sábado, 27 de junio de 2020

¿Puede la modernidad aportar algo a la liturgia?

Les ofrecemos hoy un artículo del Dr. Peter Kwasniewski donde aborda una cuestión que puede resultar paradójica. Dado que todas las épocas han aportado algo a la liturgia de la Iglesia, cuyo desarrollo desde los primeros siglos ha sio orgánico, la pregunta que queda por responder es cuál ha sido el aporte de la modernidad, fuera del nuevo rito promulgado en 1969 para sustituir al codificado tras el Concilio de Trento. El autor cree que sí hay un aporte, aunque éste no se refiere propiamente a algo que se añade a la liturgia, sino al vacío espiritual que permite que hoy, en medio de un mundo de rasgos neopaganos, sean tantos (y cada vez más) los que descubren el inmenso mundo de la Misa tradicional, que es expresión sensible de la fe católica asentada en la Tradición. 

El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan al artículo original.

Interior de la Iglesia de Saint Pierre, Firminy, Francia, diseñada por Le Corbusier, cuya construcción comenzó en 1970 y concluyó en 2006

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¿Puede la modernidad aportar algo a la liturgia?

Peter Kwasniewski

El actual renacimiento de las concepciones tradicionales en las bellas artes y, especialmente, el renacimiento de las prácticas litúrgicas tradicionales ha sido recibido por muchos con escepticismo y desaprobación. “¿Acaso es posible 'retroceder' a épocas pasadas, cuyos ideales son tan diferentes de los nuestros? ¿No hemos hecho significativos progresos haciendo lo que nadie pudo hacer anteriormente? Y si tenemos necesidad de algo, seguramente no será lo que necesitaban las generaciones pasadas”.

La historia de las artes y de los movimientos de reforma/renovación nos dice algo diferente. Todos los grandes artistas comenzaron haciéndose aprendices de alguna tradición y copiando las obras maestras de ésta. Del mismo modo, todos los grandes movimientos de reforma en la historia de la Iglesia miraron al pasado en busca de inspiración en lo que funcionó en él, a fin de arreglar lo que estaba mal en el presente. Los nobles ideales culturales de Occidente -que fueron en gran medida propuestos por la vigorosa actividad de la Iglesia católica- tienen una vitalidad perenne y una fecundidad creativa con las que lo que se reconoce como “moderno”, con toda su efímera veleidad, no puede competir exitosamente. 

La reinvención de la liturgia después del Concilio fue solamente la última y más trágica de una larga serie de dislocaciones y distorsiones antinaturales de las formas humanas en el siglo XX. Este fue un siglo que se enorgulleció de descomponerlo todo, de quebrarlo y arruinarlo todo: primero, la pintura y la poesía, luego la danza y la música, los usos sociales, la política, la educación. Era sólo cuestión de tiempo hasta que la liturgia, la forma de arte que resume y lo culmina todo -la reina en su corte- fuera depuesta. Una vez que todas las artes subsidiarias, tanto materiales como espirituales, que hicieron posible la liturgia fueron envilecidas y negadas, ¿cómo hubiera sido posible que la liturgia resistiera? Si toda la cultura declinaba con el paso de la época moderna, ¿cómo podía la liturgia -esa suprema expresión y compendio de la cultura- quedar indemne? ¿No se corría el riesgo de que algunos individuos sin corazón y sin gusto tomaran las riendas del poder y la cambiaran para hacerla reflejar su simplista racionalidad? Pues, eso fue lo que aconteció.

Foto de Lucas Carl en Unsplash



En la secuela de esta triste historia no resulta ni inoportuno ni prematuro preguntarse si no habrá algo, cualquier cosa, que la modernidad haya aportado al ritual católico en sentido positivo. Permítaseme explicar el fundamento de esta pregunta.

Toda época parece haber agregado -se podría decir “injertado”- algo característico de ella a la Tradición. Los cristianos de la Edad Media eran maestros de los símbolos, de la Escritura, de la alegoría, y nos legaron ritos y comentarios de acuerdo con ese espíritu. La liturgia medieval, con sus modalidades, su elaboración ritual, su encuadre arquitectónico y su comentario de la Tradición, es una glorificación exquisita del sacrificio en que se centra la historia de la salvación. El Barroco aporta algo sorprendentemente nuevo: el santuario sin velos, el foco puesto en la visión extática y en la abrumadora experiencia de los sentidos, incluso la asombrosa inclinación al dramatismo (por ejemplo, escenarios, máquinas y ángeles volando para la devoción de las Cuarenta Horas). En cierta forma, esto fue un apartarse de la Tradición, incluso una forma de reducción de la misma, manifiesta en la mente neoclásica y humanista que se alejaba de las densas profundidades de la Escritura y del misterio que eran propias de la liturgia medieval, y tendía a un santuario “abierto”, enfatizando ritualmente la adoración de Cristo y su Presencia Real en vez de insistir en las muchas palabras simbólicas y en los gestos de los ritos. Sin embargo, todo esto pareció adecuado a los tiempos, y resultó fructífero en santidad y fue, eventualmente, absorbido por nuestra herencia.

Es una señal de vitalidad y de auténtica maestría de la Tradición su capacidad de enriquecerse con los dones de cada época. Toda edad robusta ha producido su propio espíritu litúrgico con sus formas. ¿Podría también la modernidad añadir algo a la Tradición, enriquecerla? ¿Tiene legítimas aspiraciones en este sentido? ¿Pueden los terribles dolores y confusión expresados en la literatura y la arquitectura modernas adquirir un sentido litúrgico, expresado en ese dialecto? Podríamos quizá considerar al compositor Arvo Pärt como un ejemplo: su música es típicamente moderna, pero tiene también raíces en la Tradición. ¿Existe alguna analogía litúrgica de Pärt? ¿Cómo sería ella?

Ojalá fuera posible dar fácilmente una respuesta positiva. La “modernidad” es o, al menos ha sido, caracterizada por oleadas de desorden: la progresiva demolición, puesta en duda, desestabilización y deformación de elementos que se consideró inoportunos, ineficientes, opresivos, clericalistas, etcétera. La modernidad se define por su rebelión contra el orden clásico y cristiano. Esto se puede ver, sin duda alguna, en las bellas artes. La música “atonal” se define con una “a” que significa privación. El arte abstracto no es representacional, es irreconocible, algo no inherente a este mundo sino algo que huye hacia un mundo inhabitable en que el hombre no puede morar, un frío planeta que cuelga en el espacio vacío, carente de agua y de vida. Además, puesto que la modernidad no es una fuerza espiritual-cultural positiva, al modo como lo fueron, por ejemplo, el gótico inglés y el barroco francés, es difícil ver cómo podría dar origen por sí misma a una causalidad. La privación no actúa.

Dejarla así sería, con todo, demasiado pesimista. La naturaleza humana y la gracia de Dios se reafirman. La cultura pasada no muere jamás del todo, sino que se transmite con los “genes” de una sociedad o de una cultura. La “modernidad”, como quiera que se la entienda, incluye en sí misma algo que no es rebelde, antinatural, que no es privativo sino que, en una continuidad amplia con la matriz cultural precedente, conserva algo que es apertura a lo trascendente, tal como el terreno empobrecido es todavía capaz de alimentar una planta, a la espera del sembrador y de la semilla. Es esto, me parece, lo que explica el que la juventud pueda vibrar inmediatamente con la liturgia tradicional, que es tan completamente no moderna, al momento de entrar en contacto con ella. En algún rincón del alma del hombre moderno hay un deseo, por vago e incipiente que sea, de escapar de la prisión que han construido las recientes generaciones.

Quizá ésta sea, al cabo, una gracia especial de la modernidad: haber llevado a los hombres a un estado de hambre y sed de expresiones de lo sagrado y de lo divino que puedan elevarlos por sobre el vacío inmanente y horizontal y confrontarlos con el mysterium tremendum et fascinans, con lo abrumador y fascinante. ¿No estaremos en situación de ser golpeados mejor que cualquier generación anterior por aquello que Benedicto XVI ha llamado “el impacto de lo bello”, ya que no convivimos familiarmente con ello, ni lo damos por descontado, ni siquiera esperamos verlo a nuestro rededor?

Para mí, esta vidriera dice mucho...

