Les ofrecemos hoy la segunda respuesta preparada por un colaborador de esta bitácora en torno a algunas objeciones habituales formuladas a la Misa de siempre y referida a por qué ella se dice latín, una lengua que ya nadie entiende (véase aquí el listado de preguntas).
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Esta pregunta se refiere a uno de
los aspectos que los modernistas más han atacado en el rito romano: el que en
éste la Santa Misa se diga en latín pone la comprensión de los textos fuera del
alcance del fiel común y, supuestamente debido a ello, se inhibe o limita la
participación de éste en el rito. Los modernistas, argumentando contra el
latín, sostienen que lo que se dice en la Santa Misa debiera ser comprendido
por todos; si hay palabras que se dicen y textos que se leen, lo lógico sería
que, como toda palabra dicha o todo texto leído, comuniquen algo a alguien, y sean
comprendidos por aquellos a quienes las palabras se dirigen o a quienes se lee
los textos. Eso sería lo único racional.
Para comenzar, digamos que no todo
lo que se expresa mediante el lenguaje está dicho para ser “comprendido” por la
razón humana: las declaraciones de amor, las expresiones verbales de otro
afecto cualquiera, por ejemplo, no están destinadas a ser sometidas a un
escrutinio o análisis “racional”, ni se dirigen a la “razón” de su
destinatario, sino a otras dimensiones más complejas y profundas de su
existencia. En otros términos, no siempre lo que el lenguaje dice tiene un
contenido de “conocimiento” dirigido a la inteligencia del ser humano, sino que
hay otros contenidos, a menudo mucho más profundos, que comunicamos mediante
él.
José Gallegos y Arnosa, En Misa (1859)
(Imagen: Sotherby's)
Siendo la religión una de las
realidades más profundas de la vida humana, no es de extrañar que el lenguaje
tenga en ella una misión que rebasa ampliamente el campo del puro conocimiento.
Y por eso es que prácticamente en todas las religiones humanas el lenguaje que
se emplea es diferente del lenguaje de la vida común y su comprensión queda
fuera del alcance de la mayoría de las personas que practican esas religiones.
En la India, el lenguaje sagrado es, frecuentemente, el sánscrito, que ya nadie
habla, u otro lenguaje del mismo estilo; los judíos usaron siempre el hebreo,
que no era el lenguaje de la vida diaria; los árabes usan una lengua refinada que,
también, es claramente diferente del lenguaje cotidiano. Incluso en aquellos
casos, como en la iglesia anglicana o en las iglesias ortodoxas, en que se usa
el idioma hablado hoy por la gente, se trata de una versión antigua (o
“anticuada”), sacralizada, hierática, de ese idioma. Por ejemplo, en el inglés
de la liturgia anglicana, no se usa el “you” del habla corriente, sino el
“thou”; y en lugar de las fórmulas verbales corrientes, como “says”, se dice
“saith”. O sea, se emplea una lengua que tiene particularidades que la apartan
del uso cotidiano, que la hacen propiamente “sagrada”, adecuada para el uso sagrado.
A lo anterior hay que agregar que el
ser humano usa diversos tipos de lenguaje en las diversas circunstancias de su
vida. En la vida cotidiana emplea un modo de hablar coloquial, en el que se
cuelan, incluso, muchas expresiones vulgares o poco refinadas. En otras
ocasiones, en las más formales, por ejemplo, se emplea un lenguaje más cuidado
y solemne, e incluso el tono usado es diferente según se trate de dirigirse a
una autoridad o a un inferior que está a nuestro servicio. El uso del inglés
estereotipado, no usado en la vida corriente, a que nos hemos referido en el
párrafo anterior, es un buen ejemplo de esto.
Es natural que el ser humano sienta
la necesidad de dirigirse a Dios en un lenguaje lo más formal y reverente
posible, exclusivo para Él, hablándole de un modo adecuado a Su sacralidad, que
exprese cuán diferente y separada de la realidad humana corriente es la
Divinidad. El uso de esa lengua dignificada implica, pues, tratar a Dios como
algo inmensamente sagrado y separado de la vulgaridad de lo cotidiano. No se
trata, como podría pensarse, de que la gente común no entienda lo que se dice,
sino que capte que, lo que se dice, se le dice a Alguien que no es igual que
cualquier otra persona a quien uno se dirige en la vida diaria. No hay aquí un
propósito de decir cosas “misteriosas” o “secretas”, como si se tratara de
fórmulas mágicas cuyo significado es conocido sólo por un sacerdocio celoso de
sus poderes, sino que el propósito es comunicar a los fieles que, lo que se
está diciendo, es “sagrado”.
(Imagen: Corpus Chriti Watershed)
El latín ha asumido, desde los primeros siglos, el papel de lengua “sagrada” en la Iglesia de Occidente, es decir, de lengua solemne, dignificada, reservada para el culto divino, y ha servido también para comunicar la forma más elevada del conocimiento humano, la teología y su servidora, la filosofía. En concordancia con esto, la expresión de la doctrina de la fe cristiana se ha hecho desde muchísimos siglos en latín. Ya hacia el siglo VI después de Cristo, el latín de la liturgia era diferente de la lengua en que se comunicaban los habitantes del Imperio Romano, que estaba en vías de desaparecer, constituyendo una forma estereotipada de latín, al estilo del inglés estereotipado de la liturgia anglicana actual. Hacia los siglos VIII y IX comenzaron a surgir, en forma primitiva, las lenguas modernas que actualmente existen en Europa, y así el latín quedó cada vez más diferenciado del habla cotidiana y vulgar.
