Robert Spaemann (Berlin, 1927) es probablemente, junto con el ya fallecido Josef Pieper, el filósofo católico de habla alemana más importante de la segunda mitad del siglo XX. Spaemann fue bautizado en 1930 luego de la conversión de sus padres a la Fe católica. Luego de la temprana muerte de su madre en 1936, su padre se ordenó sacerdote en 1942 y ejerció labores de capellán en Dorsten, lugar donde transcurrieron los años de colegio de Spaemann.
Spaemann estudió Filosofía, Historia, Teología y Romanística en las universidades de Münster, Múnich, Friburgo (Suiza) y París. En 1952 obtuvo con una tesis sobre Louis-Gabriel-Ambroise de Bonald el título doctoral bajo la dirección de Joachim Ritter, influyente discípulo de Ernst Cassirer que formó en torno a sí una escuela de filósofos interesados en reivindicar la filosofía práctica. Luego de ello, trabajó durante cuatro años en la editorial Kohlhammer, pasando a desempeñarse luego como asistente en la Universidad de Münster, donde aprobó en 1962 su tesis de habilitación al profesorado con un trabajo sobre François Fénelon. Como asistente en Münster participó en los seminarios del Collegium Philosophicum de Joachim Ritter.
Spaemann estudió Filosofía, Historia, Teología y Romanística en las universidades de Münster, Múnich, Friburgo (Suiza) y París. En 1952 obtuvo con una tesis sobre Louis-Gabriel-Ambroise de Bonald el título doctoral bajo la dirección de Joachim Ritter, influyente discípulo de Ernst Cassirer que formó en torno a sí una escuela de filósofos interesados en reivindicar la filosofía práctica. Luego de ello, trabajó durante cuatro años en la editorial Kohlhammer, pasando a desempeñarse luego como asistente en la Universidad de Münster, donde aprobó en 1962 su tesis de habilitación al profesorado con un trabajo sobre François Fénelon. Como asistente en Münster participó en los seminarios del Collegium Philosophicum de Joachim Ritter.
Spaemann fue Profesor titular de Filosofía en las universidades de Stuttgart (hasta 1968), Heidelberg (1972) y Múnich, donde en 1992 se convirtió en Profesor Emérito. Ha recibido doctorados honoris causa de numerosas universidades de todo el mundo, incluyendo la Pontificia Universidad Católica de Chile (1998), y ha recibido los premios Roncesvalles (2001) de la Universidad de Navarra y Karl Jaspers de la ciudad y universidad de Heidelberg. Es miembro de la Pontificia Academia para la Vida y de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, del Instituto de Chile.
En la obra de Spaemann destaca su interés por la protección de la dignidad de la persona humana y de la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural, participando a lo largo de su carrera en innumerables polémicas éticas sobre estas materias. Su pensamiento filosófico, que exhibe una fuerte influencia del aristotelismo y de la Escolástica, ha reivindicado la vigencia del Derecho Natural y la racionalidad de la creencia en Dios. La parte más importante de su producción ha sido traducida al castellano por distintas editoriales.
En 2012 se publicó el libro Über Gott und die Welt: Eine Autobiographie in Gesprächen (Stuttgart, Klett-Cotta), traducido por la Editorial Palabra con el título de Sobre Dios y el mundo. Una autobiografía dialogada (2014), donde Spaemann hace un recuento de su vida en el marco de una conversación con Stephan Sattler. Queremos compartir con nuestros lectores algunos pasajes de ese libro que se refieren a la liturgia católica, los que muestran la sensibilidad que el filósofo alemán ha tenido hacia ella, como ya dimos cuenta en otra ocasión.
