miércoles, 30 de diciembre de 2020

Fiesta de San Juan Evangelista

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Jn 21, 19-24):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a Pedro: Sígueme. Volviéndose Pedro, vio venir detrás al discípulo amado de Jesús, el que en la Cena se había reclinado sobre su pecho y había preguntado: Señor, ¿quién es el que te hará traición? Pedro, pues, habiéndole visto, dijo a Jesús: Señor, ¿qué será de éste? Respondióle Jesús: Si yo quiero que así se quede hasta mi venida ¿a ti qué te importa? Tú sígueme. De ahí que corriese entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Mas no le dijo Jesús: No morirá, sino: Si yo quiero que así se quede hasta mi venida, ¿a ti qué te importa? Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y las ha escrito; y estamos ciertos de que es verdadero su testimonio”.

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En la iconografía sacra, siguiendo lo que narra el profeta Ezequiel (Ez 1, 10) y se reproduce en el Apocalipsis (Ap 4, 7), San Juan es representado como un águila, el ave que, de todas, es la que vuela más alto: así se dispara su mirada de escritor sagrado a la altura, traspasando los más elevados velos visibles hasta tocar lo invisible. San Juan es, además, quien ha escrito aquello que se cita a veces hasta la náusea, sin ponerlo en su contexto e interpretándolo, por tanto, más románticamente que acertadamente: “Dios es amor” (1 Jn, 4, 8). Y ha escrito también “Dios es luz” (I Jn 1, 5), para distinguirlo de las medias luces, de los grises, de las medias tintas. Y, finalmente, ha escrito las páginas más altas en ciencia y poesía de la Sagrada Escritura en el prólogo de su Evangelio.

Pero éste, que no por nada fue apodado por Jesús “hijo del trueno” junto con su hermano Santiago, es también un hombre que nos habla del mismo Jesús en los términos más concretos, palpables y materiales que encontramos en el Nuevo Testamento: “lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocando al Verbo de vida […] lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros” (I Jn 1, 1 y ss). El es quien ha acuñado esa fórmula tremenda con que cierra cada Misa: “El Verbo se hizo carne”.

Y, puesto que es como el águila, desde la inmensa altura en que planea, clava la vista en la profundidad de la materia y desciende sobre ella con la fuerza y el corte de una garra filuda: porque San Juan es quien, sin tapujos, condena a quienes, ya en su tiempo, se apartaban de la doctrina ortodoxa: dice a la iglesia de Pérgamo “tengo algo contra ti, que toleras ahí a quienes siguen la doctrina de Balam […] Así también toleras tú a quienes siguen de igual modo la doctrina de los nicolaítas” (cuyas obras ha declarado, poco antes, “aborrecer”). Y dice crudamente a la iglesia de Tiatira: “tengo contra ti que permites a Jezabel, esa que a sí misma se dice profetisa, enseñar y extraviar a mis siervos hasta hacerlos fornicar”. Y a la iglesia de Laodicea le dice en palabras tan terribles como famosas: “Conozco tus palabras y que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente!; mas, porque eres tibio, y no eres ni caliente ni frío, estoy para vomitarte de mi boca”.

¡Qué distancia inmensa hay entre este “apóstol del amor” y ese cristianismo edulcorado del “al final, todos se salvan”, que se niega a juzgar los actos morales del hombre, que piensa que, ablandando la oblea de la fe, la hará tragar más fácilmente por gargantas rebeldes y endurecidas; que lo condona absolutamente todo, que se adapta a todo para no causar incomodidad alguna ni por frío ni por calor!

No hay nada más lejano a este campeón del “amor” que una religión concebida dentro de los límites de lo razonable, desprovista de toda heroicidad, de toda auténtica grandeza, de toda arista, de todo filo. Una religión que no exige, que no discrimina, que no atemoriza con la Verdad ni con el Verbo, palabra de Dios que es más penetrante que una espada de dos filos. 

