Publicamos a continuación un artículo de opinión del Prof. Augusto Merino Medina, colaborador estable de esta bitácora, sobre las habituales objeciones que suele enfrentar quien llama la atención sobre la despreocupación por las rúbricas que suele reinar en la celebración de la liturgia reformada y la generalizada falta de sentido de lo sagrado y de reverencia.
El autor
(Imagen: Vimeo.com)
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¿Cree usted que a Dios le importa?
Augusto Merino Medina
Es un hecho ampliamente reconocido que uno de los peores males que afligen a la liturgia reformada por Consilium, organismo encargado de traducir a la práctica la Constitucion Sacrosanctum Concilium (1963), del Concilio Vaticano II, es la pérdida del sentido de lo sagrado, especialmente en la celebracion de la Santa Misa.
El rito nuevo, diseñado por Consilium, nació ya pesadamente lastrado con esa pérdida (la que se aprecia con sólo con compararlo con el milenario rito anterior); pero los abusos a que el nuevo rito dio lugar y que han crecido hasta proporciones increíbles, han terminado por transformar el principal acto de culto católico en poco más que una asamblea semanal de “hermanos” que se reúnen en un clima de fraternidad y distensión a realizar actividades vagamente religioso-morales.
En ese clima, que es el que viven los pocos católicos practicantes que todavía van a Misa dominical, quienquiera que se preocupe de “detalles” y “rúbricas” de carácter “meramente protocolar” (como, por ejemplo, la necesidad del celebrante de revestirse con ornamentos apropiados, o de adoptar una postura digna, etcétera) es considerado como alguien que se pierde en nimiedades en vez de concentrarse en lo esencial: la escucha de la palabra de Dios, la oración, la práctica cálida de la hermandad en la “asamblea”, etcétera. He oído a un católico decir que “la única diferencia entre un liturgista y un talibán, es que con el talibán se puede llegar a un entendimiento”.
En la mentalidad de la “nueva” Iglesia, que celebra esta “nueva” Misa, se entiende, de un modo perfectamente racionalista, que a Dios no puede importarle el que sobre el altar haya dos o seis cirios, o que el crucifijo no esté puesto al medio sino en una esquina, de medio lado, o que el “presidente” emerja de la sacristía con una alba-casulla, que no le cubre bien la camiseta, en vez de con una casulla propiamente tal, con amito, estola, cíngulo y otros “detalles”. Dios “no se fija” en si la música que se toca en la Misa está acompañada por rasgueos de guitarra o por órgano; si los fieles comulgan recibiendo la hostia en la mano o en la lengua; si las lecturas son leídas a trastabillones por un fiel cualquiera a quien se le pide hacerlo en el momento en que entra a la iglesia o si son leídas con claridad por alguien que las ha practicado con anterioridad; si la comunión es distribuida por espontáneos de buena voluntad que ayudan al curita o por ministros consagrados. No: lo que importa es que la gente cante, que comulgue, que escuche la palabra de Dios.
Pero, ¿es verdad que a Dios no le importan esos “detalles” y “rúbricas”, que fueron observados, respetados y conservados como un tesoro a lo largo de dos mil años de existencia de la Iglesia por no menos de sesenta generaciones de católicos? La pregunta nos sitúa de inmediato en el resbaloso terreno de la comparación de la importancia del “fondo” y de las “formas”, de lo “principal” y de lo “accesorio” o, si todavía es posible recurrir al lenguaje escolástico de noble prosapia tomista, de lo “sustancial” y de lo “accidental”.
Soy consciente de estar planteando aquí un problema de la máxima importancia y de enorme complejidad, cuyo abordaje requeriría un tratado entero, precedido de la explicación de nociones de antropología filosófica y cultural, de sociología y de psicología colectiva. En estos aciagos momentos de la historia de la Iglesia y, en particular, de la liturgia, están surgiendo, gracias a Dios, quienes pueden emprender esa inmensa tarea. Aquí me limitaré a un par de reflexiones que creo importantes.
1. El estudio de los libros litúrgicos del Antiguo Testamento nos descubre que Dios se preocupó hasta de los más mínimos detalles del culto que le había de ser tributado, tanto en relación a los objetos que se debía usar (vestimentas, instrumentos, edificios, etcétera) como a las acciones que debía realizarse (modo de ofrecer los sacrificios, de ofrecer el incienso, palabras que debían pronunciarse, gestos, etcétera). Las instrucciones de Moisés sobre estos aspectos son detalladísimas y estrictas, como procedentes de quien había recibido la visión del modelo celestial de lo que había de realizarse en la liturgia terrena del pueblo elegido. Paralelamente, en el Nuevo Testamento hay también descripciones de la nueva liturgia celestial en el Apocalipsis, que nos da un criterio sobre el tipo de culto que ha de darse a Dios, y que nos describe un cielo que no se asemeja en nada a un jardín de delicias donde los bienaventurados se pasean relajadamente tomando el fresco en amigable compañía, sino que es escenario de un ceremonial magnífico, grandioso, sobrecogedor.
La revelación divina, pues, no nos deja suponer en absoluto, en ninguno de los dos grandes momentos en que ella se lleva a cabo, que a Dios no le importan en lo más mínimo las ceremonias o cómo se realicen.
