes, de acuerdo con su vida eremítica, celebran la Misa en las solitarias capillas del claustro. 

La Misa conventual se canta a diario al rayar el alba de un modo extremadamente sencillo y recogido. Cuando en el coro los monjes comienzan el canto del Introito, el sacerdote sale de la sacristía y ora, profundamente inclinado, ante el altar. Saluda a la Comunidad con el Dominus vobiscum, una vez terminado el Introito; se dirige a la cátedra, situada en el lado derecho del presbiterio; recita el Confíteor junto con la Comunidad y escucha del canto del Kyrie y del Gloria. Estas melodías gregorianas son extremadamente sencillas y tan sólo los días solemnes varían un poco. El sacerdote canta la Colecta mientras los monjes permanecen profundamente inclinados sobre sus sillas del coro. La Epístola, leída desde el facistol por un monje instituido lector o, en su defecto, por el P. Procurador, la escuchan todos sentados y cubiertos con la capucha, incluso el sacerdote. Cuando el coro comienza el canto del Aleluya o del Tracto, el diácono, revestido simplemente con la cogulla eclesiástica, abandona su puesto en el coro y se acerca al sacerdote a quien pide la bendición, extendiendo ante él la estola. Todos escuchan de pie la lectura del Evangelio que, desde el lectorio del presbiterio, lee el diácono. Cuando da comienzo el canto del Ofertorio, el sacerdote sube al altar y el diácono le ofrece al mismo tiempo el pan y el vino, sosteniendo el cáliz, sobre el que va la patena con las formas, con el extremo de un gran paño que lleva colgado del hombro izquierdo.


Los domingos y días de solemnidad el sacerdote inciensa la oblata y, a continuación, entrega el incensario al diácono para que, a su vez, inciense en torno del altar. El diácono vuelve al coro y únicamente cuando su ayuda es imprescindible sube al presbiterio. El sacerdote canta la Oración sobre la oblata y el Prefacio, al que sigue el Sanctus, cantado lentamente por el coro.

La Plegaria eucarística transcurre en absoluto silencio (salvo, en la versión revisada del rito, en caso de concelebración); el sacerdote permanece casi todo el tiempo con los brazos en cruz y la Comunidad de pie o arrodillada, según la importancia litúrgica del día, y con la capucha calada hasta los ojos para favorecer el recogimiento, y la plegaria eucarística se dice en voz baja (en la versión revisada se añadieron como opcionales las plegarias eucarísticas nuevas del Misal de Pablo VI). Después de la consagración del vino, adoran al Señor Sacramentado, postrándose en tierra según costumbre antiquísima, hasta que el diácono da la señal para levantarse. El Pater noster es cantado juntamente por el sacerdote y la Comunidad. Toda la Comunidad, Padres y Hermanos, tienen facultad para comulgar en la Misa conventual bajo las dos especies, aunque hayan comulgado o vayan a comulgar en otra Misa.

 Canon de la Misa cartuja


Un rito particular en la liturgia cartuja es que todos los domingos, inmediatamente antes de la Misa conventual, el sacerdote bendice el agua con la que asperja primero en torno del altar y a continuación a los monjes que, en dos filas, se acercan a las gradas del presbiterio cantando una antífona penitencial. Se trata de un antiguo rito de mediados del siglo IX; antiguamente estuvo en uso en todos los monasterios y los cartujos lo conservan hasta el día de hoy.

Otro tiempo fuerte de la jornada de un monje cartujo es el oficio celebrado en la iglesia a media noche (Maitines y Laudes): durante dos o tres horas, según los días, alternan el canto de los salmos y lecturas de la Sagrada Escritura o Padres de la Iglesia, tiempos de silencio y preces de intercesión.

Hacia el fin de la jornada, los monjes se encuentran de nuevo en la iglesia para celebrar el oficio de Vísperas. Las demás partes se celebran por cada monje en su celda, excepto los domingos y ciertos días de fiesta, en los que se cantan en la iglesia. Los cartujos, además del oficio divino, recitan diariamente en la celda el oficio de la Virgen María y, una vez por semana, un oficio especial a intención de los difuntos.

Gracias a la liturgia, la Cartuja no es un grupo de solitarios aislados entre sí, sino que forman una verdadera comunidad monástica, de esta forma manifiestan el misterio de la Iglesia y dando un lugar al culto público que con su oración tributa a Dios.

