martes, 28 de agosto de 2018

Esos demonios que sólo se combaten con ayuno y oración

Nos vuelve a remitir sus escritos un padre de familia. Esta vez ha querido compartir con nosotros sus reflexiones personales acerca de la profunda crisis eclesial que se ha desencadenado en todo el orbe, pero de modo particularmente intenso en Estados Unidos y Chile, a consecuencia de los pecados abominables de no pocos sacerdotes, quienes han traicionado gravemente el don y el misterio que entraña la vocación sacerdotal, rechazando el llamado de Cristo a ser instrumentos de su Gracia.

El padre de familia intenta desentrañar en primer lugar las causas que han conducido al estado actual de cosas, para luego sugerir un camino que nos permita a todos volver a levantarnos como Iglesia, para así reanudar nuestro peregrinaje hacia el Señor.


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Esos demonios que sólo se combaten con ayuno y oración

Un padre de familia

El mejor gancho comercial
Apela a tu liberalidad
Toca tu instinto animal
Rozando la brutalidad

(Los Prisioneros, Sexo)

La lectura de la prensa, tanto chilena como internacional, causa perplejidad a cualquier persona de buena voluntad cuando comienza a enterarse de los abusos cometidos por sacerdotes en distintas partes del mundo y de las circunstancias en que ellos se produjeron, así como de la red de encubrimiento, incluso en las más altas esferas, que permitían la perpetuación de esas conductas perversas en el tiempo. De hecho, es difícil que esas sórdidas crónicas no hagan recordar a Jacques-François Paul Aldonse de Sade (1705-1778), conocido como el abate de Sade y digno tío de su libertino sobrino, el Divino Marqués, tan poco estudiado en las repercusiones que su pensamiento tiene en la posmodernidad. Éste fue un auténtico precursor de aquellos sacerdotes y obispos sobre los que hoy nos informan los medios de comunicación: por la mañana se entretenía rezando a Dios, por la tarde leyendo a Horacio y por la noche visitando cortesanas. En los ratos libres que le dejaban sus cotidiano quehaceres, este indigno ministro de Dios compartía con sus ilustrados amigos, entre los que se cuenta Voltaire y madame de Châtelet. 

Por cierto, hay varias diferencias entre el sádico abate y el clero que actualmente está acusado de abusos. 

La primera de ellas es que aquel, aunque fuera por aprovechar el tiempo muerto, cumplía sus deberes de estado y rezaba el Oficio Divino antes de entregarse a los placeres de la carne, mientras que los clérigos hodiernos dedican ese tiempo a labores burocráticas o supuestamente pastorales, vale decir, a la acción y no a la contemplación, cuando no optan francamente por el sacrilegio en el cumplimiento de su propia función sagrada. 

La segunda es que el clérigo francés tenía un anhelo de cultura que saciaba merced a la lectura del más importante de los poetas latinos, en tanto que los sacerdotes que hoy nos muestra la prensa agotan su horizonte en las redes sociales, incluso para intercambiar material relativo a sus fechorías o para identificar nuevas víctimas. Es cosa de escuchar los sermones insustanciales que uno padece en cualquier iglesia de por ahí, descontadas algunas pocas y rescatables excepciones. No se trata de que todos los templos hagan resonar las voces de un nuevo Bossuet, Savonarola o Vicente Ferrer, sino que se predique en ellas a Jesucristo, que con eso basta. 

La última diferencia reside en que el abate, hasta donde sabemos, satisfacía sus deseos, por sacrílegos que fueran, de modo natural y no recurriendo al abuso con los menores de su entorno ni a la trata de otros sacerdotes o seminaristas venidos de países exóticos. El abate era prostibulario, pero no pederasta ni pervertido, y es sabido que las circunstancias del pecado influyen en la pena que éste lleva aparejado, más cuando hay de por medio pecados que claman al Cielo (CCE 1867). Más cuando quienes los cometen han recibido el sacramento del orden y, por consiguiente, han sido ungidos para enseñar y distribuir los medios de santificación al Pueblo de Dios.  

La pregunta que surge al ver todo esto, donde la realidad nos confronta con una rara mezcla entre las novelas del sádico sobrino del abate recién referido, las andanzas de Casanova, los pasquines protestantes sobre la vida en los conventos católicos y la propaganda anticlerical peronista de mediados de la década de 1950, es cómo llegamos hasta aquí, cómo hicimos para, como Iglesia, topar fondo en esta ciénaga putrefacta. Porque el problema, se crea o no, es de todos en cuanto Pueblo de Dios y no sólo de unos cuantos (decenas, cientos o miles, para estos efectos es indiferente) sacerdotes desviados que denigraron su ministerio divino para entregarse a satisfacer los placeres de la carne de las formas más abyectas. La pregunta que todos debemos hacernos es qué pasó y por qué llegamos hasta este nivel de profundidad en las denuncias, que ya no son sólo casos aislados y muestran verdaderas fraternidades o estructuras de pecado. La respuesta es muy sencilla: dese hace un tiempo, la Iglesia dejó de predicar a Cristo y se volvió al mundo, y las autoridades eclesiásticas no hicieron nada porque estaban deslumbrados con el sol de una nueva primavera eclesial que en verdad nunca nadie vio florecer, haciendo oídos sordos a las denuncias y encubriendo derechamente a los autores por propia política institucional. Los casos más famosos, como los de Maciel o McCarrick, así lo demuestran. 


Jehan Georges Vibert, La Iglesia en peligro (s.d.)

Pero en medio de tanta inmundicia hay gente que, al menos, vislumbra las verdaderas causas del problema. Por ejemplo, el periódico El Mercurio de Santiago publicó el pasado 15 de julio de 2018 una entrevista al Padre Amedeo Cencini, un sacerdote canosiano que se desempeña como profesor de pastoral vocacional y de metodología de la dirección espiritual en la Universidad Salesiana de Roma, y de formación para la madurez afectiva en el curso de formadores de la Universidad Gregoriana, además de ser consultor de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica desde 1995. Visitó Chile en su calidad de experto en celibato y afectividad para tratar de ayudar a resolver con su experiencia los problemas que nos afectan como Iglesia local. 

En sus respuestas, el P. Cencini parte de un hecho que lamentablemente se olvida: "La mayoría de los sacerdotes chilenos son puros y castos, espirituales y obedientes al obispo". Los hechos que nos alarman e indignan no son reflejo de una realidad institucional, por muy graves que sean y ciertamente merezcan un castigo, pues hay muchos santos y buenos sacerdotes que cumplen su ministerio en medio del anonimato y las dificultades del día a día. Si creemos lo contrario, estamos contribuyendo a aumentar una nueva leyenda negra en torno a la Iglesia, pues está documentado que los abusos se cometen con mucha mayor frecuencia en otros ámbitos distintos al eclesial, preferentemente en el propio hogar. Lo que no quita, insisto, que el problema sea muy preocupante y haya que reaccionar con dureza y de manera ejemplar, sin olvidar las particularidades del derecho de la Iglesia: que el delincuente se convierta, porque la salvación de su alma es la suprema ley, sin reacciones populistas como aquellas a las que hemos asistido en el último tiempo. Porque la situación, tal y como se ha venido conociendo por medio de información objetiva, es preocupante: en la Iglesia hay una verdadera mafia destinada a satisfacer sus más bajos instintos sexuales y crematísticos, creando a su alrededor una red de protección que le asegure inmunidad y pervivencia, y ella llega hasta muy altas esferas jerárquicas.  

