martes, 18 de octubre de 2016

La fuerza del silencio

Reproducimos a continuación para nuestros lectores una valiosa entrevista a S.E.R. el Cardenal Robert Sarah a propósito de su nuevo libro La force du silence. Contre la dictature de bruit (La fuerza del silencio. Contra la dictadura del ruido), próximo a aparecer en España en traducción castellana.

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Cardenal Sarah: «Nada en la liturgia debe romper la atmósfera silenciosa, es su ambiente natural»

«El silencio sagrado es una ley fundamental de toda celebración litúrgica»
 El cardenal Sarah, en una procesión de las palmas en la Plaza de San Pedro.

Tras el éxito de Dios o nada, el cardenal Robert Sarah ha publicado a principios de octubre un nuevo libro con Nicolas Diat, La force du silence. Contre la dictature du bruit [La fuerza del silencio. Contra la dictadura del ruido] (que pronto publicará en España la editorial Palabra).



Un libro magnífico de una altura espiritual extraordinaria que nos hace entrar en el centro del misterio de Dios: el silencio, necesario para todo encuentro con el Señor, tanto en la vida interior como en la liturgia. Encuentro con un hombre habitado por Dios. Con este motivo le entrevista Christophe Geffroy para La Nef:

Este libro que usted propone a los lectores es una verdadera meditación espiritual acerca del silencio. ¿Cuál es el motivo de una meditación tan profunda, que normalmente no se espera de un prefecto de la Congregación para el Culto Divino, que se ocupa de temas muy concretos de la vida de la Iglesia?

"La primera lengua de Dios es el silencio". Comentando esta bella intuición de San Juan de la Cruz, Thomas Keating, en su obra Invitation to love, escribe: "El resto es una pobre traducción. Para entender esta lengua debemos aprender a estar en silencio y a descansar en Dios".

Ha llegado el tiempo de recuperar el verdadero orden de las prioridades. Ha llegado el tiempo de poner a Dios nuevamente en el centro de nuestras preocupaciones, en el centro de nuestra acción y de nuestra vida, el único lugar que Él debe ocupar. De este modo, nuestro recorrido cristiano gravitará alrededor de esta Roca, se estructurará a la luz de la fe y se nutrirá en la oración. Es un momento de encuentro silencioso e íntimo en el que el hombre está cara a cara con Dios para adorarle y expresarle su amor filial.

No nos equivoquemos. La verdadera urgencia es ésta: recuperar el sentido de Dios. Ahora bien, el Padre sólo deja que nos acerquemos a Él en el silencio. Es lo que más necesita la Iglesia hoy en día, y no una reforma administrativa, otro programa pastoral o un cambio estructural. El programa ya existe: es el de siempre, sacado del Evangelio y de la tradición viva. Su centro es Cristo, que debemos conocer, amar e imitar para vivir en Él y por Él, transformando este mundo que se degrada porque los hombres viven como si Dios no existiera. Como sacerdote, como pastor, como prefecto, como cardenal, mi prioridad es decir que Dios es el único que puede colmar el corazón del hombre.



Creo que somos víctimas de la superficialidad, del egoísmo y del espíritu mundano difundido por la sociedad mediática. Nos perdemos en luchas de influencia, en conflictos personales, en un activismo narcisista y vano. Henchidos de orgullo y pretensión, somos prisioneros de la voluntad de poder. Con el fin de obtener títulos, cargos profesionales o eclesiásticos, aceptamos viles compromisos. Pero todo esto se desvanece como el humo. En mi nuevo libro he querido invitar a todos los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad a penetrar en el silencio; sin éste, vivimos una ilusión. La única realidad que merece nuestra atención es Dios. Y Dios es silencioso. Espera nuestro silencio para revelarse.

Recuperar el sentido del silencio es, por lo tanto, una prioridad, una necesidad, una urgencia.

El silencio es más importante que cualquier otra obra humana porque es expresión de Dios. La verdadera revolución viene del silencio, nos conduce hacia Dios y hacia los otros para ponernos humildemente a su servicio.

