Les ofrecemos hoy un ensayo escrito por el Prof. Augusto Merino Medina sobre la función de la mujer en la liturgia, específicamente en lo referido a las lecturas de la Misa, en el cual el autor recurre a razonamientos antropológicos para demostrar por qué el servicio del altar ha estado siempre reservado a los varones.
Conviene recordar que una de las órdenes menores (otorgadas sólo luego de la tonsura y formando parte por consiguiente quienes las recibían del estado clerical), suprimidas por el Papa Pablo VI en 1972 mediante el motu proprio Ministeria Quaedam, era la de lector (aunque se conserva actualmente el rito mediante el cual son conferidas en los institutos tradicionales sujetos a la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, los cuales utilizan los libros litúrgicos vigentes a 1962). Después de su supresión como orden menor, pasó a tener la naturaleza de un ministerio laical. Sin embargo, somos testigos hoy en día de que pocas diócesis instituyen lectores, abusándose de la autorización (concebida originalmente como excepcional) de recurrir a lectores no instituidos a falta de los primeros, lo cual ha conducido también a la extendida práctica de confiarle a mujeres esta función, algo sin precedentes en la Tradición de la Iglesia, ni en Occidente ni en Oriente, lo cual hace de las reflexiones del autor algo sumamente pertinente. Sobre las lecturas en la liturgia del Novus Ordo hemos publicado antes otro ensayo del autor.
Conviene recordar que una de las órdenes menores (otorgadas sólo luego de la tonsura y formando parte por consiguiente quienes las recibían del estado clerical), suprimidas por el Papa Pablo VI en 1972 mediante el motu proprio Ministeria Quaedam, era la de lector (aunque se conserva actualmente el rito mediante el cual son conferidas en los institutos tradicionales sujetos a la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, los cuales utilizan los libros litúrgicos vigentes a 1962). Después de su supresión como orden menor, pasó a tener la naturaleza de un ministerio laical. Sin embargo, somos testigos hoy en día de que pocas diócesis instituyen lectores, abusándose de la autorización (concebida originalmente como excepcional) de recurrir a lectores no instituidos a falta de los primeros, lo cual ha conducido también a la extendida práctica de confiarle a mujeres esta función, algo sin precedentes en la Tradición de la Iglesia, ni en Occidente ni en Oriente, lo cual hace de las reflexiones del autor algo sumamente pertinente. Sobre las lecturas en la liturgia del Novus Ordo hemos publicado antes otro ensayo del autor.
Augusto Merino
(Imagen: Youtube)
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¿Pueden las mujeres ser lectoras en la Misa?
Augusto Merino Medina
Es probable que haya quienes, al leer esto, clamen al cielo por la misoginia aparentemente involucrada en la idea de poner en duda –es decir, poner una barrera- a la participación femenina en la liturgia, sobre todo en una atmósfera cultural, como la del Occidente contemporáneo, en que se ha agitado y se seguirá agitando dentro de la Iglesia –no obstante ciertos solemnes pronunciamientos papales- la cuestión del sacerdocio femenino. En tal ambiente, y aunque es probable que la discusión se dificulte por ahora, cuando hay tantos otros temas candentes, pareciera que se quiere hacer ingresar a las mujeres a funciones sagradas al menos “marginales” de la liturgia en su máxima expresión, la Misa, con la intención de “clavar una pica en Flandes” y sentar y acumular precedentes para poder repechar en el futuro en dicha discusión –recuérdese, por ejemplo, la presencia de “acólitas” en torno al altar, la distribución de la comunión por mujeres, y tantas otras manifestaciones de esta estrategia que aquí señalamos-.
La cuestión, naturalmente, no tiene ribetes puramente
disciplinarios o “pastorales” sino teológicos y antropológicos de la máxima
importancia. Los argumentos más comunes que se han esgrimido para reservar sólo
a los hombres las funciones sagradas en la liturgia, que incluyen la lectura de
la palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura y el ofrecimiento del Sacrificio
de la Cruz, han tendido a recurrir a la Tradición milenaria de la Iglesia y, en
último término, al comportamiento del mismo Señor, quien eligió solamente a
varones para prolongar su capitalidad en la Iglesia, sin que ello significara
en absoluto disminuír la importancia de las mujeres o discriminar en su contra.
Y puesto que la Tradición es también fuente de la Revelación, se ha creído ya
suficientemente zanjado el asunto.
Pero parece que esa línea de argumentación seguida por
el Magisterio no ha sido aceptada, cosa no rara dado que el estatuto mismo del
Magisterio se ha puesto en discusión [1].
