Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, que interviene en una discusión suscitada respecto de la reforma de la liturgia oriental. El texto, inédito hasta el momento, ofrece parte de uno de los capítulos del nuevo libro de este autor, insistiendo en que el latín, la música litúrgica y el silencio sirven en la liturgia romana como un elemento de separación entre el sacerdote y los fieles, de modo semejante al iconostasio de la lityrgia oriental.
El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan dicho artículo.
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El iconostasio acústico de la liturgia occidental: latín, canto llano y silencio
Peter Kwasniewski
La semana pasada, mi estimado colega
en New Liturgical Movement, David
Clayton, publicó un artículo en que se preguntaba si la reforma de la liturgia
oriental, de acuerdo con las ideas de Schmemannian, podría contribuir con algo al
rescate de la liturgia occidental de su situación actual. El artículo dio
origen a una animada discusión. Quisiera hacer aquí una contribución algo más
extensa a ella en forma de un extracto de mi último libro, Reclaiming Our Roman Catholic Birthright: The Genius and Timelessness
of the Traditional Latin Mass (Angelico Press, 2020). Este extracto está
tomado del capítulo 2 y no ha sido publicado hasta ahora en línea. Cualquiera sea la gran variedad de enfoques litúrgicos que
existen en los ritos orientales actualmente, sostengo que, en lo que se refiere
al rito romano en el período del Concilio Vaticano II, lo que actuó como común
denominador del uso del vernáculo, de la introducción del estilo popular en la
música, de la supresión del silencio y de la imposición del versus populum, fue una concepción
racionalista y fantasiosamente arqueológica sobre la “accesibilidad”. Aquí
presento argumentos en contra de los tres primeros elementos, ya que el ad orientem es un tema que ha sido
tratado extensamente en otros lugares de New Liturgical Movement, y sobre el cual no hay
desacuerdos importantes entre los liturgistas dignos de fe.
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Si se visita una iglesia ortodoxa
griega o católica bizantina, se encuentra uno con el iconostasio, o muro de
íconos, situado entre la nave y el presbiterio, separando el “santo de los
santos” del resto del espacio. El presbiterio representa la divina liturgia en
la Jerusalén celestial, de la cual participamos “a distancia” mientras estamos
todavía peregrinando en esta vida. En cambio, el clero puede entrar a través
del iconostasio, e incluso ir hasta el altar, debido a que actúa in persona Christi, en la persona de
Cristo, en cuanto Su representante: el clero es el mediador que ora por
nosotros, llevando a Dios nuestras ofrendas y trayéndonos Sus dones.
Durante cerca de 1500 años, la
Iglesia de Occidente usó también separaciones simbólicas, que se dieron en una
variedad de formas: se colgó cortinas de un baldaquino o frente al presbiterio;
se pusieron gradas que subían hasta la plataforma elevada del altar, y se cantó
los textos desde grandes estructuras de piedra; más tarde, se erigió en muchas
iglesias góticas unas delicadas rejas de madera, coronadas por un Calvario
(Jesús, María y Juan). Incluso si se podía ver a través de ellas a los
ministros y seguir sus movimientos, se nos recordaba de este modo muchas
verdades importantes: primero, que no nos encontramos ahora en el lugar donde estamos
llamados a estar algún día; que estamos separados de Dios por la caída y por
nuestros pecados; que tenemos gracias a Cristo (por medio del obrar de sus
ministros visibles) la oportunidad de reconciliarnos y de comulgar; que Dios
está igualmente “con nosotros” como Emmanuel, y más allá de nosotros como
nuestro Santísimo y Trascendente Señor. Aunque es creador de todas las
creaturas y aunque hay muchas señales que apuntan hacia Él, por su propia
naturaleza Dios no es accesible a los sentidos humanos. Haciendo una referencia
a las palabras de San Pablo en la Segunda Epístola a los Corintios, “miramos no a las cosas que se ven
sino a las que no se ven; porque las cosas que se ven son transitorias, pero
las que no se ven son eternas”, un monje benedictino escribe lo siguiente:
“Durante siglos no fue posible ver
de cerca los misterios del altar. En algunos períodos, se cerraba las cortinas
en los momentos más importantes de la Misa. Todavía hoy, en el transcurso del
drama litúrgico, se dice la solemne oración de la consagración en el más bajo
de los tonos -un susurro-. El ocultamiento, intrínseco de la Misa (mediante un
iconostasio en el rito bizantino), fue común a todas las liturgias, de algún u
otro modo, por muchos centenares de años, creando una atmósfera de misterio. En
nuestra época, que exige ve para creer, Dios nos ofrece una oportunidad de
redescubrir el misterio, el misterio de la invisible eficacia de la Misa (2 Cor
4, 18). Tenemos que confiar en un medicina invisible para nuestra salvación
final”.
En la época de la autodenominada
reforma, los protestantes objetaron que el laicado fuera excluido del culto por
una casta clerical, que era la que cumplía realmente la tarea de la liturgia,
mientras los fieles permanecían de pie, entregados a sus devociones privadas o
a ociosas distracciones. Esto constituye una acusación injusta, como lo han
demostrado los historiadores;
pero, en parte como respuesta al desafío protestante, y en parte debido a los
nuevos ideales estéticos del barroco, la Iglesia de la Contrarreforma suprimió
del presbiterio, en general, las barreras físicas mencionadas, de modo que el
laicado pudiera tener una vista “sin obstáculos” de la liturgia.
Sin embargo, permaneció en pie un
conjunto de separaciones más sutiles y, en mi opinión, igualmente saludables, a
las que me agrada denominar “iconostasio acústico”, es decir, una separación
que no vemos pero que oímos. Este iconostasio está compuesto
de tres elementos: el latín, el canto gregoriano, y el silencio.
