El Dr. Peter Kwasniewski vuelve en este artículo sobre algunas objeciones formuladas a propósito de aquel que publicamos la semana pasada. En medio de un mundo convulsionado y donde los propios que pertenecen al bando de los buenos ayudan a sembrar más confusión, la actitud debe ser siempre dejarse guiar por el sentido común, como enseñaba Cristo. Nuestro sí debe ser sí y nuestro no una negación rotunda, evitando concesiones. Porque la Tradición se busca no como un simple medio para llegar a Cristo, sino como el único camino posible para hacerlo, dado que ahí está la religión que transmitió por siglos la Iglesia fundada por Él para enseñar su mensaje y extender los méritos de su Redención. Ella no es, pues, una enfermedad espiritual, sino el modo auténtico y connatural de restaurar el culto a Dios en espíritu y verdad.
El artículo fue publicado en New Liturgical Movement en noviembre de 2016. La traducción pertenece a la Redacción. Las imágenes son las que acompañan al artículo original, salvo la segunda, que pertenece al archivo del autor y cuyo uso ha sido gentilmente autorizado por éste.
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¿Es la Tradición una enfermedad espiritual?
Peter Kwasniewski
Mi artículo de hace algún tiempo “La innecesaria problematización de nuestra situación” parece haber dado en algún
blanco, a juzgar por el número de lectores que tuvo y de los comentarios que
recibió. Hubo un comentarista, en particular, que planteó, a mi juicio, algunas
ideas importantes, con las que uno se encuentra a menudo y que merecen una
respuesta más a fondo.
Aquel comentarista sostuvo:
“No hay nada malo con una devoción
robusta y leal a la Tradición ni con la defensa de ella. Pero la tentación
farisea, la tentación de un fanatismo que nos protege de lo que,
neuróticamente, tememos -por lo general un estresante temor post-traumático a
la contaminación y a la intimidad y a la pérdida de control-, es una cosa tan
poderosa entre quienes tienen el carisma particular de defender la Tradición, como
imposible de detección por parte de quienes han cedido a ella una vez. Y hablo
por experiencia propia. Me he dado cuenta de que la conciencia de esta tentación,
y la susceptibilidad a ella, una vez que se ha cedido a ella repetidamente,
disminuye en función de la urgencia espiritual de reconocerla, a fin de poder
librarse de ella mediante el arrepentimiento. En otras palabras, es el pecado
lo que hace el arrepentimiento casi imposible, porque “¡son ellos los que
necesitan arrepentirse, los que son impuros y desleales y traidores a Dios, no
yo!” […] Lo que rara vez se menciona es la posibilidad de que “adherir a la
Tradición” se transforme en una señal de la propia superioridad espiritual y de
la iniciación en el “círculo interno” de los VERDADEROS católicos. O, peor
todavía: que se transforme en un modo de evitar la intimidad con Dios, consigo
mismo, con otras personas”.
“En realidad, ser un 'tradicionalista' en el mejor sentido del término, que quiere decir,
simplemente, estar sumergido en la Sagrada Tradición como el indispensable
medio -¡no como un fin en sí!- de encontrar y amar a Dios como Él es en sí,
verdaderamente, es un prerrequisito para la santidad, y de ahí la humilde
simplicidad, que es su cualidad esencial”.
En respuesta a esto, escribí:
“Parece que lo que usted dice es que,
aunque no podemos ni deberíamos tratar de huir de la Tradición, podemos y
debemos huir del orgullo. Lo cual es absolutamente correcto, pero precisamente
por serlo, la posición de usted no debería jamás llevar al desprecio de la Tradición, ese tipo de desprecio que es demasiado obvio en los últimos 50 años
de experimentaciones, novedades y de un racionalista (y americanista) 'podemos
hacerlo mejor que todos los que nos precedieron'”.
“Los grandes santos estarían de
acuerdo con usted en todo lo que dice sobre encontrar a Dios en el momento
presente, pero no contrapondrían esto con ser plena y tradicionalmente
católico. No se trata de un caso de 'o lo uno o lo otro', sino de 'lo uno y lo
otro'”.
“Si la Tradición es un medio
indispensable, amémosla y tratémosla como tal. Por ejemplo, si hubiera un solo
puente para cruzar un río, uno lo amaría, valoraría, repararía y lo usaría
frecuentemente, no porque se trata de un fin en sí mismo, sino porque por él
uno puede llegar a la tierra que se busca”.
Mi interlocutor respondió a su vez:
“Estoy de acuerdo con todo lo que
usted acaba de escribir, que está muy bien expresado, como de costumbre. Pero me
parece que usted no captó la esencia de lo que he dicho, que no es, simplemente,
que debiéramos evitar el orgullo y que amar y ser leales a la Tradición es
precisamente el modo de evitar ese orgullo. El punto que he querido traer a
colación es más sutil, es la idea de que existe una peligrosa tentación que
acompaña a la adopción de una postura y actitud de 'círculo interno' frente a
la Iglesia y al mundo y a las demás personas, una condición espiritual,
psicológica y emocionalmente enfermiza, que es su causa y su efecto”.
