Una vez más, y siguiendo con el artículo anterior que les hemos ofrecido, el Prof. Peter Kwasniewski, bien conocido de nuestros lectores, nos recuerda la importancia de poner las cosas en su debido lugar. En este caso se refiere a la prioridad que tiene la virtud de la religión y la adoración respecto de la comunión en la Santa Misa, la cual muchas veces tiende a olvidarse, diluyendo el Sacrifico eucarístico en una cena comunitaria o en un acto de oración del Pueblo de Dios que se reúne en torno a sí. El artículo fue publicado originalmente en inglés por el sitio New Liturgical Movement y puede verse aquí. La traducción ha sido preparada por la Redacción.
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Prioridad de la religión y la adoración por sobre la
comunión
Peter Kwasniewski
El Concilio de Trento hizo, sobre el
“verdadero y singular sacrificio”, la siguiente declaración, muy famosa,
encareciendo que se la enseñara a los fieles:
“El mismo Dios, pues, y Señor nuestro, aunque se
había de ofrecer a sí mismo a Dios Padre una vez, por medio de la muerte en el
ara de la cruz, para obrar desde ella la redención eterna, con todo, como su
sacerdocio no había de acabarse con su muerte, para dejar en la última cena de
la noche misma en que era entregado, a su amada esposa la Iglesia un sacrificio
visible, según requiere la condición de los hombres, en el que se representase
el sacrificio cruento que por una vez se había de hacer en la cruz, y
permaneciese su memoria hasta el fin del mundo, y se aplicase su saludable
virtud a la remisión de los pecados que cotidianamente cometemos; al mismo
tiempo que se declaró sacerdote según el orden de Melchisedech, constituido
para toda la eternidad, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las
especies de pan y vino […] Esta es finalmente aquella oblación que se figuraba en
varias semejanzas de los sacrificios en los tiempos de la ley natural y de la
escrita, pues incluye todos los bienes que aquellos significaban, como
consumación y perfección de todos ellos” (Sesión XXII, capítulo I).
El Concilio se refiere a continuación a los
efectos de este sacrificio:
“Y por cuanto en este divino sacrificio que se
hace en la Misa, se contiene y sacrifica
incruentamente aquel mismo Cristo que se ofreció por una vez cruentamente en el
ara de la cruz, enseña el santo Concilio que este sacrificio es con toda verdad
propiciatorio, y que se logra por él que, si nos acercamos al Señor
contritos y penitentes, con sincero corazón, y recta fe, con temor y reverencia,
conseguiremos misericordia, y hallaremos su gracia por medio de sus oportunos
auxilios […] De aquí es que no sólo se ofrece con justa razón por los pecados,
penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles que viven, sino
también, según la tradición de los Apóstoles, por los que han muerto en Cristo
sin estar plenamente purgados” (Sesión XXII, capítulo 2).
Asimismo, el mismo Concilio no dudó
en afirmar, contra los errores de los protestantes, la adorable Presencia Real
de Nuestro Señor Jesucristo:
“En primer lugar enseña el santo
Concilio, y clara y sencillamente confiesa, que después de la consagración del
pan y del vino, se contiene en el saludable sacramento de
la santa Eucaristía verdadera, real y substancialmente nuestro Señor
Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo las especies de aquellas cosas sensibles”
(Sesión XIII, capítulo 1).
Después de declarar que la
Eucaristía fue instituida no sólo como alimento espiritual sino también como
memorial de las riquezas del divino amor de Cristo, para que pudiéramos venerar
Su memoria y anunciar su Muerte hasta que venga a juzgar al mundo, los Padres
prosiguen:
“No queda, pues, motivo alguno de
duda de que todos los fieles cristianos hayan de venerar a este santísimo
Sacramento, y prestarle, según la costumbre siempre recibida en la Iglesia
católica, el culto de latría que se debe al mismo Dios. Ni se le debe
tributar menos adoración con el pretexto de que fue instituido por Cristo nuestro
Señor para recibirlo; pues creemos que está presente en él aquel mismo Dios de
quien el Padre Eterno, introduciéndole en el mundo, dice: Adórenle todos los Ángeles de Dios; el mismo a quien los Magos postrados adoraron; y quien
finalmente, según el testimonio de la Escritura, fue adorado por los Apóstoles
en Galilea” (Sesión XIII, capítulo 5).
Es del modo de celebrar la Misa que
se había desarrollado en Occidente mucho antes del Concilio de Trento
–especialmente en lo relativo al Canon en silencio y a las elevaciones- que
surgen estos dogmas, al mismo tiempo que lo confirman. El silencio y las
elevaciones permiten que uno se conecte con los venerables misterios y los
venere en sí mismos, porque son dignos de toda veneración, y porque nuestra salvación
está simbolizada y resumida en ellos. De este modo se nos hace ver el propósito
intrínseco de asistir a Misa, además del de recibir la comunión: se nos da en
ella la oportunidad de plegarnos a la adoración celeste del Cordero, ante quien
se postran los ancianos y los ángeles frente al trono, y los Magos frente al
pesebre. La transubstanciación es la analogía litúrgica de la encarnación. Es
una reivindicación para el Reino de Dios de un rincón del mundo material: como
lo ha expresado alguien, Dios establece una cabeza de puente en la playa de un
territorio enemigo, o abre para nosotros un corredor por el cual podemos
ascender en espíritu hasta el Cielo. Nosotros ansiamos los atrios del Señor y le
pedimos que nos conduzca a ellos, como se ruega en tantas oraciones de
poscomunión.