Cuando el periodista le pregunta por las causas de los escándalos que hoy remecen a la Iglesia chilena y mundial, el P. Cencini responde otra verdad que nos debe interpelar: "el escándalo de pocos es la consecuencia de la mediocridad de muchos [...] la mediocridad es en sí ya un escándalo, un proceso regresivo". Porque, como decía San Josemaría Escrivá de Balaguer, "estas crisis mundiales son crisis de santos" (Camino, núm. 301), y la santidad no es otra que vivir heroicamente las virtudes y amar a Dios por sobre todas las cosas, tratando de hacernos semejantes a Cristo. Cuando un sacerdote cae, no cae solo: su problema es algo que afecta a toda la Iglesia, porque en él reside la administración de los sacramentos de esa comunidad y la comunión de los santos nos une de modo particular con nuestros pastores merced a un vínculo de paternidad espiritual. La mediocridad de todo el Pueblo de Dios envuelve también al sacerdote, y su caída es más fuerte y sonora que la del resto cuando se deja atrapar por la concupiscencia, porque él fue consagrado para ser otro Cristo, el mismo Cristo, con sus debilidades y defectos. A su vez, y como dice el refrán, un sacerdote nunca se condena solo, pues detrás lo siguen muchos fieles que, movidos por su escándalo, se desprendieron del juicio de su conciencia y se entregaron a sus más bajas pasiones o simplemente abandonaron la Iglesia. 


Georges Croegaert, La mano ganadora (circa 1880)


El P. Cencini precisa enseguida de dónde procede esta corrupción: "Hay corrupción cuando el estilo de convierte en la manera general de vivir y nadie lo nota. Una mediocridad canonizada, aceptada tranquilamente". Dicho de otra forma, aquello que Hannah Arendt (1906-1975) llamaba "la banalidad del mal": hay algunos individuos que actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre la moralidad de sus propios actos, dejándose arrastrar por la estructura. Eso también se predica de la Iglesia, por cuanto es una institución compuesta de hombres y mujeres pecadores cuya nota de santidad reside en su origen y fines. Pues bien, cuando la vara de medida se rebaja, de suerte que la mediocridad se convierte en la regla general, incluso en lo que atañe a la propia celebración del Misterio de Cristo en la Santa Misa, no es extraño que toda la comunidad, incluidos los sacerdotes, sean mediocres. El gran problema es cuando esa realidad se acaba institucionalizando, que es lo que ha ocurrido con la Iglesia, y el misterio de iniquidad parece abarcarlo todo, rebasando un obstáculo cada vez más sobrepasado y pronto a ceder del todo. 

El propio Pablo VI reconoció muy pronto qué estaba pasando: el Concilio Vaticano II abrió las puertas al mundo, y el resultado fue que por ellas entró a grandes bocanadas el humo de Satanás, hasta entonces difícilmente contenido. A fin de cuentas, todo el problema tiene una raíz litúrgica, se quiera ver o no: dime a quién adoras y te diré en quién o qué crees. Si la liturgia gira en torno al sacerdote, convertido en una suerte de presentador del espectáculo comunitario en que ha acabado transformada la Misa reformada, no resulta extraño que la vanidad personal aflore y con ella muchos otros pecados. Es al anfitrión de la cena comunitaria, que les habla de frente y en su propia lengua, a quienes los fieles van a ver. En otras palabras, la crisis actual proviene de que la Iglesia se ha dedicado desde hace cincuenta años a adorar al hombre, y no a Dios, de suerte que ese hombre endiosado ha acabado por exigir los tributos que cree merecer: placer, dinero, reconocimiento, etcétera. No  digo que los abusos sexuales antes no existieran (San Alberto Hurtado tiene, por ejemplo, una sugestiva anécdota con el diseño arquitectónico de las duchas de una casa de ejercicios), pero los antecedentes muestran que hoy la cuestión está desatada y se ven pocas probabilidades de que se adopten las duras medidas que ella demanda. 

Más adelante, el P. Cencini se detiene a explicar en qué consiste la mediocridad para un sacerdote:
"Perder la belleza del ideal y contentarse con un estilo de vida que ha olvidado la radicalidad".  Por eso, San Alberto Hurtado (1901-1952), el santo jesuita chileno, explicaba la radicalidad de la llamada cristiana con una palabra que era muy gráfica hacia mediados del siglo pasado por los sucesos que entonces vivía Europa: "Para que el cristiano pueda cumplir su misión regeneradora tiene que tomar una posición heroica, salir de su concepción burguesa, que es la antítesis de la primera; en otros términos, tiene que tomar al pie de la letra las enseñanzas totalitarias de Cristo". Cristo es totalitario, porque sólo Él es Camino, Verdad y Vida, y su deseo no es otro que la gente se salve y goce de la visión beatífica: nadie va al Padre sino por Él. Cuando ese deseo de totalidad se pierde, sobreviene la acedia, que significa rechazar el gozo que viene de Dios y sentir horror por el bien divino (CCE 2094). Cuando la mirada es puramente antropocéntica, el resultado acaba siendo el que vemos: el hombre pone todos sus empeños en la satisfacción de sus más perversas inclinaciones, porque la naturaleza humana padece la huella del pecado original que tiende hacia la concupiscencia. Como decía Dostoyevski, si Dios no existe, todo está permitido, y eso es lo que lamentablemente nos informan los medios de comunicación. De ahí que, ante hechos de la crudeza de aquellos que ahora nos enteramos, uno se pregunta si en verdad esos sacerdotes y obispos tenían de verdad algo de fe...


Jehan Georges Vibert, El Comité de libros morales (1866)


Castellani decía que esta mediocridad que se viene comentando era el verdadero pecado contra el Espíritu Santo y constituía el hilo argumental de toda la predicación de Cristo. Esa mediocridad no es otra cosa que el fariseísmo o la religión hecha fachada y no propia vida, vale decir, una pura máscara de religiosidad que esconde aviesos intereses. Claro que este fariseísmo admite distintos grados, explicaba el cura argentino. El primero de ellos se da cuando la religión se vuelve meramente exterior; el segundo, cuando se convierte en oficio;  el tercero, cuando se transforma en instrumento de ganancia, de honores, poder o dinero (en palabras del P. Cencini: "El peligro es cuando el sacerdocio es una vocación de grupo, de muchos y los seminarios están llenos [...] Es un bien enorme que la Iglesia haya perdido poder porque el poder es la corrupción de la autoridad"); el cuarto, cuando pasa a ser pasivamente dura, insensible, desencarnada; el quinto, cuando se vuelve hipocresía, puesto que el "santo" hipócrita empieza a despreciar y aborrecer a los que tienen religión verdadera; el sexto, cuando el corazón de piedra se torna cruel, activamente duro; y el séptimo y último, cuando el falso creyente persigue de muerte a los verdaderos creyentes, con saña ciega, con fanatismo implacable. Como el cristiano debe seguir a Cristo con la entrega de su propia vida, y Éste padeció y fue condenado a muerte por el fariseísmo, que incluso pidió una guardia al procurador romano para vigilar su tumba a fin de que sus seguidores no inventaran una falsa resurrección, ya sabemos lo que como Iglesia tenemos que padecer y a manos de quién. El discípulo no es nunca más que el maestro, y en las Bienaventuranzas está lo que ocurrirá y cuál es el premio final.  Seres perseguidos, pero no por los malos: la persecución más dura será de los que dicen obrar en nombre de Dios. Por lo demás, el propio Cristo nos advirtió que llegaría un día en que vendrán falsos profetas que predicarán en Su nombre (Mt 24, 11).