¿Por qué es tan esencial para usted la noción de silencio? El silencio, ¿es necesario para encontrar a Dios y en qué "es la libertad más grande del hombre" (núm. 25)? Como "libertad", ¿es el silencio una ascesis?

El silencio no es una noción, es el camino que permite a los hombres ir hacia Dios.

Dios es silencio y este silencio divino habita el hombre. Viviendo con este Dios silencioso, y en Él, también nosotros nos volvemos silenciosos. Nada nos hará descubrir mejor a Dios que este silencio grabado en el corazón de nuestro ser.

No temo afirmar que ser hijos de Dios es ser hijos del silencio.

La conquista del silencio es un combate y una ascesis. Sí, se necesita valor para librarse de todo lo que grava sobre nuestra vida, una vida que nada ama tanto como las apariencias, lo fácil, la superficialidad de las cosas. Transportado hacia fuera por su necesidad de contarlo todo, es inevitable que el charlatán esté lejos de Dios, porque es incapaz de cualquier actividad espiritual profunda. Por el contrario, el hombre silencioso es un hombre libre. Las cadenas del mundo no tienen influencia sobre él.

Ninguna dictadura puede nada contra el hombre silencioso. A un hombre no se le puede robar su silencio.

Pienso en mi predecesor en la cátedra de Conakry, en Guinea, monseñor Raymond-Marie Tchidimbo. Estuvo encarcelado nueve años, perseguido por la dictadura marxista. Tenía prohibido ver y hablar con nadie. El silencio impuesto por sus verdugos se convirtió en el lugar de su encuentro con Dios. Misteriosamente, su calabozo se convirtió en un verdadero "noviciado" y ese tugurio pobre y sórdido le permitió comprender un poco el gran silencio del Cielo.

¿Es posible aún comprender la importancia del silencio en un mundo donde el ruido, en todas sus formas, no cesa nunca? ¿Es una situación nueva de la "modernidad" que, con sus medios de comunicación, la televisión, Internet, hace que el ruido siga siendo una de las características del "mundo"?

Dios es silencio. El diablo es ruido. Desde siempre Satanás intenta esconder sus mentiras bajo una agitación engañosa y sonora. El cristiano está obligado a no ser del mundo. Le incumbe alejarse de los ruidos del mundo, de sus rumores, cuyo fin es alejarnos a gran velocidad de lo esencial: Dios.

Nuestra época, ultra-tecnicista y atareada, nos ha enfermado aún más. El ruido se ha convertido en una droga de la que nuestros contemporáneos dependen. Con su apariencia de fiesta el ruido es una vorágine que hace que el hombre evite mirarse a la cara, afrontar el vacío interior. Es una mentira diabólica. El despertar sólo puede ser brutal.

No tengo miedo de llamar a todos los hombres de buena voluntad a entrar en una forma de resistencia. ¿En qué se convertirá nuestro mundo si no puede encontrar oasis de silencio?

En la verborrea agitada hecha de palabras fáciles y hueras, el hecho de callarse parece debilidad. En el mundo actual, el hombre silencioso se convierte en el hombre que no sabe defenderse. Es un "sub-hombre" respecto al hombre que se autodenomina fuerte y que aplasta y ahoga al otro con su torrente de palabras. El hombre silencioso es un hombre que está de más. Es la razón profunda de los crímenes abominables o de desprecio y odio de los contemporáneos contra esos seres silenciosos que son los niños no nacidos, los enfermos o las personas en fin de vida. Estos hombres son los profetas magníficos del silencio. Con ellos no temo afirmar que los sacerdotes de la modernidad, que declaran una forma de guerra al silencio, han perdido la batalla. Porque nosotros podemos permanecer silenciosos en medio del desorden más grande, de las protestas más abyectas, en medio del alboroto y de los bramidos de esas máquinas infernales que invitan al activismo, arrancándonos de toda dimensión transcendente y de toda vida interior.

