Les ofrecemos hoy una nueva traducción del Dr. Peter Kwasniewski, quien vuelve sobre un a cuestión no siempre comprendida cuando se aborda la conservación los ritos reformados y el poco crecimiento del retorno a la Tradición. Una de las consecuencias del pecado natural es la tendencia del ser humano hacia la corrupción, alejándose de lo que es bueno y bello. Mientras más se aparta el hombre de la gracia de Dios, más bajo puede caer, y ni siquiera la Iglesia está a salvo de esta caída más que en aquellos elementos divinos para los que Cristo aseguró la indefectibilidad. Eso explica que la libertad que da el Misal reformado al celebrante para elegir entre muchas opciones de celebración, desde los diversos formularios y plegarias hasta la lengua y la orientación, acaban imponiendo un estándar de mediocridad, que busca igualar la liturgia siempre hacia abajo, olvidando que la enseñanza evangélica es buscar siempre la perfección porque ella es un atributo divino.
El artículo fue publicado originalmente en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan al artículo original.
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Resistencia al “mínimo común denominador”: el “cri du coeur” de un sacerdote
Peter Kwasniewski
Peter Kwasniewski
Jesús no se conformó con el "mínimo común denominador"
Un sacerdote me comunicó algunas
ideas luego de asistir a una reunión del presbiterio con su obispo diocesano. En
el siguiente texto, haré uso de lo que me contó.
En la reunión, el obispo dijo que el
clero debería luchar contra la tentación de contentarse con el “mínimo
común denominador”. Porque si permitimos a cada miembro del clero explorar sin
límites, por decirlo de algún modo, sin aspirar a los estándares de excelencia
propios de la diócesis, el principio de la entropía, o digamos derechamente, la
naturaleza caída del hombre, nos dice que las cosas tenderán a deslizarse colina abajo y a deteriorarse con el paso del tiempo y, eventualmente -en un punto no
muy lejano en ese camino descendente- todas las parroquias se enfrentarán con la
enorme presión de conformarse con el "mínimo común denominador", y terminarán ganando las opciones
-cualesquiera sean- que resulten menos conflictivas, las más políticamente
correctas, la más socialmente aceptables. Se necesita tener visión para divisar
ese inevitable momento y para luchar contra él desde la partida. La libertad de
elección puede ser atractiva, pero, al cabo, lleva a la división y la
degradación.
Reflexionaba el sacerdote, a
continuación: es precisamente esto lo que yo y muchos hermanos sacerdotes hemos
visto claramente que ocurre con la liturgia. Debido a la equívoca naturaleza
del Misal de Pablo VI, que deja tanto a la elección del celebrante, nos hemos
rápidamente deslizado al "mínimo común denominador" en todas las áreas en que hay libertad de
elección. En otras palabras, no existe una libertad de elección que permanezca
dentro del sistema.
Por ejemplo:
1. Cualquier
sacerdote tiene libertad para celebrar ad
orientem o versus populum: de
hecho, el Misal supone la celebración ad
orientem, lo que supondría que estamos en armonía con la Tradición. Pero
debido al factor "mínimo común denominador", sólo se acepta el versus
populum. Todo sacerdote que elige celebrar ad orientem, es visto como alguien que provoca divisiones, y se lo
presiona para que se someta, a menos que quiera ser víctima del ostracismo, no
sólo respecto de los fieles, sino también respecto del obispo y de sus hermanos
sacerdotes. Pero, ¿es acaso el sacerdote la causa de la división? ¿O es la
libertad de elegir cualquiera de las dos opciones lo que crea la división? Esto
es el resultado inevitable del factor "mínimo común denominador". Se acusa a los sacerdotes de
embarcarse en las llamadas “guerras litúrgicas”, pero ¿tienen ellos la culpa, o
recae ésta derechamente en los hombros de Pablo VI y su ambivalente Misal?
2. Cualquier
sacerdote puede hacer uso de todo el latín que quiera. Pero, debido al "mínimo común denominador",
sólo es posible, de facto, el
vernáculo -no obstante el anatema del Concilio de Trento: “Si alguno dice […] que
la Misa debiera ser celebrada sólo en a lengua vernácula […], sea anatema”.