He aquí ahora mi respuesta a esta
objeción:
La sutileza puede llegar a ser
nuestra ruina. A veces, lo mejor es el buen juicio, sano, honesto. Cuando se ve
algo bello, noble y reverente, se dice (debiera decirse) “esto es bueno, es
como debiera ser. Recibámoslo de todo corazón y usémoslo para alabar a Dios y
merecer la vida eterna”. Cuando se ve algo que es todo lo opuesto de lo
anterior, se dice (debiera decirse) “esto es malo, no nos va a ayudar, merece
ser rechazado”. Esto es de lo que se trata en, por ejemplo, la propuesta de que
los bígamos y los adúlteros sean admitidos a comulgar. Un verdadero católico
simplemente dice: “Nunca, ni en un millón de años. Jesús nos enseño la maldad
del adulterio; San Pablo lo enseñó; San Juan Bautista y Santo Tomás Moro
murieron a causa de él; yo estoy también preparado a morir por él. Y no me
importa quien diga lo contrario”.
Sí, a veces cometeremos errores en
nuestros juicios particulares. Pero es una tentación peculiarmente moderna
(¿post-moderna?) la de querer flotar en una región donde no se emiten juicios,
en la que podemos evitar la dolorosa necesidad de decidir si bajar por este
lado del muro o por el otro. Quisiéramos, más bien, sentarnos arriba del muro y
pretender que estamos dotados de unas disposiciones superiores porque no somos
como esos fariseos que bajan por este lado, o como aquellos liberales que bajan
por el otro, todos los cuales han hecho decididamente una elección.
Irónicamente, esto se parece al mito de la “vista desde ninguna parte” de la
Ilustración, que es una forma todavía más sutil de fariseísmo, según la cual
aquéllos que se mantienen impolutos por no tomar posición decididamente pueden
considerarse a sí mismos dotados de una visión clara, libres de ideologías.
Según esta idea, los hombres más libres son los que no se amarran a ningún
camino, a ningún modo de vida, a ningún conjunto de prácticas espirituales, a
ninguna visión del mundo. Después de todo, como uno puede siempre equivocarse,
es necesario abstenerse de tomar semejantes compromisos.
El autor
Esto es, naturalmente, la esencia
misma del error de la modernidad, un error no menos pernicioso por el hecho de
que resulta absolutamente imposible vivirlo en la realidad. Porque es escandalosamente
cierto que quienes proclaman estar libres de todo prejuicio demuestran, a
menudo, estar totalmente atrapados por una red de ellos. Es más honesto admitir
que todos los hombres tienen amores y odios, y que nuestra responsabilidad
consiste en ordenarlos y orientarlos correctamente, no en liberarnos de ellos.
Es una forma de respeto a Dios el reconocer que Él quiere que nosotros
busquemos el verdadero conocimiento, que alcancemos verdaderas conclusiones,
que emitamos juicios sobre el bien y el mal, y que alineemos nuestras vidas con
aquello en que creemos.
Es necesario que escojamos cómo y
qué vamos a hacer con nosotros mismos en cuanto católicos. Quienquiera que
piense que ello es tan fácil como decir “escuchemos a la Iglesia” haría bien en
hacerse analizar el cerebro. ¿Quién o qué es la Iglesia? ¿Es todo lo que digan
el Papa o algún obispo? Ojalá fuera ello así de sencillo, pero casi nunca lo ha
sido. Y hoy, menos que nunca. Desde las
batallas dogmáticas de la primitiva Iglesia hasta el caos políticos de la Edad Oscura,
desde las enredadas alianzas del Gran Cisma de Occidente hasta los siglos de
compromiso con la mundanidad (y, a veces, con sus excesivamente celosos
oponentes), la historia de la ortodoxia cristiana no puede derivarse a partir
de la jerarquía, como si se tratara de recuperar archivos desde un disco
duro.
Nuestros antepasados en la fe se
contentaban con creer y hacer lo que se les había legado desde el pasado: no
había legalismo, ni papolatría, ni necesidad de estudiar interminables
resmas de documentos vaticanos,
ni necesidad de justificarse por amar lo que los antepasados habían amado.
Aunque hoy es imposible recuperar enteramente esa bendita sencillez de antaño,
hay mucho que se puede decir en favor de imitarla en la medida que podamos. Ello
descomplica la vida católica, poniendo el acento en lo que ha sido probado y es
verdadero, más que en las teorías académicas de la última década, o en las
revelaciones del tabloide de la semana pasada.
Resulta fácil evocar el fantasma de
los fariseos y saduceos (cada uno de nosotros tiene en sí mismo un poco, o
mucho, de ellos) sin reconocer quién, en la Iglesia de hoy, calza mejor con el
perfil que ellos tuvieron.