Si el hombre interior busca el silencio para encontrar a Dios, ¿Dios sigue siendo silencioso? ¿Cómo comprender lo que algunos llaman el "silencio de Dios" ante dramas paroxísticos del mal como la Shoah, los gulags… ? Y de una manera más general, la existencia del mal ¿cuestiona la "Omnipotencia" de Dios?

Su pregunta nos hace entrar en un misterio muy profundo. En la Gran Cartuja, con el prior general Dom Dysmas de Lassus, hemos meditado este punto durante mucho tiempo.



El cardenal Sarah, acompañado por Dom Dysmas de Lassus, prior de la Grande Chartreuse [Gran Cartuja], durante su reciente retiro allí.

Dios no quiere el mal. Y, sin embargo, permanece asombrosamente silencioso ante nuestras pruebas. A pesar de todo, el sufrimiento, lejos de cuestionar la Omnipotencia de Dios, nos la revela. Oigo aún la voz de ese niño que, llorando, preguntaba: "¿Por qué Dios no ha evitado que maten a papá?". En su silencio misterioso, Dios se manifiesta en las lágrimas derramadas por ese niño y no en el orden del mundo que justificaría esas lágrimas. Dios tiene un modo misterioso de estar cerca de nosotros en nuestras pruebas, está intensamente presente en ellas y en nuestro sufrimiento. Su fuerza se hace silenciosa porque revela su infinita delicadeza, su amorosa ternura por los que sufren. Las manifestaciones externas no son, obligatoriamente, la mejor prueba de cercanía. El silencio revela compasión, la participación de Dios en nuestro sufrimiento. Dios no quiere el mal. Y cuanto más monstruoso es el mal, más evidente resulta que Dios es, en nosotros, la primera víctima.

La victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado se consuma en el gran silencio de la cruz. Dios manifiesta todo su poder en este silencio que ninguna barbarie podrá nunca mancillar.

Cuando he visitado países que atraviesan crisis violentas y profundas, sufrimientos y miserias trágicas como puede ser el caso de Siria, Libia, Haití, Filipinas después del devastador tifón, he podido constatar de qué modo la oración silenciosa es el último tesoro de quienes ya no tienen nada. El silencio es la última trinchera, en la que ninguno puede entrar, la única estancia donde habitar en paz, el lugar donde el sufrimiento depone las armas durante un instante. Cuando suframos, ocultémonos en la fortaleza de la oración.

Entonces la fuerza de los verdugos ya no tendrá importancia; los criminales podrán destruir con ira, pero será imposible entrar por la fuerza en el silencio, el corazón y la conciencia de un hombre que reza y se acurruca en Dios. Los latidos de un corazón silencioso, la esperanza, la fe y la confianza en Dios son insumergibles. Fuera, el mundo puede ser un campo de ruinas, pero en el interior de nuestra alma, en el silencio más grande, Dios vigila. La guerra y el horror que la acompaña nunca derrotarán a Dios, presente en nosotros. Ante el mal y el silencio de Dios es necesario orar siempre y gritar silenciosamente diciendo, con fe y amor:

¡Te he buscado, Jesús!

Te he oído llorar de alegría

por el nacimiento de un niño.

Te he visto buscar la libertad

a través de los barrotes de una prisión.

He pasado cerca de Ti

cuando pedías un trozo de pan.

Te he oído gritar de dolor

cuando tus hijos eran vencidos por las bombas.

Te he visto en las habitaciones de hospital,

sometido a cuidados sin amor.

Ahora te he encontrado,

ya no puedo perderte.

Te ruego, enséñame a amarte.

Con Jesús, soportamos mejor nuestro sufrimiento y nuestras pruebas.

¿Qué papel atribuye usted al silencio en nuestra liturgia latina, en qué punto la ve usted y cómo concilia usted silencio y participación?

