miércoles, 28 de febrero de 2018

En torno a la cuestión de ritos y formas (I)

Continuando con la tarea de poner a disposición de nuestros lectores las actas del III Congreso Summorum Pontificum, el que tuvo lugar a fines de julio pasado, publicamos hoy la primera de dos entradas de la conferencia que allí sostuviera el Prof. Augusto Merino Medina, colaborador estable de esta bitácora.


El Prof. Augusto Merino durante su conferencia en el III Congreso Summorum Pontificum de Santiago (2017)
(Foto: Asociación Litúrgica Magnificat)

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En torno a la cuestión de ritos y formas.

Augusto Merino Medina

“El medio es el mensaje”
Marshall MacLuhan

“Y cuando estaban juntos a la mesa
tomó el pan, lo bendijo, lo partió
y se los dio. Entonces se les abrieron
los ojos y lo reconocieron”
Lc 24, 30-31.

I. Introducción

La promulgación, hace ya diez años, del motu proprio Summorum Pontificum es uno de los momentos más importantes de la vida de la Iglesia en la época contemporánea. Su importancia puede evaluarse si se considera, primero, que la liturgia es la cumbre y fuente de la vida de la Iglesia[1] y, segundo, que esa liturgia fue sometida a reformas, sin antecedentes en la historia de la Iglesia, con posterioridad al Concilio Vaticano II, con el pretexto de cumplir lo mandado por él; reformas que constituyen el acto más importante y más grave derivado de dicho Concilio, y el que ha tenido más consecuencias para la vida de la Iglesia desde la herejía arriana del siglo IV: cuando se mete mano tan radicalmente en el corazón de la liturgia, que es la Misa, es decir, en el corazón de la Iglesia, ya nada queda en pie. Testigo de esto es la reforma litúrgica de Lutero, la única otra gran reforma masiva de la liturgia que registra la historia de la Iglesia.

El restablecimiento del vínculo con la Tradición, al declarar el motu proprio que la Misa usus antiquior jamás había sido abrogada o derogada y al alentarse de nuevo, por consiguiente, su celebración, ya es un logro considerable, por el cual la Iglesia debe estar agradecida a Benedicto XVI. Pero hay también otro motivo de gratitud: en ese documento Benedicto XVI empleó una terminología, hasta entonces inusual, para referirse a la Misa de Pablo VI como “forma ordinaria” y a la Misa usus antiquior, como “forma extraordinaria”, declarando que las dos son formas igualmente válidas del rito romano. Esta terminología permite aclarar los términos del problema que Pablo VI creó al promulgar la nueva Misa, que puede ahora ser expuesto mucho más nítidamente.

Lo que aquí intentaremos hacer es lo siguiente: en primer lugar, examinar en general el concepto de rito, destacando los dos elementos que lo integran, que denominaremos “contenido” y “forma”; en segundo lugar, aplicar las ideas así elucidadas al análisis de la situación actual del rito romano de la Misa.

 El entonces Cardenal Ratzinger celebra una Misa Pontifical usus antiquior para la FSSP en el seminario de Wigratzbad (1990)
  
II. La concepción de rito: contenido y forma.

1. El concepto genérico de rito.

El rito, en general, puede entenderse en relación con las necesidades expresivas del ser humano y sus capacidades comunicativas.

En efecto, no todo lo que el hombre es capaz de concebir o de experimentar en su vida interior (ideas, emociones, sentimientos, intuiciones) puede ser comunicado o expresado a los demás por el modo que resulta más inmediato, directo y, al cabo, más distintivo y propio de la especie humana, es decir, por el lenguaje verbal, ya sea abstracto, ya concreto –es decir, poético-. Y esto nos pone frente al segundo lenguaje por el cual se comunica el ser humano: el lenguaje no verbal.