Cada vez que se celebra la Misa en
forma de cena, versus populum, sin
silencio, sin elevaciones realizadas con gravedad ni doble genuflexión, con una
aclamación conmemorativa que interrumpe el acto de adoración de la fe, y con un
ars celebrandi que tiene como tónica
general la informalidad, estos rasgos socavan los dogmas tridentinos antes
citados y debilitan el sensus fidelium.
No resulta extraño que, en tales circunstancias, recibir la comunión se
convierta en la culminación de la ceremonia y, en realidad, en su único
objetivo, de modo que si uno no la recibe, queda “excluido”. Si no se comulga,
¿para qué ir a Misa?
En cambio, si el centro focal es el
ofrecimiento hecho por el sacerdote del santo sacrificio, como un acto propio
de la virtud de la religión –dar a Dios, en justicia, el recto culto que se le
debe, que todo ser humano le debe eternamente, cualquiera sea su estado o
condición-, entonces todos y cada uno tienen un motivo profundo, obligatorio,
ineludible para ir a Misa. De hecho, la Misa es el único modo por el cual
podemos satisfacer nuestra deuda con Dios de ofrecerle un culto que lo
satisfaga perfectamente, incluso con independencia de si recibimos o no el
alimento espiritual en la comunión.
(Foto: New Liturgical Movement)
Si se analiza la cuestión desde esta
perspectiva, logramos comprender, al cabo, un hecho hagiográfico que puede
parecernos, en un comienzo, sorprendente: el que tantos santos hayan asistido a
Misa dos o más veces al día, a menudo sin comulgar. Santo Tomás de Aquino celebraba
una Misa que era ayudada por su secretario Reginaldo y, a continuación,
cambiaban los papeles y Tomás ayudaba la Misa de Reginaldo. San Luis Rey oía
Misa dos veces al día. Este modo de actuar se hace perfectamente comprensible a
la luz de los dogmas tridentinos. Puesto que la Misa es un verdadero y adecuado
sacrificio que, por sí mismo, agrada infinitamente a Dios, asistir a ella y
unirse con un homenaje interior al que presta el sacerdote, es un acto perfecto
de la más excelente de las virtudes morales, la virtud de la religión, que
honra a Dios como lo ordena el primer Mandamiento. Y puesto que el Señor
Jesucristo está real, verdadera y sustancialmente presente bajo las formas de
pan y de vino, somos llevados ante la sala misma del trono del Rey de Reyes y
Señor de los Señores a fin de ofrecerle el acto de adoración que Él merece y Él
mismo recompensa.
Sólo por estas dos razones
–ejercitar la virtud de la religión y adorar al Señor en privilegiada
intimidad-, el asistir a Misa es la mejor acción que puede realizar un
católico. Por cierto, hay que equilibrar las prácticas religiosas con los demás
deberes que se tiene en la vida, pero si Santo Tomás, que escribió 50 volúmenes
in folio, y San Luis, que gobernada
un reino y peleaba en las Cruzadas, encontraron el tiempo suficiente para oír
dos Misas al día, es muy difícil encontrar excusas para no asistir a una Misa
al día (suponiendo que tengamos a nuestra disposición una Misa verdaderamente
devota y reverente, cosa con que, por desgracia, no se puede contar siempre
hoy). Y todo esto al margen de considerar todavía aquel acto, el más
maravilloso y benévolo de la condescendencia divina, por el cual se nos permite
y, más todavía, se nos invita, si estamos rectamente preparados, a aproximarnos
con temor y temblor al altar del “sacrificio total y último” y a tomar parte de
los misterios santísimos y vivificantes de Cristo, de la carne y sangre de
Dios.
Sobre todo en estos confusos tiempos
que vivimos, parece de vital importancia no tergiversar el orden inherente de
estos elementos, ni ponerlos cabeza abajo, ni confundirlos.
1. La Misa es el primer acto en que,
por medio del sacrificio de Cristo, rendimos, como es nuestro deber, culto a
Dios Uno y Trino por ser Él quien es, porque es digno de Él y porque nos
infligimos un daño si no enderezamos hacia Él nuestras mentes y nuestros
corazones[1]. Como dice Santo Tomás, ofendemos a Dios con
nuestros pecados no porque le causemos un daño a Él sino porque dañamos a la
criatura racional, que Él ama (es decir, a aquélla cuyo bien Él quiere). Este
culto comprende los actos asociados con el ofrecimiento de la Misa, es decir,
adoración, contrición, súplica, acción de gracias y alabanza, cada uno de los
cuales tiene aspectos interiores y exteriores, como lo explica Santo Tomás en
la Secunda Secundae de la Suma.