Ante la majestad de Dios nos quedamos sin palabras. ¿Quién osaría tomar la palabra ante el Todopoderoso? San Juan Pablo II veía en el silencio la esencia de toda actitud de oración, porque este silencio cargado de presencia adorada manifiesta "la humilde aceptación de los límites de la criatura ante la transcendencia infinita de un Dios que no cesa de revelarse como un Dios amor". Rehusar este silencio lleno de temerosa confianza y adoración es negar a Dios la libertad de sostenernos con su amor y su presencia. El silencio sagrado es, por lo tanto, el  lugar en el que podemos encontrar a Dios, porque vamos hacia Él con la actitud justa de temor y temblor que se mantiene a distancia, y que espera con confianza. Nosotros, sacerdotes, debemos aprender de nuevo el temor filial de Dios y la sacralidad de nuestra relación con Él. Debemos aprender de nuevo a sentir temor y temblor ante la Santidad de Dios y la gracia increíble de nuestro sacerdocio.

El silencio nos enseña una gran regla de vida espiritual: la familiaridad no favorece la intimidad. Al contrario, la justa distancia es una condición de la comunión. Es mediante la adoración como la humanidad camina hacia el amor. El silencio sagrado abre al silencio místico, lleno de amorosa intimidad. Bajo el yugo de la razón secular nos hemos olvidado de que lo sagrado y el culto son las únicas puertas de entrada a la vida espiritual. No dudo, por lo tanto, en afirmar que el silencio sagrado es una ley fundamental de toda celebración litúrgica.

Efectivamente, nos permite entrar en la participación del misterio que se celebra. El Concilio Vaticano II señala que el silencio es un medio privilegiado para favorecer la participación del pueblo de Dios en la liturgia.

Los Padres conciliares deseaban manifestar lo que era una verdadera participación litúrgica: la entrada en el misterio divino. Con el pretexto de hacer más fácil el acceso a Dios, algunos han querido que todo en la liturgia sea inmediatamente inteligible, racional, horizontal y humano. Pero al actuar así corremos el riesgo de reducir el misterio sagrado a buenos sentimientos. Con el pretexto de la pedagogía, algunos sacerdotes se permiten comentarios sosos y planos. Estos pastores, ¿temen que el silencio ante el Señor confunda a los fieles? ¿Creen que el Espíritu Santo es incapaz de abrir los corazones a los Misterios divinos derramando la luz de la gracia espiritual?

San Juan Pablo II nos advierte: el hombre participa de la divina presencia "sobre todo cuando se deja educar a un silencio de adoración, porque en el ápice del conocimiento y de la experiencia de Dios está su transcendencia absoluta".

El silencio sagrado es el bien de los fieles y los sacerdotes no deben privarles de él.



El silencio es la tela con la que deberían ser hechas nuestras liturgias. Nada en éstas debería romper la atmósfera silenciosa, que es su ambiente natural.

-¿No existe una cierta paradoja cuando afirma la necesidad del silencio en la liturgia, aunque reconoce que en las liturgias orientales no hay momentos de silencio (núm. 259), a pesar de lo cual son particularmente bellas, sagradas y orantes?

Su observación es correcta y demuestra que no es suficiente decretar "momentos de silencio" para que la liturgia esté impregnada de silencio sagrado.

El silencio es una actitud del alma. No es una pausa entre dos ritos; es, él mismo, plenamente un rito.

Ciertamente, los ritos orientales no prevén tiempos de silencio durante la Divina Liturgia. Sin embargo, conocen perfectamente la dimensión apofática de la oración ante el Dios "inefable, ininteligible, inalcanzable". La Divina Liturgia se ha adentrado, de alguna manera, en el Misterio. La celebran detrás del iconostasio que, para los orientales, es el velo que protege el Misterio. Para nosotros, de rito latino, el silencio es un iconostasio sonoro. El silencio es una mistagogia, nos permite entrar en el misterio sin desflorarlo. En la liturgia, el lenguaje de los misterios es silencioso. El silencio no oculta, sino que revela en profundidad.

