Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski dedicado al sentido de las formas litúrgicas, que expresan un modo de comprender la fe. Cuando se extienden los rumores sobre una modificación o derogación del motu proprio Summorum Pontificum, que ha permitido el florecimiento y redescubrimiento de la Misa tradicional por tantas personas alrededor del mundo, conviene tener claro que no se trata sólo de formas rituales puestas en pie de igualdad: ellas son el reflejo de dos maneras distintas de aproximarse a la Divinidad. Por eso, es común decir que la Santa Misa es la catequesis más cotidiana, porque acompaña a los fieles durante toda su vida y los conduce hacia la comprensión de los misterios de la fe. Lo que ahí se aprende, es lo que modela la fe en Dios y el modo en que cada persona se acerca a su misterio insondable. Así pues, el llamado es a permanecer "fortes in fide", como decía San Pedro, defendiendo la Misa de siempre y la doctrina católica integral.
El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las fotografías provienen de la versión original.
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Cómo las “formas” litúrgicas definen, de un modo concreto, la fe religiosa –o la corroen-
Peter Kwasniewski
Durante mil años los sacerdotes que
celebraban la Misa en el rito romano cumplieron la norma de mantener unidos los
dedos pulgar e índice desde el momento de la consagración hasta las abluciones
(norma que, por cierto, se cumple todavía cuando se celebra la Misa
tradicional). Esta costumbre es un reflejo de la profunda fe de la Iglesia en
la Presencia Real de Cristo. Después de la consagración, el Señor está real, verdadera y
sustancialmente presente bajo la apariencia externa de pan y de vino, lo cual
significa que lo está en cada mínima partícula de la hostia. Por esta razón, el
sacerdote no debe tocar descuidadamente otros objetos después de tocar la
hostia, sino mantener esos dos dedos juntos, excepto cuando distribuye la
comunión, hasta que los lava con las abluciones. De este modo, el sacerdote
recuerda también, continuamente, el misterio tremendo que tocan sus dedos, y lo
recuerdan asimismo los laicos.
Como laico, me molestaba que esta
antigua y razonable costumbre hubiera desaparecido, por lo que decidí hacer una
serie de preguntas a un considerable grupo de sacerdotes que celebran el usus antiquior, fundamentalmente para
conocer la importancia que ellos le atribuyen a dicha costumbre. El resultado
se publicó en New Liturgical Movement en cinco partes, con una conclusión final (el vínculo puede
encontrarse aquí). Un sacerdote respondió el cuestionario con el siguiente
relato:
“En la Misa en que se me ordenó de
diácono, la Eucaristía se 'servía' desde una suerte de plato de vidrio… Yo lo
purifiqué con gran cuidado después de la Comunión, en lo que empleé un
considerable tiempo, que se notó, mayor que lo que el clero local y el pueblo
estaban acostumbrados a ver. Después de la Misa, tanto el director de
vocaciones como el obispo oficiante 'me corrigieron' en este punto: el obispo
me recordó que la purificación era sólo una 'purificación ritual' y que no era
necesario preocuparse mucho de ello porque el sacristán lavaba todo a
continuación (posición totalmente incoherente). Esta fue mi introducción, harto
lamentable, a la ausencia práctica, por parte del clero, de fe en la Presencia
Real, cosa que he visto y experimentado muchas veces en los 11 años
transcurridos desde entonces. Digo 'práctica' porque pocos negarían la
Presencia Real y muchos la defenderían incluso con gran elocuencia. Pero la
forma en que en la realidad tratan la Eucaristía delata su falta de comprensión
y/o de fe (tal es especialmente el caso con el modo de tratar la Preciosa
Sangre, el purificador, etcétera; pero ello es objeto de otro análisis).
“Por tanto, cuando comencé a
estudiar el usus antiquior y me
enteré del proceso detallado y sistemático de purificación, que en verdad no
deja lugar a error alguno, y de cosas prácticas como mantener juntos los dedos
que han tocado las especies consagradas hasta la purificación, se confirmó mi
fe. Y aunque el conocimiento de la práctica histórica de la Iglesia me sirvió,
quizá, para avivar mi conciencia de cuán mal pueden estar hoy las cosas,
avivando simultáneamente mi dolor, al mismo tiempo fue para mí consolador saber
que me encontraba en la posición correcta”.
Este encuestado puso el dedo en la
llaga, si se me permite la expresión. La fe católica no es algo puramente
abstracto que aprendemos y a lo cual asentimos, como ejercicio intelectual.
Aprendemos nuestra fe y discernimos su significado mediante la práctica, a
través de lo que hacemos a o con las palabras, cosas y personas que encarnan
nuestra fe. Cómo hablamos al Señor o hablamos de Él; cómo tratamos los signos
sacramentales y, sobre todo, su Cuerpo sacratísimo y vivificante y su preciosa
Sangre; cómo tratamos a nuestros sacerdotes y cómo tratan ellos a su pueblo. He
ahí donde nos damos cuenta, experimentalmente, día tras día, de cómo es la
religión católica, y de si ella ha sido acaso reemplazada por un sistema rival
de creencias.