En tiempos como los actuales, en que el historicismo ingresa a la Iglesia ya no
en forma subrepticia sino paladina, la Tradición esgrimida por el Magisterio es
de inmediato víctima de la acusación de estar anclada en visiones culturales
del pasado que, como todas las cosas humanas, son históricas y, por lo mismo,
relativas y cambiantes –cualquiera podrá reconocer aquí uno de los grandes
vectores del modernismo teológico condenado por los Sumos Pontífices hasta Pío
XII-. Esto sorprende, por cierto, hasta que se llega a entender que la Iglesia
vive un impresionante proceso de protestantización que ha permitido al
modernismo, típico del protestantismo liberal, instalarse cómodamente en la
discusión teológica católica, lo cual lleva a muchos católicos desorientados (que
se encuentran incluso en las más encumbradas esferas de la jerarquía
eclesiástica) a restar importancia a la Tradición con el criterio de que “no se
puede vivir anclados en el pasado”, o de que “en todos los órdenes de la vida
el estatus de la mujer ha progresado y no se ve por qué no debiera ocurrir lo
mismo dentro de la Iglesia”, etcétera.
O sea, junto con el estatuto del Magisterio, es el
estatuto de la Tradición misma, como fuente de la Revelación, lo que comienza a
ser atacado, incluso desembozadamente [2].
Por eso, no está de más, antes bien es necesario,
hacer una defensa del papel que la Tradición católica asigna a los dos sexos en
el ámbito de la sagrada liturgia, sin que el papel atribuído a los varones
pueda jamás ser interpretado como un desprecio de lo femenino. Para esto hay
que echar mano de razones de orden
antropológico que son un reforzamiento estrictamente racional para las opciones
tomadas en estas materias –hasta hoy- por la Tradición ininterrumpida, firme y
coherente del Magisterio de la Iglesia. Dicha defensa se hace, por cierto, en
términos de una antropología no ideologizada. Porque, en efecto, si se adhiere
al lamentable y empobrecido curso que han tomado últimamente ciertas corrientes
antropológicas de la modernidad occidental sobre los sexos, según las cuales la
diferenciación sexual es un “constructo cultural” no reconducible al dato
biológico, es imposible captar, en un nivel puramente racional, ya no
teológico, el hecho básico de que existe entre ambos sexos una diferencia
funcional que tiene su fundamento en la realidad misma del ser humano. Pero,
claro, la crítica de esta postura moderna del “constructo” requeriría remitirse
a la crítica de la razón moderna subjetiva y de su decadencia actual, cosa que
no se puede emprender en esta oportunidad [3].
Si se parte el análisis desde la constatación de lo
que una persona generalmente entiende del tema, se advierte que es
imposible desconocer que la diferenciación de los sexos (dos sexos, uno
masculino, el otro femenino) es algo realmente de trascendental importancia en
la existencia humana.
Es desde este punto que queremos proponer aquí nuestra
argumentación. En el curso de ésta, seguiremos de cerca lo expuesto por Ignacio
Falgueras Salinas en su artículo “El habitar y las funciones humanas de la
femineidad y la masculinidad” [4].
Lectora
(Foto: A Catholic Life)
I. La diferenciación funcional de lo masculino y lo
femenino.
Plantea Falgueras que “La distinción hombre-mujer no
es una distinción esencial dentro del orden de lo humano, pero tampoco es una
mera diferencia biológica, es decir, restringida a un área parcial de nuestro
ser que no afecta a lo propiamente humano del hombre: todo cuanto hacemos los
seres humanos está afectado por dicha distinción de una u otra manera. Por ello, si se quiere hablar con exactitud,
ha de afirmarse que la distinción hombre-mujer es una propiedad de la
naturaleza humana que deriva de su condición biológica, pero que impregna todo
lo humano, y tiene un sentido humano”.
Ahora bien, aunque la distinción no es esencial, sí es funcional: en esencia,
varón y mujer son ambos personas y, en cuanto tales, iguales en dignidad,
derechos y deberes. Pero la función
de cada uno en el vivir humano y en lo primero y fundamental que ello conlleva,
es decir, el habitar el mundo, es esencialmente
diferente. En otros términos, ser humanos
es algo que comparten absolutamente y del mismo modo el varón y la mujer; pero,
en lo que se refiere al modo cómo el ser humano habita el mundo y lo
“humaniza”, la función de uno y otra son diferentes, no equivalentes ni
intercambiables. Y esto introduce en los planteamientos feministas
que hoy corren una distinción fundamental, cuyo desconocimiento por ellos embrolla
inextricablemente el tema: desde el punto de vista de su esencia como personas, varón y mujer son iguales; desde el punto de
vista de su función en la existencia
humana, son diferentes. Y esta diferencia está cargada de consecuencias.