Jesús, después de todo, es quien tenía una enseñanza muchísimo más exigente
sobre el matrimonio y la familia, y sobre el culto a Dios “en espíritu y en
verdad”. En comparación con Él, incluso los judíos más rigurosos eran
materialistas y entraban en compromisos. ¿Y qué hay de los neo-conservadores
que creen que ellos son los únicos “razonables” y “moderados”? ¿O los liberales
y progresistas, que están convencidos de que el futuro les pertenecería si sólo
los ignorantes y retrógrados, como quienes escriben en New Liturgical Movement y quienes lo leen, dieran de bruces en el polvo? Si no se tiene
cuidado, se terminará diciendo que sólo los superficiales e ignorantes están
espiritualmente seguros porque, al no tener ningún compromiso profundo con la
ortodoxia ni la ortopraxis, están libres de todo peligro farisaico.
Pero el problema con que nos
enfrentamos hoy es más profundo. No es suficiente quedarse en el nivel de las
generalidades espirituales, sino que hay que tener también el coraje de mirar los
modos específicos en que la fe católica y su práctica han sido desmantelados y
corrompidos, porque esto ha tenido, y seguirá teniendo, las más profundas
consecuencias para el encuentro de los hombres con Dios en Cristo.
Permítanme presentar la idea del
modo más sucinto que puedo. No hay cómo evitar las tentaciones que mi objetor
ha señalado, que se le presentarán a todo católico serio. Huir del dogma, la
moral, la liturgia y las devociones tradicionales, como durante décadas han
hecho tantos -como, de hecho, tantos han hecho siempre en todas las épocas-, no
va a ser jamás una solución exitosa a las tentaciones que nos confrontan en la
vida espiritual, tal como el protestantismo no fue una solución para la
corrupción de la Iglesia tardomedieval. Se trata de una “solución” que
contradice la esencia misma del catolicismo, una que arroja el niño junto con
el agua sucia de la bañera.
El deseo de no saber o de mirar para
otro lado, de no inquietarse sobre si uno se ha separado de su patrimonio
hereditario, y suponer que mientras los eclesiásticos estén conformes con el
desraizamiento uno no tiene necesidad de pensar más al respecto; el imaginarse
que estas difíciles preguntas no pueden o no necesitan ser hechas; el no estar
conscientes del enorme problema de la ruptura y la discontinuidad: todas estas
cosas son signos de una enfermedad espiritual mucho más invasiva y peligrosa
que el supuesto fariseísmo de los tradicionalistas. Porque es más fácil estar
conscientes de una discrepancia entre nuestros nobles ideales y la santidad
personal que estar conscientes de un corte fundamental entre una
reinterpretación moderna del catolicismo (llámesela neo-modernismo, con su
paradójico compromiso papólatra) y el catolicismo de todas las épocas, es
decir, el que habría sido reconocible para cualquier Padre, Doctor, intelectual,
rey o campesino durante los primeros 1900 años de la Iglesia. La razón es
simple: tenemos que vivir día tras día con nuestras limitaciones, nuestras
fallas y nuestros pecados (si somos casados o tenemos buenos amigos, no se nos
permitirá vivir mucho tiempo sin que se nos lo recuerde), pero la mayor parte
de las personas que actualmente están vivas son incapaces de recordar cómo eran
las cosas en las generaciones pasadas, no hacen un esfuerzo para conocer la
historia, y tienen poco conocimiento de los principios relevantes para la
evaluación de los asuntos eclesiásticos. Esto, dicho sea de paso, es la razón
por qué la batalla de los modernistas ha sido siempre una batalla de atrición:
si pueden hacer durar lo suficiente sus fabricaciones y falsedades, se sienten
seguros del triunfo.
No sorprende el que Pío X haya sido
tan coherente y persistente en disipar el humo de los errores inteligentes,
sutiles y “edificantes” del modernismo. No fue por nada que lo llamó “la
síntesis de todas las herejías”. Sería la ingenuidad más sorprendente pensar
que la crisis modernista fue un relámpago a comienzos del siglo XX y que ya no
existe más. Por el contrario, como ha dicho Hilary White, a propósito de los
últimos cincuenta años: “El Nuevo Modernismo se había convertido, en efecto, en
el nuevo conservantismo”. Eso es lo que vemos alrededor de nosotros, cuando los
católicos se apresuran a reescribir sus catecismos basándose en la última
revisión hecha allá arriba, al estilo mormón.
Para aquellos que cierran los ojos o se tapan los oídos,
naturalmente, no hay problema: en realidad, no pasa nada. Un despiste tan
culpable es una gran enfermedad espiritual de nuestra época, una que impide que
la Iglesia, siempre necesitada de reforma, reforme su propio ser post-conciliar.
Una metáfora para la Iglesia posconciliar