Naturalmente, no digo que los hombres de hoy sean esencialmente diferentes de sus antecesores hasta el punto de que necesiten en su catolicismo algo radicalmente diferente del gran tesoro que ya tenemos a disposición en nuestra Tradición. La Tradición, tal como es, puede salvarlos, en sus materializaciones ya sean de estilo medieval-monástico o barroco. El amor por la Tradición de la Iglesia es siempre totalmente contemporáneo y totalmente intemporal. El hombre moderno necesita lo que todo hombre necesita, o más todavía, y ello es sacralidad, solemnidad, belleza y un profundo sentido de conexión con la especie humana, con la Iglesia y sus miembros. Sólo el uso de las mismas formas fundamentales de vida, de culto, de arte, por muy variadas que sean en su forma, puede llevar a cabo esta unidad diacrónica y sincrónica.

Así pues, mi respuesta a la cuestión formulada en el título de este texto es la siguiente. La modernidad abandonó a la Iglesia hace ya mucho tiempo: en parte, huyó en rebeldía y en parte salió impulsada como un demonio. Por tanto, no puede contribuir en nada a la restauración de lo sagrado. Todo lo que puede hacer es traer al hombre moderno hasta el umbral de la Iglesia y dejarlo ahí, como huérfano abandonado en la puerta de un convento. La sagrada liturgia tradicional lo ha de tomar en sus brazos y proveerá a su sanación y elevación. Nuestra tarea es dejarnos cuidar (sí, algo que exigirá que nos traguemos nuestro orgullo), y si el Señor se digna construir una nueva cristiandad a lo largo de muchos siglos, Él nos dará la luz y la fuerza justo ahora, para realizar la pequeña parte que nos toca en pavimentar el camino para que ella surja.

miércoles, 24 de junio de 2020

Nueva carta de monseñor Viganò: el Concilio Vaticano II “es preferible abandonarlo enteramente y dejarlo caer en el olvido”

Les ofrecemos hoy la traducción hecha por la Redacción de un artículo publicado por la Dra. Maike Hickson en Catholic Family News, donde colabora por primera vez.  Se trata de unas glosas a una nueva carta de S.E.R. Carlo Maria Viganò en la que insiste sobre su crítico juicio respecto del Concilio Vaticano II. Este nuevo texto, que forma parte de un intercambio epistolar entre el arzobispo y el Prof. Paolo Pasqualucci, complementa la larga carta que ya compartimos con nuestros lectores en una entrada anterior. Se trata de un valioso testimonio sobre el que conviene reflexionar. 

S.E.R. Carlo Maria Viganò

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Arzobispo Viganò sobre el Vaticano II: “Es preferible abandonarlo enteramente y dejarlo caer en el olvido”
  
Dra. Maike Hickson

S.E.R. Carlo Maria Viganò, en respuesta a un profesor italiano de Derecho, analiza el tema de cuál debería ser la respuesta de la Iglesia católica a las “proposiciones heréticas o que favorecen la herejía” del Concilio Vaticano II (1962-1965), y expresa que “deberían ser condenadas, y sólo queda esperar que ello sea hecho lo antes posible”. En leve discrepancia con S.E.R. Athanasius Schneider, el prelado italiano dice ahora que cree que el Concilio no debiera ser mencionado y debiera caer en el olvido. Hace suyas las palabras del profesor Paolo Pasqualucci: “Si el Concilio se ha desviado de la fe, el Papa tiene la potestad para invalidarlo. De hecho, tiene el deber de hacerlo”.

El trasfondo de esta nueva intervención de monseñor Viganò, publicada por el sitio tradicional católico Chiesa e post concilio (véase el texto completo más abajo), es un análisis iniciado por monseñor Schneider sobre algunos de los graves errores del Concilio Vaticano II. El 1 de junio pasado, este último había criticado la declaración del Concilio de que existe un derecho natural a la libertad religiosa y había añadido que esta enseñanza incorrecta tendrá que ser corregida por el Magisterio en el futuro. El obispo Schneider ve esta errónea enseñanza -la noción de que Dios querría positivamente que los hombres escogieran religiones falsas- en la base de la Declaracion Abu Dhabi de 4 de febrero de 2019, firmada por el papa Francisco, que dice que la “diversidad de religiones” es “querida por Dios”.

Como dice monseñor Schneider, “[h]a habido declaraciones hechas por otros Concilios Ecuménicos que han quedado obsoletas y han sido olvidadas o han sido incluso corregidas por el Magisterio posterior”.

En una respuesta de apoyo a esta intervención de monseñor Schneider, de 10 de junio, monseñor Viganò había concordado con la crítica del primero, pero había planteado cortésmente su desacuerdo con la declaración de éste de que, aunque el Concilio mismo podía seguir siendo válido, se podía corregir, de forma simplemente oficial, algunas de sus enseñanzas erróneas.

Ceremonia realizada en los jardínes del Vaticano durante el Sínodo de la Amazonía
(Foto: Zenit)

En su nueva intervención de 15 de junio, monseñor Viganò responde al comentario que el profesor Paolo Pasqualucci (véase más abajo su texto) hizo a lo expuesto en el texto de 10 de junio. Dicho profesor italiano de Derecho, ya jubilado, califica a los obispos Viganò y Schneider como “prelados valientes” y agradece sus intervenciones. Al mismo tiempo, plantea que el Magisterio futuro necesita rechazar en su totalidad el Concilio Vaticano II a causa de “los errores contra la fe que están esparcidos en sus documentos”. 

El Prof. Pasquealucci cree que “los problemas teológicos y canónicos planteados por esta increíble crisis de la Iglesia son muy grandes y muy difíciles de resolver”. El profesor añade: “tratamos de orientarnos recurriendo a la guía que nos ofrece la gracia de Dios a través de estos dos valientes y correctísimos obispos, los únicos, hasta ahora, que se han enfrentado con el enemigo, dirigiéndole un ataque frontal”.
           
Continúa el Prof. Pasqualucci: “Digo todo esto en mi calidad de laico, pero, a mi juicio, habiéndose proyectado luz sobre los subterfugios procedimentales y los errores contra la fe esparcidos en los diversos documentos, un Papa bien podría, al cabo, echar abajo el Concilio entero, 'confirmando con ello a sus hermanos en la fe'. Esto caería perfectamente dentro de la órbita de su summa potestas iurisdictionis (suma potestad de jurisdicción) sobre la Iglesia entera, iure divino (por derecho divino). El Concilio no es superior al Papa. Si el Concilio se ha desviado de la fe, el Papa tiene la potestad de invalidarlo. De hecho, tiene el deber de hacerlo”.

El Prof. Pasqualucci es uno de los signatarios de la carta abierta enviada por académicos y sacerdotes pidiendo al episcopado mundial investigar y, luego, eventualmente condenar, las enseñanzas del papa Francisco si ellas se apataban de la enseñanza tradicional de la Iglesia.

Como se puede ver en la declaración que transcribimos más abajo, monseñor Viganò está de acuerdo con los comentarios del Prof. Pasqualuci acerca del Concilio, y piensa asimismo que “un Papa podría perfectamente anular al cabo todo el Concilio”. Pero el prelado italiano piensa también, respecto del Concilio, que es “preferible abandonarlo enteramente y dejar que caiga en el olvido”.

“El simple hecho de que el Concilio Vaticano II sea susceptible de ser corregido”, explica monseñor Viganò, “debiera ser suficiente para echarle tierra encima, tan pronto como se vea con claridad sus errores más obvios”. Según este arzobispo, el Concilio, “aparte de sus formulaciones ambiguas e incoherentes, fue querido y concebido debido a su valor subversivo, por el cual ha ocasionado tantos males”.

S.E.R. Athanasius Schneider
(Foto: Liturgy guy)

En medio de este debate, monseñor Viganò insiste en que no existe oposición alguna entre él y monseñor Schneider, explicando que ”de este fructífero diálogo con mi hermano, el obispo Schneider, sale a luz cuánto deseamos ambos, de corazón, el restablecimiento de la fe católica como el fundamento esencial de la unión en Caridad. No existe conflicto, no hay oposición: nuestro celo brota y crece en el Corazón Eucarístico de Nuestro Señor y vuelve a él para ser consumido en el amor por Él”.

Queda claro que monseñor Viganò desea que tenga lugar en la Iglesia católica un debate abierto y honesto acerca de los problemas de la Iglesia y de sus causas. Ahora, tal como lo ha dicho en otra intervención, publicada por Marco Tosatti: “Aprendamos a llamar las cosas por su nombre, con sencillez y tranquilidad; dejemos de seguir, con el pretexto de vivir en paz, las ilusiones de quienes nos hablan de tolerancia y aceptación sólo cuando se trata de hacer lugar al error y al vicio; dejemos de usar palabras mágicas como 'diálogo', 'solidaridad' y 'libertad', que ocultan los engaños del enemigo y tienden un velo sobre la explotación y la tiranía que se ejerce sobre quienes disienten y la persecución a que se los somete”.