Este sirve para expresar todo aquello que no cabe en el concepto –el que es siempre una abstracción de la realidad-, o sea, todo aquello que, por su riqueza, lo desborda y para expresar, además, todo aquello que la palabra poética no siempre acierta a comunicar. Para hacerlo, este lenguaje no verbal recurre a una gran variedad de recursos de otro tipo que están a disposición del hombre: los gestos del rostro o del cuerpo en general, el uso de ciertas cosas como flores, o aromas o colores, la disposición de las cosas en el espacio, las vestimentas y adornos corporales, la música y las demás artes, las inflexiones de la voz (independientemente de la palabra pronunciada) y otras más, todas las cuales coadyuvan a la expresión y la comunicación.

Dos elementos, pues, integran el rito: el contenido (una realidad inefable aprehendida interiormente por el hombre) y las formas exteriores que usa para expresarlo y comunicarlo.

Pero no toda forma de comunicación que recurre al lenguaje no verbal es, propiamente, un rito. El amor recurre también a gestos para comunicarse, pero no todo en la expresión y comunicación del amor es, en sentido propio, un rito. Restringiremos el término rito, en esta exposición, sólo a lo que deja atrás el mundo de los contenidos cotidianos, de lo usual, de lo familiar, para intentar comunicar algo que trasciende la vivencia humana usual o prosaica.

O sea, el rito expresa algo que, saliendo de la prosa del día a día, es de importancia trascendental. Pero hay más: todo rito tiene siempre una dimensión colectiva porque el hombre es esencialmente un ser social: existe propiamente un rito cuando éste está referido a lo inefable y trascendental en la vida colectiva: el rito es algo que se vive y se realiza colectivamente.

Como modo de expresar y comunicar lo inefable y trascendente en la vida colectiva el rito exige una particular solemnidad en su realización y la observancia minuciosa de una serie de actitudes y exterioridades ad hoc, claramente diferenciadas de las reglas de comportamiento diario y de los usos y costumbres sociales corrientes (como el saludarse dándose la mano, o las maneras de comer en la mesa, cosas que están también pautadas, etcétera).

Esta expresión de lo inefable y trascendental exige alejarse necesariamente de lo cómico o lo familiar o lo simpático o de otras emociones parecidas que no convienen a la comunicación de lo trascendental, de lo sublime, y requiere la realización de acciones inusuales, de comportamientos y gestos reservados exclusivamente para estas ocasiones y estrictamente pautados hasta en sus menores detalles. Ahora bien, en el orden de lo inefable hay una amplísima gama de realidades que comunicar y es posible reconocer en ella, casi intuitivamente, una jerarquía más o menos clara. Mientras más alta es la jerarquía de la realidad que ha de comunicarse, más pautado, estricto, regulado y solemne es el rito. Por eso, cuando el rito se refiere a lo sagrado, exige la observancia de un comportamiento acorde con el misterio propio de lo sacro, un comportamiento que exprese lo que, en inglés, se denomina “awe”, concepto imposible de traducir al castellano con un solo término, y que se puede describir  como “sentimiento de asombro, de admiración y de temor reverencial ante lo inmenso, lo maravilloso y lo que supera nuestra capacidad de comprensión”. En la expresión y comunicación de semejante sentimiento no es concebible una actitud ritual que sea principalmente aleatoria, entregada a la improvisación, desregulada, “informal”. La falta de apego a una norma objetiva de expresión (vestimentas, gestos, objetos o instrumentos, etcétera), largamente vigente, decantada, es indicación de que falta la actitud requerida por el rito o señal clara de su corrupción.