En los últimos cincuenta o sesenta años los católicos han sido tristes testigos de una religión semejante, prolijamente deshuesada para que nadie choque contra ella. Una religión así no es la religión “del amor”, sino, recurriendo a la imagen que usaba C.S. Lewis, es la del abuelito chocho que lo único que quiere es que sus nietos, hagan lo que hagan, “sean felices”. 

Juan Bautista Maíno, San Juan Evangelista en Patmos, 1612-1614, Museo del Prado (España)
(Imagen: Wikipedia)

sábado, 26 de diciembre de 2020

Natividad del Señor

 

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto de la Misa de Medianoche de hoy es el siguiente (Lc 2, 1-14):

“En aquel tiempo, se promulgó un edicto de César Augusto, mandando empadronarse a todo el mundo. Este primer empadronamiento fue hecho por Cirino, gobernador de la Siria. Y todos iban a empadronarse, cada cual a la ciudad de su estirpe. José, pues, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, en Judea, para inscribirse con su esposa María, la cual estaba encinta. Y estando allí aconteció que se cumplieron los días del parto. Y dio a luz a su Hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo recostó en un pesebre, porque no quedaba lugar para ellos en el albergue. Había unos pastores en aquellas cercanías, que estaban vigilando durante la noche, guardando su ganado, cuando he aquí se puso junto a ellos un Ángel del Señor, y la claridad de Dios los cercó de resplandor, y tuvieron gran temor. Pero díjoles el Ángel: No temáis, porque vengo a anunciaros un gran gozo que lo será también para todo el pueblo: y es que hoy os ha nacido el Salvador, que es Cristo el Señor, en la ciudad de David. Esta será para vosotros la señal: Hallaréis al Niño envuelto en pañales, y puesto en un pesebre. Y de pronto apareció con el Ángel un ejército numeroso de la milicia celestial, alabando a Dios y diciendo: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!”.

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Reproducimos aquí el magnífico Sermón 184 de San Agustín sobre el Nacimiento del Señor:

“Un año más ha brillado para nosotros -y hemos de celebrarlo hoy- el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, gracias al cual la Verdad ha brotado de la tierra y el Día del Día ha venido a nuestro día. Alegrémonos y regocijémonos en él. La fe cristiana atesora lo que nos ha aportado la humildad de persona tan excelsa, de lo que está vacío el corazón de los incrédulos, dado que Dios escondió estas cosas a los sabios e inteligentes y las reveló a los pequeños. Posean, por tanto, los humildes la humildad de Dios para llegar, con tan grande ayuda, cual montura para su debilidad, a la excelencia de Dios. En cambio, aquellos sabios y prudentes que buscan la sublimidad de Dios sin creer en su humildad, al prescindir de ésta, tampoco alcanzan aquélla; por su vaciedad y levedad, su hinchazón y altivez, quedaron como colgados entre el cielo y la tierra, en el espacio intermedio propio del viento. Son sabios e inteligentes, pero según este mundo, no según el creador del mundo. Pues si morase en ellos la verdadera Sabiduría, la que es de Dios y ella misma es Dios, comprenderían que Dios pudo tomar la carne sin que pudiese transformarse en carne; comprenderían que asumió lo que no era y permaneció siendo lo que era; que vino a nosotros en condición humana, pero sin apartarse del Padre; que continuó siendo lo que es y a nosotros se nos manifestó en lo que somos; que el Poder se encerró en el cuerpo de un niño sin sustraerse a la mole del mundo.

“El que hizo el mundo entero cuando permanecía junto al Padre es el autor del parto de una virgen cuando vino a nosotros. Su majestad nos la manifestó la Virgen madre, tan virgen después del parto como antes de concebirlo. Su esposo la encontró embarazada, no la dejó embarazada él; embarazada de un varón mas no por obra de varón; tanto más feliz y digna de admiración cuanto que, sin perder la integridad, obtuvo el don de la fecundidad. Aquellos sabios e inteligentes prefieren juzgar ficción, antes que realidad, tan gran milagro. Así, respecto a Cristo, hombre y Dios, como no pueden creer lo humano, lo desprecian, y como no pueden despreciar lo divino, no lo creen. Cuanto más abyecto es para ellos, tanto más grato sea para nosotros el cuerpo humano al humillarse Dios, y cuanto más imposible lo consideran ellos, tanto más divino sea para nosotros el parto de una virgen al dar a luz a un hombre.