Véase a continuación el texto completo de la carta que comentamos, publicado con autorización de monseñor Viganò.

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Carta de S.E.R. Carlo Maria Viganò, publicada inicialmente en Chiesa e post concilio


14 de junio de 2020
Domingo en la Octava de Corpus Christi

Querido Doctor Guarini:

He recibido las observaciones del Prof. Pasqualucci que usted me ha amablemente enviado, y que procuraré responder, en la medida de lo posible, de modo conciso.

Acerca de la posibilidad de corregir los actos del Concilio Vaticano II, creo que podemos estar de acuerdo: las proposiciones heréticas y aquéllas que favorecen la herejía debieran ser condenadas, y sólo queda esperar que ello sea hecho lo antes posible.

Mi objeción a monseñor Schneider surge, más bien, de mi preocupación por la posibilidad de que se preserve, entre los actos oficiales de la Iglesia, un evento novedoso de características únicas que, más allá de sus formulaciones ambiguas de discontinuidad, fue querido y concebido debido a su valor subversivo, por el cual ha ocasionado tantos males. Desde un punto de vista jurídico, se puede quizá encontrar la solución más adecuada; pero desde el punto de vista pastoral -es decir, en lo que toca a la utilidad del Concilio para la edificación de los fieles- es preferible abandonarlo enteramente y dejar que caiga en el olvido. Y si es verdad, como lo afirma el Prof. Pasqualucci, que el error no constituye doctrina, es igualmente verdad que la sola condenación de las proposiciones heterodoxas no eliminaría las sombras que rodean a toda la empresa del Concilio como un todo complejo, y que dañan a todo el conjunto de sus documentos, ni eliminaría tampoco las consecuencias que se han derivado del Concilio. Debiera recordarse también que el acontecimiento del Concilio supera con mucho a los documentos por él producidos.

El simple hecho de que el Concilio Vaticano II sea susceptible de ser corregido debiera ser suficiente para echarle tierra encima, tan pronto como se vea con claridad sus errores más obvios. No es por nada que el Prof. Pasqualucci lo llama “conciliábulo (concilio diabólico)”, tal como el Sínodo de Pistoya, que mereció la condenación de todo el sínodo y no la mera condenación de los errores individuales que enseñó. Hago mía la siguiente declaración suya: “habiéndose proyectado luz sobre los subterfugios procedimentales y los errores contra la fe repartidos en los diversos documentos, un Papa bien podría, al cabo, echar abajo el Concilio entero, “confirmando con ello a sus hermanos en la fe”. Esto caería perfectamente dentro de la órbita de su summa potestas iurisdictionis (suma potestad de jurisdicción) sobre la Iglesia entera, iure divino (por derecho divino). El Concilio no es superior al Papa. Si el Concilio se ha desviado de la fe, el Papa tiene la potestad de invalidarlo. De hecho, tiene el deber de hacerlo”.


"Non possiamo, non dobbiamo, non vogliamo" (Pío  VII)
Detalle de La coronación de Napoelón, Jacques-Louis David, 1806-1807, Museo del Louvre
(Imagen: Wikicommons)

Permítaseme agregar que, enfrentado con la desastrosa situación en que se encuentra la Iglesia y los muchos males que la afligen, parecen inadecuados e inconducentes los largos discursos que intercambian los “especialistas”. Es urgente la necesidad de devolver a la Esposa de Cristo su Tradición de dos mil años y recuperar los tesoros que se ha saqueado y dilapidado, a fin de permitir al rebaño desorientado que se alimente plenamente con ellos. 

Cualquier discusión entre legítimas diferencias de opinión no puede tener como finalidad compromiso alguno con la distorsión de la Verdad, sino que debe tender a que la Verdad triunfe plenamente. La virtud es la media entre dos vicios, como la cumbre lo es entre dos valles: tal debería ser nuestra meta.

Me parece que, de este fructífero intercambio de ideas con mi hermano, el obispo Athanasius, lo que sale a luz es cuánto deseamos ambos, de corazón, el restablecimiento de la fe católica como el fundamento esencial de la unión en Caridad. No existe conflicto, no hay oposición: nuestro celo brota y crece en el Corazón Eucarístico de Nuestro Señor y vuelve a él para ser consumido en el amor por Él.

Permítame, querido Dr. Guarini, invitar a sus lectores a orar asiduamente por sus Pastores, especialmente por aquéllos que viven en medio de la presente crisis con esfuerzo y sufrimiento y que luchan por cumplir el mandato que han recibido de su divino Maestro. En tiempos en que se nos ataca a todos, sitiados por todas partes, es más necesario que nunca reunirnos, con fe y humildad, bajo el manto de Aquella que nos gobierna: el amor por la Reina de las Victorias que reúne a sus hijos es la prueba más evidente de que no puede ni debe existir entre nosotros divisiones, que son la señal propia del Enemigo.

Mi bendición para usted y sus lectores,

            + Carlo Maria Viganò

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He aquí algunos comentarios del Prof. Paolo Pasqualucci, extraídos de su texto completo, que motivaron la carta de Su Excelencia:

Agradecemos a monseñor Viganò su última y clarificadora intervención, hecha, como siempre, con gran lucidez y honestidad intelectual. También agradecemos al moneñor Schneider, que nos ilumina asimismo y nos conforta continuamente con sus preciosas intervenciones. Esperamos que pronto otros miembros del clero se les unan.

En cuanto a la crítica que monseñor Viganò parece haber hecho a monseñor Schneider, me parece que se puede decir lo siguiente. Monseñor Schneider parece enunciar un principio general: es posible cambiar una doctrina previa de la Iglesia, que es doctrina porque está contenida en “actos magisteriales”. Pero, a continuación, da ejemplos que no constituyen verdadera y propiamente “actos magisteriales”, por cuanto no se refieren a modificaciones a determinados aspectos de la doctrina, y no tienen relevancia desde un punto de vista doctrinal. Así, el principio enunciado por monseñor Schneider debe rechazarse si se lo quiere aplicar a la doctrina. A través de los siglos la Iglesia ha cambiado su opinión en algunos pocos temas, por ejemplo, en el cobro de interés por un préstamo (primeramente prohibido como usura, pero luego admitido con ciertas condiciones), y sobre el poder de gobierno temporal de los Papas, entendido primeramente como una autoridad directa sobre el mundo entero, aunque no ejercida directamente y, luego como una autoridad indirecta (por Belarmino). Pero estas cosas no involucran al dogma y, por tanto, no interesan a la doctrina propiamente tal, no interesan a la salvación de las almas. Entonces, ¿está todo bien en relación con las enseñanzas del Concilio? No.

Como se ha señalado, monseñor Schneider ha sostenido siempre la necesidad de un nuevo Syllabus (véase aquí) para rectificar ciertos aspectos del Concilio Vaticano II. Y no sólo esto: un Syllabus tiene importancia doctrinal y, efectivamente, los errores contenidos en el Concilio, aunque haya sido sólo un “concilio pastoral”, tienen relevancia doctrinal. Es imposible negar esto.

De modo que, en lo que se refiere al Syllabus propuesto, no se trata de cambiar una doctrina válidamente enseñada por los Papas en el pasado, sino solamente de erradicar los errores que la han penetrado. El error [del Concilio] no es doctrina; el error [del Concilio] niega total y completamente la doctrina. Y es un error propagado por una Asamblea que no sólo se presentó como exclusivamente pastoral, sino que además se manchó con graves y repetidas ilegalidades.

Honestamente, no veo cuál es el problema planteado aquí por monseñor Viganò en lo que se refiere a la específica intervención del futuro magisterio en los errores del Conciliábulo que fue el Vaticano II. Su tesis, si la he entendido correctamente, es obviamente válida en lo que se refiere a la verdadera doctrina de la Iglesia, pero no me parece aplicable a la falsa doctrina que se estableció, con la complicidad de los Papas entonces reinantes, por un Concilio tumultuoso realizado en un clima de continua confusión e ilegalidad.

