Publicamos a continuación una traducción propia de un artículo del Dr. Peter Kwasniewski, colaborador habitual de esta bitácora, en la que muestra el abismo que separa al Usus antiquior del Novus Ordo Missae en lo que se refiere al favorecimiento de la vida de piedad en los fieles que asisten a uno y otro, recurriendo para ello a una elocuente argumentación proveniente de la filosofía política.
El artículo original en inglés fue publicado en el sitio New Liturgical Movement y puede consultarse aquí.
Pantocrátor del Retablo de Gante, de Jan y Hubert van Eyck
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La existencia de
modelos políticos divergentes en las dos “formas” del
rito romano
Peter Kwasniewski
Un comentarista de mi libro Noble Beauty, Transcendent Holiness (Noble
belleza, santidad trascendente, Angelico, 2017) hizo una observación que me ha
dejado pensando: aunque concuerda conmigo en mi crítica del Novus Ordo y
prefiere, en lo personal, el rito tradicional, cree que yo debería haber
tratado más profundamente la cuestión de la existencia de algunas congregaciones
religiosas florecientes que celebran exclusivamente el Novus Ordo, citando al
respecto los Misioneros de la Caridad y los Dominicos de Nashville, por
ejemplo. Ciertamente esas comunidades rebosan de fervientes discípulos del
Señor que se alimentan de la liturgia de Pablo VI, por lo que no es cierto que
esa liturgia es “enteramente mala”, por decirlo de algún modo.
Ahora bien, aparte del hecho de que
jamás he argumentado -ni nunca lo haría- que el Novus Ordo es “enteramente
malo” (cosa que sería metafísicamente imposible, en todo caso), encuentro muy
oportuna la referida observación porque me permite reflexionar más
detenidamente sobre cómo se puede explicar el fenómeno en cuestión.
Esas comunidades religiosas vienen a
la liturgia con una disposición espiritual que las capacita para beneficiarse
con la Presencia Real del Señor en la Eucaristía; disposición que no derivan necesariamente
de la liturgia misma. El Novus Ordo puede ser provechoso para quienes, con
anterioridad, tienen ya una vida interior ferviente y bien ordenada, a la que
han llegado por otras vías; pero para quienes no la tienen, ofrece pocos puntos
de apoyo para escalar. En este sentido es diferente de la liturgia tradicional,
que contiene dentro de sí enormes recursos para avivar y expandir la vida
interior.
Se puede hacer una comparación
política para aclarar este punto. El problema filosófico básico del régimen
estadounidense no es que no se pueda usar para bien sus instituciones
políticas, sino que éstas presuponen, simplemente para poder operar, la
existencia de una ciudadanía virtuosa. Una y otra vez repiten los Padres
Fundadores cosas como la siguiente: “En la medida en que el pueblo sea
virtuoso, podrá gobernarse a sí mismo con estos mecanismos”. Pero los objetivos
de un gobierno no incluyen hacer virtuosa a la ciudadanía: esto es visto como
algo que está por encima y fuera del alcance del limitado ámbito del gobierno.
Se supone que el gobierno actúa como un policía que regula el flujo del
tránsito: se da por descontado que la gente sabe conducir y lo hace
fundamentalmente bien.
El punto de vista tradicional, como
lo vemos, por ejemplo, en las encíclicas sociales de León XIII, es que el
gobierno ha recibido de Dios la responsabilidad del bienestar moral y
espiritual de la gente y debe conducirla al respeto de la ley natural y
disponerla, en la medida de lo posible, al respeto de la ley divina. En este
modelo, el gobierno es como un padre, profesor y consejero que sabe lo que es
el bien del hombre y promueve activamente su logro por la mayor cantidad
posible de ciudadanos. Esta es la razón por la que, para León XIII, un buen
gobierno necesariamente involucrará a la Iglesia católica en la educación de
los ciudadanos del Estado, de modo que tengan las mejores oportunidades de cultivar
las virtudes. Estas no se desarrollan espontáneamente ni por casualidad.
No es difícil ver el paralelo con la
liturgia. El Novus Ordo es como el gobierno estadounidense: una estructura o
marco general dentro del cual puede tener lugar una actividad libre, pero sin
especificar o imponer de modo riguroso el cómo habría que desarrollar esa
actividad. Es como el policía bonachón y neutral: una precondición para la paz, pero no
representante o vocero de la paz. Las rúbricas reducidas al mínimo funcionan al
modo de los rayados de cancha en un campo deportivo: la gente que asiste sabe
cómo orar, cómo “participar activamente” (¡como si tal cosa fuera evidente en
absoluto!), cómo ser santos; la gente viene a exhibir y demostrar lo que ya
posee en su interior.
La liturgia tradicional, al
contrario, adopta derechamente la actitud del padre, profesor y consejero, y
supone que la persona está en una situación de dependencia y debe formársela en
su espiritualidad, moldearle los pensamientos, educarle la piedad. La liturgia
sabe exactamente qué se necesita en términos de silencio, de canto, de
oraciones, de antífonas, y lo va entregando todo de modo magisterial, de un
modo que enfatiza su propia perfección como liturgia y la receptividad de la
persona. La liturgia tradicional plantea un estándar de virtud y hace que el
fiel se apegue a él, sin suponer que ya es virtuoso de antemano.