El informe de estos recuerdos debería comenzarlo con el verso del salmo Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: in domun Domini ibimus. Mi recuerdo más temprano de la infancia es la alegría -de la que precisamente trata ese canto del peregrinaje israelita-, la remembranza de un indescriptible bienestar del niño de tres años que, reposando en el regazo materno, despierta con la salmodia de los monjes que le habían cantado ya durante el sueño. Los padres pensaban que ya era suficiente y querían interrumpirlo. Pero yo les rogaba que continuaran. No podía apartar de mis oídos aquel cántico con sus infinitas repeticiones. Tampoco hoy puedo hacerlo. Fue la abadía benedictina de San José, en el Gerleve westfaliano (cerca de Münster), donde mis padres fueron admitidos en la Iglesia y donde me hicieron bautizar a los tres años.
Mi padrino de Bautismo era un viejo y barbudo hermano conventual llamado Radbod, que muy pronto me introdujo en los secretos del cultivo de abejas, mientras mis padres cubrían en la tienda del monasterio su necesidad de miel. Más tarde, ocasionalmente acompañé como acólito a un monje que llevaba el “Viático” a una de las granjas vecinas, donde después de la ceremonia me daban un rico desayuno, más rico que lo que era costumbre en el monasterio.
La relación con la abadía no se perdió al trasladarse mis padres a Colonia en el año 1932. La Pascua la celebrábamos casi siempre allí. En 1943 los monjes fueron expulsados. Por entonces escribí mi primer soneto, en un estilo algo patético inspirado en el de Reinhold Schneider, en el que veía a mi Patria abandonada al hundimiento, ya que se había expulsado y desterrado a los diez juntos por cuya causa Dios la habría personado, como lo intentó con Sodoma y Gomorra.
Gerleve, 1943
El pueblo que a sus orantes cobardemente traicionó,/los primogénitos de sus hijos,/ ¿imagina que se salvará/con el propio Nombre santo? De su seno huye//el venerado cántico,/que su nombre llevó y entre lágrimas/arrancó la bendición de Dios. Solo el sordo gemido/penetra en el abismo y estremecido ve//un ángel, que como su pueblo a los diez justos/arroja, para que por su causa Dios perdona/y a la propia Sodoma deje libre.//Ya sin remedio las fuerzas oscuras están ahí/desnudas y sin nombre./Solo nos quedas tú, Dios mío; ven y sálvanos.
La fiesta de Pascua de 1943 fue un momento inolvidable. Siete años antes había muerto mi madre. Como de costumbre, pasé la fiesta en Gerleve, esta vez acogido por un campesino. Entretanto, el monasterio se había transformado en lazareto (hospital militar). Con la amenaza de una huelga de suministros, los agricultores habían conseguido la reapertura de la iglesia abacial, así como se pudieran celebrar servicios religiosos periódicamente. De ese modo pudimos tener aquel día el oficio pascual. Los niños de la escuela popular de Gerleve cantaron, haciendo resonar con estrépito los himnos gregorianos: Kyrie, Gloria, Credo y Agnus Dei, con la melodía específica de Pascua.
Su maestro había ensayado con ellos. Siempre me pareció ridícula la idea – que más tarde se extendió con la reforma litúrgica- de que habría sido necesario suprimir el latín para lograr una participación activa de los fieles en la Liturgia. En todo caso, aquel instante fue terrible para mí, pues tuve que representar completamente solo al coro de monjes expulsados, interviniendo como solista en el llamado Proprium, uno de los más ricos y melismáticos cantos gregorianos de Pascua –himnos que a su vez cuentan entre los más bellos del año- y que eran una competencia importante de la pequeña schola monacal.
El breve tercio con el que comienza el Resurrexit es completamente distinto de los bombos y trompetas que en siglos posteriores se movilizaron para ese texto. El júbilo que emana de ahí se parece a la aurora que surge con el nuevo Eón. Nosotros no somos los aludidos en las palabras del salmo: “He resucitado y permanezco siempre junto a Ti” (Sal 138, 18). Se trata de un diálogo entre el Resucitado y el Padre.
