lunes, 30 de noviembre de 2015

Sobre las lecturas en la Misa del Novus Ordo

Ofrecemos a continuación un nuevo artículo de don Augusto Merino Medina, miembro de nuestro equipo de redacción, referido esta vez a las lecturas en la Misa. 


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Las lecturas en la Misa: un encargo sagrado 

Augusto Merino Medina

Una de las prácticas litúrgicas que el uso postconciliar ha introducido en la Misa es la lectura de los textos de la Sagrada Escritura (primera lectura, salmo responsorial, segunda lectura, cuando la hay) por los laicos, varones o mujeres.

En principio, esta práctica parece aspirar, entre otras cosas, a poner por obra aquel deseo de los Padres Conciliares, expresado en la Constitución sobre liturgia Sacrosanctum Concilium, de que el pueblo presente en la Misa tenga una “participación activa” en ella (núm. 14). Pero no se puede desconocer que el realizar los laicos las lecturas de la Sagrada Escritura en la Misa tiene un propósito que va más allá de los efectos benéficos que la participación produce en los cristianos individuales que asisten al Santo Sacrificio. En efecto, se trata aquí de la función sagrada de proclamar la Palabra de Dios en la Iglesia o, si se atiende a la fenomenología de la acción, de prestar su voz a dicha Palabra, de ser, literalmente, portavoces de Dios. 


En la disciplina eclesiástica existente todavía durante el lapso del Concilio Vaticano II, una de las llamadas entonces órdenes menores se refería, precisamente, a la función de leer al pueblo las Sagradas Escrituras, enfatizándose así la importancia de este sagrado encargo. Después del Concilio, la orden menor del lectorado fue suprimida como tal, junto con todas las demás órdenes menores, por el Papa Pablo VI a través de su Carta Apostólica en forma de Motu Proprio Ministeria Quaedam, de 15 de agosto de 1972; pero se conservó la función, ahora con el nombre de “ministerio”, y se la separó de la Iglesia jerárquica, para confiarla indistintamente a clérigos o a laicos.

La actual situación merece varios reparos, de los cuales mencionaremos dos.

(1) La actual práctica que comentamos no parece dejar expuesta con claridad, del modo no-verbal tan fundamentalmente importante y propio de la liturgia, la doctrina de la Iglesia en lo que se refiere a la proclamación y enseñanza de la Palabra de Dios, que está reservada al Magisterio Jerárquico [1]. El que ella sea proclamada no por el sacerdote o el diácono, que forman parte de la Jerarquía en su función magisterial, ni por ningún clérigo de órdenes menores, sino por un simple fiel, desdibuja la mediación fundamental que la Iglesia, como Maestra, tiene en la proclamación e interpretación de la Palabra revelada. Como en la liturgia no es significante sólo lo que se dice, sino también quién lo dice, cómo lo dice, de acuerdo con qué modalidad, lugar y tiempo, la señal que se comunica a los fieles con el acceso a la lectura de los simples laicos, es que cualquiera puede asumir, en la Iglesia, el papel de comunicar en la Misa, el acto sagrado más importante que ella realiza [2], la Palabra de Dios. He aquí uno de aquellos casos en que la lex orandi incide claramente en la lex credendi.

No podría negarse que esto constituye un deslizamiento, en los hechos y de un modo simbólico –posiblemente el más efectivo de los modos de hacerlo-, a un planteamiento afín a la concepción protestante sobre el sacerdocio en la Iglesia, que no distingue claramente entre sacerdocio común de los fieles y sacerdocio ministerial. Es otro de los muchos casos en que el cambio en la práctica no deja incólume la doctrina. Por otra parte, es una instancia de la sutil, pero efectiva, desacralización de la liturgia, la que se va, en todo caso, asemejando cada vez más a la “cena” protestante [3].

(2) A pesar de los cambios efectuados en el período postconciliar, la Iglesia no quiso poner las lecturas de las Sagradas Escrituras en la Misa al mismo nivel de otras cosas que se dicen en ella al pueblo fiel por algunos laicos, como las explicaciones o “introducciones” a ciertos ritos hechas por los “monitores”, algunos consejos prácticos que, inoportunamente, se dan a los fieles interrumpiendo la atmósfera sagrada, o informaciones parroquiales igualmente inoportunas y otras cosas que suelen ser dichas por laicos desde el ambón o el presbiterio.

En efecto, para subrayar que los lectores laicos que hacen las lecturas en la Misa desempeñan un magno encargo, la Iglesia ha dispuesto que se los prepare adecuadamente. Ya la Constitución Sacrosanctum Concilium, sin entrar en mayores detalles, declaraba queLos […] lectores […] desempeñan un auténtico ministerio litúrgico. Ejerzan, por tanto, su oficio con la sincera piedad y orden que convienen a tan gran ministerio y les exige con razón el Pueblo de Dios. Con ese fin es preciso que cada uno […] sea instruido para cumplir su función debida y ordenadamente” (Sacrosanctum Concilium, núm. 29).

 S. Excia. Revma don Esteban Escudero Torres, obispo de Palencia (España),
instituye a un seminarista en el ministerio de lector.

Esta idea se reitera y se detalla más en la Carta Apostólica Ministeria quaedam de 1972, que dice en su número V lo siguiente: “El Lector queda instituido para la función, que le es propia, de leer la palabra de Dios en la asamblea litúrgica. Por lo cual proclamará las lecturas de la Sagrada Escritura, pero no el Evangelio, en la Misa y en las demás celebraciones sagradas; faltando el salmista, recitará el Salmo interleccional; proclamará las intenciones de la Oración Universal de los fieles, cuando no haya a disposición diácono o cantor; dirigirá el canto y la participación del pueblo fiel; instruirá a los fieles para recibir dignamente los Sacramentos. También podrá, cuando sea necesario, encargarse de la preparación de otros fieles a quienes se encomiende temporalmente la lectura de la Sagrada Escritura en los actos litúrgicos. Para realizar mejor y más perfectamente estas funciones, medite con asiduidad la Sagrada Escritura” [4].