Bruckberger trata de este mismo asunto con otro nombre: para él la corrupción del verdadero sentido religioso es la casuística, y ella consiste en "una técnica de acomodamiento del Evangelio al mundo y a las costumbres del Príncipe de este mundo, tácita que, en el límite, llega a cambiar de campo sin confesarlo" (Carta abierta a Jesucristo, trad. de Gloria Barttfeld, Madrid, Ultramar, 1976, p. 25). Ponga usted los sinónimos que quiera a esta expresión, pero el sentido se entiende fácilmente. Casuista es, por ejemplo, ese deseo de que la Iglesia sea algo masivo, y entonces hay que llenar estadios, aeródromos,  avenidas de urbanizaciones todavía a media marcha, parques y, por supuesto, iglesias y atrios, aunque en la práctica el propósito no acabe resultando y el recinto ralee. Lo importante son los números y las estadísticas, la contabilidad de personas, como si la fe fuese cuestión de multitudes y hacer piña. Esto es olvidar que las mayores congregaciones de Cristo fueron cuando había qué comer o cuando parecía que volvía el rey a la Ciudad Santa; cuando llegó la hora decisiva sólo quedaban unas cuantas mujeres y uno de sus discípulos frente a la Cruz, pues los demás estaban atemorizados y escondidos por ahí. Incluso más: el propio hombre escogido para sustentar la nueva Iglesia había negado tres veces al Maestro. 

De ahí que, en realidad, los números no sean lo importante, porque el Evangelio ya nos dice que son muchos los llamados y pocos los elegidos, y también que los trabajadores de la viña siempre serán menos que los requerimientos que ella tiene, o que las palabras de Cristo son duras y provocan el escándalo de la mayoría. En los últimos cincuenta años, la Iglesia se ha lanzado al mundo con el propósito de convertirlo mediante una nueva evangelización, pero lo ha hecho practicando la religión del hombre y no la de Dios. Y así, mientras se predicaba a un Cristo simpático, edulcorado y sentimental a una gente a la que poco o nada le interesaba su mensaje, se dejó de lado el aspecto interno de la predicación. Ronald Knox (1888-1957) tenía esto muy claro y decía que él debía cumplir la función de cayado del pastor y no de anzuelo del pescador, por lo que evitaba, con esa fina educación británica, el intentar traer a colación temas piadosos sin importar el contexto. Lo suyo era hacer santos a los estudiantes católicos de Oxford, porque ese era su ministerio. Si lo consiguió o no, eso ya es materia del juicio individual de cada uno de esos estudiantes que trató. Pero a algunos, eso parece ser lo único que les importa, y confunden el apostolado con sumar y sumar gente. Algo similar ha ocurrido con la Iglesia en general producto del relajo de la disciplina, que desapareció en todos los ámbitos, desde la formación del clero hasta las celebraciones litúrgicas, de suerte que no sorprenda que las pasiones hayan vuelto a aflorar, incluso con más fuerza, frente a la ausencia de cualquier enmienda personal ajena a la psicología imperante.  

Pues bien, ya tenemos detectado el problema; ahora la cuestión es cómo se soluciona. En palabras del P. Cencini, la receta para enfrentar la actual crisis de la Iglesia es simple: "un sistema funciona bien cuando es capaz de reconocer el mal que hay dentro de sí a nivel personal y comunitario". En sus palabras, esto exige darse cuenta de que estamos "frente a un ejercicio mediocre de la autoridad que ve esta contradicción [con la llamada de Cristo], el problema [de la mediocridad] y no interviene o lo hace con procedimientos ambiguos, cambiando a la persona de lugar", como venía ordenado por la Instrucción Crimen sollicitationis dirigida a todos los obispos del mundo por la Congregación del Santo Oficio en 1962 para indicarles la manera de proceder en caso de solicitación. La orden que ahí se daba era trasladar al hechor y mantener absoluto silencio por parte de todos lo que tuvieron conocimiento de la situación. Y así es cómo nos fue: el problema en vez de solucionarse, se incrementó todavía más debido a la complicidad de quienes estaban llamados a cumplir la función de pastores, mientras los responsables seguían actuando en otro lugar como si nada hubiese ocurrido, corriendo cual faunos por el bosque. 

Jehan Georges Vibert, Un punto delicado (s.d.)
(Imagen: Wikimedia Commons)

Pero las medidas penales no bastan y las cartas pastorales o peticiones de perdón menos. La actual crisis de la Iglesia se soluciona con el recurso a los medios tradicionales de oración, penitencia y ayuno, como señalaba un sincero texto publicado por Infovaticana de la situación que vive la Iglesia chilena. Claro que para eso hay que ponerse a rezar, hacer penitencia y practicar el ayuno, y no veo que la cosa sea tan fácil hoy en día, que parece más importante el cuidado del medioambiente, la ternura según de quien se trate y el humanitarismo sensacionalista. El cambio tiene que ser radical, totalitario, pues debe implicar una verdadera conversión (metanoia) de toda la Iglesia, desde el Papa hasta el último fiel, como en tiempos de San Gregorio Magno (1073-1085). Por ponerlo de manera gráfica, a vestirse de sayal y caminar descalzos sobre cenizas. Que esto se logre es algo que veo muy lejano, porque implica sacar el látigo y expulsar a quienes han profanado el templo de Dios con sus negocios mundanos, junto con retornar a los medios ascéticos tradicionales (no por nada San Gregorio Magno era benedictino). Al menos hay que intentar agotar los medios de que se dispone y siquiera tratar de lograr la propia salvación. Que no se diga que el esfuerzo no se hizo cuando toque el momento de rendir cuenta de la manera en que se emplearon los talentos recibidos.  

Me viene ahora a la memoria una frase muy gráfica que decía un cura español y buen amigo para explicar el hecho de los laicos debemos santificarnos en medio de nuestras ocupaciones y con las particularidades de nuestro estado: "Sois vosotros los que debéis amar al mundo, porque éste es creación de Dios y participa de su bondad. Porque San Juan nos recuerda la prevención de Cristo: no te pido, Padre, que los saquéis del mundo, sino que los preservéis del mal que hay en éste. De ahí que, si no sois vosotros los que amáis al mundo y dejáis que sea el mundo el que os abrace, lo que ocurrirá es que no acabará amándoos, sino que seréis sodomizados por él. Porque el mundo, con la carne y el demonio, son los enemigos del alma, y sólo conoce el eros y no el ágape. El mundo no puede amar, porque no tiene caridad, y sólo busca su satisfacción egoísta; sois vosotros los que debéis amar al mundo como creación de Dios. Lo demás, mis amigos, son tonterías, y aquí está en juego vuestra salvación". 