San Juan Pablo II nos enseña que "el misterio se vela continuamente, se cubre de silencio, para evitar que en el lugar de Dios construyamos un ídolo". Quiero afirmar que actualmente el riesgo de que los cristianos se conviertan en idólatras es grande. Prisioneros del ruido causado por discursos humanos interminables, no estamos lejos de construir un culto a nuestra altura, un dios a nuestra imagen. Como observaba el cardenal Godfried Danneels, "la liturgia occidental, tal como se realiza ahora, tiene como principal defecto el ser demasiado habladora". En África, según el padre Faustin Nyombayré, sacerdote ruandés, "ni la liturgia ni las funciones supuestamente religiosas se libran de la superficialidad, de las que volvemos sin aliento y sudorosos, en lugar de volver descansados, llenos de lo que hemos celebrado para vivir mejor y poder ser testimonios". A veces las celebraciones son ruidosas y agotadoras. La liturgia está enferma. El síntoma más evidente de esta enfermedad es la omnipresencia del micrófono. ¡Se ha convertido en algo tan indispensable que nos preguntamos cómo se podía celebrar antes de su invención!

El ruido exterior, y nuestro propio ruido interior, hace que seamos ajenos a nosotros mismos. En el ruido el hombre no puede hacer otra cosa que decaer en la banalidad: somos superficiales en lo que decimos, pronunciamos discursos vacíos, hablamos sin parar… hasta que encontramos algo que decir, una especie de "batiburrillo" irresponsable hecho de chistes y de palabras mortales. Somos superficiales también en lo que hacemos: vivimos en una banalidad, supuestamente lógica y moral, en la que no encontramos nada de anormal.

A menudo salimos de nuestras liturgias ruidosas y superficiales sin haber encontrado a Dios y la paz interior que Él nos quiere ofrecer.

Tras su conferencia en Londres de julio pasado, usted ha vuelto sobre el tema de la orientación de la liturgia y desea que se aplique en nuestras iglesias. ¿Por qué es tan importante para usted y cómo cree usted que se puede poner en práctica este cambio?

El silencio plantea el problema de la esencia de la liturgia. Ahora bien, ésta es mística. Mientras sigamos acercándonos a la liturgia con un corazón ruidoso, será superficial y humana. El silencio litúrgico es una disposición radical y esencial; es una conversión del corazón. Ahora bien, convertirse, etimológicamente, es volverse, volverse hacia Dios. No hay silencio verdadero en la liturgia si no nos volvemos, de todo corazón, hacia el Señor. Es necesaria nuestra conversión, volvernos hacia el Señor, para mirarle, contemplar su rostro y caer a sus pies para adorarlo. Tenemos un ejemplo: María Magdalena pudo reconocer a Jesús la mañana de Pascua porque ella se volvió hacia Él: "Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto". "Haec cum dixisset, conversa est retrorsum et videt Jesus stantem [Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie]" (Jn 20, 13-14).

¿Cómo entrar en esta disposición interior sino volviéndonos físicamente, todos juntos, sacerdote y fieles, hacia el Señor que viene, hacia el Oriente simbolizado por el ábside presidido por la Cruz? [Nota de la Redacción: el pasado 13 de octubre, en la edición impresa de L'Osservatore Romano, S.S. el Papa emérito Benedicto XVI publicó un artículo en el cual se rescata también el sentido profundo de la celebración ad Orientem]

La orientación exterior nos lleva a la orientación interior, por aquélla simbolizada. En los tiempos apostólicos los cristianos ya conocían esta manera de rezar. La cuestión no es celebrar de espaldas o de cara al pueblo, sino hacia el Oriente, ad Dominum, hacia el Señor.

Esta manera favorece el silencio. De hecho, el celebrante está menos tentado de monopolizar la palabra. De cara al Señor está menos tentado de ser un profesor que imparte una lección durante la Misa, reduciendo el altar a una tribuna en la que el eje ya no sería la cruz, ¡sino el micrófono! El sacerdote debe recordar que él no es más que un instrumento en las manos de Cristo, que debe callar para dejar espacio a la Palabra, que nuestras palabras humanas son irrisorias ante el único Verbo eterno.

Estoy convencido de que los sacerdotes no emplean el mismo tono de voz cuando celebran hacia el Oriente. Como dice el Papa Francisco, ¡estamos menos tentados de considerarnos actores!
                                                 El cardenal Sarah, celebrando ad Orientem, hacia el Señor.

