A partir del siglo V, cabe observar el desarrollo diferenciado que tendrá la liturgia en Oriente de aquel que experimentará en la Iglesia latina, caracterizado el primero por su tendencia centrífuga y el segundo por un fuerza centrípeta en incremento. Esto no impide que las iglesias particulares de Occidente y Oriente gocen de igual dignidad, de tal manera que ninguna de ellas aventaja a las demás por razón de su rito, y todas disfrutan de los mismos derechos y están sujetas a las mismas obligaciones, incluso en lo referente a la predicación del Evangelio por todo el mundo (Mc 16, 15), bajo la dirección del Romano Pontífice (Concilio Vaticano II, Decreto Orientalium Ecclesiarum, núm. 3). El Concilio Vaticano II (1962-1965) recordó solemnemente esta paridad y declaró que, ateniéndose fielmente a la Tradición, «la Santa Madre Iglesia atribuye igual derecho y honor a todos los ritos legítimamente reconocidos y quiere que en el futuro se conserven y fomenten por todos los medios» (Constitución Sacrosanctum Concilium, núm. 4). Dada esta convergencia en la unidad de la Iglesia, se acepta que, en principio, los fieles participen en el Sacrificio eucarístico y reciban la sagrada comunión en cualquiera de los ritos reconocidos (canon 923 del Código de Derecho Canónico).
Las liturgias de las Iglesias orientales son designadas con frecuencia con el insatisfactorio término de «rito» (canon 28 § 2 del Código de Derecho Canónica para las Iglesias orientales), que comenzó a usarse en la Iglesia romana para situar la multiplicidad y la licitud de las tradiciones litúrgicas surgidas en Oriente, en el sentido, frecuentemente limitativo, de aspecto ceremonial o uso peculiar. Sin embargo, una comprensión cabal de estas liturgias sólo se logra a partir del estudio del primitivo conjunto de normas y tradiciones institucionales y culturales que forman el sustrato de la vida espiritual de cada Iglesia oriental en particular.
De esta manera, la génesis de estas liturgias se ha de buscar en la antigua ordenación patriarcal. Éste es un fenómeno de condensación administrativo-eclesiástica basada en las iglesias locales de los primeros siglos, que se centraliza primero en torno a un gran número de metrópolis y después alrededor de un número más restringido de centros patriarcales. La cabeza de éstos se llama, dentro del imperio romano, patriarca (Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Jerusalén, a los que se sumaba el patriarcado de Occidente con sede en Roma), y fuera de él, katholikos (Seleucia-Ctesifonte para los siro-orientales, Armenia, Georgia). El sistema patriarcal es centralizador, y determina una unificación cada vez mayor en los campos legislativo y disciplinar. La autonomía patriarcal concierne a la creación de sedes episcopales, a la elección o traslado de los obispos, a la fijación de la vida litúrgica (introducción de formularios y de fiestas, determinación de fechas y costumbres, reglas de ayuno, etc.), a la disciplina del clero, así como de los laicos.
La autonomía de las provincias eclesiásticas es la matriz de particularismos que explican el origen de las provincias litúrgicas. Sin embargo, el sistema patriarcal de los siglos IV y V no cubre exactamente el número de éstas, porque dentro de un mismo patriarcado ha habido regiones con una vida litúrgica muy particular e influyente, como en Éfeso o Capadocia, absorbidas después por la preponderante liturgia de Constantinopla. La iglesia de Jerusalén, convertida en patriarcado sólo después del concilio de Calcedonia (451), influyó en la liturgia de otras iglesias desde el siglo IV, cuando era todavía una iglesia local dependiente del metropolitano de Cesárea Marítima.
La situación en el resto de la Iglesia Católica es distinta. En la casi totalidad de las iglesias occidentales se utiliza el rito romano, que en sus orígenes era el uso propio de las ceremonias de la Iglesia de Roma, donde san Pedro instaló la sede del Colegio Apostólico tras dejar Antioquía. Los tres patriarcados nominales que todavía subsisten dentro del rito latino (Lisboa, Venecia y Jerusalén) no suponen una particularización de su liturgia.
Todo lo dicho sobre la formación de las grandes familias litúrgicas vale de manera especial para la iglesia romana. También sus comienzos hay que situarlos en el estado general de libertad que se instauró después del edicto de Milán del 313. El favor imperial ofrece a la iglesia romana la posibilidad de desarrollarse de gran manera, sobre todo en materia de construcciones: surgen los grandes edificios de la iglesia catedral de Letrán y las basílicas sobre las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Con todo, las exhortaciones preocupadas de diversos sínodos africanos dejan adivinar un desarrollo tumultuoso de textos litúrgicos: «[...] preces quae probatae fuerint in concilio, sive praefationes, sive commendationes seu manus impositiones, ab omnibus celebrentur, nec aliae omnino contra fidem praeferantur; sed quaecumque a prudentibus fuerint collectae dicantur». También san Ambrosio (340-397), pese a su celo por la autonomía de su iglesia de Milán, reconoce la importancia extraordinaria e irradiante de la liturgia romana.
Si todas las liturgias occidentales se distinguen claramente de las formas del Oriente, es necesario añadir que el rito romano se distancia también de las formas todavía más ricamente desarrolladas del rito hispánico o mozárabe, que comienza a consolidarse hacia el siglo VI. Distintivo particular de la liturgia romana es la plegaria eucarística, el canon romano único, inmutable para todos los días del año y con pocos textos intercambiables (Communicantes, Hanc igitur).
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