La orden que dio Poncio Pilato de
que se pusiera en la cruz el título “Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos” en
hebreo, griego y latín (Jn. 19, 19-20) sugirió a muchos Padres de la Iglesia
que estas tres lenguas tenían un papel especial, como lo han tenido,
incuestionablemente, en la historia de la salvación. Santo Tomás de Aquino
observó que es apropiado que el rito romano de la Misa, que contiene la
re-presentación de la Pasión de Cristo, emplee estas tres lenguas: el hebreo en
palabras tales como allelulia, Sabaoth,
hosanna y amen; griego en el Kyrie
eleison, y latín en todo lo demás.
El latín cristiano de la Iglesia no
es una lengua vernácula vulgar, sino un registro altamente estilizado y
poético, incluso para la época en que mucha gente hablaba latín.
Y a medida que fueron pasando los siglos, ese latín adquirió el estatus de
lengua sagrada, vale decir, una lengua reservada para el culto divino, en la que
dejamos atrás lo cotidiano y ordinario, y entramos en la esfera del misterio.
Mediante el uso de una lengua hoy arcaica e inmutable, se nos saca fuera de
nosotros mismos, de nuestro propio lugar, tiempo, cultura, sociedad, y se nos
pone a los pies de la Cruz donde se realizó en lo esencial la salvación de la
humanidad. Al contrario de nuestros cambiantes vernáculos, el latín es
universal, no nos pertenece, sino que pertenece a todos y a nadie, es el mismo
en todas partes y, sin embargo, sigue siendo extranjero, como Dios mismo, que
está en todas partes pero que trasciende a toda la creación. En la medida en
que hay algo de la Misa que se nos escapa, se nos recuerda con ello que jamás
podremos comprender enteramente a Dios, porque ello significaría reducirlo a
nuestro propio nivel. Como decía San Agustín: Si comprehendis, non est Deus, si puedes atraparlo con tu mente, no
es Dios.
El canto gregoriano es el “ropaje”
musical que reviste a los textos litúrgicos latinos o, mejor todavía, el cuerpo
musical que el alma del rito se formó para sí misma durante su lenta gestación
de muchos siglos. Con su insuperable variedad de melodías modales en su ritmo
libre de metro, este canto -inmediatamente reconocible como música sagrada-
indica que estamos en la presencia de Dios a fin de ofrecerle el incienso de
nuestros labios y corazones. El papa León XIII dice: “En verdad, las melodías
gregorianas fueron compuestas con mucha prudencia y sabiduría, a fin de dilucidar
el significado de las palabras. Hay en ellas una gran fuerza y una maravillosa
dulzura mezclada con la gravedad, todo lo cual estimula los sentimientos
religiosos en el alma, y alimenta con benéficos pensamientos justo cuando se
los necesita”. No
existe ningún otro tipo de música que se acerque, siquiera, al gregoriano en la
“ultramundanidad” que exige la Misa.
El silencio: ¡cuánto podríamos decir
de él sin encontrar las palabras adecuadas! “Sólo en Dios se aquieta mi alma,
pues de Él viene mi salvación” (Ps. 62 [61], 1). Los profundos y prolongados
silencios de la Misa tradicional son como oasis en que podemos encontrar refrigerio
para nuestras almas: nos abren el tiempo y el espacio donde encontrar a Dios,
que “es más interior a mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo más alto
que hay en mí” (San Agustín).
El silencio alienta una mirada, una escucha y una ponderación atentas, permite
que las ceremonias más complejas del usus
antiquior causen impresión en nosotros y encuadra nuestras palabras y
cantos de modo que resuenen en la bóveda de nuestra alma. Una parte del porqué
es tan agudo el silencio de la antigua Misa es que, en vez de serle impuesto
por una extraña detención de la acción, resulta del desarrollo mismo de la
acción litúrgica: el silencio no es un arbitrario “hagamos una pausa por un
momento”, sino que es un ambiente saturado en que la oración ha asumido su debida
prioridad. El silencio es una especie de postración espiritual de los sentidos
y facultades humanos en los momentos más álgidos del Santo Sacrificio. Sin
mirar en menos las acciones, cantos y demás cosas hermosas que podemos y
debemos llevar a cabo en la liturgia, debemos reconocer que hay momentos en
que, simplemente, quedamos mudos. Respetando esos momentos de mudez realzamos
nuestra captación del inefable milagro que tiene lugar en el presbiterio, lo
cual es precisamente el propósito del iconostasio acústico.
El
resto del capítulo 2, intitulado “The Genius of Christianity’s Oldest Rite”, analiza la orientación al oriente; densidad,
complejidad y simultaneidad; textos fijos y acotados; el calendario litúrgico;
el respeto eucarístico; la atmósfera solemne, y la trágica trayectoria del
Movimiento Litúrgico, que está siendo actualmente borrada por la restauración
del rito romano en su forma tridentina típica. El libro puede ordenarse a
Amazon aquí.
La obra de Eamon Duffy ha descartado, al menos para la Inglaterra
pre-reforma, la manida visión de que la liturgia medieval era distante y remota
y de que el laicado tenía muy poca idea de lo que estaba teniendo lugar. Véase The Stripping of the Altars: Traditional Religion
in England 1400–1580 (New Haven/Londres, Yale University Press, 2a ed., 2005); The Voices of
Morebath: Reformation and Rebellion in an English Village (New
Haven/Londres, Yale University Press, ed. rev., 2003). Cfr. Monti, J., A Sense of
the Sacred: Roman Catholic Worship in the Middle Ages (San Francisco:
Ignatius Press, 2012).