Dos años más tarde regresaron los monjes. Después de todo lo ocurrido, es comprensible que quisiera ingresar en su comunidad, y también que el viejo y honorable abad, tal como prescribe la Regla benedictina, frenara mi entusiasmo y en ese momento me devolviera a la Universidad. Esa llamada a la puerta del monasterio permanecería en mis oídos como un episodio notable. (Eso es algo con lo que un sabio abad siempre cuenta). Precisamente un antiguo amigo y compañero de estudios que había regresado de la guerra, y que había llamado conmigo a la puerta, ingresó poco después, se hizo monje- un buen monje-, más tarde maestro de novicios, y hace ya mucho tiempo que alcanzó la meta de su empeño.
Mi contacto con la abadía se hizo más escaso. Solo muchos, muchos años más tarde, descubrí en la Provenza, al pie del Mont Ventoux, la nueva abadía de Ste. Medeleine en Le Barroux, donde volví a encontrar a los monjes de mi juventud, así como la grandiosa Liturgia romana, la rígida observancia monástica, el temprano comienzo diario, el estricto silencio y aquella obediencia que constituye el elemento vital del monje benedictino, lo que aporta sosiego y hace de la congregación de monjes una comunidad fraterna de ermitaños.
De la Abadía de Notre-Dame de Tournay surgió Dom Gérard Calvet, un monje que, en los tiempos de la confusión y relajamiento de la disciplina conventual tras el Concilio Vaticano II, con autorización del abad de su monasterio, lo dejó y comenzó a vivir como ermitaño en una pequeña iglesia de piedra vacía en la región de la Provenza. Decía la vieja Misa y recitaba las Horas litúrgicas. Pronto se reunió con él gente joven y comenzaron a formar juntos una nueva comunidad de monjes, y construyeron en Le Barroux un gran monasterio. Dos kilómetros más allá surgió un convento de mujeres parecido.
[...]
Si escribo sobre mi vida, tengo que comenzar por lo que no es. No soy monje. Pero mi trayectoria es un episodio pasajero en el universo. Importante es lo que siempre es. Los monjes atestiguan con su cántico y con la configuración de su vida cotidiana lo que siempre es, y precisamente lo testimonian como aquello que siempre es. Sin esto, lo que atestiguan sería lo que ahora es, un momentáneo episodio más en esta vida, al igual que en la vida de todos los demás: algo irrelevante, sin significado. Ni siquiera tendría ya el estatus del pasado cuando los recuerdos se apaguen.
La reforma de Pío XII a la Semana Santa
El liberalismo siempre trata de reconducir el valor de las representaciones comunes de la vida personal a la satisfacción de los individuos. Pongamos un ejemplo: una fiesta, ya sea religiosa, familiar o civil. Prepararla implica el esfuerzo de muchas personas. La fiesta debe ser un éxito. ¿Cuándo “ha salido bien” una fiesta? Pues cuando se consigue que los participantes queden contentos. Pero el éxito de una fiesta no se puede medir en función de la satisfacción de cada uno de los individuos que participan en ella. Es esencialmente un “bien común” (ein gemeinsames Gut), y solo existe como tal.
Esto también es válido para el domingo. La semana de trabajo flexible (en la que se puede liberar un día u otro) no puede sustituir el (valor público del) domingo, en el que incluso las gallinas cacarean en el campo de forma diferente a un día de trabajo. El domingo es una res publica (cosa de todos, öffentliche sache).
Por lo demás, tanto en la concepción católica como en la ortodoxa la Misa siempre tiene lugar con independencia del número de participantes. Ya se trate de una Misa cantada solemne en un día festivo con un sofisticado coro, o bien se trate de una “Misa silenciosa” que el sacerdote celebra solo en un altar lateral, la Misa es independiente del número de fieles asistentes. Lo que en ella se hace presente es la redención del género humano a través de la muerte de Jesús en la cruz, y eso no depende en modo alguno de los individuos que la celebran, y sin embargo es donde cada persona en particular encuentra su más elevada realización, porque su plenitud vital halla en ese sacrificio su más alta expresión. El sacrificio (la ofrenda) podría decirse que es el prototipo de la fiesta como realidad común, como res publica.