Del mismo modo, vemos que, en la Instrucción General del Misal Romano, se reitera lo dispuesto sobre el ministerio de las lecturas hechas por los laicos: “El lector es instituido [5] para proclamar las lecturas de la Sagrada Escritura, excepto el Evangelio. Puede también proponer las intenciones de la oración universal, y, en ausencia del salmista, proclamar el salmo responsorial. En la celebración eucarística el lector tiene un ministerio propio (cfr. núms. 194 -198) que él debe ejercer por sí mismo” (núm. 99).

Dispone, además, dicha Instrucción que los lectores han de llevar “vestiduras” adecuadas: “En la procesión hacia el altar, en ausencia del diácono, el lector, vestido con la vestidura aprobada [6], puede llevar el Evangeliario un poco elevado, caso en el cual, antecede al sacerdote; de lo contrario, va con los otros ministros” (núm. 194).

 Lector 

Ha sucedido aquí lo mismo que en otros muchos aspectos de la reforma litúrgica postconciliar: las normas han quedado excedidas, desbordadas, por una práctica que introduce cada vez más abusos que, tolerados por quienes debieran evitarlos, se van consolidando cada vez más, permitiéndose que adquieran una apariencia de normalidad o aún de legitimidad que, llegado el momento, hará tanto más difícil su necesaria erradicación.

La situación ha llegado a extremos lamentables. Todos somos testigos de lo que tiene lugar hoy tan frecuentemente en las parroquias, al menos en Chile: terminada la oración colecta, el celebrante simplemente abandona el altar y se sienta, despreocupándose de quién ha de hacer las lecturas que siguen a continuación, y suponiendo -y esperando- que alguien, de entre los fieles, se levantará a efectuarlas. De ordinario ocurre que, quien se levanta a leer, no se ha preparado en absoluto para ello, y ni siquiera ha echado una mirada previa al texto que debe proclamar. El resultado es que la persona de buena voluntad en cuestión suele no tener experiencia en leer en público –pronuncia mal, no da con el volumen adecuado de voz o con el tono apropiado a una función sagrada-, o no entiende lo que lee y lo lee, por lo tanto, mal. Una parte tan importante de la Misa se frustra, así, del todo, porque los fieles entienden poco o nada de lo que se ha dicho desde el ambón o el presbiterio.

La claridad de las normas para una realidad como ésta –por lo demás tan insatisfactoria ya por el motivo que indicábamos en el primer reparo formulado anteriormente-, indica cuál es el camino para remediar lo que es hoy, y de modo inmediato, remediable.

Primeramente, es imperativo que los mismos laicos, en último término, pidan que se instituya en cada parroquia lectores, como lo dicen las rúbricas, y que se los prepare. No puede algo tan trascendental quedar entregado a la improvisación y a la inexperiencia de laicos piadosos y de buena voluntad, dispuestos a suplir. Esto debe llevar aparejada la demanda de que no se permita nunca leer un texto que no se haya leído muchas veces en privado y con anterioridad; que se revise el estado de los micrófonos; que haya un ensayo previo de la lectura, si es necesario, antes de la Misa (lo cual supone llegar al menos unos minutos antes de su comienzo).

Si no se puede instituir a los lectores (puede que no haya nadie que reúna las requisitos), la Instrucción General del Misal Romano dispone lo siguiente: “En ausencia del lector instituido para proclamar las lecturas de la Sagrada Escritura, destínense otros laicos que sean de verdad aptos para cumplir este ministerio y que estén realmente preparados, para que, al escuchar las lecturas divinas, los fieles conciban en su corazón el suave y vivo afecto por la Sagrada Escritura”  (núm. 101) [7].

En segundo lugar, no puede el sacerdote desentenderse de lo que ocurre en el ambón hasta el momento que él llega a pronunciar su homilía. Lo que sobre este punto dispone el núm. 59 de la Instrucción aludida es, en efecto: “si no se encuentra presente otro lector idóneo, el sacerdote celebrante proclamará también las lecturas”. Y reitera más adelante lo mismo: “Si no hay un lector, el mismo sacerdote proclama todas las lecturas y el salmo, de pie desde el ambón” (núm. 135). Si nadie más lo hace, los laicos habrán de intervenir aquí pidiendo a modo de suplencia y con el debido respeto que se respete las rúbricas.

 El sacerdote lee la Epístola (forma tradicional del rito romano)

O sea,  es fundamental evitar absolutamente lo que es hoy la práctica habitual: que cualquier fiel de buena voluntad se levante motu proprio en el curso de la Misa a efectuar las lecturas, del modo y con las consecuencias ya señaladas.
           


[1] Cfr. Concilio de Trento, Sesión IV; Concilio Vaticano II, Constitución Dei Verbum, núm. 10.

[2] Constitución Sacrosanctum Concilium, núm. 10.

[3] Tal desacralización es innegable en muchos aspectos, y de ella se lamentaba ya Pablo VI. Cfr. Giampietro, Nicola, El Cardenal Antonelli y la reforma litúrgica, Madrid, Ediciones Cristiandad, 2005, p. 247.

[4] Enfasis añadidos.

[5] Enfasis añadido.

[6] Enfasis añadido.

[7] Enfasis añadido.