En suma, la lucha que debe afrontar la Iglesia en estos tiempos difícil es espiritual y a muerte. Crisis como la que ahora vivimos nos tienen que ayudar a marcar un punto de inflexión que nos lleve a una verdadera conversión, que rompa la acedia que ensucia todas las estructuras de una Iglesia que predica y rinde culto al hombre moderno. Que cada uno se pertreche como pueda y se prepare para el combate, porque esto recién comienza y no se trata de que, en medio de la vorágine, uno acabe formando parte del reparto del esperpento que nos toca vivir. Debemos preparar lo que corresponde y velar, porque todo parece indicar que la Segunda Venida se acerca y los signos ya se vislumbran. Eso implica leer juntos el Evangelio de San Juan con el Apocalipsis, para unir la escatología presente del primero (la idea de que la recompensa ya está asociada directamente con la buena acción) con la escatología futura del segundo (Cristo vuelve, pero antes tienen que ocurrir muchas cosas que serán un tiempo de prueba para la Iglesia).  Lo demás es ponerse a rezar, ayunar y dar limosna. A Dios rezando y con el mazo dando. 

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Actualización [4 de septiembre de 2018]: El sitio Nineteen Sixty-four, blog de investigación del Center for Applied Research in the Apostolate (CARA), asociado a la Universidad de Georgetown (Washington D.C.), publicó recientemente una interesante entrada, en la cual recoge un estudio estadístico realizado en EE.UU. en 2004 por investigadores del John Jay College of Criminal Justice, el cual, sobre la base de los datos entonces disponibles de abuso sexual a menores por parte de clérigos católicos entre 1950 y 2002, arrojó como resultado un interesante patrón generacional: la década de nacimiento de la mayoría de los sacerdotes y diáconos involucrados fue la década de 1930 y la década de ordenación de la mayoría de ellos fue la década de 1960, coincidiendo con el Concilio Vaticano II y el inicio de la reforma litúrgica posconciliar. 

Una actualización del mismo estudio llevado a cabo por CARA con la agregación de los datos disponibles desde 2004 en adelante analizó el número de casos que tuvo lugar o se inició en cada quinquenio comenzando en 1950 y hasta 2002: en el quinquenio de 1960 a 1964 los casos casi se duplican (de 591 a 1025) y exhiben a partir de ese entonces un aumento sostenido hasta 1970-1974, donde se alcanza un máximo de 1367 casos, para a partir de ese entonces comenzar un descenso que alcanzará niveles por debajo de aquellos del quinquenio 1955-1959 (591) recién en el quinquenio 1985-1989 (518), para desde allí descender hasta 101 en el quinquenio 2010-2014 y 22 casos en el bienio 2015-2017.

Estos hallazgos se vieron confirmados por el reciente informe del Gran Jurado en Pensilvania (EE.UU.) sobre abusos sexuales cometidos por clérigos o religiosos de la Iglesia católica: de aquellos perpetradores de los que se cree siguen con vida (el grueso de los abusos ocurrió antes del año 2000 y un 44%  de los hechores está muerto y cinco de ellos nacieron incluso en el siglo XIX), el promedio del año de nacimiento y de ordenación, respectivamente, son 1933 y 1961. 

Por su parte, Religión en libertad ofrece hoy un reportaje que confirma lo dicho por el padre de familia: el narcisismo de los sacerdotes está afectando gravemente a la Iglesia. Por ejemplo, un estudio realizado en parroquias protestantes de Canadá arroja el increíble resultado de que una de cada tres parroquias padece este flagelo, el que a veces se manifiesta de manera encubierta.  

Actualización [10 de enero de 2019]: Infocatólica ha publicado un resumen de la entrevista concedida por el cardenal Walter Brandmüller a CNA Deutsch, donde aborda la crisis de los abusos en la Iglesia, la necesidad de formar mejor a los candidatos al sacerdocio, además de valorar el hecho de que las comunidades tradicionalistas no tienen escasez de vocaciones, lo cual indica que hacen bien las cosas. Dice al respecto: "¿No es sorprendente que los seminarios 'clásicos' de las llamadas comunidades tradicionalistas, especialmente en Francia, pero no solo en Francia, no conozcan la escasez de estudiantes? Entonces, ¿por qué no asumir este modelo de éxito?". 

sábado, 25 de agosto de 2018

El Leccionario experimental de 1967

Ofrecemos a continuación a nuestros lectores una traducción de un breve, pero muy interesante artículo de Matthew Hazell, colaborador del sitio New Liturgical Movement, sobre el leccionario experimental de 1967 preparado por Consilium, el órgano presidido por Mons. Annibale Bugnini (1912-1982), en  teoría encargado de dar cumplimiento a lo dispuesto por los Padres Conciliares en la Constitución Sacrosantum Concilium (1963), pero que en la práctica condujo finalmente al rito reformado promulgado en 1969, que poco tiene que ver con la visión que aquellos habían plasmado en dicho documento sobre la Santa Misa.

 El autor
(Foto: New Liturgical Movement)

Cabe señalar que la Conferencia Episcopal chilena fue una de las que solicitó y obtuvo permiso para utilizar el Leccionario experimental del Consilium durante los días de semana. Según consta en Notitiae, la revista oficial de dicho órgano, este permiso fue dado el 30 de enero de 1967 (Prot. núm. 3613/13), vale decir, casi al mismo tiempo que se publicaba el Leccionario experimental. Eso significa que entre 1967 y 1969 coexistieron en el país dos leccionarios: (i) aquel publicado en 1965 por la Sagrada Comisión de Ritos, que reproducían en castellano las lecturas (Epístola y Evangelio) para la Misa de los domingos y fiestas conforme al antiguo rito, y (ii) el Leccionario experimental del Consilium para las ferias.

El artículo que ha realizado Matthew Hazell, fruto de una acuciosa investigación, contribuye a arrojar algo de luz sobre un período extraordinariamente turbulento, cuyos detalles, aparentemente no exentos de maquinaciones e intrigas, permanecen en gran medida desconocidos para la mayoría de los fieles. Con este estudio se completa una de las piezas restantes en la historia del Leccionario dentro del rito romano, sobre el cual hemos dedicado una entrada en esta bitácora. Con posterioridad, tratamos también respecto de cuál es la fuente a la que se debe recurrir para encontrar las traducciones al vernáculo que permite el régimen jurídico de la forma extraordinaria (véase aquí la entrada respectiva), puesto que la lectura de la Epístola y el Evangelio, en los casos en que ella se puede hacer en lengua vulgar, debe proceder de un texto aprobado por la Sede Apostólica, y no de misales para fieles o folletos que cumplen una función de mero subsidio pastoral. 