Con nuestra práctica nos enseñamos a
nosotros mismos; con nuestro ejemplo, enseñamos a quienes nos rodean,
especialmente a los niños. Este es el punto en que la liturgia moderna ha
fallado gravemente de muchas maneras y, en la práctica, por su repudio de la
significación de formas vitales de expresión, de formas que comunican la
esencia y propósito de la Misa. Lo que está en juego en esta escalada de
tensiones entre “sensibilidades” litúrgicas diversas no es meramente la “forma”
(como si se tratara de cuestiones de gusto o de arte), sino el significado
inherente en la forma y expresado por ésta, es decir, la verdad. Y no sólo la verdad, sino la justicia, porque es por la
virtud de la justicia que damos a Dios y a las cosas de Dios lo que con razón nos
exigen, y que le debemos como creaturas suyas que de Él dependemos. Así, la
diferencia entre el “rito viejo” y el “rito nuevo” es una diferencia de verdad
y de justicia: se trata de dos religiones diferentes, tomando el término religión
en su acepción tomista.
Así como las formas llenas de unción
y las prácticas de la liturgia tradicional indican y expresan verdades
centrales de nuestra fe, las numerosas prácticas relajadas de que están llenas
las liturgias Novus Ordo no son
coherentes con el significado y propósitos de la Misa. Una amiga mía, una joven
que efectuó el tránsito, hace algunos años, desde el Novus Ordo al rito tradicional, me ha enviado una reflexión que
ilustra esta idea:
“Durante los años que asistí al Novus Ordo en parroquias muy concurridas (nada en absoluto como los Oratorianos),
experimenté la sensación, muy palpable y oprimente, de algo que sólo se puede
describir como dictadura de lo relajado.
No es que yo no hubiera querido, desde un punto de vista personal, ver más
reverencia, sino que la atmósfera misma la hubiera hecho parecer muy desubicada. Era raro sentirse ser una
de las pocas personas que hacían una inclinación al rezar el Credo (a nadie se
le hubiera ocurrido hacer una genuflexión). Resultaba igualmente raro mostrar
un poco más de reverencia haciendo una inclinación de cabeza después de adorar
la hostia en la consagración. Algunos fieles comulgaban en la lengua, pero era
inusual. Si alguno se quedaba en su banco, aunque fuera por un momento, para
hacer la acción de gracias después de terminada la Misa, ciertamente formaba
parte de una minoría. Por cierto, había mucha charla, en presencia del
Santísimo, sobre cosas como deportes, acontecimientos sociales, y toda clase de
trivialidades. Era frecuente también incluir aplausos en la liturgia. Aplausos
por un buen chiste en la homilía, o para quien anunciaba un picnic parroquial,
o para el coro, cuando terminaba un arrebatador canto final: las ocasiones
surgían con frecuencia.
“Existe una generalizada 'mala
actitud' que conduce a esta oprimente dictadura de lo relajado. Para mí es un
misterio qué es lo que mueve a esta fuerza insidiosa: si bien echó raíces hace
muchos años, ¿qué es lo que la hace seguir vigente cuando hay mucha gente buena en esas parroquias que
desea, aunque sea de un modo vago, una mayor reverencia? Por cierto, yo sé que
todos debiéramos desear expresar nuestra fe en Dios abiertamente, incluso hasta
la muerte. Pero sin duda hay algo que se ha descarrilado terriblemente cuando a
uno le ocurre sentir furtivamente el sentimiento, casi la culpa, de expresar
reverencia mediante un acto visible –'pero ¿qué te has creído, actuar tan
devotita?'.
“Voy a contar algo que me viene a la
memoria. Mis hermanas y yo pensábamos que usar un velo en la cabeza era bien
bonito, pero recuerdo que mi argumento en contra era: 'Ya somos suficiente
motivo de distracción en la iglesia allí, adelante, tocando nuestros
instrumentos a la vista de todos. ¿Qué sería si además nos pusiéramos velo?
Además, el velo no pega con el tipo de música que tocamos'. Ignoro si semejante
razonamiento era correcto, pero ilustra la confusión en que se encuentran los
fieles con hambre de reverencia, metidos en el rígido marco del Novus Ordo. Es un
marco en que la piedad y la devoción a menudo se ven ridículos. Piénsese en
ello: creamos una atmósfera en que se ve ridículo rendir honor al Señor en lo
que se supone que es Su casa, y Su Sacrificio. Esto no es más que una descarada
maldad”.