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Actualización [9 de septiembre de 2016]: El sitio Adelante la fe ha publicado la traducción de una carta de renuncia de un ministro extraordinario de la comunión. Las razones de dicha decisión tienen que ver con el descubrimiento del sentido teológico de la Santa Misa y el significado que tiene comulgar. 

Actualización [7 de diciembre de 2016]: Fernando Poyatos, autor español sobre temas de espiritualidad y pastoral litúrgica y a quien nos hemos referido antes en esta bitácora, ha publicado un nuevo libro, Leer y proclamar. Los Ministros de la Palabra en la celebración litúrgica (De Buena Tinta, 2016). El autor ha concedido una interesante entrevista al sitio Religión en Libertad, en la cual se refiere a los principales temas tratados en su libro, el cual busca servir de ayuda para el desempeño competente, digno y decoroso del oficio de lector en el rito romano reformado. El libro puede adquirirse a través de Amazon.

Actualización [22 de enero de 2018]: El Prof. Peter Kwasniewski, conocido de nuestros lectores, ha publicado un interesante ensayo sobre manera en la cual la práctica típica de las lecturas en la Misa reformada transmite un mensaje pelagiano y protestante. El texto original en inglés se puede leer en New Liturgical Movement, y Adelante la fe ofrece una traducción castellana. 

viernes, 27 de noviembre de 2015

El Instituto de San Felipe Neri

El Instituto de San Felipe Neri fue fundado en febrero de 2003. Inspirado por el esquema de organización del oratorio de San Felipe Neri (1515-1595), el Instituto ofrece una respuesta al evidente decaimiento de la Fe en la sociedad y en la Iglesia, así como a la creciente polarización entre distintas corrientes de pensamiento al interior de ésta.

 Guido Reni (1575-1642), San Felipe Neri

Sin entregarse al espíritu de los tiempos y sus tendencias banalizantes, el Instituto desea combinar el cultivo de la tradición católica con una pastoral acorde con las circunstancias actuales. Por sobre todo, desea una cosa: hacer visible para todos la plenitud de la Fe Católica. Con este propósito, el Instituto fue reconocido oficialmente el 26 de mayo de 2004 como sociedad de vida apostólica de derecho pontificio por la Santa Sede, bajo la activa protección del entonces Cardenal Joseph Ratzinger, luego Benedicto XVI.  El Dr. Gerald Goesche (*1960) fue designado como prepósito, cargo en el que fue confirmado en 2007. 

 El Prepósito Dr. Goesche saluda a S.S. Benedicto XVI en la plaza de San Pedro

El Instituto se asentó en la iglesia de Santa Afra (Berlín), iglesia construida entre 1897 y 1898 por el arquitecto Carl Moritz, cuya arquitectura está inspirada en el estilo del gótico báltico. La Santa Misa y el oficio divino se celebran conforme a la liturgia romana tradicional, de acuerdo a la cual se administran todos los otros sacramentos. A los fieles se les ofrece diariamente varias posibilidades de asistir a la Santa Misa o recibir el sacramento de la penitencia. Se le otorga gran valor a una sólida piedad popular. Además, el Instituto forma sacerdotes en la Academia Baronius (2012), en colaboración con la universidades pontificias de Roma. Los viernes se puede asistir a una conferencia espiritual. Para niños y adultos se ofrecen regularmente clases de catecismo.

Iglesia de Santa Afra (Berlín)

Actualmente se encuentran en formación programas de atención espiritual para ancianos y enfermos. Paso a paso es posible reconocer lo que el ministerio del Instituto significa: una pastoral acorde con los tiempos en una gran ciudad neopagana, donde se ve con más frecuencia una mujer musulmana con burka que un sacerdote católico con sotana.

Además de su sede en Santa Afra, sacerdotes del Instituto celebran la Santa Misa diariamente en Tréveris (Trier), los domingos en Potsdam y una vez al mes en Jauernick, en Görlitz (Sajonia).

Los miembros del Instituto mantienen cordiales relaciones con la abadía benedictina tradicional de Le Barroux, así como con otros institutos tradicionales, como el Instituto de Cristo Rey y Sumo Sacerdote y la Fraternidad de San Pedro (a los cuales hemos dedicados sendas notas, según puede verse aquí y aquí). Un especial vínculo une al Instituto con el Brompton Oratory de Londres, el cual es visto como un modelo a seguir. 

Missa cantata solemne en la iglesia de Santa Afra
El Instituto, que en su época de fundación recibió ayuda financiera de la institución católica internacional Ayuda a la Iglesia que Sufre,  no recibe fondos del impuesto eclesiástico que el Estado alemán recauda conforme al Concordato con la Santa Sede (1933), por lo que su labor está sustentada exclusivamente por sus exiguos ingresos propios y por donaciones. 

Nota de la Redacción: el texto de la entrada está basado en la presentación oficial del Instituto en su página oficial (en alemán). Quienes deseen hacer una donación, siempre muy necesaria para poder solventar los altos costos que el ministerio del Instituto requiere, incluida la formación de nuevos sacerdotes, pueden encontrar la información pertinente aquí.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

El arqueologismo litúrgico visto desde Newman

Ofrecemos a continuación un interesante artículo escrito por don Augusto Merino Medina, uno de los miembros de nuestro equipo de Redacción, referido al arqueologismo litúrgico.