Falgueras lleva a cabo su análisis remitiéndose a
ciertos hechos incontestables. El primero es que el ser humano no habita el
mundo como lo hace el animal, que se guarece en el hábitat y se somete y adapta
a él. “La ley de la vida meramente biológica es la adaptación”: adaptación
genética y morfológica, como se advierte en ciertas especies como el oso
hormiguero, que es un caso clarísimo, aunque la misma adaptación, en diversos
grados, se da en todos los demás animales.
El hombre, en cambio, no vive así: él es capaz de
adaptar el entorno o medioambiente a sí mismo y a sus necesidades. Por ello
domina el mundo físico y es su dueño y señor, dentro de los límites que la
propia naturaleza de éste señala: “[...] a la especial relación que guarda el
hombre con el mundo lo llamo habitación. Habitar en el mundo quiere decir: tener el mundo a disposición como medio
para los propios fines” [5].
Ahora bien, esta falta de adaptación genética al entorno, propia de la especie
humana, significa “que el mundo no es de suyo habitable para el hombre y que,
por tanto, antes de habitarlo ha de ser hecho habitable” por él. Esta diferencia entre el hombre y los animales
“permite discernir dos dimensiones en la operatividad humana: hacer habitable
el mundo y someterlo” [6],
y esta distinción es el eje del planteamiento que hace Falgueras.
En efecto, el trabajo humano en el mundo tiene dos
funciones: someter el mundo y, luego, hacerlo habitable. Someter es una acción
directamente dominante; hacerlo habitable es sólo indirectamente dominante.
Someter y morar en el mundo; guardarlo (protegerlo) y cultivarlo; hacerlo
habitable y perfeccionarlo: estos son los fines que integran el habitar humano
en el mundo.
Habiendo expuesto lo anterior en forma muy sumaria, ya
podemos avanzar en el tema. En efecto, “la función moradora y de guarda
corresponde a lo femenino, mientras que la función de sometimiento y cultivo
corresponde a lo masculino del ser humano. En otras palabras: lo femenino es hacer
habitable el mundo; lo masculino, someterlo” [7].
El subdiácono canta la Epístola en una Misa solemne en el rito dominicano
(Foto: New Liturgical Movement)
La esencia de la femineidad es hacer habitable el
mundo por tres razones:
1. La femineidad tiene connaturalmente el sentido de
morar (los ingleses dicen “home is where mother is”): “no en vano el seno materno
es la primera morada o habitáculo para el ser humano […] Es función de la
maternidad transmitir la primera información humanizada del mundo al feto”.
2. La mujer
encarna en sí misma el interés por el mundo: la femineidad está naturalmente
dotada para captar lo concreto y el modo como el proyecto del destino humano se
puede cumplir en lo concreto del mundo. El interés por lo concreto está
acompañado en ella de una finísima inteligencia para todo lo singular: es una
“inteligencia para lo concreto”, a la cual suele llamarse “intuición femenina”.
3. La mujer atrae e interesa a lo masculino hacia la
morada, es decir, hacia el compromiso con la vida en el mundo: es lo femenino
lo que “fija y asienta la afectividad masculina”, por lo cual se comprende que
el fracaso de Don Juan está “en no dejarse fijar por la femineidad, y ello
denota falta de masculinidad, como con acierto lo hizo notar Marañón” [8].
La esencia de la masculinidad es, en cambio, el
dominio del mundo por el sometimiento, y esto también por tres razones:
1. El hombre posee connaturalmente el sentido de la
mediación: el varón produce los medios, posee el sentido del artefacto y la
habilidad para producir medios instrumentales, que son siempre una acumulación
concreta de propiedades abstractas, como la historia de la tecnología, siempre
a la zaga de la ciencia, lo muestra abundantemente.
2. Lo masculino del ser humano se interesa por las
organizaciones, es decir, por la articulación compleja de lo abstracto, capaz
de actuar unitariamente en lo concreto y de someter el mundo (piénsese, por
ejemplo, en las Naciones Unidas, que habrán de servir, al menos, para ilustrar
este punto). Y esto es exactamente lo contrario del adorno, que es la
articulación compleja de lo concreto, capaz de actuar unitariamente en lo
abstracto (piénsese, por ejemplo, en el bouquet de flores con que la mujer
adorna el hogar, y que simboliza amor).