Por lo trascendente de su contenido, una colectividad humana no concibe jamás un rito como una simple creación humana ni, mucho menos, prosaica y burocrática, sino que, igual que el arte, el rito está siempre vinculado con criterios arcanos de valor; oculta siempre el artificio que lo ha ido creando, y tiende un velo sobre el acto de su generación. Además, en relación con esto último, con su origen, el rito comunica que la colectividad está en conexión vital con su pasado, con la historia y, quizá más todavía, con el origen de todo, con una cosmogonía: todo rito es siempre herencia de los antepasados y forma parte esencial de la tradición. Por ello es que el rito exige, como decíamos, una actitud llena de reverencial temor que le es inherente. Piénsese, al respecto, en el ejemplo que nos proporciona la apertura del Parlamento por la Reina de Inglaterra: en esa impresionante ceremonia, que es un preclaro ejemplo de rito, todo está estrictamente pautado, regulado, previsto, de modo que no se deja nada al azar ni se lo entrega a la creatividad o espontaneidad de los actores, hasta el punto de que sería inconcebible, en el desarrollo de la ceremonia,  la intervención del arbitrio innovador, espontáneo, de nadie, o la alteración de cualquier detalle, por pequeño que fuere. Y la razón de ello es que esa ceremonia refiere plásticamente el origen mítico del sistema político inglés, la gloria de que está rodeado, la tradición venerable que encarna.

Todo esto tiene una particular importancia en el rito religioso, que se refiere al misterioso mundo de lo numinoso, de lo “awe-inspiring”. En el rito religioso hay un aspecto que se destaca mucho más que en los ritos “civiles”: el rito religioso no es jamás enteramente compresible conceptualmente: lo sagrado oculta su deslumbrante presencia al ojo prosaico, inquisitivo, de talante científico, analítico, crítico. Es un contrasentido un rito religioso que se hace o fabrica o modifica en una especie de laboratorio ad hoc, por un conjunto de “expertos en la materia” que proceden echando mano a una serie de conocimientos científicos (historiografía, paleografía, etcétera). Tal rito nace ya destituido de esa esencial capacidad de religar al hombre con el pasado, con el origen, con lo trascendente. Un rito religioso que lo explica todo, que es perfectamente inteligible, que se lee como quien lee una receta de cocina, ha perdido una de sus cualidades expresivas y comunicativas esenciales[2].

Del mismo modo, la permanencia e inalterabilidad de todo rito, y en especial del religioso, es también un factor de máxima importancia: se trata de expresar y de entrar en contacto con un mundo intemporal, que permanece siempre igual, como fundamento sólido de la realidad, del sentido de la vida, de la confianza y de la fe colectivas. Esto significa que jamás un rito “se pone al día”; el rito no se “aggiorna” para “sintonizar” con los hombres del presente, sino que la realidad inefable y trascendente que comunica exige que los hombres se pongan a tono con él, mediante un proceso de iniciación que incluye una explicación, un componente, podríamos decir, didáctico o pedagógico. Todo rito es siempre, en alguna medida, iniciático. Por otra parte, por su intemporalidad, el rito sagrado une también al hombre de hoy con los hombres del futuro, estableciendo una ligazón que supera los límites de la vida humana en el tiempo y descubriendo una realidad que la supera infinitamente.

Como puede verse, la tradición y el largo transcurso del tiempo, son elementos que tienen decisiva importancia en la configuración del rito. En esta misma línea se entiende que la lentitud en el desarrollo histórico del rito es esencial, como lo es también la lentitud en la ejecución del rito en cada ocasión: no es solemne lo que aparece en escena de un día para otro, lo que nace precipitadamente, como tampoco lo es lo que se hace a la carrera, lo que transcurre en un santiamén, lo que adquiere el ritmo de un dibujo animado. Lo que el rito comunica exige paladeo, una contemplación morosa, un transcurrir reposado y grave tanto a lo largo de los siglos como en el momento en que se lleva a cabo.

Todas estas exterioridades concretas o “formas” solemnes que un rito emplea para expresarse o comunicar su contenido, nos permiten colegir la importancia de la realidad a que se refiere, su naturaleza, su riqueza, su inefable complejidad. Un rito que no logra expresar y comunicar todo esto, es un rito frustrado.