El arqueologismo litúrgico visto desde Newman

            Prof. Dr. Augusto Merino Medina

Beato Cardenal John Henry Newman (1801-1890)

La idea de “regresar a las raíces”, expresada con estos o análogos términos, suele transformarse, cuando se refiere a innovaciones en  la sagrada liturgia, en lema de revolucionarios y reformadores, más que de quienes desean un perfeccionamiento de la liturgia de la Iglesia en aspectos específicos verdaderamente perfeccionables. Ella suele conllevar, en efecto, una radicalidad en el ímpetu de cambio que supone ignorar el desenvolvimiento orgánico de la fe a lo largo del tiempo. En general, todo “regreso a las raíces” supone, además, una audacia que casi siempre se explica por la ignorancia –o, en ocasiones, el histrionismo- de sus propulsores, un ejemplo de lo cual lo tenemos, e inmejorable, en la figura patética de ese revolucionario del siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau, que se hizo famoso con su “vuelta a la naturaleza” y con la crítica de la civilización que lo sostenía, de la cual aprovechó todo lo que pudo. La llamada “reforma” de la Iglesia llevada a cabo por Lutero y demás teólogos rebeldes frente a Roma, que, como se sabe, más que reformar, revolucionó y deformó la vida de la cristiandad occidental, no podía dejar de incorporar también esta idea. Y, al interior de la Iglesia, ella reapareció, pocos siglos después de dichos “reformadores” –y, como no es raro, en la misma línea por ellos trazada-  en uno de los lugares más sensibles de la vida cristiana, la liturgia.

Pieter Neeffs , Interior de una Iglesia Gótica (1649)

El arqueologismo litúrgico fue, prestamente y con justicia, blanco de las críticas del Magisterio, partiendo por el Magisterio papal [1]. El prurito por “revivir” o “rescatar” antiguas prácticas, supuestamente muy próximas a la época apostólica -y, por lo tanto, supuestamente, también, más valiosas que las posteriores-, o el deseo de “depurar” las que se dieron con el correr del tiempo, fue juzgado, con acierto, como una modalidad más de ese “deseo de novedades” que, precisamente desde la época apostólica, fue condenado ya como un peligro intelectual y espiritual [2]. Pero esta vez el hambre de novedades se presentó revestida –inocente o calculadamente- de un supuesto ánimo –muy paradojal, por lo demás- de no innovar, de atenerse a lo que primero se hizo, según las hipótesis históricas de los partidarios de tales “vueltas al pasado”. Al cabo, parecía más amigo de la tradición quien prefería ciertos usos litúrgicos atribuídos a los primeros siglos, que quien, habiéndolos dejado atrás, se atenía a lo que se fue paulatinamente adoptando como uso hasta llegar a nuestra propia época.

El punto de la “vuelta atrás” se presta a una infinidad de críticas, por cierto. Porque es extraño que alguien se empeñe en rechazar el patrimonio, bien conocido, que ha recibido como herencia concreta de sus padres, y se empeñe en reclamar como tal las reconstrucciones inciertas y aun improbables de lo que los abuelos de hace sesenta generaciones atrás transmitieron, en su momento, a sus propios hijos. Si esta actitud existencial es poco razonable, la situación resulta, desde el punto de vista de la historia entendida como conocimiento del pasado (“rerum gestarum memoria”) extraordinariamente débil.

Mosaicos cristianos primitivos

En efecto, precisamente hacia la época en que en Francia, en Austria y en otros países, el Mouvement liturgique y otros análogos cobraban su mayor vigor y, con él, el arqueologismo litúrgico, tenía lugar, en la misma Francia, una serie de desarrollos en el campo de la filosofía de la historia y de la práctica de la historiografía que ponían en duda la posibilidad de recuperar un pasado conservado tal cual, objetivo, en algún recodo de una memoria, también objetiva e inmóvil. Un buen ejemplo de aquel clima lo ofrecían autores como Ricoeur [3], desde la hermenéutica. Tales teorías condujeron, la mayor parte de las veces, a la conclusión de que no había un pasado que recordar, sino que lo que el historiador hacía era escribir su personal y particular versión de lo que creía que el pasado había sido. La cuestión de la verdad histórica fue prontamente descuidada por muchs o vaciada de contenido, cosa a la que contribuyó la sociología del conocimiento, ejemplificada por Karl Mannheim hacia mediados del siglo XX [4] y por muchos otros después. Uno de los pocos que escapó del relativismo histórico –y epistemológico- fue Henri-Irenée Marrou, quien expuso uno de los puntos de vista más sutiles e inteligentes en este campo en su libro “Del conocimiento histórico” [5].

Es difícil, pues, comprender que los liturgistas arqueologizantes de mediados del siglo XX, que podrían –y deberían- haber estado más alertas a lo que sucedía a su alrededor en el terreno del conocimiento histórico, hayan creído tan fácil la recuperación de usos, costumbres y modos de los primeros siglos cristianos, de los cuales no queda a menudo más que referencias indirectas, escasísimos indicios, confusos testimonios, contradictorias versiones. Pero así fue: en nombre de aquellas antigüedades –las más de las veces, imaginarias-, se emprendió una revolución litúrgica devastadora, que rehusó reconocer valor a la liturgia, infinitamente mejor conocida históricamente, de los últimos mil doscientos o más años de historia. Es imposible no conjeturar que el móvil de esta radical “vueltas atrás” fue, más que el amor a lo prístino y auténtico, otro muy diverso, en cuyas densidades no es nuestro propósito entrar aquí.


Misa del Camino Neocatecumenal

Una de las figuras europeas que más importancia y auge están cobrando hoy, proceso al que ha contribuido positivamente su beatificación por Benedicto XVI, es la del Cardenal John Henry Newman. Desde lo que ya parece el lejano siglo XIX, y desde el buen sentido y equilibrio que en general caracteriza al pensamiento inglés, Newman entra, en el siglo XXI, al corazón mismo de un candente conjunto de problemas filosóficos y teológicos. La lectura de sus obras sorprende tanto por el cuidado estilo literario con que fueron escritas, propio de una época de vida más pausada y de mejor gusto, como por la actualidad de sus planteamientos, que parecen, en verdad, formulados, de modo expreso, para nuestros días. Semejante capacidad de convenir a cualquier época sólo es patrimonio de las mentes verdaderamente grandes.