3. Lo masculino aporta de suyo el sentido de progreso
e interesa y asocia a lo femenino en él: el progreso se va haciendo por la
asociación y complejización de instrumentos, como se advierte en el progreso
técnico: no es que a la mujer no le interese esto, pero le interesa en cuanto
contribuye a la mejora humana y del mundo, en cuanto contribuye a la “calidad
de vida”. Por ello el hombre tiene un espíritu aventurero y la tendencia a
“explorar más allá”, en tanto que la mujer tiende a afincarse en un lugar y a
hacerlo habitable, atrayendo a él al varón.
Resumiendo este interesante planteamiento de
Falgueras, podríamos decir que el hombre, en la tarea de morar el ser humano en
el mundo, construye la obra gruesa, echando mano para ello de la tecnología y
la organización del esfuerzo común, y la mujer la hace cálida y habitable, la
hace hogar, dándole la cualidad propiamente humana que la mera obra gruesa no
tiene.
Un seminarista de la FSSP recibe del Arzobispo de Ottawa (Canadá) la orden menor de lector
(Foto: New Liturgical Movement)
II. Donación (actividad) y recepción (pasividad) en
lo masculino y lo femenino y su capacidad simbólica.
Lo que hemos planteado hasta aquí es
importante para comprender que la diferencia entre varón y mujer, o entre lo
masculino (prevaleciente en el varón) y lo femenino (prevaleciente en la
mujer), no es un mero “constructo cultural” y, por tanto, histórico y relativo
a tiempos y lugares [9].
Existe una diferencia clarísima, pero no en lo esencial, sino en lo funcional.
Hay igualdad en la esencia, pero no en la función. Y dejar esto firmemente
establecido es absolutamente necesario, frente a ese confuso aluvión
“igualitarista” que parece resumir el movimiento entero de la ideología
contemporánea de Occidente.
Sin embargo, quisiéramos detenernos
un momento en un aspecto más, que se refiere al modo como lo masculino y lo
femenino se relacionan entre sí. Porque, supuesto que ya ha quedado claro que
la diferencia funcional entre uno y otro elemento de lo humano no es puramente
biológica aunque su base sea la biología, ni es tampoco puramente cultural (en
el sentido relativista que suele adosarse a este concepto), aunque impregne
toda cultura humana, podemos ahora explorar un poco más precisamente esta
diferencia biológica y el simbolismo profundo que a ella va intrínsecamente
asociado.
Porque, en efecto, como hemos visto,
hay en la función masculina un modo de vincularse con el mundo que evidencia
una actividad más agresiva y directamente “dominante”: lo propio de ella es
someter el mundo, poniendo en movimiento medios, instrumentos y organizaciones.
En cambio, en la función femenina advertimos una actitud cuantitativa y
cualitativamente menos agresiva, que más que acometer con vistas al
sometimiento, atrae y acoge.
Se puede reconducir esto al nivel
biológico que, en el ser humano, no es jamás puramente tal, es decir, puramente
animal, sino que está íntimamente humanizado. Así, la función masculina en la
reproducción de la especie tiene un carácter eminentemente activo: el hombre da
el principio fecundante; la mujer lo recibe. La fecundación es resultado de la
lucha de lo masculino por llegar a lo femenino y cumplir su función. La mujer,
en este sentido, como es claro, no fecunda sino que es fecundada: el espermio
emprende un viaje; el óvulo está en su lugar y lo recibe. El hombre engendra
(da); la mujer concibe (recibe).
No hay necesidad de entrar en más
detalles y derivaciones para comprender que, de por sí, el varón “simboliza” el
principio activo en la realidad humana, y la mujer, el “pasivo”, sin que
ninguno de ellos sea superior al otro sino, por el contrario, complementarios.
Este simbolismo es la clave de toda la discusión que nos interesa.
Porque, si extendemos a la órbita
religiosa estos simbolismos que penden de la división sexual (funcional) en el
ser humano, lo cual es posible porque el sexo está humanizado y la humanidad,
sexualizada, podemos entender que es el varón el que puede de modo propio
simbolizar a Dios, quien como Creador y Redentor es siempre Activo en relación
con una humanidad caída y debilitada, incapaz por sí misma de remontar al lugar
desde el cual cayó, en tanto que la mujer de por sí simboliza a la humanidad
sobre la cual Dios actúa de un modo activo e indispensable.