Digo todo esto en mi calidad de laico, pero, a mi juicio, habiéndose proyectado luz sobre los subterfugios procedimentales y los errores contra la fe esparcidos en los diversos documentos, un Papa bien podría, al cabo, echar abajo el Concilio entero, “confirmando con ello a sus hermanos en la fe”. Esto caería perfectamente dentro de la órbita de su summa potestas iurisdictionis (suma potestad de jurisdicción) sobre la Iglesia entera, iure divino (por derecho divino). El Concilio no es superior al Papa. Si el Concilio se ha desviado de la fe, el Papa tiene la potestad de invalidarlo. De hecho, tiene el deber de hacerlo.


Vista de la Plaza de San Pedro durate el Concilio Vaticano II

Por otra parte, el Prof. Pasqualucci responde a la observación de un lector: “Le corresponde al arzobispo Viganò retractarse”.

Mirado el punto de cerca, no hay nada aquí de qué “retractarse”. Lo que le corresponde a monseñor Viganò es explicarse más, si le parece oportuno, de modo de ayudarnos a comprender mejor su pensamiento, ya que, como laicos, no tenemos los mismos instrumentos teológicos y canónicos que él tiene a la mano. Y no somos laicos que nos opongamos a los clérigos. Escribí “digo todo esto en mi calidad de laico”, no a fin de polemizar, sino simplemente para indicar que no soy teólogo o experto en estas materias y, por tanto, “razono como un laico” que tiene formación en Derecho y filosofía.

¡Ni monseñor Viganò ni monseñor Schneider son enemigos que haya que refutar! Los problemas teológicos y canónicos planteados por esta increíble crisis de la Iglesia son muy grandes y muy difíciles de resolver. Nosotros tratamos de orientarnos recurriendo a la guía que nos ofrece la gracia de Dios a través de estos dos valientes y correctísimos obispos, los únicos, hasta ahora, que se han enfrentado con el enemigo dirigiéndole un ataque frontal.

domingo, 21 de junio de 2020

Cómo la liturgia tradicional contribuye a la integración racial y étnica

Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, que trata sobre el sentido de unidad que proporciona la Misa tradicional. A propósito de los conflictos raciales que han vuelto a aparecer en Estados Unidos, propagándose por todo el mundo, el autor insiste en la función homogeneizante que tiene la antigua liturgia, siempre la misma para todos. Por lo demás, es algo que resulta ostensible ahí donde se asista a ella: en la Misa caben todos, sin distinciones ni particularidades, pues se trata de la oración comunitaria de la Iglesia, del Pueblo de Dios que se renue en torno al Sacrificio del Altar para celebrarlo conforme a unas ritos inmemoriales. 

El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las fotografías son las que acompañan la versión original y son cortesía de Allison Girone.

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Cómo la liturgia tradicional contribuye a la integración racial y étnica

Peter Kwasniewski

La Pax en la Misa pontifical: la fuente de nuestra paz

Las alteraciones del orden en los Estados Unidos durante las últimas semanas han movido a muchos a la autorreflexión, aunque todavía no está claro cuánto ha calado ella en los círculos católicos. Un buen punto de partida, desde la perspectiva de la enseñanza social católica, es el artículo de Kevin Well en OnePeterFiveGeorge Floyd and How the Church Abandoned the Inner Cities” [“George Floyd y cómo la Iglesia abandonó el interior de las ciudades”].

He leído recientemente una observación –“dado que los Estados Unidos no fueron nunca un país católico, han carecido, a lo largo de la historia, de la plenitud de medios de que los países católicos han dispuesto para unir a las diferentes razas”- que me ha hecho reflexionar sobre los recursos litúrgicos que, con vistas a la unidad, la Iglesia ha tenido históricamente a su disposición, y sobre cómo los gobernantes postconciliares han dilapidado esos recursos debido a un equivocado movimiento de modernización, cuyo mínimo común denominador es la localización y una inculturación estrechamente concebida.

La antigua liturgia latina unió naciones, clanes, tribus, razas: todos tenían, más o menos, el mismo tipo de liturgia, que se celebraba con gran solemnidad, en una lengua que ya no era el vernáculo de nadie, y que se celebraba tal cual, de un modo claramente distintivo, debido a que provenía de muchos siglos e influencias diferentes. En un artículo publicado por Southern Nebraska Register, el P. Justin Wylie escribe lo siguiente:

“Sólo una lengua que no pertenece a nadie en particular puede pertenecer universalmente a todos. En verdad, el latín ha hecho católica (es decir, universal) nuestra fe, tanto en el tiempo como en el espacio. La maldición de Babel de la segmentación lingüística fue remediada por el milagro de Pentecostés de una Iglesia que evangeliza a todas las naciones con una sola lengua, unánimemente comprendida. Los paganos de la Grecia y Roma antiguas, de las tribus bárbaras de Europa, y las heterogéneas poblaciones del Nuevo Mundo fueron todos evangelizados por el común denominador de nuestra liturgia en latín.

Incluso ya entrados los tiempos modernos, se podía ver a diversos grupos de fieles reunidos en la misma iglesia para una misma Misa en latín, participando en ella de diversos modos según sus necesidades y capacidades: empleados y patrones, ricos y pobres, trabajadores manuales y de cuello y corbata, cultos e incultos, devotos de la Misa diaria y recalcitrantes asistentes sólo a la Misa dominical obligatoria. Incluso si las parroquias estaban delimitadas según criterios étnicos, existía, más allá de ello, un robusto sentido de pertenencia a una sola Iglesia católica, gran rasero igualitario.

Algo más grande que la comunidad tiene que atraernos a la iglesia

En Phoenix from the Ashes, el historiador Henry Sire hace algunos mordaces comentarios sobre los resultados sociológicos de la reforma de la década de 1960:

“Al separar la vida de la Iglesia de la tradición inmemorial, los modernistas la han sumergido en el escenario social de la actualidad. Esta obsesión es particularmente visible en Alemania,  donde el radicalismo de los reformadores ha producido una Misa de un ridículo estilo burgués; pero tal es el tono de la liturgia en todos los países occidentales. En una Misa común de hoy, no se tiene la sensación de que se esté ofreciendo un sacrificio eterno, sino la de asistir a una conferencia dictada por un sacerdote y por dos o tres mujeres tipo bibliotecarias, a quien se confía las lecturas y otras responsabilidades. La verbosidad y carácter de sermón que adquiere toda la liturgia es, en sí mismo, algo típicamente de clase media, con lo que muchos feligreses comunes no sienten ninguna conexión, y la alienación de los fieles de clase trabajadora, hasta un extremo que nunca se conoció en la Misa antigua de las parroquias pobres, se ha transformado en uno de los rasgos propios de la reforma litúrgica

La crítica formulada por Sire fue empíricamente comprobada por la investigación de Anthony Archer en su estudio de 1984 The Two Catholic Churches, muy bien compendiado por Joseph Shaw en un par de artículos, A sociologist on the Latin Mass” y “The Old Mass and the Workers[1]. En resumen, la reforma litúrgica homogeneizó y restringió el alcance de la lituriga católica, en particular separando a todas aquellas personas (que son, y siempre serán, muy numerosas) a quienes no atrae un tipo de participación consistente en la comprensión verbal y racional de un discurso en vernáculo dirigido al pueblo, que debe emitir obligatoriamente ciertas respuestas - forma de participar que, en el peor de los casos, se transforma en un obstáculo para una participación devota-.

La imposición de la lengua vernácula, la falta de disciplina ritual y la inobservancia de las rúbricas nos ha separado en pequeños enclaves. Se termina teniendo Misas para golfistas de clase alta, Misas tipo Gospel afro-americano, Misas para hispánicos, Misas para vietnamitas, etcétera, etcétera. ¿Cómo podría la Iglesia “unir a diferentes razas” si no puede reunirnos ni siquiera en una misma forma de culto de rasgos claramente católicos?

Por eso, el citado P. Wylie, que creció e Sudáfrica, comenta con tristeza:

“El Apartheid hizo menos para dividir a los católicos de razas diferentes en Sudáfrica que la introducción del vernáculo en la liturgia, porque mientras que antes las diversas razas celebraban el culto fácilmente en latín, desde que éste se perdió, se encuentran profundamente divididas en celebraciones diocesanas”.