Si queremos, por otra parte, referirnos a lo que la revelación nos dice por medio de la Palabra encarnada, advertiremos algo análogo. Con ser supuestamente Jesús todo lo “revolucionario” que a cierta teología populista le gusta afirmar, Él declaró que no había venido a abrogar la Ley sino a cumplirla hasta en el detalle, y que el que enseñara a los hombres a obrar de este modo sería grande en el Reino de los Cielos. El mismo purificó el templo de Jerusalén expulsando a latigazos a los comerciantes que se habían instalado en él a vender objetos de culto, indicando así qué tremendo respeto se debía observar entre sus paredes (se pregunta uno cuál hubiera sido su reacción ante el comportamiento “casual” de las “asambleas dominicales” en ciertas parroquias “progresistas” e “inclusivas”).
Pero hay más. Jesús fue hombre que apreciaba debidamente las señales de respeto hacia su persona y la delicadeza en el trato que se le daba. En casa de Simón, cuando la pecadora derramó sobre los pies divinos aquel carísimo perfume, defendió el proceder de la mujer, quejándose (¡y eso que estaba de visita!) de que no le habían ofrecido agua para lavarse los pies, ni aromas para ponerse en el pelo. Y salió al paso de una de las objeciones más comunes en la actualidad a la esplendidez y decoro del culto: todo el dinero desperdiciado en aquel frasco de esencias roto en Su honor, se podría haber dado a los pobres (y se trataba, en efecto, de una gran suma, que hubiera alcanzado para muchas obras de misericordia y de ternura). Pues, bien, como nos los recuerda el Evangelio, la impactante respuesta al discípulo “con sensibilidad social” de su entorno, fue: “a los pobres los tendréis siempre con vosotros”. Cerró así, de un sopetón, la puerta a la pobretonería litúrgica (que no es lo mismo que la sobriedad y buen gusto), a la fealdad y desaliño en las cosas y los gestos.
Peter Paul Rubens, Festín en casa de Simón el Fariseo (circa 1618, Museo del Hermitage)
Durante mil novecientos sesenta años la Iglesia comprendió perfectamente lo que el Señor le había dicho, y dedicó al culto, con el tino que las circunstancias exigían (hubo casos en que se liquidó objetos litúrgicos valiosos para socorrer a casos humanos extremos), lo más rico, lo más hermoso, lo más preciado y lo más valioso de que podía echar mano. Resultado de ese espíritu, correctamente entendido, es el tesoro de grandiosos edificios de las iglesias, la belleza de los objetos de culto, el magnífico arte que, en todos los aspectos, se fue creando en torno a la Santa Misa, raíz y culminación de la vida cristiana (como ha dicho el Concilio Vaticano II, y no un “talibán litúrgico”).
¿Puede quedar alguna duda de si a Dios le importan o no estas cosas?
2. Dios desea siempre el bien para todas sus criaturas. A todas las ama Dios porque son buenas, como salidas de sus manos. Y dice la Escritura que todo confluye para el bien de aquéllos a quienes El ama.
La liturgia romana milenaria expresa adecuadamente los misterios de la Fe, no porque los haga enteramente comprensibles, como es el ideal iluminista de la liturgia moderna, sino porque hace a los fieles entrar espiritualmente en ellos de un modo admirable por su eficacia. No podía ser de otro modo: desarrollada a lo largo de los siglos por monjes, papas y santos, surgió de un crecimiento orgánico de la comprensión de dichos misterios, como un producto de la intensa vida espiritual que le fue dando forma, como logro de un espléndido desarrollo de la teología cada vez más fina que le sirvió de apoyo. Sobre todo, como lo han afirmado Pío XII y otros papas, ella contó con la guía del Espíritu Santo y constituye, por tanto, un bien que beneficia inmensamente a los cristianos que el Señor ama.
En ese largo y secular desarrollo, pues, la liturgia romana de la Misa hizo de ella una obra de arte perfecta, en que cada símbolo, cada gesto, cada palabra, cada ornamento tienen un contenido riquísimo, que difícilmente un fiel puede llegar a agotar en la contemplacion. Esta es alimentada sin fin por esa creación espiritual sin paralelo en la historia del Occidente.
El haber un grupo de supuestos “expertos” metido mano en ella hasta el punto de destruirla, como lo lamentaban posteriormente algunos de ellos mismos cuando se dieron cuenta de lo que habían hecho, ha dañado el contenido comunicable a los fieles: quebradas las formas, se derraman los contenidos. Y así es como una liturgia “arruinada”, según los términos del jesuita Joseph Gelineau, que participó en el Consilium, ha llegado a desorientar y aun confundir e inducir a error a la fe de quienes asisten a ella.
Aunque la liturgia no tiene una finalidad pedagógica (como desearían los modernos), ella enseña, sin embargo, de un modo suave, casi invisible, formando el alma de los fieles y introduciendo en ellos las verdades de la fe no tanto por vía discursiva –aunque sí existe dicha vía- sino mediante la educación de la sensibilidad por lo sagrado y, concretamente, por la presencia en los actos de culto de la Santísima Trinidad. Una buena liturgia, hecha con apego a lo que la Tradición nos ha legado, configura bien el alma. Una mala liturgia, que aunque lleve la firma de un papa se aparta de la Tradición y es engendro de un variopinto grupo de sedicentes “expertos”, deforma el espíritu.
Y el Señor no desea que el alma de sus fieles sea deformada en lo que se refiere al verdadero culto que se le debe ni a la verdad que está a la base de éste. No desea, por tanto, una liturgia deformada y deformante. Desea, y así lo dijo, un culto en espíritu y verdad, haciendo lo que Él mismo nos enseño.
¿A Dios le importan o no, entonces, esos “detalles”, esas meras “rúbricas”, esas “formalidades”? Démosle a Él mismo la palabra: “No ofrezcáis nada con defecto, pues no os
sería aceptado” (Lev. 22, 20).