Esta idea es absolutamente esencial
en el cristianismo. Dios crea, la humanidad es creada; Dios salva, la humanidad
es salvada; Dios es el novio, la humanidad, la novia; Cristo es el esposo, la
Iglesia, la esposa.
Sin duda existen religiones en que se
carece de estas nociones y que conciben, en cambio, una “divinidad femenina”,
una “diosa madre”. Pero, para nuestros efectos, que no son entrar en un
análisis comparado de las religiones, ellas simplemente no son cristianismo: es
imposible entender éste sino del modo como ya hemos dicho; no es que el
cristianismo dejaría de ser religión si creyera en Dios como una “Ella”, sino
que dejaría de ser cristianismo. Es imposible pensar que es cristiana una
oración como “Madre nuestra, que estás en los cielos, santificado sea tu
nombre”, etc. Es inconcebible imaginar a la Iglesia como el novio que engendra y
a Dios como la novia que concibe, a la humanidad como quien activamente redime
y a Dios como quien es pasivamente redimido. Nada de ello tendría sentido alguno
para un cristiano.
Podemos concluir, de este modo, que
la imposibilidad de que la mujer tenga en la liturgia de la Iglesia el papel
sacerdotal, que continúa la capitalidad de Cristo, Varón y Dios, ya sea en
plenitud o en algunas formas derivadas, como la de lectora, o acólita, o
“ministra de la comunión”, etcétera (no se puede ser “un poco varón” o “un poco
mujer” en el orden de lo simbólico), es algo que surge no de una Tradición
supuestamente periclitada –y, además, antojadiza o “culturalmente relativa”- o
del rechazo a “asumir los cambios” propios del mundo contemporáneo, sino de una
profunda, de una esencial diferenciación de funciones que opera en lo más íntimo
del ser humano, independientemente de épocas, lugares o culturas, y que posee
un claro y profundo aspecto simbólico. Además, como se sabe, no es menos digna
como ser humano la mujer por cumplir la función de hacer habitable el mundo que
le corresponde en la “división humana del trabajo”, ni el hombre es más digno
por asumir la que a él le cabe de someterlo. Es simplemente que, primero, estas
funciones son esencialmente diferentes; segundo, no son prescindibles ni
secundarias o triviales y, tercero, no son en absoluto intercambiables, por lo
que su simbolismo tampoco lo es.
Si los tiempos actuales fueran de
tal naturaleza que apelar simplemente a la Tradición, por la cual Dios nos
revela lo que tiene que decirnos, fuera suficiente, la discusión contemporánea
sobre el “derecho” de la mujer a simbolizar lo que no puede simbolizar no se
habría dado. Pero, creemos que remitirnos a una argumentación como la que aquí
hemos presentado puede proporcionar un terreno común a ambas partes en el
conflicto, dado que la fe ya no sirve más como tal terreno. Y, por otra parte, puede
reforzar, desde una perspectiva puramente humana y racional, lo que la Iglesia
ha enseñado siempre.
Gratia non tollit naturam.
Representación de las órdenes menores (entre las que se encuentra la de lector) y mayores como una escala ascendente dirigida hacia el sacerdocio, lo cual explica que la orden menor de lector, como las otras, fuera reservada sólo a varones
(Imagen: A Catholic Life)
[1] Recordemos aquí solamente a Hans Kung y su libro ¿Infalible? Una pregunta (trad. castellana, Buenos Aires, Herder, 1971).
[2] Véase aquí las declaraciones del Prepósito General de los Jesuitas en la
entrevista que le realizó Giuseppe Rusconi el 18 de febrero de 2017.
[3] Sobre este tema, y de una inmensa bibliografía atingente, véase,
por ejemplo, Horkheimer, M./Adorno, T., Dialéctica
de la Ilustración (trad. castellana, Madrid, Akal, 2007), y Horkheimer, M., Crítica de la razón instrumental (trad. castellana, Buenos
Aires: Sur, 1973).
[4] Falgueras Salinas, I., “El habitar y las funciones humanas de la femineidad y la masculinidad”, Philosophica (Valparaíso, 1988), pp. 188-199.
[5] Falgueras, "El habitar...", cit., p. 189.
[9] Habría aquí mucho que decir sobre el significado de “cultural” y
“cultura”, que son conceptos siempre tratados como esencialmente subjetivos y,
por ahí, relativos. Pero ello habrá de quedar para una oportunidad ulterior.
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