 Las prácticas tradicionales apelan a un sentido universal de reverencia ante Dios


Mi experiencia con las comunidades tradicionalistas en todo el mundo ha sido dramáticamente distinta. Casi en cualquier parte donde voy, pero especialmente en las parroquias urbanas, veo diferentes razas y etnias codo a codo en los bancos de la iglesia: asiáticos, afromericanos, africanos, blancos de todas las partes de Europa[2]. La comunidad de culto, profundamente respetuoso, nos une a todos. La liturgia tradicional, celebrada por el sacerdote y el coro en la iglesia, es la misma y común para todos, acercándonos como un “patrón oro” estable, confiable, externo: es un centro de gravedad que nos atrae a todos hacia Cristo y, por lo tanto, nos une entre nosotros. La oración tiene lugar al interior del antiguo latín cantado en voz alta y en sus intervalos, en tanto que el vernáculo moderno está silenciosamente a disposición; una oración que brota del corazón de los fieles y que trasciende todas las diferencias lingüísticas[3].

En su obra maestra, La democracia en América, publicada entre 1835 y 1840, Alexis de Tocqueville describe una Iglesia católica que parece no existir ya:

“En materias doctrinales, la fe católica pone todas las capacidades humanas al mismo nivel: somete a los mismos puntos del mismo credo tanto al sabio como al ignorante, al hombre de genio como a la muchedumbre vulgar; impone las mismas obligaciones al rico y al necesitado, las mismas austeridades al fuerte y al débil; no condesciende con el hombre mortal, sino que, reduciendo a toda la raza humana a un mismo estándar, confunde todas las distinciones sociales a los pies del mismo altar, tal como están confundidas a los ojos de Dios. Si el catolicismo predispone a los fieles a la obediencia, ciertamente no los prepara para desigualdades, en tanto que del protestantismo se puede decir lo contrario, porque en general tiende a hacer a los hombres independientes más que a hacerlos iguales. El catolicismo es como una monarquía absoluta: si se suprime al soberano, todas las clases de la socieedad resultan más iguales que en las repúblicas”.

Los hombres de Iglesia, después del Concilio, neciamente abandonaron este notable poder de reunir a gentes de diferentes razas, etnias, lenguas, clases, orígenes y vocaciones, que tienen un único Credo, reconocido y enseñado como tal; una única práctica dotada de verdadero asceticismo, y sobre todo, un cuerpo común de liturgia en latín. Se puede verdaderamente decir que la práctica de la liturgia tradicional ha sido, y puede volver a serlo, el “arma secreta” de la Iglesia católica para unir a los fieles en la amplitud y gran diversidad demográfica del rito latino. La Colecta del Martes de Pascua encarna esta aspiración, que se refleja en las exterioridades mismas del rito romano tradicional:

“Oh Dios, que haces que todas las naciones, a pesar de su diversidad, sean una sola familia en la alabanza de tu Nombre, concede a todos quienes han renacido en la fuente del bautismo vivir siempre en la unidad de la fe y en la santidad de las obras”.

El mundo, hoy más que nunca, necesita genuinas señales y fuentes de unidad, no farsas como la de los blancos que proclaman “renunciar a su blancura” (o, análogamente, como los católicos que renuncian a su gran tradición propia). Necesitamos encontrar nuestra unidad y salvación, no en campañas de justicia social o de reformas de la policía, aunque ambas cosas sean muy valiosas en sí mismas, sino en la gracia y la verdad de un Salvador de la humanidad y en su única Iglesia, vívidamente simbolizada en Occidente por una herencia litúrgica  común, todavía encarnada -y en feliz recuperación- en el usus antiquior.

 El atuendo icónico del servidor: blanco y negro juntos

Una herencia común del canto sagrado: su armonía se convierte en la nuestra
             



[1] Un extracto del segundo artículo: “La crítica que hace Archer a los cambios posteriores al Concilio Vaticano II se basa en el hecho de que se barrió con algunos aspectos de la Iglesia que atraían mucho a la clase trabajadora, y lo que se introdujo resultó atrayente sólo para los cultos y para una cómoda clase media. Se fue la Misa en latín en que cada uno podía participar a su nivel, llegó la Misa en vernáculo, en que se supone que la participación está estrictamente controlada: qué significado tienen exactamente ciertas frases banales, qué respuestas hay que repetir, cuándo hay que mostrarse amistoso con el vecino, etcétera. Se fueron las devociones populares, llegaron los grupitos de amigos exclusivos en Misas a domicilio, o en reuniones carismáticas o en concejos parroquiales. Se fue la Iglesia como signo de contradicción, un refugio excéntrico y exótico ante la sociedad, único lugar en que se podía encontrar verdad y autoridad, y llegó la Iglesia en que los obispos hablan y asisten a funciones oficiales igual que obispos anglicanos. Se fue la espiritualidad de la perseverancia en la adversidad. Llegó la vía de “encontrar a Jesús” para escapar a problemas de clase media como la soledad y la depresión -y simplemente la hipocondría-. La inspiración para los cambios, después de todo, no provino de ningún intento por saber qué quería la mayoría de los católicos, sino de teólogos que deseaban ser respetados por sus colegas protestantes”.

[2] No quiero decir, por cierto, que ninguna comunidad Novus Ordo posee semejante diversidad, como tampoco que ninguna comunidad Vetus Ordo pudiera ser demográficamente homogénea. Simplemente, quiero mencionar ciertas tendencias generales que he observado personalmente y que otros han confirmado.

[3] Cuando digo que el vernáculo moderno “está silenciosamente a disposición” me refiero a las traducciones que traen los misales individuales o los folletos, que son una ayuda para la comprensión, una escalera para subir, unas rueditas de soporte para aprender a andar en bicicleta, cosas todas que dichas traducciones fueron para mí durante muchos años. Los tradicionalistas no somos esnobs en estas cosas, sino pragmáticos. Lo que ayuda, sirve. Las traducciones al vernáculo tienden una mano amiga a quienes no están familiarizados con los textos litúrgicos, y les ayudan a considerar su significado. Pero, en todo caso, tales traducciones jamás tienen que ser “traducciones oficiales”, cuyas formulaciones y estilo son motivos de perpetuos conflictos en los comités, con resultados que no agradan a nadie. No tienen que ser lastradas con todo esto. El texto latino soporta todo el peso ritual y teológico, en tanto que se puede libremente leer el vernáculo -o ignorarlo-. Desde este punto de vista, las comunidades Vetus Ordo ofrecen posibilidades mucho más realistas para grupos multilingüísticos de fieles, puesto que su tipo de misal/leccionario ya ha sido convenientemente traducidos a muchas lenguas importantes. En una congregación urbana no es raro encontrar misales individuales en media docena de idiomas, que se usan para la misma liturgia, verdaderamente una misma liturgia.


domingo, 14 de junio de 2020

Nuevo blog: Altare Dei

Hace algunas semanas comenzó a funcionar Altare Dei, un nuevo blog en inglés dedicado a la música sagrada y lo mejor de la cultura católica tanto italiana como internacional. El editor general es Aurelio Porfiri, un célebre compositor y director de quien publicamos una entrevista en 2017. Fue asimismo uno de los suscriptores de la Declaración Cantate Domino sobre la música sagrada

Aurelio Porfiri
(Foto: Sitio personal)

El blog funciona con un sistema de suscripción de 3 USD por mes o 30 USD por año, aunque se permite la consulta gratuita de tres artículo cada mes. La razón es que los costos de mantenimiento del sitio requieren de alrededor de 2000 a 2500 suscriptores. 

Algunos de los artículos que publica el nuevo blog ya han aparecido traducidos en otros idiomas, lo que muestra la calidad del trabajo que están realizando. Los animamos, entonces, a conocer esta nueva y valiosa iniciativa que quiere rescatar y dar a conocer distintos aspectos de nuestra fe. 

Para mayor información sobre Aurelio Porfiri, se puede consultar su sitio web personal

jueves, 11 de junio de 2020

Carta de monseñor Viganò: "El Vaticano II dio comienzo a una Iglesia falsa, paralela"

OnePeterFive acaba de publicar, con fecha 10 de junio, un texto de S.E.R. Carlo Maria Viganò fechado el 9 de junio de 2020. El director ejecutivo de OnePeterFive lo ha presentado con una breve introducción, de la que extraemos el siguiente fragmento: 

“Creo que éste es un texto histórico. He tenido la sensación, al leerlo, de estar en presencia de algo que podría hacer cambiar el curso de los acontecimientos: aquí hay un velo que se levanta. Todos sabemos -todos tenemos la sensación- que las versiones pre- y postconciliares del catolicismo no son la misma religión. Viganò, en vez de exhortarnos a tratar de racionalizar y reconciliar estas diferentes variantes, nos autoriza a llamar al pan, pan y al vino, vino”. 

Les ofrecemos la traducción de dicha carta, que también se puede consultar en el original en italiano (véase aquí).