La riqueza del texto de Newman titulado “Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana” es un venero, situado quizá no enteramente más allá de toda crítica, que puede ser explotado por quienes actualmente están inmersos en algunos de los problemas más álgidos de la teología. Aquí, nosotros vamos a aprovechar solamente algunos de los pasajes de esa notable obra para decir un par de cosas sobre el sentido e importancia de la tradición litúrgica de la Iglesia católica.


Edición inglesa del libro “Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana” 
del Beato John Henry Newman

Uno de los pasajes de dicho ensayo más atingentes a este propósito es el siguiente, que citaremos in extenso para ahorrarnos glosas nuestras que nunca van a estar a la altura de lo escrito por el propio Newman:

En verdad, se dice a veces que el manantial es más claro cuanto más próximo está a su fuente. Cualquiera sea la utilidad que se pueda encontrar a esta imagen, ella no resulta aplicable a la historia de la filosofía o de las creencias, las cuales son más equilibradas, puras y firmes una vez que su cauce se ha hecho profundo, ancho y caudaloso.  Una filosofía necesariamente surge de un determinado estado de cosas pre-existente, y por algún lapso conserva el sabor de ese terreno. Pero su elemento vital necesita desembarazarse de lo que le es ajeno y transitorio, y se empeña en lograr libertad, la cual se vuelve más vigorosa y promisoria a medida que pasan los años. Sus comienzos no expresan adecuadamente sus potencialidades ni su amplitud. Al principio, no se sabe de ella qué es, ni cuál es su valor. Quizá por algún tiempo permanece inmóvil, y luego trata de, como quien dice, ejercitar sus extremidades, y de poner a prueba el terreno que pisa, tanteando el camino. A veces hace ensayos que fracasan y que, por tanto, abandona: parece indecisa sobre qué dirección tomar, divaga, y al cabo se decide por un rumbo definido. Con el tiempo, entra en territorios desconocidos, las controversias alteran su aspecto, surgen y caen partidos en torno a ellas, aparecen peligros y esperanzas en las nuevas relaciones, y los viejos principios reaparecen en nuevas formas, y ella cambia con ellos para permanecer igual” [6].


Misa tradicional en el Oratorio de Oxford

Como se sabe, el tema que aborda Newman en este ensayo es el del desarrollo histórico de la fe cristiana, cuya apariencia exterior, en sus comienzos, es notablemente diferente de la que tiene hoy, veinte siglos después. Y es natural que así sea, como Newman se encarga de explicar en este texto, puesto que se inicia con ciertas formulaciones extraordinariamente sintéticas, como las de la Revelación escrita contenida en el Nuevo Testamento, que puede ser comparada a un apretado capullo que, con el paso del tiempo, va abriéndose lentamente –aunque de modo no siempre pacífico- hasta su floración, en un proceso cuyo término no se ha alcanzado, quizá, hasta hoy (recordemos la declaración de los dos últimos dogmas marianos hechos en los dos siglos que nos preceden) y, posiblemente, no se alcanzará nunca, supuesta la pletórica riqueza de la Revelación divina. El caso de la dilucidación de la revelación de la Santísima Trinidad, que toma varios siglos en quedar expuesta de un modo satisfactorio por la teología, es un espléndido ejemplo de lo que Newman quiere decir, y lo dice espléndidamente.

Para nosotros, preocupados de la liturgia, la posición de Newman nos ofrece invaluables puntos de apoyo a fin de acercarnos a una comprensión correcta del carácter de ésta y de las formas exteriores y ritos a que ella ha dado lugar. Porque, en efecto, hay que recordar que la Revelación divina no se contiene, según enseña la Iglesia, solamente en los textos escritos del Nuevo Testamento, sino también en la Sagrada Tradición, viva, de la Iglesia, integrada por enseñanzas apostólicas que, como sabemos, fueron transmitidas oralmente en la predicación y, sobre todo, mediante el patrimonio de oraciones y variadísimas formas de culto divino que la Iglesia ha ido transmitiendo de generación en generación. No es aventurado decir que el lugar donde la Tradición, fuente de Revelación de Dios, se conserva y transmite de modo incomparablemente fiel, activo y vivido, es la liturgia: es en ésta donde nos encontramos con ese hondón de verdades inefables que Dios nos ha dado a conocer.

Misa en Rito Carmelita (Valparaiso, Nebraska) 

Siguiendo la idea fundamental que explica Newman, habrá que admitir que lo que se nos revela en la Tradición ha sido, también en la liturgia, objeto de ensayos de formulación, tanto verbal como no verbal, de tanteos, de consensos y disensos, tal como ha ocurrido con la explicitación del conjunto de la Revelación. Sólo que acá, como es natural, no hay un registro de discursos intelectuales, de análisis de ideas teológicas de un alto grado de abstracción, sino que lo que se nos ofrece es un vasto panorama de ritos, ceremonias, preces, usos, costumbres, cuya lectura no es fácil, no sólo por la dificultad histórica de acceder a ellos, sino por el modo seguramente tentativo, provisorio, inseguro y aun confuso en que tales elementos litúrgicos iban traduciendo, en acciones, gestos y palabras, las verdades de fe en el avance de su explicitación. Lo que hay, igual que en el plano de las discusiones teológicas, es un denso núcleo inicial invariable, rectamente comprendido en su esencia, transmitido de modo indefectible por la Iglesia. Quizá el mejor ejemplo de ello esté corroborado también por la Revelación escrita, en el texto de San Pablo sobre lo que él, a su vez, recibió de modo oral: “Porque esto es lo que he recibido del Señor y os he transmitido: que la misma noche en que iba a ser entregado, el Señor Jesús tomó pan, dio gracias, lo partió y se los dio diciendo “esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”, y del mismo modo, terminada la cena, tomó la copa  y dijo “esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cada vez  que la bebáis, lo haréis en conmemoración mía”” [7]. San Pablo nos dice cuál es la esencia de la Misa, tal como ella era realizada en la práctica litúrgica de su tiempo; pero hay más en la teología de la Misa que lo que San Pablo nos enseña.