“Por tanto, celebremos el nacimiento del Señor con la asistencia y aire de fiesta que merece. Exulten de gozo los varones, exulten las mujeres: Cristo nació varón, nació de mujer, quedando honrados ambos sexos. Pase, pues, ya al segundo hombre quien había sido condenado antes en el primero. Una mujer nos había inducido a la muerte, una mujer nos alumbró la vida. Ha nacido la semejanza de la carne de pecado con que se purificaría la carne de pecado. No se culpe, pues, a la carne, mas, para que viva la naturaleza, muera la culpa, dado que nació sin culpa aquel en quien ha de renacer quien se había hallado en la culpa.

“Regocijaos vosotros, santos siervos de Dios, que elegisteis seguir ante todo a Cristo; vosotros que no buscasteis el matrimonio. Aquel a quien encontrasteis merecedor de seguimiento no llegó hasta vosotros mediante el matrimonio para concederos menospreciar la vía por la que vinisteis. En efecto, vosotros vinisteis a través del matrimonio carnal, sin el cual accedió él al matrimonio espiritual. Y os otorgó menospreciar el matrimonio a vosotros, a los que, de modo especial, os llamó a su boda. Por tanto, no buscasteis lo que está en el origen de vuestro nacimiento, porque habéis amado más que los demás a aquel que no nació de esa forma.

“Saltad de gozo vosotras, vírgenes santas: la virgen os alumbró a aquel con quien podéis casaros sin perder la virginidad; vosotras, que, al no dar a luz ni concebir, no podéis perder eso que amáis.

“Exultad de gozo vosotros, los justos: ha nacido el que os justifica. Exultad vosotros, los débiles y los enfermos: ha nacido el que os sana. Exultad vosotros, los cautivos: ha nacido el que os redime. Exulten los siervos: ha nacido el Señor. Exulten los hombres libres: ha nacido el que los libera. Exulten todos los cristianos: ha nacido Cristo”.

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Pedro Pablo Rubens, La adoración de los Reyes Magos, 1609-1628,  Museo del Prado (España)
(Imagen: Catholic Link)

El que, nacido del Padre, creó todos los siglos, enalteció este día, al nacer aquí de una madre. Ni aquel nacimiento pudo tener madre ni éste buscó padre humano. En definitiva, Cristo nació de padre y de madre, y sin padre y sin madre. En cuanto Dios, nació de padre; en cuanto hombre, de madre; en cuanto Dios, sin madre, y en cuanto hombre, sin padre. Por tanto, ¿quién narrará su nacimiento?, ya sea aquel, sin tiempo, ya sea este, sin semen; aquel, sin comienzo; este, sin otro igual; aquel, que existió siempre; este, que no existió ni antes ni después; aquel, que no tiene fin; este, que tiene el comienzo donde el fin.

Con razón, pues, los profetas anunciaron que había de nacer, y los cielos y los ángeles, en cambio, que había nacido. El que contiene el mundo yacía en un pesebre; no hablaba aún, y era la Palabra. Al que no contienen los cielos, lo llevaba el seno de una sola mujer. Ella gobernaba a nuestro rey; ella llevaba a aquel en quien existimos; ella amamantaba a nuestro pan. ¡Oh debilidad manifiesta y asombrosa humildad, en la que de tal modo se ocultó la divinidad entera! Gobernaba con su poder a la madre, a la que estaba sometida su infancia, y alimentaba con la verdad a aquella de cuyos pechos mamaba. Lleve a término en nosotros sus dones el que no desdeñó asumir también nuestro comienzo, y háganos hijos de Dios el que por nosotros quiso ser hijo del hombre.

viernes, 25 de diciembre de 2020

Feliz Navidad

La Asociación Litúrgica Magnificat le desea a todos sus feligreses y bienhechores, así como a los lectores de esta bitácora, una muy feliz y santa Navidad. Que la paz de Cristo se derrama sobre todos, colmándonos de abundantes frutos de su gracia. 