S.E.R Carlo Maria Viganò

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9 de junio de 2020
San Efrén

He leído con gran interés el ensayo de Su Excelencia, Mons. Athanasius Schneider, publicado en LifeSiteNews el 1 de junio, posteriormente traducido al italiano por Chiesa e post concilio, titulado “No existe la voluntad divina positiva de que haya diversidad de religiones ni hay un derecho natural a dicha diversidad”. El estudio de Su Excelencia resume, con la claridad que distingue las palabras de quienes hablan de acuerdo con Cristo, las objeciones contra la supuesta legitimidad del ejercicio de la libertad religiosa teorizada por el Concilio Vaticano II en contradicción con el testimonio de la Sagrada Escritura y con la voz de la Tradición, y en contradicción también con el Magisterio católico, que es el fiel guardián de ambas.

El mérito del ensayo de Su Excelencia consiste, primero que nada, en su comprensión del vínculo causal entre los principios enunciados -o implícitos- del Concilio Vaticano II y su consiguiente efecto lógico en las desviaciones doctrinales, morales, litúrgicas y disciplinarias que han surgido y se están desarrollando progresivamente hasta el día de hoy.  

El monstruo generado en los círculos modernistas podría haber sido, al comienzo, equívoco, pero ha crecido y se ha fortalecido, de modo que hoy se muestra como lo que verdaderamente es en su naturaleza subversiva y rebelde. La criatura concebida en aquellos tiempos es siempre la misma, y sería ingenuo pensar que su perversa naturaleza podría cambiar. Los intentos de corregir los excesos conciliares -invocando la hermenéutica de la continuidad- han demostrado no tener éxito: Naturam expellas furca, tamen usque recurret ["Expulsa a la naturaleza con una horqueta: regresará"] (Horacio, Epist., I, 10, 24). La Declaración de Abu Dhabi -y como Mons. Schneider acertadamente observa, sus primeros síntomas en el panteón de Asís- “fue concebida en el espíritu del Concilio Vaticano II”, como lo afirma Bergoglio, orgullosamente. 

Este “espíritu del Concilio” es la patente de legitimidad que los innovadores oponen a sus críticos, sin darse cuenta de que ello es confesar, precisamente, un legado que confirma no sólo la naturaleza errada de las declaraciones presentes, sino también la matriz herética que supuestamente las justifica. Si se mira más de cerca, jamás en la historia de la Iglesia un Concilio se ha presentado a sí mismo como un hecho histórico diferente de todos los concilios anteriores: jamás se ha hablado del “espíritu del Concilio de Nicea” o del “espíritu del Concilio de Ferrara-Florencia” ni, mucho menos, del “espíritu del Concilio de Trento”. Tampoco existió jamás una era “post-conciliar” después del Letrán IV o del Vaticano I. 

La razón de ello es obvia: estos Concilios fueron todos, sin distinción alguna, expresión unánime de la voz de la Santa Madre Iglesia, y por esta misma causa, voz de Nuestro Señor Jesucristo. Es elocuente que quienes sostienen la novedad del Concilio Vaticano II adhieran también a la doctrina herética que pone al Dios del Antiguo Testamente en oposición al Dios del Nuevo Testamento, como si pudiera existir contradicción entre las Divinas Personas de la Santísima Trinidad. Evidentemente esta oposición, que es casi gnóstica o cabalística, es funcional para la legitimación de un sujeto nuevo, que se quiere diferente y opuesto a la Iglesia católica. Los errores doctrinales casi siempre revelan algún tipo de herejía trinitaria, y por tanto es mediante el regreso a la proclamación del dogma trinitario que las doctrinas que se le oponen pueden ser derrotadas: ut in confessione veræ sempiternæque deitatis, et in Personis proprietas, et in essentia unitas, et in majestate adoretur æqualitas: confesando una verdadera y eterna Divinidad, adoramos la propiedad en las Personas, la unidad en la esencia y la igualdad en la Majestad. 

San Juan Pablo II en el encuentro ecuménico de Asís de 1986
(Foto: Asianews)

Mons. Schneider cita varios cánones de los Concilios Ecuménicos que proponen lo que, en su opinión, son doctrinas difíciles de aceptar hoy, como, por ejemplo, la obligación de diferenciar a los judíos por las ropas, o la prohibición de que los cristianos sirvan a patrones mahometanos o judíos. Entre esos ejemplos existe también la exigencia de la traditio instrumentorum proclamada por el Concilio de Florencia, que fue posteriormente corregida por la Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis de Pío XII. Mons. Schneider comenta: “Se puede rectamente esperar y creer que un futuro Papa o Concilio Ecuménico corrija las declaraciones erróneas hechas” por el Concilio Vaticano II. Esto me parece ser un argumento que, aunque hecho con la mejor de las intenciones, debilita el edificio católico desde sus mismos fundamentos. Si de hecho admitimos que puede haber actos magisteriales que, por el cambio en la sensibilidad, son susceptibles de abrogación, modificación o diferente interpretación por el paso del tiempo, caemos inevitablemente en la condenación del Decreto Lamentabili, y terminamos concediendo justificaciones a quienes, recientemente, y precisamente sobre la base de aquel erróneo supuesto, han declarado que la pena de muerte “no es conforme al Evangelio”, enmendando así el Catecismo de la Iglesia Católica. De acuerdo con el mismo principio, podríamos sostener que las palabras del Beato Pío IX en Quanta Cura fueron en cierta forma corregidas por el Concilio Vaticano II, tal como Su Excelencia espera que ocurra con Dignitatis Humanae

Ninguno de los ejemplos que ofrece Su Excelencia es, en sí mismo, gravemente erróneo o herético: el hecho de que el Concilio de Florencia declarara que la traditio instrumentorum era necesaria para la validez de las órdenes no comprometió de ningún modo el ministerio sacerdotal en la Iglesia, haciendo que se confirieran órdenes inválidas. No me parece tampoco que se pueda afirmar que este aspecto, a pesar de su importancia, haya conducido a errores doctrinales por parte de los fieles, algo que sí ha ocurrido, por el contrario, sólo en el último Concilio. Y cuando en el curso de la historia se han difundido diversas herejías, la Iglesia siempre ha intervenido prontamente para condenarlas, como ocurrió en el tiempo del Sínodo de Pistoya de 1786, que fue en cierto modo un anticipo del Concilio Vaticano II, especialmente en su abolición de la comunión fuera de la Misa, la introducción de la lengua vernácula, y la abolición de las oraciones del Canon dichas en voz baja, pero especialmente en la teorización sobre el fundamento de la colegialidad episcopal, reduciendo la primacía del Papa a una función meramente ministerial. El releer las actas de aquel Sínodo causa estupor por la formulación literal de los mismos errores que encontramos posteriormente, aumentados, en el Concilio que presidieron Juan XXIII y Pablo VI. Por otra parte, tal como la Verdad procede de Dios, el error es alimentado por el Adversario y se alimenta de él, que odia a la Iglesia de Cristo y su corazón, la Santa Misa y la Santísima Eucaristía.  

Llega un momento en nuestras vidas en que, por disposición de la Providencia, nos enfrentamos a una opción decisiva para el futuro de la Iglesia y para nuestra salvación eterna. Me refiero a la opción entre comprender el error en que prácticamente todos hemos caído, casi siempre sin mala intención, y seguir mirando para el otro lado o justificándonos a nosotros mismos.  

También hemos cometido, entre otros, el error de considerar a nuestros interlocutores como personas que, a pesar de la diferencia de ideas y de fe, se han movido siempre por buenas intenciones y que estarían dispuestas a corregir sus errores si pudieran convertirse a nuestra Fe. Junto con numerosos Padres Conciliares, concebimos el ecumenismo como un proceso, como una invitación que llama a los disidentes a la única Iglesia de Cristo, a los idólatras y paganos al único Dios verdadero, al pueblo judío al Mesías prometido. Pero desde el instante en que fue teorizado en las comisiones conciliares, el ecumenismo fue entendido de un modo que está en directa oposición con la doctrina previamente sostenida por el Magisterio.

Hemos pensado que ciertos excesos eran sólo exageraciones de los que se dejaron arrastrar por el entusiasmo de novedades, y creímos sinceramente que ver a Juan Pablo II rodeado por brujos sanadores, monjes budistas, imanes, rabíes, pastores protestantes y otros herejes era prueba de la capacidad de la Iglesia de convocar a todos los pueblos para pedir a Dios la paz, cuando el autorizado ejemplo de esta acción iniciaba una desviada sucesión de panteones más o menos oficiales, hasta el punto de ver a algunos obispos portar el sucio ídolo de la pachamama sobre sus hombros, escondido sacrílegamente con el pretexto de ser una representación de la sagrada maternidad.

