Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, que se aparta de la línea que habitualmente traducimos y que se refiere a la liturgia de siempre. En esta ocasión, el autor aborda la tradición intelectual católica y su significado, haciendo presente la vinculación que ella tiene con la Tradición. No hay que olvidar que "la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que ella es, todo lo que cree" (CCE 98), y que recibió de Cristo para ser guardado y proclamado en todo tiempo lugar. Ese depósito de enseñanza viva debe penetrar la cultura, pues fe y razón son dos realidades complementarias y no contrapuestas. El trabajo que ahora publicamos tiene una segunda parte, que compartiremos con nuestros lectores la próxima semana. Ambos van en la línea de lo que ya escribía John Senior (1923-1999) hace cuarenta años, cuando llamaba a emprender una cruzada por La restauración de la cultura cristiana (1983).
El artículo fue publicado originalmente en OnePeterFive y ha sido traducido por la Redacción.
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¿Qué es la tradición intelectual católica?
Peter Kwasniewski
Las escuelas católicas existen para
enseñar la verdad que nos hace libres, para diseminar esta verdad por todas
partes, para profundizar nuestra comprensión y expresión de ella, y para
relacionarla con otras áreas de la investigación y de los esfuerzos humanos.
Una escuela católica se define por su
adhesión incondicional, públicamente profesada, a todo nivel -perspectivas,
política, administración, actuaciones, instrucción-, a la plena verdad sobre
Dios y el hombre enseñada por la Iglesia católica. En breve, se supone que la
escuela católica encarna, transmite y desarrolla la tradición intelectual católica.
Muchas escuelas selectas, escuelas
secundarias, institutos y universidades, que fueron anteriormente
confesionales, han abandonado parcial o totalmente esa tradición, argumentando
que sus currículos y políticas debieran ser un reflejo del pluralismo del mundo
moderno. Con todo, cuando en un currículo no hay un contenido substantivo y
permanente, o cuando él es confuso, contradictorio o falso, la escuela se
transforma en una parodia de sí misma, en un veneno que se vierte en la copa
del bien común.
Debemos, pues, regresar a los
fundamentos y preguntarnos: ¿Qué es la tradición intelectual católica, de la
que las escuelas son, supuestamente, custodios y promotores?
(Imagen del artículo original)
Raíz y ramas
La Persona de Jesucristo, el Hijo de
Dios, y el acontecimiento de su Encarnación, es la raíz de la que surge esta
gran tradición. El conocimiento y el amor a esta Persona la inauguran, la
sostienen y la perfeccionan. El cuidado de la creación y el cuidado del mismo
hombre -lo que Benedicto XVI llamó “ecología humana”- se basan en último
término en la fe en el Creador y en el reconocimiento del orden y sabiduría que Él ha puesto en su obra. El universo o cosmos como un todo y cada una de sus
intrincadas partes nos mueven a maravillarnos, y a la humildad y la
responsabilidad. El hombre tiene la noble vocación de participar en el gobierno
de este mundo y, sobre todo, el oficio sacerdotal de devolverlo a Dios como
ofrenda, como oración y alabanza. No puede haber solución a las muchas crisis
morales y físicas de nuestra época sin un despertar contemplativo a la amplitud
y profundidad de la gloria del Señor en la obra de sus manos, especialmente en
el cuerpo y el alma humana de cada persona.
La tradición intelectual católica
tiene una cantidad de características permanentes y reconocibles:
1. La profunda armonía de fe y
razón, en cuanto cada una de ellas es una capacidad de conocer que nos viene
del Padre de las Luces, cuyos dones son todos buenos y perfectos. La fe y la razón no sólo son compatibles,
sino que se purifican y apoyan mutuamente (véase Benedicto XVI, Discurso deRatisbona y Discurso en Westminster Hall).
2. Una ética de la ley natural que
se funda en la dignidad inherente de toda persona humana creada a imagen y
semejanza de Dios, que proporciona el único fundamento objetivo para una
doctrina coherente de los derechos y deberes humanos. Y como consecuencia de
esto, un énfasis en la libertad moral (libertad para) como algo más importante
que la libertad física (libertad de), coronada por la libertad para encontrar a
Dios y adherir a Él.