Resulta irónico que algunos
partidarios del Novus Ordo critiquen a quienes adhieren a la liturgia tradicional por
estar amarrados por las formas, cuando en realidad es imposible no preocuparse
de las formas, puesto que no hay para nosotros, los humanos, ninguna verdad
accesible que no esté revestida de formas. Toda liturgia se nos da como un
determinado conjunto de formas que tienen su propio significado inherente;
significado que será, o bien pleno, rico, certero y lleno de nutrientes
ortodoxos, o bien banal, empobrecido, ambiguo e inadecuado a nuestras
necesidades. En este sentido, todos estamos amarrados por las formas porque el
lenguaje humano y la actividad espiritual son absolutamente formales. La
primacía de la forma y la consiguiente prioridad de realizarla bien son
inevitables; no existen en absoluto “cosas esenciales” independientes de formas
que sean suficientes para nosotros.
Sin duda, el intelecto divino conoce
la verdad separada de toda forma creada; pero el hombre conoce la verdad según
como está expresada, de un modo
determinado, por signos sensibles e inteligibles. Algunos signos están bien
adaptados a la verdad que significan, y otros no. Por ejemplo, lo solemne es
compatible con la noción de lo sagrado y, de hecho, es exigido por lo sagrado,
en tanto que lo relajado y lo espontáneo, no.
El libro La herejía de lo informe [The Heresy of Formlessness], de Martin Mosebach, pone de relieve la
locura (y fealdad) de imponernos a nosotros mismos la fe moderna en una
sociedad y en un mundo abstractos, donde las abstracciones reinan globalmente y
gobiernan individualmente las relaciones, en contraste con la auténtica
vitalidad espiritual que se encuentra en las cosas, en las cosas reales, y con
el modo cómo las cosas y las acciones reales resuenan en el ámbito espiritual.
Esta sensibilidad a la realidad material es algo que nuestra sociedad ha
perdido: no sólo ha perdido la idea de que existe una realidad espiritual que
abarca al mundo material, sino también la idea de que tocamos lo espiritual a
través de lo que hacemos con la materia; en otras palabras, la idea de que la
forma de las cosas y lo que hacemos con ellas tiene importancia para la vida
del espíritu. Vemos en la reforma litúrgica el mismo desprecio cartesiano por
la carne, que ha vuelto infértil el tesoro de formas que hemos heredado, a fin
de ofrecer un culto tan puramente verbal y conceptual que sea concordante con
una actividad humana pública.
Como lo muestra la experiencia
histórica, la modernidad teme al catolicismo porque éste le recuerda -nos
recuerda- que la realidad incluye lo sobrenatural, aquello que rodea y penetra
lo natural con misteriosos poderes a que la razón puede acercarse, pero sólo
mediante la fe y la analogía. Este acercamiento exige rendirse ante lo divino y
aceptar la Tradición que la moderna epistemología, con su racionalismo y
voluntarismo egocéntricos, no puede tolerar. Así como el liberalismo es, en el
análisis que hace Newman, algo a medio camino entre el catolicismo y el
ateísmo, así también el Novus Ordo
está a medio camino entre una Tradición que tan pronto abarca como trasciende
el tiempo, y una modernidad atrapada en su propia espiral de muerte.

En conclusión, los últimos cincuenta
años de práctica litúrgica han cobrado un alto precio a la vida de fe de
nuestras comunidades. La perspectiva del Novus
Ordo se queda, erradamente, en abstracciones como la validez, y fracasa en
reconocer la profunda conexión (¡humana y divina!) que hay entre forma,
significado y verdad. Las consecuencias de este error son inconfundibles. Según
S.E.R. Robert Barron, obispo auxiliar de Los Ángeles, por cada nuevo católico, hay seis que abandonan la
Iglesia. En una encuesta entre católicos, el 80% de los menores de 50 años no
cree en la Presencia Real. La pandemia no ha hecho más que acentuar las ya
impactantes diferencias entre la práctica tradicional católica y su substituto
moderno. La pérdida de fe, comprobada estadísticamente, es comprensible,
incluso predictible, puesto que el principal catecismo para la mayoría de los
católicos es la Misa. No sólo es benéfico sino necesario para la vida de
nuestras iglesias un regreso general a la liturgia tradicional. Los obispos que
no entiendan oportunamente esto habrán de oficiar con casulla blanca el funeral
de sus diócesis cremadas.
En los ciclos históricos, incluyendo
la historia de la salvación que se desarrolla para nosotros en las Escrituras,
podemos ver épocas de exilio y las diversas respuestas de las personas a su
condición de exiliados. Parece que vivimos en un período especial,
caracterizado por un auto-exilio institucional, como si la Iglesia se hubiera
transformado en su propio faraón y en su propio Pilatos. Lo cual no es excusa
para dejar de hacer lo que podemos y debemos hacer como hijos de Israel, como
discípulos de Cristo: por el contrario, se nos da una oportunidad perfecta para
orar y buscar un regreso a la Tradición católica, cuyo corazón es una liturgia
digna -y comunicadora- de la acción más importante de la Iglesia, que, por
consiguiente, puede servir de fundamento a un futuro coherente.