San Juan Pablo II recibe una bendición ritual de parte un chaman durante una de sus visitas a Estados Unidos
(Foto: Burbuja)

Pero si la imagen de una divinidad infernal pudo ingresar a San Pedro, fue parte de un crescendo que algunos previeron como un comienzo. Hoy hay muchos católicos practicantes, y quizá la mayor parte del clero católico, que están convencidos de que la Fe católica ya no es necesaria para la salvación eterna: creen que el Dios Uno y Trino revelado a nuestros padres es igual que el dios de Mahoma. Hace veinte años oímos esto repetido desde los púlpitos y las cátedras episcopales, pero recientemente lo hemos oído, afirmado con énfasis, incluso desde el más alto Trono.

Sabemos muy bien que, invocando la palabra de la Escritura Littera enim occidit, spiritus autem vivificat ["La letra mata, el espíritu da vida" (2 Cor 3, 6)], los progresistas y modernistas astutamente encontraron cómo esconder expresiones equívocas en los textos conciliares, que en su tiempo parecieron inofensivos pero que, hoy, revelan su valor subversivo. Es el método usado en la frase subsistit in: decir una semi-verdad como para no ofender al interlocutor (suponiendo que es lícito silenciar la verdad de Dios por respeto a sus criaturas), pero con la intención de poder usar un semi-error que sería instantáneamente refutado si se proclamara la verdad entera. Así, “Ecclesia Christi subsistit in Ecclesia Catholica” no especifica la identidad de ambas, pero sí la subsistencia de una en la otra y, en pro de la coherencia, también en otras iglesias: he aquí la apertura a celebraciones interconfesionales, a oraciones ecuménicas, y al inevitable fin de la necesidad de la Iglesia para la salvación, en su unicidad y en su naturaleza misionera.

Puede que algunos recuerden que los primeros encuentros ecuménicos tuvieron lugar con los cismáticos del Oriente, y muy prudentemente con otras sectas protestantes. Fuera de Alemania, Holanda y Suiza, al comienzo los países de tradición católica no vieron con buenos ojos las celebraciones mixtas en que había juntos pastores protestantes y sacerdotes católicos. Recuerdo que en aquellos años se habló de eliminar la penúltima doxología del Veni Creator para no ofender a los ortodoxos, que no aceptan el Filioque. Hoy escuchamos los surahs del Corán leídos desde el púlpito de nuestras iglesias, vemos un ídolo de madera adorado por hermanas y hermanos religiosos, oímos a los obispos desautorizar lo que hasta ayer nos parecía ser las excusas más plausibles de tantos extremismos. Lo que el mundo quiere, por instigación de la masonería y sus infernales tentáculos, es crear una religión universal que sea humanitaria y ecuménica, de la cual es expulsado el celoso Dios que adoramos. Y si esto es lo que el mundo quiere, todo paso en esa dirección que dé la Iglesia es una desafortunada elección que se volverá en contra de quienes creen que pueden burlarse de Dios. No se puede dar de nuevo vida a las esperanzas de la Torre de Babel, con un plan globalizante que tiene como meta la neutralización de la Iglesia católica a fin de reemplazarla por una confederación de idólatras y herejes unidos por el ambientalismo y la fraternidad universal. No puede haber hermandad sino en Cristo, y sólo en Cristo: qui non est mecum, contra me est

Es desconcertante que tan poca gente se dé cuenta de esta carrera hacia el precipicio, y que pocos adviertan la responsabilidad de los niveles más altos de la Iglesia que apoyan estas ideologías anti cristianas, como si los líderes de la Iglesia quisieran la garantía de que tendrán un lugar y un papel en el carro del pensamiento correcto. Y es sorprendente que haya gente que persista en la negativa a investigar las causas de fondo de la presente crisis, limitándose a deplorar los excesos actuales como si no fueran la consecuencia inevitable de un plan orquestado hace ya décadas. El que la pachamama haya sido adorada en una iglesia, se lo debemos a Dignitatis Humanae. El que tengamos una liturgia protestantizada y a veces incluso paganizada, se lo debemos a la revolucionaria acción de monseñor Annibale Bugnini y a las reformas postconciliares. La firma de la Declaración de Abu Dabhi, se la debemos a Nostra Aetate. Y si hemos llegado hasta delegar decisiones en las Conferencias Episcopales -incluso con grave violación del Concordato, como es el caso en Italia-, se lo debemos a la colegialidad y a su versión puesta al día, la sinodalidad. Gracias a la sinodalidad nos encontramos con Amoris Laetitia y teniendo que ver el modo de impedir que aparezca lo que era obvio para todos: este documento, preparado por una impresionante máquina organizacional, pretendió legitimar la comunión a los divorciados y convivientes, tal como Querida Amazonia va a ser usada para legitimar a la mujeres sacerdotes (como en el caso reciente de una “vicaria episcopal” en Friburgo de Brisgovia) y la abolición del Sagrado Celibato. Los prelados que enviaron las Dubia a Francisco, a mi juicio, evidenciaron la misma piadosa ingenuidad: pensar que Bergoglio, confrontado con una contestación razonablemente argumentada de su error, iba a comprender, a corregir los puntos heterodoxos y a pedir perdón.

San Juan Pablo II besa el Corán
(Foto: Pinterest)

El Concilio fue usado para legitimar las más aberrantes desviaciones doctrinales, las más osadas innovaciones litúrgicas y los más inescrupulosos abusos, todo ello mientras la Autoridad guardaba silencio. Se exaltó de tal modo a este Concilio que se lo presentó como la única referencia legítima para los católicos, para el clero, para los obispos, oscureciendo y connotando con una nota de desprecio la doctrina que la Iglesia había siempre enseñado autorizadamente, y prohibiendo la liturgia perenne que había, durante milenios, alimentado la fe de una línea ininterrumpida de fieles, mártires y santos. Entre otras cosas, este Concilio ha demostrado ser el único que ha causado tantos problemas interpretativos y tantas contradicciones respecto del Magisterio precedente, en tanto que no existe ni un solo Concilio -desde el Concilio de Jerusalén hasta el Vaticano I- que no haya armonizado perfectamente con todo el Magisterio o que haya necesitado tanta interpretación.

Confieso con serenidad y sin controversia: fui una de las muchas personas que, a pesar de tantas perplejidades y temores como hoy se ha demostrado ser legítimos, confié en la autoridad de la Jerarquía con incondicional obediencia. En realidad, creo que mucha gente, incluido yo mismo, no consideró en un comienzo la posibilidad de que pudiera haber un conflicto entre la obediencia a una orden de la Jerarquía y la fidelidad a la Iglesia. Lo que hizo tangible esta separación no natural, diría incluso perversa, entre la Jerarquía y la Iglesia, entre la obediencia y la fidelidad, fue ciertamente el presente pontificado.

En la Sala de Lágrimas, adyacente a la Capilla Sixtina, mientras monseñor Guido Marini preparaba el roquete, la muceta y la estola para la primera aparición del Papa “recién elegido”, Bergoglio exclamó: “Sono finite le carnevalate!” [“Se acabó el carnaval”], rehusando desdeñosamente las insignias que todos los Papas hasta ahora habían aceptado, humildemente, como el atuendo del Vicario de Cristo. Pero esas palabras contenían una verdad, aunque dicha involuntariamente: el 23 de marzo de 2013, los conspiradores dejaron caer la máscara, libres ya de la inconveniente presencia de Benedicto XVI y osadamente orgullosos de haber finalmente promovido a un Cardenal que representaba sus ideas, su modo de revolucionar la Iglesia, de hacer maleable la doctrina, adaptable la moral, adulterable la liturgia y desechable la disciplina. Todo esto se consideró, por los mismos protagonistas de la conspiración, como lógica consecuencia y obvia aplicación del Concilio Vaticano II que, según ellos, había sido debilitado por las críticas hechas por Benedicto XVI. La mayor osadía de ese Pontificado fue el permiso para celebrar libremente la venerada liturgia tridentina, cuya legitimidad fue finalmente reconocida, refutando cincuenta años de ilegítimo ostracismo. No es un accidente el que los partidarios de Bergoglio sean los mismos que vieron el Concilio como el primer paso de una nueva Iglesia, antes de la cual había existido una vieja religión con una vieja liturgia. 