3. El reconocimiento de que el
hombre es un ser integral hecho de cuerpo y alma: el hombre es su cuerpo y su alma unidos
dinámicamente, y por tanto su cuerpo no es meramente su propiedad (y mucho
menos la propiedad de otro) sino una parte de sí mismo, dotado de dignidad, y
sujeto de derechos y deberes. Los católicos son los más grandes campeones -y
los últimos- de la materia, de la naturaleza, de la sexualidad y del valor de
la vida.
4. Respeto de la tradición cristiana
como tal y de sus grandes voces: los Padres de la Iglesia, los Concilios, los
Papas, loa doctores, los místicos y los santos de todas las épocas. Nosotros
veneramos lo que nos ha sido legado y adherimos a ello, porque es un tesoro y
una herencia, haciendo como corresponde que hagan los hijos de familia.
5. Un sabor “benedictino” o monástico en nuestra
identidad común y en nuestra vida colectiva, especialmente en nuestra devoción
a la sagrada liturgia y a la oración personal. Los católicos entienden que la
santidad es la raíz de la cordura, que la debida orientación del individuo a
Dios es la raíz de la capacidad de la sociedad de procurar y alcanzar el bien
común, y que, sin vida interior, nos hacemos trizas y nos convertimos en una
nada que se desvanece. La tradición intelectual católica nos ha legado obras de sabiduría
introspectiva, como las Confesiones de San Agustín y los Pensamientos de
Pascal, que nos ayudan a luchar contra nuestra tendencia a caer en esa perezosa
superficialidad que nos hace patinar por la superficie de la vida, y no
despertar jamás a la grandeza y la miseria de la condición humana,
impidiéndonos llegar a nuestro destino divino.
Gerard Seghers, Los cuatro doctores de la Iglesia Occidental: San Agustín de Hipona, circa 1500-1540, Kingston Lacy (Reino Unido)
Escepticismo frente la Tradición
En nuestra época, el concepto mismo de “tradición intelectual católica” se ha transformado en un blanco. Hay muchos que dudan del
valor de toda tradición, de todo lo
que nos ha sido transmitido desde el pasado. El hombre moderno necesita cosas
modernas, según se piensa: nuestro mundo es demasiado diferente del de épocas
pasadas, y las respuestas que en aquéllas fueron satisfactorias, ya no nos
sirven. Este modo de pensar pasa por alto y desestima el carácter natural y la
importancia de la tradición, y la razón por la que los católicos debieran ser
particularmente agradecidos de su Tradición.
El intelecto del hombre, tal como el hombre mismo,
es social. No nacemos autónomos,
plantados sobre nuestros pies y listos para enfrentar el mundo, sino que
nacemos en el “regazo social” de la familia, de la cual aprendemos nuestra
lengua, nuestros hábitos, nuestros amores, nuestro modo de interactuar con los
demás y con el mundo. Así como no es bueno que el hombre esté solo, no es bueno
tampoco que piense solo y, de hecho,
no podemos hacer tal cosa. Todo nuestro pensamiento es un pensar-con o un
pensar-contra.
Tanto debido a nuestra inherente pobreza como
individuos como a las riquezas que nuestra raza ha acumulado a lo largo del
tiempo, somos, necesitamos ser seres multigeneracionales. Lo que conocemos es,
y debiera ser, algo que hemos recibido, y algo que podemos legar a la
generación siguiente. En otras palabras, nuestros pensamientos, cuando son
máximamente verdaderos y máximamente buenos, no son solamente nuestros, sino
que son la propiedad común de la humanidad, y así son comunicados a los demás. El hombre está atado al tiempo, es un animal
discursivo que puede realizar sólo un poco en el breve lapso de una vida
individual. Pero con la suma de muchas vidas que se ponen en contacto como en
una carrera de posta, en que las posteriores construyen sobre las anteriores, construimos la civilización y la cultura. Poseer una tradición intelectual nos
es natural y bueno; es como vivir en una familia, en que la soledad y las
limitaciones del individuo son superadas de muchos modos. Pero así como una
familia puede quebrarse y ser abusiva, así también las tradiciones puramente
humanas pueden extraviarse. A veces hay que liberarse de falsas tradiciones
humanas, tal como a veces hay que liberarse de una relación dañina. Lo mismo
ocurre con las tradiciones religiosas e intelectuales. En el seno de la
Iglesia, sin embargo, y puesto que ella es una sociedad perfecta por esencia,
no necesitamos abandonar la Tradición (con una “t” mayúscula); todo aquello que
es auténticamente católico es confiable siempre y en todas partes, y liberador,
y apropiado a la dignidad humana -e incluso capaz de restaurar la dignidad humana-. En este sentido, la Tradición de la
Iglesia es la perfección sobrenatural de algo que ya es natural en el hombre.