Por supuesto, este modo de celebrar, legítimo y deseable, no debe ser impuesto como una revolución. Sé que en muchos lugares una catequesis preparatoria ha facilitado que los fieles se adapten y aprecien esta orientación. ¡Me gustaría realmente que esta cuestión no se convirtiera en una ocasión de enfrentamiento ideológico entre diversas facciones! Se trata de nuestra relación con Dios.

Como he dicho recientemente, con ocasión de una audiencia privada con el Santo Padre, sólo planteo sugerencias inspiradas por mi corazón de pastor preocupado por el bien de los fieles. No es mi intención oponer una práctica a la otra. Si materialmente es imposible celebra ad orientem, es necesario poner una cruz en el altar, bien a la vista, como punto de referencia para todos. Cristo crucificado es el Oriente cristiano.

Usted defiende ardientemente la Constitución conciliar acerca de la liturgia y lamenta que se haya aplicado tan mal. ¿Cómo la explica a distancia de estos cincuenta años? ¿No son las autoridades de la Iglesia los responsables principales?

Creo que nos falta espíritu de fe cuando leemos el documento del Concilio. Fascinados por lo que Benedicto XVI llama "el Concilio de los medios de comunicación", hacemos una lectura demasiado humana, buscando las rupturas y las oposiciones cuando un corazón católico debería, en cambio, esforzarse por encontrar la renovación en la continuidad. Más que nunca nos debe guiar la enseñanza conciliar contenida en Sacrosanctum Concilium. Es hora de que nos dejemos enseñar por el Concilio en lugar de utilizarlo para justificar nuestra inquietud creativa o para defender nuestras ideologías utilizando las armas sagradas de la liturgia.

Un único ejemplo: el Concilio Vaticano II ha definido admirablemente el sacerdocio bautismal de los laicos como la capacidad de ofrecernos en sacrificio al Padre con Cristo para convertirnos, en Jesús, en "hostias santas, puras e inmaculadas". He aquí el fundamento teológico de la verdadera participación a la liturgia.

Esta realidad espiritual debería vivirse especialmente en el ofertorio, ese momento en el que todo el pueblo cristiano se ofrece, no al lado de Cristo, sino en Él, mediante su sacrificio que será realizado en la consagración. Volver a leer el Concilio evitaría que nuestros ofertorios sean desfigurados por manifestaciones que pertenecen más al folclore que a la liturgia. Una sana hermenéutica de la continuidad podría ayudarnos a rendir homenaje de nuevo a las antiguas oraciones del ofertorio leídas a la luz del Concilio Vaticano II.

Usted alude a "la reforma de la reforma" (núm. 257): ¿en qué consistiría principalmente? ¿Atañería a las dos formas del rito romano o sólo a la forma ordinaria?

La liturgia debe reformarse siempre para ser más fiel a su esencia mística. Lo que llamamos "reforma de la reforma", y que deberíamos quizá llamar "enriquecimiento mutuo de los ritos", retomando una expresión del magisterio de Benedicto XVI, es una necesidad espiritual. Atañe, por consiguiente, a las dos formas del rito romano.

Me niego a que dediquemos nuestro tiempo a oponer una liturgia a la otra, o el rito de San Pío V al del Beato Pablo VI. Se trata de entrar en el gran silencio de la liturgia; es necesario dejarse enriquecer por todas las formas litúrgicas, latinas u orientales. ¿Por qué la forma extraordinaria no debería abrirse a lo mejor que ha producido la reforma litúrgica surgida del Concilio Vaticano II? ¿Por qué la forma ordinaria no debe volver a las antiguas oraciones del ofertorio, a las oraciones a los pies del altar, o a un poco de silencio durante determinadas partes del Canon?