 Sinopsis de El gran silencio (2005), documental sobre la Gran Cartuja 
(Youtube)

El gran silencio

Los cartujos, a diferencia de otras comunidades monásticas, de ordinario no permiten visitantes, por lo que su forma de vida resulta desconocida para la mayor parte de la gente. Un acceso único a la vida de una comunidad cartuja fue posible a través del elogiado documental El gran silencio (Die große Stille, 2005), del director alemán Philip Gröning, quien en 1984 propuso a los monjes de la Gran Cartuja recoger en celuloide su forma de vida. Los monjes respondieron pidiendo un tiempo para reflexionar: dieciséis años después contactaron a Gröning para informarle que estaban de acuerdo. Gröning habitó entre 2002 y 2003 un total de seis meses con los monjes, grabando su vida diario sin usar luz artificial adicional, para luego editar luego el material durante dos años, sin añadir comentarios ni efectos de sonido.

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Actualización [21 de mayo de 2018]: Religión en libertad ha publicado un artículo sobre el libro intitulado Report From Calabria: A Season With the Carthusian Monks, que relata en formato epistolar la experiencia de un sacerdote que pasó una temporada de cuatro meses en un monasterio cartujo y la vida de oración, trabajo, recreación y caminata semanal que ahí experimentó, aprendiendo a valorar el silencio y su importancia para la vida espiritual. 

martes, 24 de abril de 2018

La impiedad moderna y la Misa nueva

Publicamos a continuación un artículo de opinión del Prof. Augusto Merino Medina, colaborador habitual de esta bitácora, en las que expresa una personal visión crítica acerca de la reforma litúrgica y de cómo la generalizada actitud moderna de desprecio por la Tradición - esto es, la impiedad- se ha infiltrado en la práctica litúrgica reformada.

Cabe consignar en este punto que la postura oficial de esta bitácora ha sido siempre (véase aquí, aquí, aquí y aquí) que el rito reformado, con sus numerosas y evidentes falencias -las que no se refieren exclusivamente a los abusos litúrgicos, sino también a defectos, ambigüedades y omisiones en el rito mismo-, es susceptible de ser enriquecido con la forma tradicional para hacerlo más digno y más acorde con la tradición litúrgica de la Iglesia, para que verdaderamente y no sólo en la intención sea posible hablar de dos formas de un único rito romano, como era el deseo de Benedicto XVI.

 El autor
(Foto: El Mercurio)

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La Misa impía

Augusto Merino Medina

La virtud de la piedad recibió, en la antigüedad greco-romana, un especial tratamiento y fue objeto de gran admiración y veneración. El fundador de Roma, el troyano Eneas, que huye de la ciudad incendiada llevando a hombros a su padre Anquises y que, luego de un largo viaje, arriba a Italia a fundar la Urbe, es apodado no según otras heroicas cualidades de que estaba adornado, sino por la pietas que lo movió a tratar con gran amor a su anciano padre, una “piedad filial”: en efecto, Virgilio llama a Eneas “el pío Eneas”, y no “el valiente Eneas” o “el esforzado Eneas”, y ni siquiera “el gran Eneas”.

La piedad y la impiedad se refieren, primariamente, a la actitud que se tiene ante los antepasados y su legado. Es pío quien respeta, venera y conserva la herencia de los antiguos, e impío el que la desprecia, desfigura y desperdicia. Era lógico que el término se refiriera igualmente a los “supérstites” y, al cabo, al mismo Dios. Piedad y respeto fueron dos rasgos propios de la mayoría de las culturas antiguas, sin los cuales no se entiende nada de ellas, especialmente la sólida estructura política que las sostuvo por siglos. El sentido común romano, de esa Roma fundada por un hombre pío, la llevó a conservar siempre el esquema republicano como plano arquitectónico de su política: la potestad pública siguió, hasta el final, la estructura de la república: el emperador fue siempre un “cónsul”.

En la historia de Occidente, el quiebre en este sentido, con la minusvaloración de la piedad y, finalmente, con la desaparición del respeto en todos los órdenes de la vida, que es el rasgo más definitorio de la vida colectiva actual, se produjo con el surgimiento de la Ilustración, proceso que comienza en el siglo XVII y culmina a mediados del siglo XIX. El enfrentamiento entre “antiguos” y “modernos”, que a lo largo de la historia occidental se había presentado en varias oportunidades con otros contenidos y reverberaciones, adquirió un valor emblemático con la querella literaria que se desencadenó en Francia, a mediados del siglo XVII, entre quienes consideraban que los grandes modelos dignos de imitación eran los clásicos griegos y romanos, ante los cuales se tenía una actitud “piadosa”, y quienes consideraban que no existía modelo más inspirador de todas las artes que el “Rey Sol”, postergándose con ello, en forma “impía”, a los antiguos. Hacia los mismos años, Pascal concebía, por su parte, la historia de la humanidad como analogado de la historia de cada hombre individual: éste nace débil e ignorante, y va dejando atrás esas primeras etapas de su existencia para llegar a una plenitud de conocimiento que lo hacen absolutamente superior a sus edades anteriores. Nada se dice, en esta concepción, de la “sabiduría”, diferente del mero conocimiento. Esas décadas del siglo XVII presencian el nacimiento de la idea del “progreso indefinido”, en que se resumirá la soberbia moderna, que habrá luego de dominar la concepción de toda la historia humana, culminando quizá con Hegel, y viniendo a acabar en el más absoluto fracaso de la razón, reconocido por algunos grandes hegelianos del siglo XX, como Horkheimer y otros.

