El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 6, 16-21):
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Cuando ayunéis, no os pongáis tristes, como los hipócritas, los cuales desfiguran su rostro para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo, que ya recibieron su paga. Mas tú, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava bien tu cara, para que no conozcan los hombres que ayunas, sino solamente tu Padre, que está presente a todo, aun lo que hay de más secreto; y tu Padre que ve lo más secreto te lo premiará. No amontonéis tesoros en la tierra, donde el orín y la polilla los roen, y donde ladrones los desentierran y roban. Mas atesorad para vosotros tesoros en el cielo, donde no hay orín, ni polilla que los consuma; ni tampoco ladrones que los desentierren y roben. Porque en donde está tu tesoro, allí está también tu corazón”.
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La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, según decía La Rochefoucault. Pero siendo un acto del vicio, la hipocresía es mala. Aun así, sólo hay hipocresía donde se distingue la virtud del vicio, el bien del mal. Que es más de lo que se puede decir del mundo moderno en que vivimos, donde la frontera entre lo bueno y lo malo ha desaparecido, y donde es “bueno” lo que “yo” digo que es: un “yo” que cree haber comido del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, pero que, en esto, está profundamente equivocado, no siendo más que una víctima del Enemigo que, como dice la Escritura, “fue mentiroso desde el principio”.
Siendo un mal, el Señor condena la hipocresía en el texto de hoy. Más que una condena, sin embargo, el Señor señala su necedad, aludiendo a aquel que se mortifica, pero deseando con ello solamente ser visto y admirado por quienes lo rodean. ¡Magro premio, dice el Señor!: ¡qué paga tan miserable, tan exigua, y tan frágil! ¡Mortificarse y hacer penitencia sólo por que los demás nos alaben -y nos envidien-!...
Y, llamándonos a la cordura, nos anima el Señor, en esta cuaresma que comienza, a hacer penitencia, pero de tal modo que sólo Dios lo sepa. Y añade: “y tu Padre que ve lo más secreto te lo premiará”.
Son muchas las veces que Jesús, en el Evangelio, habla del premio de nuestras buenas obras, incluida, ciertamente, la penitencia. También San Pablo, en la Epístola de Septuagésima que hemos leído hace algunas semanas, nos dice que los que corren en el estadio, haciendo todo tipo de esfuerzos y entrenándose y privándose de cosas con el fin de ser más rápidos, lo hacen por un premio corruptible, animándonos, de este modo, a mortificarnos por un premio incorruptible, que Dios tiene preparado a los que, corriendo espiritualmente, perseveran hasta el fin: “¿No sabéis que los que corren en el estadio todos corren, pero uno solo alcanza el premio? Corred, pues, de modo que lo alcancéis” (1 Co 9, 24)
El Señor nos premia, y nosotros no debemos despreciar ese premio que Él, a cada momento, nos pone ante la vista. Algunos maestros de vida espiritual dicen que el bien debe hacerse sólo por amor a Dios, olvidándonos del premio o, en otras palabras, que no debemos ser buenos por el premio que ello nos consigue. Pero Dios es más que un maestro espiritual, y sabe de qué barro estamos hechos, y nos sostiene en la lucha con la promesa del premio. ¿Cómo no desear ese premio? ¿Cómo decir “no quiero tu premio”, sino que te quiero a Ti? ¿Es que, realmente, podemos tenerlo a Él sin el premio que nos tiene preparado? ¡Y qué premio! Sobre él nos dice San Pablo: “Pero, según escrito está, ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Co 2, 9).
Todavía más, el propio Señor nos ha dicho: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar” (Jn 14, 2).
Deseemos ese premio, esforcémonos en esta Cuaresma por correr para ganarlo, esperemos que el Señor cumpla su promesa. De este modo, estaremos ejercitando, en primer lugar, la virtud de la humildad, sin la cual no hay otra virtud posible: tengamos la humildad del que recibe agradecido, no la soberbia del campeón que declina aceptar la Gran Copa que ha ganado con un vanidoso “me basta con haber competido”. ¡Que a nosotros no nos baste!
Y estaremos ejercitando también la virtud de la esperanza: el Señor ha hecho una promesa (¡se ha dignado prometernos algo!), y debemos poner nuestra confianza en su Palabra y desear lo que nos quiere dar.
No seamos interiormente hipócritas: ya es suficiente desgracia ser hipócritas ante los demás; no queramos ser hipócritas ante nosotros mismos, diciéndonos en nuestra conciencia -que es nuestro “púbico” más querido- que somos buenos y admirables porque nos mortificamos “desinteresadamente”. Seamos humildemente interesados: con ello agradaremos más al Señor, empeñado en premiarnos, que si le dijéramos “sólo te quiero a Ti; guárdate tus premios”.
Nota bene: aquí se puede leer el Mensaje de Cuaresma para este año 2021 del papa Francisco, donde nos exhorta a renovar la fe, la esperanza y la caridad a partir de la perícopa "Mirad, estamos subiendo a Jerusalén..." (Mt 20, 18).
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