Esto ayuda a comprender la
intencional adaptabilidad proteica de los ritos modernos, con su opcionitis y la
amplitud de espectro que da al ars celebrandi. En el fondo, los modernos no creen que pueda existir una liturgia fija y virtuosa encargada de moldearlos a
su imagen. Como herederos del Iluminismo que entronizó cual reina a la razón
humana y supuso posible un control supuestamente racional de todos los aspectos
de la sociedad, los modernos creen que, de algún modo, deben tener a su cargo
la liturgia: ésta tiene que ofrecer opciones para acomodarnos a todos según
nuestro pluralismo.
Así es como el Novus Ordo revela,
sin querer, su origen en una época democrática y relativista, que contrasta
claramente con la liturgia tradicional, nacida y desarrollada en eras
enteramente monárquicas y aristocráticas (y ello, por cierto, gracias a la
Divina Providencia, ya que Dios sabe mejor qué es lo que los seres humanos
necesitan y garantiza que los ritos lo expresen). Incluso si se dijera, para
apoyar el argumento, que es mejor para la sociedad secular ser democrática
-idea que parece contraintuitiva, para decirlo suavemente, especialmente si se
tomara en cuenta la opinión de innumerables millones de víctimas del aborto
asesinadas en los regímenes libres de Occidente-, habría, sin embargo que
sostener, como cuestión de principio, que la liturgia divina, que procede del Rey de Reyes y Señor de Señores y a Él se orienta, no puede democratizarse sin
dejar de existir: si ha de ser liturgia divina, tiene que ser monárquica y
aristocrática, en contraste con cualquier patriotismo humano que se crea a sí
mismo.
Una persona afortunada, que ha
desarrollado una robusta vida de fe, ya sea gracias a una educación protestante
previa a la conversión, o gracias a la frecuente adoración del Santísimo
Sacramento, o a causa de una constante y filial devoción a María, traerá
consigo toda esa madurez cuando asista al Novus Ordo, y llenará la relativa
vacuidad de las formas litúrgicas con toda esa plenitud. En ese caso, la
plenitud de ese individuo (por decirlo así) se encontrará con la plenitud de
Cristo en la Eucaristía y tendrá lugar el encuentro de las mentes y el
matrimonio de las almas. Me parece que esto es lo que podría estar sucediendo
con las comunidades religiosas antes mencionadas que florecen a pesar de los
defectos del Novus Ordo, en cuanto lex orandi, en sus supuestos antropológicos,
en su contenido teológico y en sus formas estéticas.
Algo diferente ocurre con la Misa
tradicional, que produce en la vida interior una conciencia que es el primer
paso en el camino hacia una más profunda conversión interior: hay en ella una
amplia adoración eucarística, que despierta el hambre del alma y la intensifica
hasta el punto de desbordar los confines de la liturgia; es absolutamente mariana, por lo que tiende a conducir las almas hasta Nuestra Señora, que está
esperándolas; desde el punto de vista que se la mire, esta Misa da lugar
activamente a una mentalidad de culto y a un corazón orante; crea un lugar en
el alma para llenarlo de Cristo, sin presuponer que uno está ya en esa
situación, sino que tira y atrae el alma hacia ella por su confiada posesión de
la verdad acerca de Dios y el hombre, y no se apoya en uno para otorgar fuerza
o relevancia; no espera que uno sea la parte activa, sino que, existiendo en un
estado de inherente plenitud, está lista para actuar en uno, para otorgarle a uno
significado. Paradojalmente, todo esto lo hace por no estar enfocada en el
hombre, en sus problemas, en sus potencialidades, sino que lo consigue por
estar decidida y asombrosamente enfocada en el Señor.
Es muy irónico todo esto, porque el
didacticismo del Novus Ordo pareciera estar orientado a explicar y aclarar
ciertas acciones religiosas, en tanto que el usus antiquior parece dar por
sentado que uno ya sabe lo que tiene que hacer. Pero, en realidad, el
didacticismo del nuevo rito interfiere con el libre ejercicio de estos actos de
religión, y la “indiferencia” del usus antiquior por los asistentes los desafía
más sutilmente a construir nuevos hábitos interiores proporcionados a la
franqueza e intensidad de la acción litúrgica. Al tratar de entregar al fiel
todo lo que “necesita”, el rito moderno fracasa en proporcionarle lo único que
es necesario: un sentido inconfundible de encuentro con el inefable misterio de
Dios, que ninguna palabra nuestra puede abarcar, que ninguna acción de parte
nuestra puede domesticar. El usus antiquior sabe todo esto, y por tanto se
esfuerza por hacer al mismo tiempo más y menos: menos porque no agarra a los
niños por el delantal para llevarlos al profesor; más, porque da origen a
nuevas capacidades ascético-místicas que dependen radicalmente de un “régimen”
fijo y denso de oración, de canto, de posturas corporales. “Corrí por la vía de tus mandamientos, cuando
me ensanchaste el corazón” (Salmo 118, 32). En este terreno, el rito antiguo
nos muestra que (parafraseando a un autor contemporáneo), el espacio es mayor
que el tiempo: ofrece un espacio amplio y densamente simbólico en el cual el
“juego” es más beneficioso, a largo plazo, que pasar una hora haciendo
ejercicios verbales en el ámbito de una sala de clases moderna.
Estas diferencias, que obran de
maneras sutiles y obvias, no pueden dejar de tener un impacto en las vocaciones
sacerdotales y religiosas y en el modo en que las diversas comunidades
entienden su relación con el culto y la contemplación.
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Nota de la Redacción: El argumento de este artículo será completado próximamente en otra entrada de autoría del Dr. Kwasniewski. Las imágenes de esta entrada corresponden a aquellas empleadas en el artículo original.