En suma, el rito es, en su acepción más amplia, un conjunto de expresiones externas, tanto verbales como no verbales (ceremonias, gestos, acciones, usos, elementos visuales, auditivos, etcétera) que tienen como finalidad comunicar, en parte al menos, un determinado contenido inefable y trascendental para la colectividad. El rito religioso se diferencia de los demás ritos por referirse al mundo misterioso de lo numinoso, y exige que las características generales del rito, que hemos descrito, sean extremadas. 

 (Foto: Asociación Litúrgica Magnificat)

2. Las “formas”.

Hemos dicho que el rito comporta contenido y formas. Las “formas”, en relación con esta idea de “rito” son, pues, las expresiones materiales, las ceremonias externas, de que se echa mano para decir lo que, en una determinada realidad, es comunicable pero inefable. Esta realidad inefable es el fondo del contenido, el verdadero contenido, el mensaje que hay que comunicar. Las formas son el medio que lo comunica.

Ahora bien, se nos presenta aquí una cuestión difícil. A menudo las formas comunican más de lo que se querría, o menos, o cambian el contenido en alguna medida importante, o lo sesgan en alguna dirección que el emisor del mensaje nunca quiso ni previó y de la cual ni siquiera tiene conciencia. Cada forma comunicativa produce un “ruido” que incide sobre el contenido y lo cualifica o distorsiona, de manera que, al cabo, el receptor puede recibir el contenido de un modo diferente de cómo se emitió. Quienes entienden de los procesos de reproducción musical en el mundo de hoy captarán bien esta idea: los diversos procedimientos de reproducción conllevan más o menos ruido, y se prefiere, obviamente, los que provocan menos ruido. Por este motivo es que Marshall MacLuhan ha dicho que el medio es el mensaje. En el caso del rito y debido a que tiene que ver con lo inefable, el medio, es decir las formas, tienen tal fuerza que tienden a transformarse ellas mismas en el mensaje, en especial cuando se trata de símbolos

Hay una dialéctica, que calificaríamos incluso de agonal, entre el mensaje que hay que comunicar (es decir, el contenido) y el medio de comunicación (las formas, en la situación que analizamos). Porque, no obstante el poder de las formas (especialmente las formas simbólicas), el contenido no pierde toda importancia, particularmente cuando él consiste en un núcleo que es, en parte, conceptualmente inteligible. Y ello se debe a que ese contenido conceptual ayuda a comprender el sentido o significado que tienen las formas. Esto se hace más claro cuando un rito religioso, por ejemplo, está acompañado por una teología, que es una disciplina racional, conceptual, discursiva, que explica lo que se está haciendo. Imaginemos un rito de este tipo que consiste en encender una gran fogata y en poner en ella, para ser quemado, un determinado objeto: el contenido conceptual, teológico del rito puede explicar que lo que se está haciendo es una purificación, y no una destrucción de dicho objeto. De este modo, el rito cambia de cariz debido a la guía de los conceptos y palabras que lo acompañan.

Pero un rito no es una exposición o explicación de teología: el rito no es jamás una comunicación filosófica de un contenido conceptual, aun cuando ésta pueda ser posible y necesaria. En contraste con esto, una lección de lógica formal en la universidad, por ejemplo, no necesita recurrir ni a ritos ni a simbolismos ni excitar emociones. Una lección de teología, tampoco. En el caso de un rito, una vez inteligido y comprendido el contenido conceptual, queda todavía mucho por comprender que los conceptos no pueden comunicar. Quizá vendría a cuento recordar en este lugar aquello de Pascal: “el corazón tiene sus razones que la razón no entiende”. Y recordar también lo que ocurrió a Santo Tomás de Aquino: después de que mientras celebraba una Misa, a tres meses de su muerte, tuvo una visión sobrenatural, no siguió escribiendo una sola línea más de teología, dejando interrumpida la Suma, y sólo escribió un comentario al más poético de los libros de la Biblia, el Cantar de los Cantares: toda la estupenda teología que había escrito hasta ese momento le pareció “paja molida” en comparación con lo que había visto y no podía expresar.