El artículo fue publicado originalmente en New Liturgical Movement, y la traducción pertenece a la Redacción.

El Cardenal Raúl Silva Henríquez celebra Misa en la Capilla del Colegio de La Salle de Santiago de Chile



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El Leccionario experimental del Consilium ad exsequendam (1967)

Matthew Hazell

Entre las etapas posteriores del Concilio Vaticano II y la promulgación del Leccionario reformado (Ordo Lectionum Missae) en 1969, varias conferencias episcopales obtuvieron permiso de la Sede Apostólica para ampliar, con carácter experimental, la selección de lecturas utilizadas en las Misas celebradas durante los días de semana. En este período  se utilizaron tres esquemas principales: el esquema alemán[1], el esquema francés y el esquema Consilium. Este último fue preparado por el Coetus [grupo de trabajo] XI de Consilium y se presentó a las conferencias episcopales que no habían pedido permiso específico para usar ninguno de los otros dos esquemas. El esquema de Consilium también fue objeto de una "amplia deliberación", pues fue sometido a la consulta de cada conferencia episcopal, de los participantes en el Sínodo de Obispos de 1967 y de alrededor de 800 peritos en diversos campos, como estudios bíblicos, liturgia, catequesis y cuidado pastoral. Concluido ese tiempo de consulta, Consilium había recibido 460 respuestas respecto de su proyecto de Leccionario [2].

La tabla del esquema de lecturas preparado por Consilium está disponible ahora para su descarga desde el siguiente enlace:

Tabla de lecturas del Leccionario experimental del Consilium (Schemata 233 [De Missali 39], 1967), con el texto del material introductorio (PDF)

Este esquema es una fuente de vital importancia para el estudio del trabajo realizado por el Coetus XI, y conviene mencionar que lo había eludido por varios años hasta hace poco. Debo dar las gracias al personal de la biblioteca de Blackfriars Hall (Universidad de Oxford) por permitirme consultar su copia del Ordo lectionum pro dominicis, feriis et festis sanctorum (1967).

El escurridizo Schemata 233 del Consilium 

Con esta tabla de lecturas, todos los esquemas experimentales primarios de lecturas en uso se han puesto ahora a disposición del público para su investigación (ver los enlaces anteriores, y también mi bitácora Lectionary Study Aids). Aunque todavía tengo que hacer comparaciones detalladas de los diversos esquemas, o compararlos con el eventual Ordo Lectionum Missae, hay un par de observaciones que se destacan inmediatamente sobre el esquema del Consilium:

1ª. El Leccionario experimental fue producido en un momento de la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II, donde claramente había cierta incertidumbre acerca de cómo sería el nuevo Calendario General Romano. Por ejemplo, la Cuaresma parece comenzar el primer domingo de Cuaresma en lugar del Miércoles de Ceniza[3], y aunque los domingos son señalados como después de la Epifanía y después de Pentecostés, el leccionario ferial de lunes a viernes no hace esta distinción (hay 34 semanas en tempus per annum).

2ª. Comparado con el Ordo Lectionum Missae de 1969/1981, hay muy pocas formas breves de lecturas, y la mayoría de las que existen en el esquema Consilium parecerían conformarse más con el núm. 75 de la Introducción General al Leccionario que aquellas recogidas finalemente en dicho Ordo Lectionum Missae de 1969/1981*. Sin embargo, este problema es más complejo de lo que parece, y se examinará en futuras publicaciones.

Sin duda, cabe formular otras observaciones interesantes al respecto, y espero poder compartir algunas de ellas en New Liturgical Movement en el futuro.


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Notas:

[1] El esquema alemán fue el que  se usó 
también en Inglaterra y Gales entre 1965 y 1969. Estrechamente relacionado con este esquema es el utilizado en España y algunas otras naciones de habla castellana.

[2] Annibale Bugnini da más detalles sobre la reforma del Leccionario en La reforma de la liturgia 1948-1975 (Collegeville, MN, Liturgical Press, 1990), pp. 406-425.

[3] Bugnini deja en claro que esta era una característica, y no un error. El papa Pablo VI tuvo que intervenir personalmente para asegurarse de que el Miércoles de Ceniza y los tres días siguientes se conservaran en el Calendario General Romano (véase La reforma de la Liturgia, cit., pp. 307 y 310-311). [Nota de la Redacción: Este particular inicio de la Cuaresma es una de las características del rito ambrosiano, que el beato Pablo VI conocía bien por haber servido como Arzobispo de Milán entre 1954 y 1963].

* Nota de la Redacción: El núm. 75 de la Ordenación de las lecturas de la Misa (Ordo Lectionum Missae) señala: "Respecto a la extensión de los textos se guarda un término medio. Se ha hecho una distribución entre las narraciones, que demandan una cierta longitud del texto y que generalmente los fieles escuchan con atención, y aquellos textos que, por la profundidad de su contenido, no pueden ser muy extensos. Para algunos textos más largos, se prevé una doble forma, la larga y la breve, según convenga. Estas abreviaciones se han hecho con gran cuidado".

martes, 21 de agosto de 2018

Contra la Misa versus populum

Ofrecemos a continuación un perspicaz artículo del Dr. Peter Kwasniewski, investigador tomista independiente, conferencista, compositor y maestro de coro, colaborador habitual de diversos sitios web católicos tradicionales y autor de dos libros sobre la restauración litúrgica. En este artículo, el Dr. Kwasniewski argumenta convincentemente en contra de la celebración de la Misa versus populum, no meramente por ser ella extraña a la tradición litúrgica, sino por tergiversar la esencia de lo que debe ser el culto divino auténtico. Es por lo mismo que el destacado filósofo católico alemán Robert Spaemann ha manifestado que la celebración versus populum es el mayor problema de la reforma litúrgica.

La traducción es de la Redacción y el original, publicado en el sitio New Liturgical Movement, puede leerse aquí (en inglés). 



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La Misa "de cara al pueblo" como contracatequesis e irreligión

Peter Kwasniewski

La esencia de la Misa no es el ser una reunión comunitaria, pues hay muchos tipos de reuniones comunitarias que no son Misas y, como la Iglesia lo ha enseñado consistentemente, una Misa celebrada privadamente por un sacerdote y un monaguillo o, incluso, en caso de necesidad, por un sacerdote solo, es también verdadera y propiamente una Misa. No, la esencia de la Misa es el sacrificio de Jesucristo en el Calvario, hecho presente nuevamente en la inmolación de la Víctima bajo las especies del pan y del vino, y ofrecido nuevamente al padre como una oblación de dulce aroma para la salvación del muno. Esto, no el círculo de gente que pueda congregarse o no alrededor del altar, es la esencia de la Misa.