El modernismo teológico que intentó infiltrar la Iglesia y la fe desde, al menos, el siglo XVIII, que tuvo un gran muestrario en el Sínodo de Pistoya (1786) y que fue abrupta y severamente detenido por tres grandes papas, Pío IX, León XIII y Pío X, no fue sino una derivación del espíritu racionalista de la modernidad que triunfaba en aquellos tiempos. Esa modernidad fue combatida por la Iglesia sobre todo en su aspecto de “liberalismo” -que no es, por cierto, lo mismo que amor a la libertad-; pero el modernismo teológico, condenado con tanto vigor en Pascendi (1907), de Pío X, se las ingenió para penetrar por la puerta de la Iglesia que menos aprehensiones causaba a los incautos vigilantes de la época, la de la liturgia. En el Movimiento Litúrgico franco-germano de mediados del siglo XX, se albergó el modernismo y se dispuso a infiltrar finalmente la fe católica mediante las reformas litúrgicas que propició el Concilio Vaticano II, de cuyo cauce se salieron, extralimitándose, los encargados de ponerlas por obra. Los modernistas sabían lo que hacían, aunque nadie más pareció percatarse de ello: “lex orandi, lex credendi”. A cincuenta años de la destrucción de la liturgia romana ya no cabe duda alguna: hay un claro hilo conductor que va desde Sacrosanctum Concilium (1963), la constitución sobre liturgia del Concilio Vaticano II, hasta la exhortación apostólica Amoris laetitia (2016) del papa Francisco.  Y -no lo permita Dios- a todo lo que se ve venir. Expulsado solemne y severamente por las puertas de la Iglesia, la herejía modernista, compendio de todas las herejías, reingresó a ella en puntillas por las ventanas litúrgicas que el Concilio había abierto, como acabó entendiéndolo, demasiado tarde, el mencionado Pablo VI.

La nueva Misa que fue pergeñada a partir de las ruinas del rito romano, lleva, pues, grabado en lo más profundo, y de modo indeleble e irreparable, el sello de la impiedad moderna.

Con el medio siglo trascurrido el asunto ha quedado más claro que el agua. 

 Sacerdote durante una "Misa" celebrada durante el carnaval en Rotemburgo (Alemania)

La impiedad del nuevo rito de la Misa se advierte, en primer lugar, en el desprecio de la Tradición con que se metió mano en ella. Algunos de los responsables de esta actitud, como Louis Bouyer (quien vio con amargura, en sus últimos días, los resultados de la destrucción que sus ideas habían alentado), comenzaron por criticar el período barroco y el “barroquismo” litúrgico, mediante un análisis histórico en que no se sabe si admirar más la ignorancia o la desviación teológica (Bouyer, originalmente calvinista, había bebido en autores luteranos algunas de las ideas centrales que traspasó luego a la liturgia). Pero la impía crítica se extendió hacia atrás hasta cubrir toda la Edad Media: lo medieval pasó a ser equivalente de corrupción y decadencia litúrgica, idea fomentada por ciertas apreciaciones erradas de Jungmann. Todo esto fue aparejado con una actitud “arqueologizante” que ya Pío XII había condenado: se procuró resucitar en la Misa viejas prácticas que la Iglesia, prudentemente, había abandonado, dándose así la impresión de que se estaba volviendo a la “noble sencillez” (contrapuesta al “barroquismo”) de unos primeros siglos de los que no se sabía con certeza prácticamente nada.