Incluso los ángeles se enseñan unos a otros,
afirman los teólogos, aunque carecen de tradición propiamente tal. Los ángeles
más elevados iluminan a los ángeles inferiores. Dios podría tratarlos a todos
como seres individuales, pero prefiere unirlos en jerarquías de generosidad y
dependencia.
El hombre y el ángel son “seres racionales dependientes”, porque están hechos a
imagen y semejanza del Dios Uno y Trino. Cuando leemos en las Escrituras que el
Hijo “ha sido entregado” por el Padre, ello tiene un significado más profundo
que lo que normalmente se entiende. La traditio
primordial o entrega es Jesús que no
es dado, que es dado al mundo por el Padre -la Palabra de Dios que procede del
Padre, Dios de Dios, Luz de Luz-. Incluso en Dios absolutamente simple, hay una
procesión de la Verdad y del Amor de una Persona a Otra, lo que se refleja en
las jerarquías angélicas y en los seres humanos por sus relaciones de
generación y educación.
Francisco de Zurbarán, Apoteosis de Santo Tomás de Aquino, 1631, Museo de Bellas Artes de Sevilla
Juegos de poder posmodernos
La importancia de la vida intelectual -del pensamiento
que apunta a la verdad- es, sin embargo, vista con suspicacia por los
posmodernos. ¿No es acaso la “verdad” cualquier cosa que los poderosos han
decidido imponernos a los demás? Hay algunos que no son tan temerarios en lo
relativo a la posibilidad de buscar y encontrar la verdad intemporal. La
respuesta que podemos dar a todo esto es señalar la relación inseparable que
hay entre verdad, identidad humana y dignidad personal.
Como nos enseñan con su vida y sus escritos San
Agustín, Santo Tomás de Aquino e innumerables luminarias de la Iglesia, y como
los filósofos paganos Platón y Aristóteles y muchos otros vieron antes de
ellos, la verdad es el objeto propio de la mente humana, es el bien del intelecto. Es justamente cuando
no adherimos a este bien que somos arrojados a un revuelto mar de
reivindicaciones egoístas y de deseos manipuladores. Si no buscamos
constantemente este bien, abdicamos de lo que es más propio de nuestra
humanidad. Si no luchamos por compartir este bien con nuestros hermanos los
hombres, no los amamos.
En este sentido, lo opuesto a una tradición
intelectual no es el sentimentalismo o el esteticismo, sino el anti-intelectualismo, o lo que Sócrates
llamaba “misología”: una intolerancia o desprecio por el razonamiento correcto,
la negación de la consciencia, el abandono de la coherencia consigo mismo, la
descarada promoción de sí mismo sin tomar en cuenta los costos para los demás,
una visión utilitarista de la vida, la negación de que haya algo especial o
único en el ser humano. Como herencia de estas opiniones, y concentrando su
polución, surge el nihilismo, que se caracteriza por una opresora voluntad de
poder. En ausencia de verdad, sólo existe la afirmación de la fuerza y de la
pasividad ante ella.
Lo que hace al ser humano diferente de todos los
demás seres en el mundo material es su capacidad de conocer la verdad universal
y de amar lo que es bueno porque sabe que es bueno. Nuestra dignidad consiste
en nuestra orientación a la verdad y en nuestra capacidad de amar y de ser amados.
La perfección de esta capacidad mediante la educación no es algo exclusivo del
catolicismo, pero indudablemente ha sido llevada por la Iglesia a unas alturas
sin par en ninguna otra religión o civilización.
La
tradición intelectual católica es amplia y expansiva, profunda y sutil, ética y
espiritual, poderosa para llevar a los individuos y las sociedades a toda la
perfección que se puede esperar en este valle de lágrimas, lejos de nuestra
patria eterna. Tenemos toda la razón de estar orgullosos de siglos de educación
católica en todos los niveles y en todos los rincones del mundo conocido. Hoy
debiéramos sacudir de nuestros pies el polvo de las escuelas seculares y
secularizadas y dar nuestro apoyo, del modo que sea, a las escuelas que luchan
por ser fieles a su elevada misión.