Así pues -y esto es de máxima importancia- por su gran poder evocativo, sugerente de lo inefable (que es lo más rico y profundo del contenido a que se refiere el rito), las formas comunicativas no verbales (ceremonias y exterioridades) tienen un decisivo peso en el rito: ellas importan máximamente: son tales formas no verbales las que resultan decisivas en el rito, y ellas son las que más comunican de lo que hay de comunicable en la inefabilidad del contenido: ellas constituyen, efectivamente, el núcleo del rito, su nudo más comunicativo y expresivo. Por mucho que los conceptos puedan decir algo del contenido lo esencial es lo que se hace, más que lo que se dice. Como lo inefable del contenido es el “elemento” de mayor peso en el rito –es, al cabo, lo que hace necesario recurrir él- aquel elemento del rito –la exterioridad material- que comunica, o procura comunicar no verbalmente esa inefabilidad es lo que, al cabo, decide lo que el rito expresa. La suerte del contenido comunicable del rito se juega, normalmente, en las formas simbólicas, no conceptuales.

Esto explica que el rito cambia más fácilmente por el cambio de las formas (ceremonias y exterioridades del lenguaje no verbal) que por el conjunto de conceptos que forman parte del mismo. Se puede decir, así, que un rito depende, de modo inevitable y decisivo, de las formas. Por eso, cambiadas las formas, cambia el rito.

Por último, hay dos consideraciones que agregar. Primero, en todo rito hay ciertas exterioridades más esenciales que otras, que lo rodean y le dan un aire o tono particular. Entre estas últimas, puede darse un conjunto de variaciones menos importantes que no afectan a lo que el rito comunica. En el ejemplo de la fogata sagrada que poníamos antes, una exterioridad de menos importancia podría ser el procedimiento para encender la fogata. Sin embargo, existe una íntima y misteriosa vinculación entre las diversas partes de un rito, por lo que es con frecuencia imposible alterar una, incluso secundaria, sin introducir alguna alteración, de consecuencias desconocidas, en el resto. El mundo de lo simbólico, en que vive el rito, es insondable y toda intervención que se haga en él está cargada de peligros [3] [4].

Segundo: por más solemne y hierático que sea un rito, él es parte de la realidad humana, y no escapa, por tanto, a ciertas variaciones o evoluciones, propias de la medida de movilidad que hay en la existencia del hombre. Pero la vida, y la vida humana, cambia por lenta evolución, no por saltos, de modo que un rito sólo puede seguir siendo el mismo, sólo puede seguir vivo, si varía orgánicamente, al modo de las cosas vivas. Por tanto, una variación o alteración brusca o profunda del rito, no puede tener sino un resultado: la muerte del mismo, su destrucción, porque se ha tocado, efectivamente, lo que en él hay de más central y comunicativo: su estar fuera del tiempo y del espacio, su relación con lo trascendente e inefable.

Como conclusión de esta I Parte, podemos resumir lo dicho del siguiente modo:

1) El rito es un modo de expresar y comunicar lo que, en una colectividad humana tiene los siguientes rasgos:

(a) es inefable, en cuanto que su riqueza es tal que se hacen insuficientes las posibilidades comunicativas del lenguaje verbal conceptual, y debe recurrir, por lo tanto, a otras formas expresivas de que el hombre puede echar mano, como los gestos, actitudes, uso de colores y otras realidades que impresionan a los sentidos, entre las cuales tienen un lugar destacado las diversas formas de arte, que son un lenguaje concreto.

(b) es trascendental, en cuanto que se refiere a aspectos vitales de la existencia colectiva, que le sirven de fundamento, que la orientan, que la vinculan con el pasado y con el futuro.

(c) es “awe-inspiring”, es decir, inspirador de temor reverencial y de admiración.