Nota de la Redacción: Los textos están tomados de Spaemann, R., Sobre Dios y el mundo. Una autobriografía dialogada, trad. de José María Barrio Mestre y Ricardo Barrio Moreno, Madrid, Ediciones Palabra, 2014, pp. 14-18, 61-63 y 327-328. Salvo el segundo, los títulos introducidos para separar los textos provienen del proceso de edición de esta entrada. Se ha alterado ligeramente el texto para corregir una inexactitud del autor.
[1] Traduzco así la expresión alemana “Aus- Sein-auf”, en su mismo manadero originario.
Actualización [11 de diciembre de 2018]: El sitio Rorate Caeli ha informado del lamentable fallecimiento a los 91 años de edad y en su residencia en Stuttgart (Alemania) de Robert Spaemann, acaecido el día de ayer, 10 de diciembre. Robert Spaemann no fue solamente uno de los filósofos católicos más prominentes e influyentes del siglo XX, sino además un fiel defensor de la liturgia tradicional de la Iglesia. Requiescat in pace.
Actualización [21 de diciembre de 2018]: La bitácora El búho escrutador ha publicado una galería con fotografías tomadas en las exequias de Robert Spaemann, fallecido el pasado 10 de diciembre a los 91 años. La Misa de Réquiem por su eterno descanso tuvo lugar el miércoles de esta semana, día 19, en la Iglesia de Cristo Redentor de Stuttgart, según la forma extraordinaria del rito romano, la cual Spaemann amó y defendió con finura. Al inicio de la homilía, el celebrante advirtió que era voluntad explícita del difunto que no hubiese elogios ni discursos de ningún tipo, y que se hablase de la fe en la vida eterna.
En 2012 se publicó el libro Über Gott und die Welt: Eine Autobiographie in Gesprächen (Stuttgart, Klett-Cotta), traducido por la Editorial Palabra con el título de Sobre Dios y el mundo. Una autobiografía dialogada (2014), donde Spaemann hace un recuento de su vida en el marco de una conversación con Stephan Sattler. Queremos compartir con nuestros lectores algunos pasajes de ese libro que se refieren a la liturgia católica, los que muestran la sensibilidad que el filósofo alemán ha tenido hacia ella, como ya dimos cuenta en otra ocasión.
Robert Spaemann
(Foto: Infocatólica)
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Primeros recuerdos monásticosEl informe de estos recuerdos debería comenzarlo con el verso del salmo Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: in domun Domini ibimus. Mi recuerdo más temprano de la infancia es la alegría -de la que precisamente trata ese canto del peregrinaje israelita-, la remembranza de un indescriptible bienestar del niño de tres años que, reposando en el regazo materno, despierta con la salmodia de los monjes que le habían cantado ya durante el sueño. Los padres pensaban que ya era suficiente y querían interrumpirlo. Pero yo les rogaba que continuaran. No podía apartar de mis oídos aquel cántico con sus infinitas repeticiones. Tampoco hoy puedo hacerlo. Fue la abadía benedictina de San José, en el Gerleve westfaliano (cerca de Münster), donde mis padres fueron admitidos en la Iglesia y donde me hicieron bautizar a los tres años.
Mi padrino de Bautismo era un viejo y barbudo hermano conventual llamado Radbod, que muy pronto me introdujo en los secretos del cultivo de abejas, mientras mis padres cubrían en la tienda del monasterio su necesidad de miel. Más tarde, ocasionalmente acompañé como acólito a un monje que llevaba el “Viático” a una de las granjas vecinas, donde después de la ceremonia me daban un rico desayuno, más rico que lo que era costumbre en el monasterio.