3. Cualquier
sacerdote tiene la libertad de introducir la forma extraordinaria en su
parroquia o en su ministerio, pero aquí también, debido al factor "mínimo común denominador", tal cosa
es considerada como de extrema rigidez, y se la mira con tan malos ojos que, de facto, es casi imposible.
4. Ningún sacerdote tiene obligación de concelebrar, y es perfectamente libre de asistir
a la Misa desde el coro, para poder decir su propia Misa, costumbre
consagrada por muchos siglos de tradición en el rito romano y claramente
autorizada por el nuevo Código de Derecho Canónico. Pero, de facto, se le aplica una enorme presión para que concelebre,
debido al factor "mínimo común denominador", y no resignarse a ello implica recibir el mote de “no
comunitario”. En algunas reuniones grandes, con ocasión de retiros, convenciones o simposios, no hay literalmente posibilidades de Misas privadas a
menos que cada uno lleve su propio altar, ya que ni siquiera se contempla una
alternativa a la concelebración.
5. Se supone
que los sacerdotes usan una patena para la comunión y no recurren a ministros extraordinarios sino en circunstancias muy calificadas. Pero
debido al habitual y sistemático abuso en la Iglesia estadounidense y al factor
"mínimo común denominador", sería visto como algo extremo el que se usara patena o no se recurriera a
dichos ministros. La norma pragmática, por el contrario, es no usar una patena
para la comunión e insistir en la ayuda de ministros extraordinarios.
6. Se anima a
los fieles a recibir la comunión en la lengua, lo que es el uso tradicional y
es todavía la norma universal según la Sede Apostólica; pero se les permite recibirla
en la mano siempre que se den ciertas estrictas condiciones. Pero, debido al
factor "mínimo común denominador", entre el 95% y el 98% de los fieles la reciben en la mano. En
ninguna parte se enseña siquiera, a los niños que hacen su Primera Comunión, la
existencia de aquella práctica tradicional, a pesar de que todavía está vigente.
7. Lo mismo se puede decir de la música sagrada, de la arquitectura eclesiástica, de los
vasos sagrados, de los paramentos, de la prédica, y un largo etcétera. Hoy estamos
todo forzados, por la presión social, a adaptarnos al "mínimo común denominador". Y ¿qué ocurre cuando
un sacerdote no quiere someterse a éste, sino que quiere elevar los estándares?
Bueno, la opción típica es someterse al "mínimo común denominador" o irse. La dinámica sutilmente
corroe la integridad del obispo, porque cuando se lo confronta con las quejas
acerca de un sacerdote “difícil” o “exigente” -identificado así rápidamente por
Susana, la del Consejo Parroquial-, debe poner en riesgo su cuello y su
reputación para defender al sacerdote, o tomar la opción, más pacífica, de
presionarlo para que o acepte el "mínimo común denominador", o acepte la destitución.
Es como si todo el mundo estuviera
bajo el círculo mágico del "mínimo común denominador": tal es la división que el Misal de Pablo VI ha
sembrado en el corazón mismo de la Iglesia y, especialmente, en el corazón del
sacerdocio y de la vida religiosa.
El laicado debe entender este
fenómeno si quiere comprender por qué tantos sacerdotes fieles, que quieren
celebrar en armonía con la Tradición y desean que los fieles experimenten en
plenitud este rico tesoro que tenemos como católicos, sienten temor de hacerlo,
o sufren, quizá, una crisis cuando la tensión entre sus ideales y la realidad
del "mínimo común denominador" se hace demasiado intensa. Algunos piensan que existe una enorme
conspiración que planificó todo esto, y ciertamente ello puede ser cierto, ya
que el disimulo y el diablo están aquí involucrados. Pero se lo puede explicar
también como un resultado de la entropía social. Debido al pecado original, todo
tiende a la corrupción, como vemos en las películas, en la música y en los
medios sociales de nuestra cultura. La Iglesia es inmune a esta corrupción sólo
en sus elementos divinos, pero no es en absoluto inmune a ella en sus elementos
humanos, a menos que sus miembros luchen conscientemente y enérgicamente contra
ella. La liturgia tradicional había sido desde antiguo una barrera contra este
proceso natural, pero la nueva Misa ha permitido que él ingrese a la Iglesia
como una avalancha.