Como consecuencia de ello, la Misa es una oración teocéntrica. Está ordenada a Dios. Como lo canta el Gloria: propter magnam gloriam tuam, por Tu inmensa gloria; o las palabras en la doxología al final del Canon: "A ti, Dios Padre omnipotente, (...) todo honor y toda gloria...". Sí, la Misa nos fue dada por Nuestro Señor en la Última Cena para nuestro beneficio, pero ella nos beneficia precisamente por ordenarnos en primer lugar a Dios, dándole a Él la primacía que le pertenece por su naturaleza y su conquista. Somos beneficiados por estar subordinados a Dios, entregándonos a Él como sacrificio racional (cfr. Rm. 12, 1); somos beneficiados al descentrarnos de nosotros mismos y centrarnos en Él, nuestro principio y nuestro fin.

Es precisamente por este motivo que la Misa versus populum o "de cara al pueblo" no es una mera aberración desafortunada basada en la falta de erudición y en hábitos de pensamiento democrático-socialistas endémicos en los occidentales contemporáneos. Es una contradicción a la esencia de la Misa y una distorsión de la relación apropiada del hombre hacia Dios. Debido a la inversión de la dirección correcta de la congregación que rinde culto a Dios, pueblo y sacerdote por igual, hacia la Fuente y Origen, se crea una cierta "inmunización" contra el sacrificio racional de sí mismo que vuelve nuestras almas y nuestros cuerpos hacia el Padre, en unión con su Hijo amado, cuya carne es para hacer la voluntad del Padre, no la propia en cuanto hombre (Jn. 3, 34; Jn. 6, 38).

Privilegiar una verdad parcial y secundaria por sobre una verdad fundamental es inculcar la no-verdad.

Esto lo podemos ver si miramos a la historia de las herejías cristianas. Cuando los arrianos privilegiaron la verdad que el Hijo es en cierto modo menos que el Padre (cfr. Jn. 14, 28), pero descuidaron la verdad más fundamental que Él es Dios -Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero-, ellos inculcaron una no-verdad, pues el Hijo no es menos que el Padre sin más. 

Cuando los pelagianos privilegiaron la verdad que el hombre no se salva sin su propio esfuerzo, pero descuidaron la verdad más fundamental que incluso nuestros esfuerzos son un don de Dios y que si Su ayuda nada podemos, ellos inculcaron una no-verdad, porque no somos salvados por las obras sin más.

Cuando los protestantes privilegiaron la verdad que Jesucristo es nuestro Salvador, pero descuidaron la verdad que Él nos salva en y a través de un cuerpo visible, la Iglesia, de la cual debemos ser miembros para beneficiarnos de Su acción salvífica, ellos inculcaron una no-verdad, por cuanto no hay salvación fuera del cuerpo del Salvador. Una convicción subjetiva de que "estoy salvado" no tiene nada que ver con lo que vemos ocurre en el Nuevo Testamento, ni tampoco en la historia de la Iglesia primitiva.

Cuando los liberales europeos de hoy en día privilegian la verdad que el hombre tiene una dignidad innata, pero descuidan la verdad que su dignidad no es absoluta ni independiente de su naturaleza social, con las obligaciones que de ella nacen hacia la sociedad y su susceptibilidad de ser castigado justamente incluso con la muerte, ellos inculcan una no-verdad, pero ni la muerte ni la soberanía punitiva de la autoridad civil es contraria a la dignidad humana sin más.

En todos estos ejemplos (por supuesto podrían extenderse casi indefinidamente), vemos cómo el énfasis de una verdad parcial sacada del contexto de verdades que le dan sentido resulta en el establecimiento de un sistema de creencias falso, un -ismo que se aparta a sí mismo del catolicismo.

Sostengo que lo mismo es cierto respecto del versus populum. Cuando los reformadores litúrgicos privilegiaron la idea de una reunión comunitaria en pos de la fraternidad en torno a una mesa, pero olvidaron la verdad más fundamental (reconocida como dogma de fide por Trento) que la Misa es la renovación incruenta del Sacrificio sangriento de la Cruz, ellos inculcaron una no-verdad, por cuanto la Misa no es en primer lugar y ante todo un grupo haciendo algo juntos, sino Jesucristo ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio y otorgándonos la oportunidad de unirnos a esta ofrenda perfecta y por entero suficiente en que consiste nuestra misma salvación. Es el hombre que en el curso de su vida se ha vuelto uno con Cristo en la Cruz  quien será salvado, no el hombre que se reúne con amigos para rememorar el predicador itinerante de bondad de Nazaret. El énfasis de una verdad parcial (que la Misa es un suceso social o comunitario que incluye un refrigerio comestible) que es sacada fuera del contexto de un dogma más grande que le da su sentido y poder (que la Misa es sacrificio de Cristo, de la Cabeza y sus miembros) falsifica la verdad parcial y de hecho la vuelve nociva, del mismo modo que el arrianismo, el pelagianismo y el protestantismo son nocivos, pese a que cada uno de ellos está construido sobre una verdad.

La celebración de la Liturgia de la Eucaristía de cara al pueblo necesariamente descontextualiza y falsifica la naturaleza social de la Misa e inevitablemente (incluso si, en muchos casos, ello es contrario a los devotos deseos del celebrante) suprime su esencia teocéntrica. Por este motivo, inculca una comprensión falsa de la Misa, efectivamente decatequizando a los fieles en lo que concierne a su naturaleza verdadera. No inclina simplemente el énfasis de un lado al otro; suprime la orientación que es exigida por el sentido mismo de sacrificio, que es el de ser ofrecido de modo manifiesto solamente a Dios. Más aún, sólo Él merece y exige nuestra adoración y si no está claro que estamos unidos en la adoración del Único que es exclusivamente merecedor de latría o culto divino, entonces el derecho único de Dios a dicho culto en espíritu y en verdad se ha visto comprometido o ha sido suprimido.

Si recordamos que "religión" es el nombre de aquello que, según Santo Tomás de Aquino, corresponde a la virtud moral mediante la cual ofrecemos a Dios aquello que le es debido por medio de signos externos y ritos (cfr. Summa theologiae II-II, q. 81), sería exacto decir que el culto ad orientem y el "culto" versus populum son la expresión de "religiones" diversas, al menos en el sentido que aquello que es mostrado y dado es algo diferente.

El problema, entonces, no es meramente que la práctica de celebrar la Misa "de cara al pueblo" no tenga fundamento alguno en la historia del culto católico ni ortodoxo. No, es algo mucho peor que una desafortunada aberración sociológica, como la moda actual del body-piercing. La celebración versus populum degrada y corrompe la fe de los fieles respecto de la esencia misma de la Misa y de la adoración de Dios propter magnam gloriam eius; la absoluta primacía de Dios por sobre el hombre, y el deber correspondiente del hombre de subordinarse a Dios, en oposición a los antiguos sofistas y modernos ilustrados, quienes se unen en el error relativo a que "el hombre es la medida de todas las cosas". 

 La "disposición benedictina del altar" en una Misa versus populum

Hace años solía pensar que la "disposición benedictina del altar", conforme a la cual seis cirios y un crucifijo son ubicados en el frente del altar, entre la congregación y el celebrante (con el crucifijo orientado hacia el celebrante como punto focal de la mirada de este último), era una solución temporal imperfecta pero válida a la dramática crisis pastoral de la inversión antropocéntrica de la Misa. Tomando en cuenta todos los factores, sigo pensando que es mejor, al menos para romper el círculo cerrado y ofrecer un respiro visual al tête-à-tête, pero ya no puedo verla como adecuada respecto de la magnitud del problema.

