El P. Olivera Ravasi reproduce en el sitio Que no te la cuenten una interesante entrada de la bitácora musical Recóndita Armonía, adscrita al periódico español El País, la cual ofrecemos a continuación a nuestros lectores con mínimas adaptaciones y correcciones formales. En la nota, el autor, Rubén Amón, relata su experiencia en la iglesia de San Sebastián, una hermosa iglesia barroca de Salzburgo (Austria), entregada a la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro y donde, por consiguiente, se celebra exclusivamente la liturgia romana conforme a los libros vigentes en 1962.
Se trata del encuentro de un agnóstico con la Santa Misa tradicional, el que resulta ser otra muestra más de la inmensa fascinación que ésta ha producido durante siglos sobre intelectuales, escritores y artistas, lo cual parece haberse perdido completamente con la liturgia reformada. La primera aproximación es puramente de gozo estético, pero muchos de ellos, pese a no tener Fe, se dan cuenta de que no se reduce a ello, sino que hay detrás algo mucho más profundo. Es el Misterio.
La torre de San Sebastián, vista desde el Kapuzinerberg
***
Ayer me despertaron las campanas de la iglesia de San Sebastián en
Salzburgo. Tanto tiempo sonaron y lo hicieron con tanta intensidad que
atribuí al fenómeno el valor de una convocatoria. Me citaban las
campanas. Me emplazaban a la Misa de 9.30.
Conozco bien el templo de la Linzergasse porque su claustro aloja un
cementerio de personajes ilustres. Ninguno tan enigmático como
Paracelso. Ninguno tan sepultado de flores como Leopold Mozart, el padre
del mesías. O como su otra hija, Nannerl. [Nota de la Redacción: Nannerl Mozart (1751-1829) se encuentra en verdad sepultada en otro cementerio de Salzburgo, el Petersfriedhof].
Cementerio de San Sebastián. Tumbas de la viuda de W.A. Mozart y de Leopold Mozart
Y no me gustan los cementerios. Ni me inspiran confianza las personas
que encuentran en ellos sosiego y paz espiritual. "La pace dei
sepolcri", objeta Posa a Felipe II cuando trata de recriminarle al rey
las campañas militares contra los flamencos.
No me gustan los cementerios, pero tengo cariño al de San Sebastián.
Una rosa siempre fresca, siempre viva, custodia la lápida de Paracelso.
Como si el propio sabio suizo se las hubiera arreglado para recrear su
leyenda de taumaturgo. Fue proscrito como un brujo y un curandero. Lo
fue hasta que la propia Iglesia rectificó su diagnóstico. Igual que hizo
la ciencia.
Monumento fúnebre a Paracelso
La Universidad de Salzburgo lo canonizó como a un clarividente y un
pionero, aunque los honores no han alcanzado a atribuirle la
transmutación del plomo en oro. Más difícil es convertir las cenizas en
una rosa. Y la rosa de Paracelso -de la que hizo un cuento Borges-
custodia su tumba como si la reanimara desde el más allá con el rocío.
Copia de un retrato perdido de Paracelso por Quentin Matsys
Repicando y en Misa estaba un servidor ayer. Porque acudí a la
liturgia de las 9.30, no por razones de fe ni de costumbre, ni siquiera
para implorar la curación de unos males en la garganta, sino porque el
rito prometía un acontecimiento cultural.
Y lo fue. No ya por la instrucción musical de los salzburgueses. Por
la cualificación del organista. Por la sensibilidad del coro aficionado.
O por la voz de Heldentenor que trasladaba el pater en el mascarón de
proa del púlpito, sino por tratarse de un rito en latín, oficiado de
espaldas a los feligreses, concebido según los criterios preconciliares.
La liturgia sugestiona el orden espiritual. La lengua muerta adquiere
el impulso de la resurrección. Y deja en ridículo las razones prácticas
que se han valorado en España para suprimir el latín y el griego de los
planes educativos. No discuto la utilidad del chino. Lamento sólo que
se pervierta el patrimonio cultural.
Misa solemne en el usus antiquior celebrada por sacerdotes de la FSSP en la Damenstiftskirche de Múnich
Y es una lástima que se haya degradado la resonancia metafísica del
latín y que se haya profanado la liturgia con las contingencias
parroquianas o parroquiales. Tanto se ha "acercado" la celebración,
tanto se ha alejado el misterio. Se ha despojado a la misa de su
proyección trascendental, de su esencia mistérica, no digamos ya cuando
el patrimonio musical eclesiástico degenera en el estribillo del Señor,
la barca, la orilla, Tú nombre y la búsqueda de otro mar, corrompiendo
hasta la fe de los corazones más dispuestos.
Habla uno desde la perspectiva del agnóstico. Y de quien, no creyendo
por hondas convicciones, acepta el placebo de la fe por el camino de la
estética. Lo tiene escrito Thomas Mann en La muerte en Venecia. La
Belleza -en mayúsculas lo escribe Mann, en sentido aspiracional- es el
camino del hombre sensible hacia el espíritu.
No se trata de entender la Misa, sino de vivir el misterio. Y de
aprovechar el oleaje de las lenguas antiguas para llegar a la tierra
prometida. El Papa Ratzinger quiso demostrarlo cuando restauró la misa
tridentina. Y lo malentendieron sus detractores. Pensaron que pretendía
Benedicto XVI restaurar el Antiguo Régimen. Y nunca supieron que la
ópera favorita del papa alemán era el Don Giovanni de Mozart.
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