“El caballo de Troya en la Ciudad de
Dios” (para usar la expresión del gran Dietrich con Hildebrand), este caballo
de Troya en el presbiterio, con forma de nueva Misa, no surgió de la nada. Sus
principios se habían estado gestando entre los teólogos modernistas y sus
herederos, los teólogos de la “nouvelle théologie”, expresada en la falsa
distinción hecha por el P. Yves Congar entre las “estructuras inalterables” de
la Iglesia y las “superestructuras accesorias, cambiables”.
Pero esta mentalidad es nada menos
que traicionar a una persona mística, como un amante de la Tradición lo ha
expresado poéticamente:
“No amo un esqueleto, ni órganos
vitales, sino que amo Su rostro, Sus vestidos brillantes e incluso Sus
sandalias, todo Su ser. Junto con el cántico espiritual, cantaré los cabellos
en su cuello que nos encantó también a nosotros, sus hijos, igual que encantó
al corazón de su Esposo. ¡Oh, ojalá entendieran los que aman a la Iglesia! En
sus rasgos y en sus menores gestos hay algo indescriptiblemente exquisito que
nos arrebata hasta la cumbre de su Misterio esencial. Los movimientos
litúrgicos, los himnos, la ornamentación de las iglesias, las palabras del
catecismo y de los sermones, esta carne, este modo de caminar, el sonido de la
voz, el color de los ojos, revelaron su alma misma, instantáneamente, y fuimos
golpeados y embriagados por ella, por Su alma antigua y universal. Su vida
íntima, que vino a consolarnos, ¡era el Espíritu Santo en Persona!”[1].
Así es la reverencia que un católico
debiera tener por los ritos heredados, que nos vienen de la Tradición, y por
toda su ornamentación. Pero la nueva Misa encarna el falso principio del P.
Congar, arrojando deliberadamente por la ventana todo esto, en una refacción
masiva, dando la impresión a los católicos fieles y al mundo que la fe católica
puede cambiar enteramente su apariencia. Desde que se cambió las llamadas
“superestructuras accesorias, cambiables”, nos hemos dado cuenta, con dolor,
que, por el contrario, eran parte importante de la sólida roca que constituía
nuestro seguro fundamento o, para usar la imaginería ya aludida, los bellos
trajes nupciales de la Santa Madre Iglesia, tan visiblemente radiante en sus
ritos sagrados. Y ahora nos encontramos sobre un fundamento de arena, en
constante movimiento y, si queremos ser honestos con nosotros mismos, un
fundamento que se erosiona siempre descendiendo al "mínimo común denominador", una y otra vez, como un
pájaro con un ala quebrada que sólo logra alzarse unos pocos centímetros, o
como un aeroplano con motores dañados que se eleva sobre la pista de despegue
sólo para estrellarse justo donde ésta termina.
Mi corresponsal terminó con este
“cri de coeur”:
“Si otros sacerdotes quieren aceptar
el statu quo, la tiranía del 'mínimo común denominador', ello es su propia decisión, algo entre ellos
y Dios. Quizá no todos necesitan pelear en la vanguardia y resistir usque ad sanguinem. Pero nosotros, cuyo
corazón pertenece a la Iglesia de siempre y a sus ritos tradicionales, no
pedimos más que acceder a ellos con libertad, no pedimos más que vivir y morir
con ellos, nada más que alimentar a los fieles con esta comida y bebida
vigorosa. Quiera Dios suscitar más y más sacerdotes con un corazón así”.
[1] Tomado de la “Carta a mis amigos”, núm. 178, 6 de agosto de 1964, del
Abbé Georges de Nantes (1924-2010). Como el Padre Pio de Pietralcina, Nantes reaccionó contra la
devastación producida en la Misa tridentina a mediados de la década de 1960,
antes del golpe de gracia de 1969. Véase aquí la cita, así como la referencia a Congar.