Todo esto nos lleva, de modo inevitable, a aceptar que no son los primeros ensayos o tentativas de carácter litúrgico el lugar donde habremos de encontrar la plenitud de la Revelación de lo que la Misa, como centro de la oración pública de la Iglesia y como “fuente y cumbre” [8] de su vida, es efectivamente, de todos sus elementos e inagotables riquezas, ni el lugar donde podremos encontrar las expresiones cultuales más felices y acabadas. Por el contrario, el pasar de los años, de los siglos, y de las circunstancias de diversa naturaleza por las cuales ha atravesado la liturgia divina ha ido haciendo más claro, según el modo como ella nos habla, lo que Dios ha querido revelarnos de este modo, o sea, aquello que no podía ser revelado de otro, precisamente por ser inefable.

A la luz de estas ideas que Newman va exponiendo en su ensayo, escrito hace ya más de un siglo y medio, parece verdaderamente sorprendente el que tantos, y con tanto ahínco, insistan todavía en buscar y rebuscar en unos remotos orígenes, en que la vida cristiana estaba todavía densamente compendiada en algunas prácticas, que por lo demás, nos son en gran medida desconocidas, las formas ideales de expresión de la liturgia, las formas ya plenamente conscientes de todas las riquezas que la liturgia se trae entre manos, plenamente desarrolladas, explicitadas y desglosadas. 


Matthias Stom (s. XVII), San Gregorio Magno, Doctor de la Iglesia

Tal actitud es, en verdad, desconcertante, si se toma en cuenta la eclosión, la floración y proliferación de la vida litúrgica a partir de San Gregorio Magno en el siglo VI, como si todo lo que de ahí en adelante tuvo lugar no fuera sino un gradual apartarse de la verdad original, una decadencia, cuando no corrupción, de las formas ideales en que los cristianos de las dos o tres primeras centurias realizaron su culto. Son más de mil años los que se pone en tela de juicio y se critica acerbamente, presentando, respecto de ese período, la visión estereotipada de un “sistema” litúrgico/escolástico –paralelo al “sistema” teológico/escolástico- en términos de algo tan homogéneo e inmóvil como empobrecido, cuando no derechamente erróneo y espiritualmente peligroso. Muchos liturgistas parecen no haber hecho el estudio de los mil años de Cristiandad que corren entre el siglo VI y el siglo XVI sino para criticarlos acerbamente, cuando, si hubieran procedido sin prejuicios ligados a puntos de vista “refundacionales” actuales, hubieran descubierto un panorama ágil, lleno de innovaciones, de cambios, de correcciones, de transferencias entre una región de la incipiente Europa a otras, de variaciones locales y funcionales –es decir, propias de diversas corporaciones que se dieron al interior de la Iglesia, como las órdenes monásticas-. En suma, un panorama lleno de vitalidad y riqueza, en que se va apreciando, cada vez mejor, las infinitas riquezas de la Misa. No menos sorprendente es la incomprensión de la preocupación no tanto por la homogeneidad como por la corrección teológica que tuvo lugar en el Barroco post-tridentino, al cual le correspondió hacerse cargo de uno de los mayores desafíos que, hasta entonces, había experimentado la cristiandad a lo largo de toda su historia, cosa que hizo con magistral acierto.

En conclusión, la doctrina expuesta por Newman en su ensayo debiera servirnos para apreciar la riqueza de contenidos, la proliferación de elocuentes matices, la creciente explicitación, mediante gestos y ceremonias, de las riquezas que, con el tiempo, la Iglesia ha ido realizando en sus ritos, para no decir nada de la inmensa belleza que, conforme al espíritu noble y sobrio de la Iglesia romana, ha hecho de su liturgia tradicional uno de los mayores logros de la cultura del Occidente cristiano. Que todo eso esté hoy en peligro, debiera constituír un acicate para reaccionar, con la firmeza y prudencia del caso y cuando todavía es tiempo, frente a la auténtica barbarie que se nos ha dejado caer encima en nombre, igual que en la “reforma” del siglo XVI, de un supuesta “pureza de la fe”.

Hacerlo nos revelará, por otra parte, de modo cada vez más claro, esa actitud doblemente paradojal de muchos católicos contemporáneos que pretenden sofocar toda heterogeneidad en la liturgia, imponiendo, en nombre de la unidad de la Iglesia y de modo riguroso y monocorde –cosa que jamás se había dado anteriormente en la Iglesia en igual medida- el nuevo estilo de liturgia que, él mismo, es un conjunto de arbitrarias y casi diariamente cambiantes prácticas, cuyo único canon quiere ser la ausencia de cánones.




[1] Cf. Pío XII, Encíclica Mediator Dei, especialmente los núm. 81, 82 y 83.

[2] San Pablo, Timoteo 2, 4, 1-4.

[3] Ricoeur, P., “Objectivité et subjectivité en histoire”, en Histoire et Verité, Paris, Editions du Seuil, 1952.

[4] Mannheim, K., Ideology and Utopia. An introduction to the sociology of knowledge. London, Routledge and Kegan Paul, 1954.