La colocación de seis cirios y un crucifijo en el lado occidental del altar, por útil que pueda parecer como un "arreglo instantáneo", crea a su vez dos grandes problemas. En primer lugar, deja intacta la falsa orientación, pues el sacerdote todavía está de espaldas al Oriente (¡y, en una iglesia con un tabernáculo central, de espaldas al Señor!), mirando hacia el Occidente, que simboliza (como lo indica el rito bizantino del bautismo) el reino de las tinieblas. La idea de un "Oriente virtual" representado por el crucifijo, si bien es inteligente, es demasiado cerebral; lo contradice el "lenguaje corporal" del santuario, del altar y del sacerdote.

En segundo lugar, levanta una barrera arbitraria entre el celebrante y el pueblo de un modo que nunca ocurre en el culto ad orientem, donde cada uno está mirando en la misma dirección y siente la unidad de esta orientación común. Es decir, podría acentuar la actitud que pone al sacerdote "por sobre y en contra del pueblo", la cual ya es una característica tan fastidiosa del Novus Ordo, el cual fue confeccionado por clericalistas posando de populistas.

No me opongo en absoluto a la existencia de barreras reales y permanentes en una iglesia cuando tengan sentido litúrgico y ceremonial, como las antiguas cortinas en torno al baldaquín, el coro alto o jubé, la iconostasis, el comulgatorio. Semejantes barreras articulan el espacio litúrgico y proveen una progresión significativa de ministros y acciones, mientras que catequizan a los fieles sobre la jerarquía, lo sacro y la escatología. Pero introducir una línea de objetos en el costado occidental del altar para compensar (de algún modo) la falta de una orientación común apropiada es arbitrario. Parece temporal y una medida que solamente busca ganar tiempo y, la mayor parte de las veces, fija una cesura extraña en el santuario, como la división entre cubículos de oficina.

La orientación versus populum simboliza y promueve el antropocentrismo de la modernidad; su olvido de Dios; su rechazo a ordenar toda la realidad creada a la fuente increada; su mundanidad humanista, la cual no subordina decididamente el aquí y ahora al Señor, el Oriente, el que vino y vendrá de nuevo a juzgar a los vivos y a los muertos. Sólo con este cambio, el ethos litúrgico o la conciencia del cristianismo fue destruido. Si la Misa tradicional se celebrara súbitamente versus populum, del modo que el Novus Ordo habitualmente es celebrado, ella se vería totalmente socavada por este único cambio; si la Misa reformada se celebrara ad orientem, este hijo pródigo litúrgico, por esa metanoia, habría comenzado el camino a la casa de su padre.

Tanto depende de que el sacerdote y el pueblo miren juntos al Oriente, que no sería una exageración decir que la cristiandad ortodoxa florecerá solamente donde se ofrezca de ese modo el culto público, y sufrirá detrimento en todo lugar donde dicha orientación sea abandonada.


La celebración hacia el Oriente y todo lo que simboliza e implica no es un mero accidente, una característica incidental que podamos tomar o dejar, como tal o cual estilo de casulla. Es un elemento constitutivo del rito del Santo Sacrificio. Debemos dejar de fingir que es una cuestión indiferente, un caso del de gustibus non est disputandum. Una Misa que rechaza orientarse en continuidad con la tradición universal y la teología del culto cristiano es irregular, perjudicial para el sacerdote y el pueblo a quienes deforma con una mentalidad antropocéntrica, perniciosa para el Cuerpo Místico, en el cual perpetúa la ruptura y la discontinuidad, siendo así menos agradable a Dios, a quien priva de la adoración debida.

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Nota de la Redacción: Todas las fotos son aquellas que acompañan al artículo original en New Liturgical Movement.

domingo, 19 de agosto de 2018

La fiesta de la Asunción de Nuestra Señora

La Asunción de Santa María es uno de los cuatro dogmas marianos, que la Iglesia celebra litúrgicamente como la más importante de las fiestas en torno a la Virgen: festum summum la denominaba ya el Breviario de Utrecht (1508). Los otros tres dogmas relacionados con ella son el hecho de ser María Madre de Dios, definido por el Concilio de Éfeso (431), su Perpetua Virginidad, proclamado por el II Concilio de Constantinopla (553), y su Inmaculada Concepción, fijado por el beato Pío IX a través de la Constitución Ineffabilis Deus (1854). De acuerdo con el calendario reformado, y salvo el segundo de ellos, estos dogmas marianos son honrados como solemnidades: la Inmaculada Concepción de la Virgen María (8 de diciembre), Santa María Madre de Dios (1° de enero) y la Asunción de la Virgen María (15 de agosto).  

Juan Martín Cabezalero, La Asunción de la Virgen (entre 1665 y 1670), Museo del Prado
(Imagen: Wikicommons)

La primera referencia oficial a la Asunción se halla en la liturgia oriental, donde ya en el siglo IV se celebraba la fiesta de el Recuerdo de María, que conmemoraba la entrada al Cielo de la Virgen tras concluir su vida terrena y se hacía referencia al hecho de haber sido asunta. En Palestina, ella tenía lugar probablemente en agosto, en pleno verano. A partir del siglo VI, esta fiesta recibió el nombre de la Dormitio (χοίμŋσις) o "Dormición" de María, pues en ella se celebraba el misterio del tránsito de la Santísima Virgen a Dios. En el siglo VII, el nombre de esta fiesta pasó de "Dormición" a "Asunción", el que hacia fines del siglo VIII acabó prevaleciendo. Cumple señalar que la Iglesia no ha definido qué ocurrió con la Santísima Virgen cuando llegó el final de su días, puesto que había sido preservada del pecado original desde el momento mismo de su concepción. Las fechas asignadas para ese evento varían entre tres y quince años luego de la Ascensión de Cristo. Dos ciudades proclaman ser el lugar de la partida al cielo: Jerusalén y Éfeso. La opinión general favorece a Jerusalén, en cuyas cercanías se muestra su sepulcro; pero en Éfeso se encuentra la casa donde la tradición oriental dice que ella vivió junto con San Juan, quien asumió su cuidado desde el Calvario. 

En Egipto y Arabia, sin embargo, esta fiesta se mantuvo en enero, y dado que los monjes de las Galias adoptaron muchos usos de los monjes egipcios, hay registros de que en dicha zona ella se celebraba en ese mes hacia el siglo VI. La liturgia galicana fijó la fiesta el 18 de enero bajo el título de Depositio, Assumptio, or Festivitas S. Mariae (día que el misal romano tradicional reserva para la fiesta de la cátedra de San Pedro en Roma). Esta costumbre permaneció en la Iglesia galicana hasta la época de la introducción del rito romano (siglo VIII). En la Iglesia griega parece que algunos mantuvieron la fiesta en enero, como los monjes egipcios, mientras que otros siguieron celebrándola en agosto, como ocurría en Palestina. Se atribuye al emperador Mauricio (582-602), el haber fijado su celebración para el imperio griego el 15 de agosto.