Sin un espíritu contemplativo, la liturgia seguirá siendo ocasión de tormentos rencorosos y de enfrentamientos ideológicos, de humillaciones públicas de los débiles por parte de quienes pretenden poseer la autoridad, mientras debería ser, en cambio, el lugar de nuestra unidad y de nuestra comunión en el Señor. ¿Por qué enfrentarnos y detestarnos? Al contrario, la liturgia hace que todos lleguemos a la unidad en la fe y en el verdadero conocimiento del Hijo de Dios, al estado de Hombre Perfecto, a la plenitud de la estatura de Cristo… De este modo, viviendo en la verdad del amor, crecemos en Cristo para elevarnos hasta Él, que es la Cabeza (cfr. Ef 4, 13-15).

En el contexto litúrgico actual del mundo latino, ¿cómo podemos superar la desconfianza que existe entre ciertos seguidores de las dos formas litúrgicas del mismo rito romano, que se niegan a celebrar en la otra forma, a la que miran a veces con un cierto menosprecio?

Dañar la liturgia es dañar nuestra relación con Dios y la expresión de nuestra fe cristiana. El cardenal Charles Journet afirmaba: "La liturgia y la catequesis son las dos mordazas de la tenaza con la que el demonio quiere arrancar la fe al pueblo cristiano y apoderarse de la Iglesia para destruirla y aniquilarla definitivamente. Aún hoy el gran dragón está al acecho ante la mujer, la Iglesia, dispuesto a devorar al niño". Sí, el diablo quiere enfrentarnos los unos a los otros en el corazón mismo del sacramento de la unidad y de la comunión fraterna. Ha llegado el tiempo de que cesen el menosprecio, la desconfianza y la sospecha y de volver a encontrar un corazón católico. Ha llegado el tiempo de recuperar juntos la belleza de la liturgia, como nos recomienda el Santo Padre Francisco porque, como él dice, "la belleza de lo litúrgico […] [es] presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado" (Homilía de la Misa Crismal, 28 de marzo de 2013).

La Grande Chatreuse (Gran Cartuja), en las montañas al norte de Grenoble, en las estribaciones de los Alpes: un lugar privilegiado para la oración y el silencio.

¿Cómo ha vivido usted su excepcional estancia en la Gran Cartuja?

Doy gracias a Dios por haberme concedido esta gracia excepcional. No puedo dejar de expresar la gratitud de mi corazón y mi inmenso agradecimiento a don Dysmas de Lassus por su calurosa acogida. Me gustaría también pedir perdón por todas las molestias que mi estancia haya podido causar. La Gran Cartuja es la casa de Dios. Ella nos eleva hacia Dios y nos deposita ante Él. Todo nos es ofrecido para encontrar a Dios: la belleza de la naturaleza, la austeridad del lugar, el silencio, la soledad y la liturgia. Aunque estoy acostumbrado a rezar por la noche, el oficio nocturno de la Gran Cartuja me ha impresionado profundamente: la oscuridad era pura, el silencio estaba habitado por una Presencia, la de Dios. La noche nos escondía todo, nos aislaba los unos de los otros, pero también unía nuestras voces y nuestra alabanza, orientaba nuestros corazones, nuestras miradas y nuestro pensamiento para que no miráramos más que a Dios. La noche es materna, deliciosa y purificadora. La oscuridad es como una fuente de la que surgimos lavados, pacificados y más íntimamente unidos a Cristo y a los otros. Pasar una buena parte de la noche rezando regenera, nos hace renacer. Aquí, Dios se convierte en nuestra Vida, nuestra Fortaleza, nuestra Felicidad, nuestro Todo. Siento una gran admiración por San Bruno que, como Elías, guió muchas almas a esta Montaña de Dios para escuchar y ver "la voz de un suave silencio" y para dejarse interpelar por esta voz que nos dice: "¿Qué haces aquí, Elías?" (1R 19, 11-13).

Nota de la Redacción: La traducción pertenece a Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares). Todas las fotografías están tomadas del artículo original.

Actualización [12 de noviembre de 2016]: La bitácora El búho escrutador publica una breve, pero muy interesante nota sobre el abismo litúrgico que separa Oriente de Occidente. 

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