[5] Marrou, H.-I., Del conocimiento histórico, Buenos Aires, Per Abbat, 1985.

[6] It is indeed sometimes said that the stream is clearest near the spring. Whatever use may fairly be made of this image, it does not apply to the history of a philosophy or belief, which on the contrary is more equable, and purer, and stronger, when its bed has become deep, and broad, and full. It necessarily rises out of an existing state of things, and for a time savours of the soil. Its vital element needs disengaging from what is foreign and temporary, and is employed in efforts after freedom which become more vigorous and hopeful as its years increase. Its beginnings are no measure of its capabilities, nor of its scope. At first no one knows what it is, or what it is worth. It remains perhaps for a time quiescent; it tries, as it were, its limbs, and proves the ground under it, and feels its way. From time to time it makes essays which fail, and are in consequence abandoned. It seems in suspense which way to go; it wavers, and at length strikes out in one definite direction. In time it enters upon strange territory; points of controversy alter their bearing; parties rise and fall around it; dangers and hopes appear in new relations; and old principles reappear under new forms. It changes with them in order to remain the same. In a higher world it is otherwise, but here below to live is to change, and to be perfect is to have changed often”. Cfr. Newman,  J. H., An Essay on the Development of Christian Doctrine, Notre Dame (Indiana), University of Notre Dame Press, Project Gutenberg Ebook, January 29, 2011 [EBook #35110], part I, ch. I, section 2, 7 (trad. del autor).

[7] I Corintios 11, 23-25.

[8] Sacrosanctum Concilium, núm. 10.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Cara a cara con el Motu Proprio Summorum Pontificum: entrevista a Giuseppe Capoccia



Les presentamos a nuestros lectores una interesante entrevista concedida a Radio Spada por Giuseppe Capoccia, destacado magistrado italiano y presidente del Coetus Internationalis Summorum Pontificum, quien, luego de un exitoso peregrinaje 2015 Summorum Pontificum a Roma en octubre pasado, nos ofrece a ocho años de la promulgación del Motu Proprio por S.S. Benedicto XVI una evaluación de la situación de la Misa tradicional y de los sacerdotes y fieles que, gracias a dicho instrumento jurídico, han podido expresar con mayor libertad su amor y apego a la liturgia tradicional de la Iglesia romana. 

Están todavía presentes en nuestras retinas las hermosas imágenes que nos llegaron desde Roma con ocasión del señalado Peregrinaje Ad Petri Sedem, especialmente la solemne y multitudinaria procesión de clérigos y fieles que entró en la Basílica de San Pedro para la Misa Pontifical celebrada por Su Excia. Revma. Mons. Juan Rodolfo Laise, arzobispo emérito de San Luis (Argentina), el pasado 25 de diciembre, Fiesta de Cristo Rey.

La traducción desde el italiano es de la Redacción y el original puede leerse aquí.


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P. (Gianluca di Pietro) Procurador, […] ¿No cree quizás que la evidente fragmentación del mundo tradicionalista sea el punto débil de la “batalla tradicional”, en contraste con el carácter compacto del ala progresista?

R. (Giuseppe Capoccia) En realidad, la fragmentación puede presentar también ventajas, por ejemplo cuando se trata de resistir a la represión o cuando se decide acelerar la marcha en algún frente. Y luego no estoy seguro de que los innovadores estén tan unidos entre ellos; es verdad que a menudo saben encontrar una línea compartida porque no pierden nunca de vista el objetivo. Nosotros, en cambio, muchas veces parece que nos olvidamos del fin de nuestra batalla, así como nos dejamos invadir del celo amargo, cuando deberíamos cultivar siempre la alegría de la Redención que Cristo ha ganado para nosotros y por siempre en la Cruz.

P. Muchos nos miran a nosotros, fieles del Summorum Pontificum con desconfianza y sospecha, retratándonos simplemente como estetas del culto, movidos casi por un fin romántico-litúrgico: fieles a quienes les interesan las formas del Sacrificio de la Misa más que la sustancia teológica del memorialis Domini Nostri. A todos ellos, ¿qué le gustaría decirles? Nosotros “motupropistas”, ¿estamos de verdad dispuestos a permitir el cambio del cambio de la sustancia de la Misa por alguna planeta u ornamento barrocos? ¿Es verdaderamente este el espíritu que mueve el Coetus y los miles de fieles (entre ellos, yo mismo): organizar Santas Misas estéticamente bellas y cerrar los ojos de frente a los numerosos problemas que la nouvelle théologie presenta?

R. Don Claude Barthe, capellán del Peregrinaje Internacional del Summorum Pontificum, además de autor de tantos estudios litúrgicos y teológicos, dice siempre que la batalla va conducida por la Santa Misa y por todo aquello que la sigue: el catecismo, la moral, la buena doctrina, la cultura, etc. Nosotros sabemos que, sin la oración que se orienta a Dios y que le rinde el culto debido, todas las obras son vanas. Nuestra convicción es que el empeño litúrgico es la clave para reafirmar la Fe Católica: no hay duda de que la Misa de Siempre no basta para detener la herejía modernista, pero permanece como el más perfecto compendio de nuestra Fe, plasmado en siglos de tradición. Un ilustre autor contemporáneo (con un gusto por lo paradójico) observa que la crisis financiera mundial deriva del colapso de la liturgia: si no está Cristo crucificado en lo alto y en el centro, el resto es solamente desorden y caos. Y es también la triste confusión de tantos movimientos que parecen haber olvidado el punto de apoyo para su acción. Pensamos, y lo hemos comprobado con nuestras pequeñas obras de proselitismo, que ahora es a menudo un vano afán confiarse de la razón y de la inteligencia de nuestros contemporáneos para evangelizarlos: no es su culpa, sino motivado por la general degradación moral, cultura y filosófica.