2) Lo propio del modo ritual de expresar y comunicar algo es la regulación estricta de los medios o instrumentos o formas de la comunicación, sometiéndolos a una pauta detallada, de la cual quedan excluidas la espontaneidad, la improvisación, la informalidad y todas aquellas emociones humanas incompatibles con lo tremendo y lo numinoso (como lo cómico, o lo simpático).

3) De los diversos elementos que componen el medio por el cual se expresa y comunica el contenido del rito (determinadas ideas e intuiciones inefables), a saber: el lenguaje verbal conceptual, el lenguaje verbal concreto o poético, las ceremonias y otras formas propias del lenguaje no verbal, lo que define y configura al rito es el lenguaje verbal concreto o poético y el lenguaje no verbal en sus diversas manifestaciones. Y esto es así porque el núcleo más íntimo del contenido de un rito es inefable. En otros términos, lo que define y configura a un rito es su forma. Es por esta razón que un rito sólo puede tener una forma si ha de comunicar una sola cosa.



[1] Concilio Vatican II, Constitución Sacrosanctum Concilium, núm. 10.

[2] Esto permite comprender por qué, en la historia cultural de Occidente, la “ilustración” o “iluminismo”, o sea, el racionalismo del “siglo de las luces”, es el mayor enemigo del rito, con su afán de hacerlo todo comprensible y de desechar absolutamente lo que no lo es, erigiendo a la razón discursiva como criterio absoluto de lo verdadero.

[3] Respecto de este punto es útil decir que, a veces, se ha hablado de la existencia de “usos” dentro de un mismo rito; usos que se refieren a determinadas formas de importancia secundaria, que introducen cambios evidentes pero no mayormente significativos en el rito. Así, por ejemplo, se podría decir que, en el rito romano, existen diversos “usos” como el dominicano, en que se constata ciertas diferencias respecto del rito “madre”, el rito romano, que son accidentales, no sustanciales para la identidad del rito. Un ejemplo de esto en el “uso” dominicano es que, en la Misa, después de la Consagración  y durante el resto del Canon, el celebrante extiende sus brazos en forma de cruz, a diferencia del gesto restringido, lleno de “noble simplicidad”  y mesura, del rito romano, en que el celebrante mantiene sus brazos pegados al cuerpo aunque con las manos abiertas. Esta variación en la forma es una particularidad del “uso” dominicano que no es suficiente como para considerarlo un rito diferente. Pero todo esto implica una cuestión terminológica que puede llegar a ser innecesariamente prolija: que sea el dominicano un “uso” del rito romano o un rito diferente, no tiene mayor importancia porque, en la mayor parte de su transcurso, las formas son las mismas, y el esquema general del rito se puede reconocer fácilmente en ambos casos. Lo cual no es posible cuando hay diferencias formales de mayor importancia, como es el caso entre el rito romano y, por ejemplo, el mozárabe o, quizá, el ambrosiano. Se puede agregar, finalmente, para mayor abundamiento, que el contenido del rito es, obviamente, el mismo en ambos casos.

[4] La dificultad de apreciar la importancia de alguna ceremonia externa –es decir, de determinar si es importante o no- puede tener graves consecuencias si se decide intervenir dicha ceremonia porque, cambiado un elemento esencial, cambia todo el rito. Piénsese, por ejemplo, en el caso del Ofertorio en el rito romano, que ha llegado a formar una sola cosa con el Canon. Como ha dicho Mons. Klaus Gamber:Chaque rite constitue une unité homogène. Aussi, la modification de quelques-unes de ses composantes essentielles signifie la destruction du rite tout entier. C’est ce qui s’est passé pour la première fois au temps de la Réforme, lorsque Martin Luther fit disparaître le canon de la messe et relia le récit de l’Institution directement à la distribution de la communion”. Cf. Gamber, K., La reforme liturgique en question, p. 12, disponible aquí.

2 comentarios:

  1. Excelente ponencia, espero con ansias la segunda parte. Gracias por publicarla.

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  2. Muchas gracias por su comentario. Publicaremos en breve la segunda parte.

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