Se dejó de lado, por otra parte, las inteligentes, penetrantes observaciones del Cardenal Newman sobre la “evolución” del dogma: según este gran obispo inglés, el verdadero contenido de la fe viene a conocerse con la reflexión piadosa -es decir, fiel a los primeros Padres- que el paso del tiempo hace posible: así también se llega a apreciar el verdadero importe de un río, que no se conoce en su prístina fuente sino que cuando ya su cauce ha crecido y se ha ampliado. Era fácil derivar de esto la idea de que la riqueza de la liturgia no ha alcanzado su plenitud en los primeros siglos de su existencia, sino una vez que el tiempo ha ido pasando y enriqueciéndola; pero los liturgistas no se dieron por enterados. De modo incoherente, ellos quisieron honrar la tradición de los más antiguos Padres, prácticamente desconocida en su detalle, deshonrando la de los Padres más próximos a nosotros (los de los últimos mil años), cuya tradición está ricamente documentada.

La impiedad de los reformadores de la Misa queda en evidencia, en segundo lugar, por cuanto, contra las numerosas advertencias hecha por los Padres del Vaticano II acerca de la lentitud, gradualidad y, al cabo, organicismo con que debían hacerse las revisiones de los ritos, esos reformadores destruyeron y crearon, en apenas cinco o seis años, con una subitaneidad y violencia nunca vistas en la historia de la Iglesia, lo que se había venido desarrollando, por orgánico crecimiento, en los últimos mil quinientos años de cristianismo. La mayor parte de lo que decenas de generaciones de santos y teólogos había venido creando y consolidando, fue descartado brutalmente en un lustro por un pequeño grupo de “expertos” de insegura ortodoxia, de no comprobada piedad personal, de sucias tácticas (conocer la manipulación de las reformas hecha por Bugnini, como lo atestigua el propio Bouyer, es objeto de escándalo para quien llega a enterarse).

En tercer lugar, y en un nivel de impiedad que merece una calificación mucho más severa, se pretendió -con una importante medida de éxito- alterar la teología de la Misa, con nuevas teologías que contradicen, solapadamente pero a menudo abiertamente, las definiciones dogmáticas del Concilio de Trento (que sí fue auténticamente dogmático, no meramente “pastoral”, como quiso ser el Concilio Vaticano II). Se pretendió redefinir la Misa no como el “sacrificio de Cristo” sino como una “asamblea conmemorativa de la cena del Señor”. Y aunque el impío intento fue detenido a último momento en el plano teológico, en el ámbito litúrgico su puesta por obra triunfó totalmente y se ha prolongado hasta hoy. No en vano los herejes que fueron llamados a “observar” las reformas litúrgicas se declararon plenamente satisfechos con ellas, haciendo saber que no veían en ellas nada digno de objeción. Para ellos, que negaban las verdades que la Iglesia siempre ha sostenido en torno a la Misa, era perfectamente posible usar las nuevas rúbricas para celebrar sus ritos. 

Estas intentonas teológicas del modernismo tuvieron, por lo demás, la ayuda de anteriores y menos aparentes teorías teológicas que procuraban reinterpretarlo todo, en liturgia, en términos de un “misterio pascual”. Una “pequeña” consecuencia de dichas teologías es el descarte de la teología de la redención, que a veces se pretendió desacreditar -más que refutar- con el calificativo de “medieval”. Una vez más ha tenido lugar una aplicación de la implacable “lex orandi, lex credendi”: la teología de la misericordia que hoy impera es claramente consecuencia del escamoteo que se hace en la oración litúrgica del pecado, de la culpa, de la necesidad de reparación a las ofensas que se hacen a Dios por los hombres. Y todo ello, como consecuencia de una Misa en que ha desaparecido la idea central de “sacrificio”, de ese “sacrificio redentor” de Cristo por el cual hemos sido redimidos por Dios.

Aunque el tema podría desarrollarse mucho más extensamente, nos detendremos aquí, señalando antes una cuarta manifestación de la impiedad moderna que se proyecta en la nueva Misa. Porque, en efecto, se ha empezado a oír hablar de “derechos” de los fieles que asisten al Santo Sacrificio: derecho a ver y oír todo lo que se dice y se hace; derecho a ser tratados como “adultos”, es decir, a recibir la comunión en la mano y no en la boca (cosa que se practica con los “niños”), a no arrodillarse, si no se quiere, ni aun en la presencia real del Cuerpo y de la Sangre del Señor; y, por cierto, a recibir la santa comunión, sin importar las particulares disposiciones personales. Todo esto contraría la Tradición que la Iglesia ha recibido de sus padres y antepasados. Todo esto es, claramente, una manifestación de la impiedad moderna que irradia sobre el sanctasanctórum de nuestra fe. 

Al cabo, el desprecio de las tradiciones litúrgicas de nuestros antepasados es la más palmaria demostración de impiedad, de falta de respeto y de soberbia. La nueva Misa es, ay, la manifestación visible de todos estos vicios, fruto de una mirada que pone al hombre y no a Dios como el centro de gravedad de la propia fe.