 El papa Francisco junto a una machi mapuche durante su visita a Chile en 2018
(Foto: El País)

No es accidente: lo que estos hombres afirman impunemente, escandalizando a los moderados, es lo mismo que creen los católicos, vale decir, que a pesar de todos los esfuerzos de la hermenéutica de la continuidad, que naufragó miserablemente con la primera confrontación con la realidad de la presente crisis, es innegable que, desde el Concilio Vaticano II en adelante, se construyó una nueva iglesia, superimpuesta a la Iglesia de Cristo y diametralmente opuesta a ella. Esta Iglesia paralela oscureció progresivamente la institución divina fundada por el Señor, reemplazándola por una entidad espuria, que corresponde a la deseada religión universal, teorizada primeramente por la masonería. Expresiones como nuevo humanismo, fraternidad universal, dignidad del hombre, son muletillas del humanitarismo filantrópico que niega al verdadero Dios, de una solidaridad horizontal de inspiración vagamente espiritualista y de un irenismo ecuménico, condenado inequívocamente por la Iglesia. “Nam et loquela tua manifestum te facit ["Tus palabras te ponen en evidencia"]” (Mt 26, 73): este recurrir frecuente, incluso obsesivo, al mismo vocabulario de los enemigos revela la adhesión a la ideología inspirada por ellos. Por otra parte, la renuncia sistemática al lenguaje claro, inequívoco y cristalino de la Iglesia confirma el deseo de separarse no sólo de las formas católicas, sino incluso de su sustancia misma. 

Lo que durante años hemos oído proclamar vagamente, sin connotaciones claras, desde el más alto de los Tronos, lo encontramos ahora, elaborado en un verdadero manifiesto propiamente tal, entre los partidarios del presente pontificado: la democratización de la Iglesia, ya no mediante la colegialidad inventada por el Concilio Vaticano II, sino por la vía sinodal inaugurada por el Sínodo de la Familia; la demolición del sacerdocio ministerial mediante su debilitamiento por las excepciones al celibato eclesiástico y la introducción de figuras femeninas con responsabilidades cuasi-sacerdotales; el silencioso tránsito desde un ecumenismo dirigido a los hermanos separados hacia una forma de pan-ecumenismo que reduce la Verdad del Dios Uno y Trino al nivel de las idolatrías y de las más infernales supersticiones; la aceptación de un diálogo interreligioso que presupone un relativismo religioso y excluye la proclamación misionera; la desmitologización del Papado, emprendida por Bergoglio como tema de su pontificado; la progresiva legitimación de todo lo que es políticamente correcto: la teoría de género, la sodomía, el matrimonio homosexual, las doctrinas maltusianas, el ecologismo, el inmigracionismo… Si no reconocemos que las raíces de estas desviaciones se encuentran en los principios establecidos por el último Concilio, será imposible encontrar una cura: si persiste de nuestra parte un diagnóstico que, contra todas las demostraciones, excluye la patología inicial, no podemos prescribir una terapia adecuada. 

Esta operación de honestidad intelectual exige una gran humildad, primero que nada, para reconocer que, durante décadas, hemos sido conducidos al error, de buena fe, por personas que, constituidas en autoridad, no han sabido vigilar y cuidar al rebaño de Cristo: algunas de ellas, para poder llevar una vida tranquila, otras debido a que tienen demasiados compromisos, otras por conveniencia y, finalmente, otras de mala fe o incluso con un malicioso propósito. Estas últimas, que han traicionado a la Iglesia, deben ser identificadas, llevadas a un costado e invitadas a corregirse y, si no se arrepienten, deben ser expulsadas de los recintos sagrados. Así es como actúa el Pastor, que tiene en su corazón el bien de las ovejas y que da su vida por ellas. Hemos tenido y todavía tenemos demasiados mercenarios, para quienes la aprobación por parte de los enemigos de Cristo es más importante que la fidelidad a su Esposa.

Tal como, hace sesenta años, honesta y serenamente obedecí cuestionables órdenes, creyendo que representaban la amable voz de la Iglesia, hoy, con la misma serenidad y honestidad, reconozco que he sido engañado. Ser coherente hoy, perseverando en el error, constituiría una desgraciada elección y me convertiría en un cómplice de este fraude. Proclamar que existió claridad de juicio desde el principio no sería honesto: todos supimos que el Concilio iba a ser, más o menos, una revolución, pero no podíamos imaginar que iba a serlo de un modo tan devastador, incluso respecto a la obra de quienes deberían haberla evitado. Y si, hasta Benedicto XVI podíamos todavía pensar que el golpe de estado del Concilio Vaticano II (que el Cardenal Suenens llamó “el 1789 de la Iglesia”) estaba experimentando una desaceleración, en estos últimos años hasta el más ingenuo de entre nosotros ha comprendido que el silencio por temor a causar un cisma, el esfuerzo por remendar los documentos papales en sentido católico para remediar su intencionada ambigüedad, los llamados y dubia dirigidos a Francisco que han quedado elocuentemente sin respuesta, son formas de confirmación de la existencia de la más grave de las apostasías a que están expuestos los más altos niveles de la Jerarquía, en tanto que los fieles cristianos y el clero se sienten desesperadamente abandonados y son vistos por los obispos casi con enfado.

La Declaración de Abu Dhabi es la proclama ideológica de una idea de paz y cooperación entre las religiones que podría posiblemente ser tolerada si proviniera de paganos privados de la luz de la Fe y del fuego de la Caridad. Pero todo el que haya recibido la gracia de ser Hijo de Dios en virtud del Santo Bautismo debería horrorizarse con la idea de construir una versión, moderna y blasfema, de la Torre de Babel, buscando aunar a la única Iglesia de Cristo, heredera de las promesas hechas al Pueblo Elegido, con aquellos que niegan al Mesías y con quienes consideran que la idea misma de un Dios Trino y Uno es una blasfemia. El amor de Dios no tiene límites y no tolera compromisos, porque de otro modo no es, simplemente, Caridad, sin la cual no se puede permanecer en Él: qui manet in caritate, in Deo manet, et Deus in eo [quien permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él] (1 Jn 4, 16). Importa poco que se trate de una declaración o de un documento magisterial: sabemos bien que la mens subversiva de los innovadores juguetea con estas especies de puzzles a fin de difundir el error. Y sabemos bien que la finalidad de estas iniciativas ecuménicas e interreligiosas no es convertir a quienes están lejos de la única Iglesia de Cristo, sino desviar y corromper a quienes todavía creen en la Fe católica, llevándolos a pensar que es deseable tener una gran religión universal que reúna a las tres grandes religiones abrahámicas “en una sola casa”: ¡esto sería el triunfo del plan masónico de preparación del reino del Anticristo! No importa mucho que ello se materialice mediante una bula dogmática, una declaración, o una entrevista con Scalfari en La Repubblica, porque los partidarios de Bergoglio esperan la señal de su palabra, a la cual responderán con una serie de iniciativas que están preparadas y organizadas desde hace ya algún tiempo. Y si Bergoglio no cumple las instrucciones que ha recibido, hay cantidad de teólogos y de clérigos que están preparados para lamentarse de la “soledad del papa Francisco”, a fin de usar esto como premisa para su renuncia (pienso, por ejemplo, en Massimo Faggioli en uno de sus recientes ensayos). Por otra parte, no sería la primera vez que usan al Papa cuando éste actúa según el plan de ellos, y que se deshacen de él o lo atacan tan pronto como no lo hace. 

El domingo pasado la Iglesia celebró a la Santísima Trinidad, y en el Breviario se recita el Symbolum Athanasianum, hoy puesto fuera de la ley por la liturgia conciliar, y ya reducido a sólo dos ocasiones en la reforma litúrgica de 1962. Las primeras palabras de ese suprimido Symbolum merecen estar escritas con letras de oro: “Quicumque vult salvus esse, ante omnia opus est ut teneat Catholicam fidem; quam nisi quisque integram inviolatamque servaverit, absque dubio in aeternum peribit [Quien quiera ser salvado, es necesario, antes que nada, que crea en la Fe católica, porque a menos que mantenga esta fe íntegra e inviolada, sin duda perecerá eternamente]”. 

+ Carlo Maria Viganò

La Santísima Trinidad 
(Imagen: Infovaticana)


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Actualización [24 de junio de 2020]: Hemos publicado en esta entrada una nueva carta de S.E.R. Carlo Maria Viganò, donde se hace cargo de algunos comentarios formulados a propósito del texto que hemos compartido en esta entrada.