La relación con la abadía no se perdió al trasladarse mis padres a Colonia en el año 1932. La Pascua la celebrábamos casi siempre allí. En 1943 los monjes fueron expulsados. Por entonces escribí mi primer soneto, en un estilo algo patético inspirado en el de Reinhold Schneider, en el que veía a mi Patria abandonada al hundimiento, ya que se había expulsado y desterrado a los diez juntos por cuya causa Dios la habría personado, como lo intentó con Sodoma y Gomorra.
Abadía de Gerleve
(Foto: Wikimedia Commons)
Gerleve, 1943
El pueblo que a sus orantes cobardemente traicionó,/los primogénitos de sus hijos,/ ¿imagina que se salvará/con el propio Nombre santo? De su seno huye//el venerado cántico,/que su nombre llevó y entre lágrimas/arrancó la bendición de Dios. Solo el sordo gemido/penetra en el abismo y estremecido ve//un ángel, que como su pueblo a los diez justos/arroja, para que por su causa Dios perdona/y a la propia Sodoma deje libre.//Ya sin remedio las fuerzas oscuras están ahí/desnudas y sin nombre./Solo nos quedas tú, Dios mío; ven y sálvanos.
La fiesta de Pascua de 1943 fue un momento inolvidable. Siete años antes había muerto mi madre. Como de costumbre, pasé la fiesta en Gerleve, esta vez acogido por un campesino. Entretanto, el monasterio se había transformado en lazareto (hospital militar). Con la amenaza de una huelga de suministros, los agricultores habían conseguido la reapertura de la iglesia abacial, así como se pudieran celebrar servicios religiosos periódicamente. De ese modo pudimos tener aquel día el oficio pascual. Los niños de la escuela popular de Gerleve cantaron, haciendo resonar con estrépito los himnos gregorianos: Kyrie, Gloria, Credo y Agnus Dei, con la melodía específica de Pascua.
Su maestro había ensayado con ellos. Siempre me pareció ridícula la idea – que más tarde se extendió con la reforma litúrgica- de que habría sido necesario suprimir el latín para lograr una participación activa de los fieles en la Liturgia. En todo caso, aquel instante fue terrible para mí, pues tuve que representar completamente solo al coro de monjes expulsados, interviniendo como solista en el llamado Proprium, uno de los más ricos y melismáticos cantos gregorianos de Pascua –himnos que a su vez cuentan entre los más bellos del año- y que eran una competencia importante de la pequeña schola monacal.
El breve tercio con el que comienza el Resurrexit es completamente distinto de los bombos y trompetas que en siglos posteriores se movilizaron para ese texto. El júbilo que emana de ahí se parece a la aurora que surge con el nuevo Eón. Nosotros no somos los aludidos en las palabras del salmo: “He resucitado y permanezco siempre junto a Ti” (Sal 138, 18). Se trata de un diálogo entre el Resucitado y el Padre.
Dos años más tarde regresaron los monjes. Después de todo lo ocurrido, es comprensible que quisiera ingresar en su comunidad, y también que el viejo y honorable abad, tal como prescribe la Regla benedictina, frenara mi entusiasmo y en ese momento me devolviera a la Universidad. Esa llamada a la puerta del monasterio permanecería en mis oídos como un episodio notable. (Eso es algo con lo que un sabio abad siempre cuenta). Precisamente un antiguo amigo y compañero de estudios que había regresado de la guerra, y que había llamado conmigo a la puerta, ingresó poco después, se hizo monje- un buen monje-, más tarde maestro de novicios, y hace ya mucho tiempo que alcanzó la meta de su empeño.
Mi contacto con la abadía se hizo más escaso. Solo muchos, muchos años más tarde, descubrí en la Provenza, al pie del Mont Ventoux, la nueva abadía de Ste. Medeleine en Le Barroux, donde volví a encontrar a los monjes de mi juventud, así como la grandiosa Liturgia romana, la rígida observancia monástica, el temprano comienzo diario, el estricto silencio y aquella obediencia que constituye el elemento vital del monje benedictino, lo que aporta sosiego y hace de la congregación de monjes una comunidad fraterna de ermitaños.