P. En el octavo aniversario de la liberación de la Misa Antigua podemos aventurarnos a hacer un balance: ¿qué objetivos hemos alcanzado gracias al Motu Proprio? ¿Podemos afirmar que gracias a la actividad del Coetus Internationalis, que reúne el inmenso trabajo de los coetus locales, haya crecido el interés por la Misa Antigua de parte del católico medio? (y por “católico medio” entiendo el fiel que no posee conocimientos particulares lingüísticos, teológicos o canónicos) ¿Y los jóvenes?

R. Hoy en día, si alguno está interesado por la liturgia católica abre Internet y con un par de clics se encuentra inmediatamente con una página ligada a la promoción o dedicada a comentar la liturgia tradicional: ya sea la FIUV, ya sean medios especializados como el New Liturgical Movement o Paix Liturgique, los cuales dan cuenta con gran regularidad de los progresos de las Misas Summorum Pontificum en el mundo. En la página FB del peregrinaje, las estadísticas dicen que el 57% de nuestros seguidores tiene menos de 34 años: me parece que ya esto es una respuesta elocuente a su pregunta sobre los jóvenes y Summorum Pontificum; más aún, precisamente la fascinación de los jóvenes por la antigua liturgia es una de las razones expuestas por el Papa Benedicto en la carta a los obispos que acompaña al Motu Proprio.

 Miembros del movimiento juvenil tradicional Juventutem participantes de la JMJ de Madrid (2011)

P. Contextualmente, ¿ha habido un mejoramiento significativo en estos ocho años en la recepción del Motu Proprio de parte de las Jerarquías? ¿Es real la liberalización de la cual habla el documento papal o permanece a fin de cuentas todavía como algo que debe perseguirse? En este último caso, ¿qué cosa debería hacerse para hacer que se cumplan las instrucciones contenidas en el Motu Proprio?

R. Bueno, si se mira a la realidad italiana, la situación puede parecer gris: poco ha cambiado desde el 2010, cuando Fede & Cultura publicó un opúsculo del periodista Alberto Carosa sobre las oposiciones episcopales al Summorum Pontificum. Con todo, la difusión de la liturgia tradicional en Italia es un hecho. Cada vez más sacerdotes han aprendido a celebrarla y cada vez más fieles se aproximan a la solemne dignidad y a la profunda sacralidad del rito antiguo. Cada año durante nuestro peregrinaje vemos participar a nuevas familias en la procesión en la Misa en San Pedro. El éxito de este año se debe en parte al mayor número de peregrinos italianos venidos a Roma el 24 de octubre. Luego, si la mirada se extiende a todo el orbe católico, es evidentísimo el desarrollo de Summorum Pontificum: ¿sabía que hay Misa tradicional también en Indonesia?

P. La principal actividad del Coetus es la organización del Peregrinaje Ad Petri Sedem, el último domingo de octubre, con ocasión de la fiesta litúrgica de Cristo Rey del Universo. ¿Hay una razón simbólica detrás de la decisión de promover un peregrinaje precisamente a la Sede Apostólica y, más aún, con ocasión de una fiesta litúrgica tan importante como aquella de la Soberanía Universal de Nuestro Señor?

R. La elección de Roma por cierto no es casual: no puede serlo para quien profesa la Fe católica, apostólica y romana. Podría también admitir que la fiesta de Cristo Rey ha sido casual, en el sentido de que no ha sido buscada, pero creo que la Providencia ha querido indicarnos la naturaleza regia de Cristo para que nuestra Fe sea manifestada, afirmada, defendida en todo momento y en todo lugar de cara a una sociedad cada vez más impía y laicista.

  Vitral de la catedral greco-católica melquita de la Anunciación (Roslindale, Massachusetts)
representando a Cristo Rey ataviado como emperador bizantino

P. El domingo 25 de octubre se ha cerrado solemnemente el peregrinaje de este año: ¿puede darse por satisfecho de su desarrollo? ¿Qué cosa le ha impresionado más de estos cuatro días intensos?

R. Por sobre todo, ¡diría que me ha impresionado el clima general y sereno de normalidad católica! A menudo en nuestros territorios sufrimos una sorda hostilidad, una perenne condición de minoría y marginalidad; entrar a San Pedro por la puerta principal cantando Cristus Vincit conforta y retribuye tantas amarguras. Y luego, admito haber estado fascinado por Mons. Juan Rodolfo Laise, este nonagenario tierno, pero firme, arzobispo emérito de San Luis (Argentina) e incansable defensor de la prácticade la recepción de la Santa Eucaristía de rodillas y en la boca [Nota de la Redacción: tema sobre el cual hemos publicado antes una entrada]. Con su edad, con su buen ánimo, con su testimonio tenaz no ha sido simplemente el celebrante de la Misa Pontifical en San Pedro, sino que ha reforzado en nosotros la voluntad de proseguir la buena lid, en obediencia a la voluntad del Señor y en la fidelidad a la propia conciencia.

P. Una última pregunta: si tuviera que convencer de participar en el Peregrinaje Summorum Pontificum a aquellos que no nos conocen o que sin razón se oponen a nosotros, ¿qué diría?

R. No tengáis miedo: ¡venid y orad!

Actualización [13 de junio de 2015]: En una actualización agregada hoy en esta entrada hemos dado noticia de la traducción al español del anexo que cierra el libro Comunione sulla mano. Documenti e storiaarriba referido y del que es autor S.E.R. Juan Rodolfo Laise, Obispo emérito de San Luis, Argentina. El libro cuenta con prefacio de S.E.R. Athanasius Schneider, Obispo auxiliar de Astana, Kazakhstan.