En Roma, la única y más antigua fiesta de Nuestra Señora era el 1° de enero, la octava del nacimiento de Cristo, que después pasó a ser la fiesta de la Circuncisión del Señor y finalmente, por disposición de San Juan Pablo II, nuevamente la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios (antes celebrada el 11 de octubre). Primero se celebró en Santa María la Mayor, y más tarde en Santa María de los Ángeles y de los Mártires. Las otras fiestas marianas son de origen bizantino. Se piensa que antes del siglo VII ninguna otra fiesta se guardaba en Roma y, en consecuencia, la Fiesta de la Asunción, hallada en los sacramentarios de Gelasio y Gregorio, es un agregado espurio hecho en el siglo VII u VIII. De todos modos, hay fuertes y buenos argumentos que prueban que la Misa de la Santísima Virgen María, situada el 15 de agosto en el sacramentario gelasiano, es genuina, ya que no hace mención a la Asunción corporal de María, cuestión teológica que por entonces (sobre todo en Francia) era objeto de controversia. Esto prueba que la fiesta era celebrada casi con seguridad en la Iglesia de Santa María la Mayor por lo menos en el siglo VI. Para la época de Sergio I (700), ella era ya una de las principales festividades en Roma, acompañada de una procesión que comenzaba en las puertas de la Iglesia de San Adrián en el Foro. Fue ese mismo Papa quien introdujo en la Iglesia romana las fiestas de la Anunciación, la Purificación y la Natividad de la Virgen, todas de origen oriental, y acompañadas del rezo de las letanías que comenzaban en la iglesia recién mencionada. En 847, León IV dio un nuevo vigor a la solemne vigilia establecida por Sergio I, durante la cual todo el clero romano pernoctaba cantando alabanzas a la Madre de Dios, y agregó una octava que no fue observada por toda la Iglesia. Por ejemplo, en Alemania esta octava no fue celebrada en muchas diócesis hasta la época de la Reforma, donde se introdujo con una señal de identidad católica, y la Iglesia de Milán no la aceptó como parte del ordo ambrosiano hasta 1906. 

El descenso de la imagen de la Virgen al río Sena para la tradicional procesión fluvial que atraviesa París

Con todo, la doctrina teológica de la Asunción de María no fue desarrollada en la Iglesia latina sino hasta el siglo XII, cuando aparece el tratado Ad Interrogata, atribuido a san Agustín, el cual aceptaba la asunción corporal de María. Santo Tomás de Aquino y otros grandes teólogos se declararon en su favor. San Pío V, al acometer la reforma del Breviario, quitó las citas de Seudo-Jerónimo que se leían en el segundo nocturno y las sustituyó por otras que defendían la asunción corporal. En 1766, Benedicto XIV señaló la doctrina de la asunción de María como pía y probable, pero sin definirla todavía como dogma de fe. La influencia de las cartas atribuidas a Seudo-Jerónimo, que ponía en duda si María fue asunta al cielo con o sin su cuerpo (aunque manteniendo la creencia en su incorrupción) hizo surgir la duda de si la asunción corporal estaba incluida en la celebración de la fiesta. A esto se sumó otro libro que gozó de fama entre los conventos y cabildos, llamado el Martirologio del monje Usuardo (†875), el cual alababa la reserva de la Iglesia de aquella época que preferiría no saber "el lugar donde por mandato divino se oculta este dignísimo templo del Espíritu Santo y nuestro señor el Dios ", que es la Santísima Virgen. 

En 1849 llegaron las primeras peticiones a la Santa Sede de parte de los obispos para que la Asunción se declarara de manera definitiva como doctrina de fe, y estas peticiones fueron aumentando conforme pasaron los años. Cuando en 1946 el papa Pío XII consultó al episcopado sobre esta materia por medio de la carta Deiparae Virginis Mariae, la afirmación de que el dogma fuese declarado fue casi unánime. Finalmente, el 1° de noviembre de 1950 se publicó la constitución apostólica Munificentissimus Deus en la cual el Romano Pontífice, basado en la tradición de la Iglesia católica, tomando en cuenta los testimonios de la liturgia, la creencia de los fieles guiados por sus pastores, los testimonios de los Padres y Doctores de la Iglesia y con el consenso de los obispos del mundo, declaraba como dogma de fe la Asunción de la Virgen María, vale decir, "que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial".

Vídeo de la solemne proclamación del dogma de la Asunción de María (1950)

Este dogma significa que la Virgen María, preservada inmune de toda mancha de pecado original desde su concepción, y una terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del Cielo y enaltecida por Dios como Reina del Universo, para ser confirmada más plenamente a su Hijo (CCE 966). El Misterio de la Asunción consiste, entre otras cosas, en que la Virgen María fue elevada al cielo por ángeles, y no por sus propios medios, puesto que es Dios quien desea conservarla en gracia hasta el final de sus días, pero ella sigue siendo un ser humano y carece del poder que tenía su Hijo para ascender por Sí misma. Hay, entonces, un ciclo mariano completo entre los dos últimos dogmas declarados: mientras en la Inmaculada Concepción se celebra el inicio de la vida de la Santísima Virgen, que fue preservada por Dios del pecado original para engendrar a su Hijo, en la Asunción la Iglesia honra el destino de plenitud y bienaventuranza de María, donde ella muestra su perfecta configuración con Cristo resucitado (Pablo VI, Encíclica Marialis cultus, 1974, núm. 6). 

La Asunción de de Nuestra Señora siempre fue un fiesta doble de primera clase y un día santo de precepto, donde existe la obligación de oír Misa completa. Ella se festeja especialmente como día propio en todas las iglesias consagradas a Santa María sin una especial advocación. Cabe advertir, empero, que el catálogo de Wurzburgo señala para la fiesta de la Asunción de María dos lecturas evangélicas distintas, puesto que es probable que en el siglo VIII haya habido una segunda Misa para este día, a fin de permitir que pudieran asistir a ella los que no habían ido temprano por la mañana. De ahí la celebración de esta fiesta decantó en una Misa de la Vigilia y otra para el gran día 15, cada una con lecturas distintas. De hecho, para preparar la más importante de las fiestas marianas del año litúrgico, el antiguo calendario preveía la Vigilia de la Asunción como un día de ayuno y oración, que la liturgia expresaba mediante el empleo de ornamentos morados. 

Con la proclamación del dogma, se modificó también el formulario litúrgico para la Misa y el Oficio de la fiesta, donde la verdad dogmática se manifiesta con mayor claridad (por ejemplo, ella se repite casi textual en la Oración). Antiguamente, el Evangelio era el mismo que el de la memoria de San Marta (29 de junio), donde se lee la perícopa de Lc 10, 38-42 (véase aquí el artículo de New Liturgical Movement sobre este punto). Con la reforma de Pío XII, el nuevo Evangelio está tomado de Lc 1, 39-52, que narra la visitación de María a su primera Santa Isabel y la entonación del Magnificat. Los formularios del misal reformado mantienen tanto el Evangelio de la Vigilia (Lc 11, 27-28) como el del día de la Solemnidad.