Es en latín que se ha ido vaciando,
a lo largo de los siglos, la manifestación cada vez más clara de las riquezas
de la fe. También en latín se ha ido creando un enorme tesoro literario de
belleza, en forma de cánticos litúrgicos y otros textos de la misma naturaleza,
escritos por los grandes Padres de la Iglesia, santos y teólogos (un ejemplo de
esto es el canto Tantum ergo, que se entona hasta hoy durante la bendición
con el Santísimo Sacramento, y que es la parte final de un himno latino más
extenso compuesto y puesto en música por Santo Tomás de Aquino en el siglo XIII;
otro ejemplo es el famoso Salve Regina, escrito por un español de la Alta
Edad Media). Todo esto es un patrimonio que la Iglesia no está dispuesta a
olvidar por los motivos ya explicados sino, además, por su intrínseco valor
artístico. Además, desde el punto de vista de la expresión de la doctrina de la
fe, el que el latín sea una “lengua muerta” (mala expresión, pues sigue siendo
usada, aun por los alumnos, en algunas universidades actuales, como Harvard,
para ciertas ocasiones solemnes, llegando incluso a ser hoy su cultivo objeto
de una verdadera resurrección) y que, por tanto, no evolucione con el uso a
través de los siglos, tiene la ventaja de dar a la doctrina una fijeza e
inmovilidad acorde con el papel que, a su respecto, tiene la Iglesia: este
papel es mantener incólume el depósito que ha recibido del Señor y los
apóstoles, y no el ir creando, cambiando o adaptando, según las épocas, las
enseñanzas recibidas.
A lo anterior se puede agregar que
el que la Santa Misa se diga en latín nos comunica que ella no está dirigida
primeramente a los fieles, como podría estarlo una conferencia o un curso de
doctrina destinado a ilustrarlos en la fe, en una escuela dominical de estilo
protestante, o a exhortarlos a llevar una buena vida, sino que es una oración
dirigida a Dios. Son palabras, sí; pero palabras dirigidas a Dios, no a los
hombres.
Por esta misma razón es que hay en
la Santa Misa palabras que, desde la más remota antigüedad (a partir quizá de
los siglos V o VI) se dicen en voz baja: ésta no sólo manifiesta el sumo respeto
con que tales palabras se pronuncian, sino el hecho de que ellas están
dirigidas a Dios y no a los hombres presentes en el templo. Se trata de otra
manifestación de la sacralidad de la acción que se realiza en la Santa Misa,
poniéndose de relieve el “fin latréutico” que ella tiene, es decir, el fin de adoración
a Dios.
Los fines de la Santa Misa
(Imagen: Church of Our Lady of Pace)
Es cierto que, desde tiempos muy
remotos, a la primera parte de la santa Misa, aquella en que se lee textos de
las Sagradas Escrituras (fundamentalmente la Epístola y el Evangelio) se la
denominó “Misa de los catecúmenos”, o sea, Misa de quienes estaban siendo
instruidos en las verdades de la fe, quienes recibían así el catecismo.
Terminada esa enseñanza, tales catecúmenos abandonaban el templo para que
comenzara la parte central de la Santa Misa, el ofrecimiento en forma incruenta
del sacrificio de Cristo, al cual sólo tenían derecho a asistir quienes ya
estaban bautizados y el cual comenzaba inmediatamente después del Credo. En esa
“Misa de los catecúmenos” se suponía, por tanto, que quienes oían las lecturas,
las comprendían; pero la comprensión de unas lecturas que se hacían en un latín
que cada vez el pueblo entendía menos, quedaba asegurada sólo por la homilía,
la que siempre se ha hecho en la lengua vulgar, de comprensión universal. Por
lo demás, la mera escucha de las Escrituras es, en ocasiones, insuficiente y se
requiere, para comprenderlas y aprovecharlas, la explicación hecha en el
sermón. Ya San Pedro en una de sus epístolas decía que las cartas de San Pablo,
que integran el Nuevo Testamento, no eran de fácil comprensión y había que
saber interpretarlas.
Por otra parte, y recogiendo algunas
de las objeciones que los modernistas oponen al uso del latín en la Santa Misa,
habría que considerar que, por mucho que ésta se diga en lengua vulgar, nada
asegura que el pueblo realmente comprende lo que en ella se dice o, mucho peor,
lo que ella es en esencia. En los tiempos actuales, aunque todo en la Misa de
Pablo VI se diga en lengua vulgar o vernáculo, si se ha llegado a tener un desconocimiento
abismante de lo que la Santa Misa es porque para lograrlo no resulta en absoluto
suficiente que el pueblo meramente comprenda las palabras pronunciadas desde el
altar, sino que hace falta la explicación, la enseñanza, la exposición de lo
que ellas significan y de lo que la Santa Misa verdaderamente significa. Antiguamente,
el catecismo y, por último, la homilía dominical, tenían la misión de enseñar
al pueblo los principios fundamentales de la fe, incluida la naturaleza de la Santa Misa. Pero hoy la homilía es, la mayor parte de las veces, una
exhortación a la solidaridad y a la práctica de otras virtudes, desconectada
con los motivos de fe que la justifican y la hacen posible. Quizá nunca como
ahora ha habido en la Iglesia una concepción tan errada de la Santa Misa, que
es presentada la mayor parte de las veces como una “asamblea de hermanos”, un
“encuentro dominical con Jesús” y otras cosas que, aunque verdaderas, son
absolutamente accesorias y secundarias en la comprensión de lo que la santa
Misa es, según el concepto definido dogmáticamente y de manera infalible por el
Concilio de Trento y, antes de él, por toda la Tradición milenaria de la
Iglesia.