De la Abadía de Notre-Dame de Tournay surgió Dom Gérard Calvet, un monje que, en los tiempos de la confusión y relajamiento de la disciplina conventual tras el Concilio Vaticano II, con autorización del abad de su monasterio, lo dejó y comenzó a vivir como ermitaño en una pequeña iglesia de piedra vacía en la región de la Provenza. Decía la vieja Misa y recitaba las Horas litúrgicas. Pronto se reunió con él gente joven y comenzaron a formar juntos una nueva comunidad de monjes, y construyeron en Le Barroux un gran monasterio. Dos kilómetros más allá surgió un convento de mujeres parecido.
[...]
Si escribo sobre mi vida, tengo que comenzar por lo que no es. No soy monje. Pero mi trayectoria es un episodio pasajero en el universo. Importante es lo que siempre es. Los monjes atestiguan con su cántico y con la configuración de su vida cotidiana lo que siempre es, y precisamente lo testimonian como aquello que siempre es. Sin esto, lo que atestiguan sería lo que ahora es, un momentáneo episodio más en esta vida, al igual que en la vida de todos los demás: algo irrelevante, sin significado. Ni siquiera tendría ya el estatus del pasado cuando los recuerdos se apaguen.
Le Barroux
(Foto: Abbaye du Barroux)
La reforma de Pío XII a la Semana Santa
Dos
ejemplos más de la agobiante irrupción del mundo virtual y de la latente
virtualización del mundo real, procedentes de la Liturgia católica. Los traigo,
con toda intención, no de la nueva liturgia reformada, sino de la celebración
de la antigua.
Hacía
poco que el Papa Pío XII había renovado la Vigilia pascual. En la catedral de
Münster el canónigo celebrada la ceremonia de la bendición del fuego ante la
entrada principal del templo, justo antes de la procesión ceremonial del cirio
pascual en la iglesia. Yo permanecía dentro, con los otros fieles, y esperaba
en el silencio del oscuro crucero la entrada con las tres invocaciones a la Lumen Christi.
El
silencio lo interrumpió un altavoz que metía dentro del templo las oraciones
del sacerdote ante el fuego fuera de la iglesia. Me quedé perplejo. Escribí al
canónigo diciendo que en esa ceremonia había precisamente dos espacios, uno
exterior y otro interior, y que era completamente contrario al espíritu de la
Liturgia intervenir esa diferenciación espacial –que también posee carácter
simbólico- con un altavoz, pues entonces esa distinción desaparece. Por otra
parte, tampoco sería necesario que todo lo que en algún momento se dice en el
marco de la Liturgia tenga que ser escuchado desde todos los rincones de la
casa de Dios. El canónigo, Donders, figura venerable y brillante predicador de
la Catedral, respondió diciendo que mi objeción le había convencido, y que en
el futuro omitiría el empleo del micrófono durante dicha celebración. (Puedo
imaginar cómo sonaría hoy una respuesta a semejante objeción).
Más
tarde, en Stuttgart, igualmente en una Vigilia pascual, nuestro buen amigo el
párroco Hermann Breucha, que era el celebrante, esperaba durante bastantes
minutos la entrada ceremonial en la iglesia después de la bendición del fuego.
¿Por qué? También predicaba en la radio, y ese día se iba a retransmitir por
radio el oficio litúrgico. Pero las instalaciones para la emisión se habían
retrasado unos minutos. Censuré esto argumentando que ya de por sí era
problemático transmitir la celebración de los Misterios por la radio. Pero lo
que me parecía intolerable es que el ritmo de la Liturgia tuviera que adaptarse
a las exigencias de su presentación exterior. Por lo demás, también entonces
encontré comprensión. Breucha se sintió abochornado aquella noche.
¿Qué
tiene que ver todo esto con mi dedicación a la Filosofía? Para mí es clarísimo
de qué trata la Filosofía, cuál es su objeto: la defensa de la realidad en sí,
del ser mismo en su propia originariedad[1].