2. Debido a que la Misa es el
augusto sacrificio de Cristo, nos pone en la presencia misma del divino
Redentor, “el Cordero que fue degollado”, quien “es digno de recibir el poder,
la divinidad, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la bendición” (Ap.
5, 12). Es por esto que San Agustín dice que antes de recibir, debemos adorar:
pecaríamos si no adoráramos[2].
3. La Misa, en tercer lugar, es el
banquete sacrificial del Cordero, en que participamos de su carne y de su
sangre para nuestra santificación y salvación, siempre que no estemos
conscientes de algún pecado mortal no confesado, el cual implica vivir en un
estado de vida que la ley divina no permite.
4. A continuación, muy en cuarto
lugar, se podría hablar de la Misa como un acontecimiento social en que el
pueblo de Dios se presenta como tal pueblo, en el que la unidad de la Iglesia
se representa y realiza, y en que se satisface algunas de nuestras necesidades
como entes sociales.
Pero lo que hemos venido viendo en
los últimos cincuenta años es precisamente la inversión de estos cuatro
elementos, de modo que se pone en primer lugar la Misa como acontecimiento
social; comulgar es puesto en segundo lugar; la idea de adoración es puesta, en
sordina, en tercer lugar, y la noción de la Misa como sacrificio propiciatorio
e impetratorio es puesta tan lejos que se hace ininteligible.
A la luz de esta total inversión podríamos considerar de nuevo la
provocativa propuesta de Joseph Ratzinger de un “ayuno eucarístico”: ¿no
existen, acaso, ocasiones en que, para evitar el sutil peligro de recibir el
sacramento como algo obvio o de recibirlo para solidarizar con los demás,
debiéramos abstenernos de comulgar, aun pudiendo hacerlo? ¿No debiéramos en
algunas ocasiones intensificar nuestra hambre eucarística y obligarnos, así, a
vencer la rutina, y la distracción y la trivialización? No debiera entenderse
esto en contradicción con la recomendación de la comunión frecuente hecha por
Pío X, ni tampoco con el hecho de que la Eucaristía se instituyó como alimento
espiritual para nosotros: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre está en Mí y
Yo en él”; “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis su sangre, no
tenéis vida en vosotros”. Como regla general, quienes están debidamente
preparados, debieran comulgar: los sedientos en el desierto deben beber el agua
que se les da. Ratzinger, sin duda, estaría de acuerdo con esto.
El punto central que sostenemos aquí
es que existen varios misterios esencialmente relacionados con el santo
sacrificio de la Misa y que ellos, tal como han sido definidos con máxima
claridad por el Concilio de Trento, debieran configurar nuestra comprensión de
la naturaleza de la sagrada liturgia y de nuestra participación en ella. Existe
un nexus mysteriorum, una red de
misterios en que se iluminan unos a otros y en que hay una interdependencia
entre ellos, según cierto orden[3].
La forma de la liturgia y el ars
celebrandi del celebrante o bien reflejarán y ampliarán fielmente estos
misterios, en beneficio del pueblo cristiano, o bien introducirán concepciones
equivocadas, distracciones, obstáculos e incluso errores a su respecto, lo cual
tendrá dañinas consecuencias para toda la Iglesia militante.
[1] Es falso decir que la Misa es, ante todo, una comida, o que es
una comida y un sacrificio al mismo nivel. Es, más bien, un sacrificio en el
que se nos permite participar de la víctima, tal como en el Antiguo Testamento
existieron sacrificios de los que los sacerdotes podían comer. Una comida en sí
misma no es un sacrificio, pero un sacrificio sí puede ser comida. Esta es la
razón por la que la Misa no es una actualización de la Ultima Cena, como creen
muchos protestantes (y muchos católicos no instruidos), sino un hacer presente
la oblación del Hijo de Dios en la Cruz el Viernes Santo. Por esto es que es no
solamente engañoso sino incluso herético el enfatizar la mesa del Cuerpo y de
la Sangre de Cristo tanto, o incluso más, que el altar sobre el cual esta víctima
es sacrificada sacramentalmente, y celebrar la liturgia de un modo tal que el
elemento cena toma precedencia sobre el elemento oblación. Es por una buena
razón que el Concilio de Trento, cuando define la Misa, la llama reiteradamente
sacrificio antes de referirse al uso que hacen de él los hombres como alimento
y remedio.
[2] Enarr.in Ps. 98:9 (CCSL 39:1385).
[3] El método cartujo de participar en la Misa, publicado
recientemente en New Liturgical Movement por Gregory DiPippo, proporciona un vívido ejemplo de este
nexus mysteriorum al conducir al fiel
a través de las diversas partes y oraciones de la Misa, y le muestra cómo hay
que unirse a Cristo en cada una de ellas. Esto es ver toda la liturgia como un
prolongado acto de comunión, incluso con anticipación a aproximarse al altar
para recibir la hostia.
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