Se trata de distinguir entre el ser y la apariencia, entre la realidad tal como
es en sí misma (Selbst-sein) y la simulación. ¿Existe realmente esa diferencia?
¿Hay algo así como el ser-sí-mismo? ¿Qué distingue el ser de un murciélago
del ser de un automóvil? El automóvil es lo que es solo para nosotros. En cambio, el
murciélago es “él mismo” algo. De algún modo existe para ser un murciélago,
mientras que el automóvil de ninguna manera existe para ser un auto, sino tan solo
para que alguien lo conduzca.
El arte simula precisamente el
no-simular. Por su parte, en el rito sacramental se constituye lo simbólico
-¡no lo simulado!- por medio de acciones performativas: Verba efficiunt quod significant (las palabras hacen lo que significan). Como en
la obra de arte -y más aún que en ella-, de los oficiantes se espera algo que
ha de bastarse a sí mismo. Allí no caben interrupciones que responsan a
requerimientos ajenos al ritual.
Vigilia Pascual en Berlin, New Jersey (EE.UU.) celebrada conforme a las rúbricas previas a 1955 (2017)
(Foto: Modern Medievalism)
El sentido de la liturgia
Esto también es válido para el domingo. La semana de trabajo flexible (en la que se puede liberar un día u otro) no puede sustituir el (valor público del) domingo, en el que incluso las gallinas cacarean en el campo de forma diferente a un día de trabajo. El domingo es una res publica (cosa de todos, öffentliche sache).
Por lo demás, tanto en la concepción católica como en la ortodoxa la Misa siempre tiene lugar con independencia del número de participantes. Ya se trate de una Misa cantada solemne en un día festivo con un sofisticado coro, o bien se trate de una “Misa silenciosa” que el sacerdote celebra solo en un altar lateral, la Misa es independiente del número de fieles asistentes. Lo que en ella se hace presente es la redención del género humano a través de la muerte de Jesús en la cruz, y eso no depende en modo alguno de los individuos que la celebran, y sin embargo es donde cada persona en particular encuentra su más elevada realización, porque su plenitud vital halla en ese sacrificio su más alta expresión. El sacrificio (la ofrenda) podría decirse que es el prototipo de la fiesta como realidad común, como res publica.
Nota de la Redacción: Los textos están tomados de Spaemann, R., Sobre Dios y el mundo. Una autobriografía dialogada, trad. de José María Barrio Mestre y Ricardo Barrio Moreno, Madrid, Ediciones Palabra, 2014, pp. 14-18, 61-63 y 327-328. Salvo el segundo, los títulos introducidos para separar los textos provienen del proceso de edición de esta entrada. Se ha alterado ligeramente el texto para corregir una inexactitud del autor.
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Actualización [11 de diciembre de 2018]: El sitio Rorate Caeli ha informado del lamentable fallecimiento a los 91 años de edad y en su residencia en Stuttgart (Alemania) de Robert Spaemann, acaecido el día de ayer, 10 de diciembre. Robert Spaemann no fue solamente uno de los filósofos católicos más prominentes e influyentes del siglo XX, sino además un fiel defensor de la liturgia tradicional de la Iglesia. Requiescat in pace.
Actualización [21 de diciembre de 2018]: La bitácora El búho escrutador ha publicado una galería con fotografías tomadas en las exequias de Robert Spaemann, fallecido el pasado 10 de diciembre a los 91 años. La Misa de Réquiem por su eterno descanso tuvo lugar el miércoles de esta semana, día 19, en la Iglesia de Cristo Redentor de Stuttgart, según la forma extraordinaria del rito romano, la cual Spaemann amó y defendió con finura. Al inicio de la homilía, el celebrante advirtió que era voluntad explícita del difunto que no hubiese elogios ni discursos de ningún tipo, y que se hablase de la fe en la vida eterna.
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