Quare fremuérunt gentes: et pópuli meditáti subt inánia?

(¿Por qué se han envanecido las naciones, y los pueblos maquinaron proyectos vanos contra Dios?)

Del Introito de la Misa del Gallo (Sal 2, 7)

El Greco, Adoración de los pastores, 1612-1614, Museo del Prado (España)
(Imagen: Wikipedia)

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Cuarto Domingo de Adviento

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 3, 1-6):

“El año décimo quinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato gobernador de la Judea, Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca de la Iturea y de la provincia de Traconítide, siendo Lisanias tetrarca de Abilina, y bajo los príncipes de los sacerdotes Anás y Caifás; vino la palabra del Señor sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y vino éste por toda la región del Jordán, predicando el bautismo de penitencia, para la remisión de pecados, conforme está escrito en el libro de los oráculos de Isaías profeta: Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor; enderezad sus senderos; todo valle será terraplenado y todo monte o collado será rebajado, y lo torcido enderezado, y los caminos fragosos allanados, y verá toda carne al Salvador de Dios”. 

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En el clima “navideño” de los tiempos que corren, ¿habrá algún católico a quien se le pase en algún instante por la mente la idea de hacer penitencia como preparación para la Navidad? ¿Habrá algún católico que sepa, siquiera, qué es hacer penitencia, cómo se la hace, qué modalidades de penitencia existen (interior y exterior), y las demás cosas que los católicos han sabido durante veinte siglos?

No es inusual oír a algunos católicos, aun de cierta cultura religiosa, decir que “ya hacen suficiente penitencia soportando las enfermedades, dolores y dolencias que Dios les envía”, y que buscar otras penitencias es morboso, psicológicamente malsano o desequilibrado. Además, el “fin de año” es un tiempo de alegría, de regocijo, de celebrar con la familia, sobre todo “con los niños” -a quienes se usa como pretexto para una infantilización aun mayor de la sagrada fiesta que se aproxima-, por lo que eso de mortificarse está totalmente fuera de lugar. 

Con todo, Juan Bautista pone en el centro de su mensaje que debemos “hacer dignos frutos de penitencia”. Es decir, debemos producir positiva y voluntariamente tales frutos. Es cierto que es meritorio sobrellevar las penurias y dolores de la vida con espíritu cristiano; pero de lo que se trata es de hacer “dignos frutos” de penitencia. Y sólo se puede producir frutos “dignos” cuando ellos son voluntarios, cuando se los busca y procura: que el fruto de penitencia sea digno del pecado que cometemos es algo que depende de nosotros.

El papa San Gregorio Magno nos dice: “Pero si alguien ha caído en el pecado de fornicación o, quizá, en el de adulterio, que es más grave todavía, tanto debe abstenerse de cosas lícitas como grande sea la ilicitud que tiene en mente”. No debe hacer igual penitencia quien ha pecado poco que quien ha pecado mucho. Añade San Gegorio: “Por eso, aquello que se nos dice de “hacer dignos frutos de penitencia”, debe cada uno considerarlo en su conciencia, de modo que gane tantas más obras buenas por la penitencia, cuanto mayor haya sido el daño que a sí mismo se infirió por el pecado”. 

Esa adecuación de la penitencia al pecado cometido es exigida por el amor arrepentido: cuanto más se ama, más duele haber pecado, y tanta más penitencia nace hacer. Y se la hace, si es que el amor no es sólo de la boca para afuera. Por eso, en el episodio de la pecadora arrepentida que unge con perfume los pies de Jesús, éste dice: “le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho” (Lc 7, 47). Pero ¿acaso no puede haber gran amor sin demostrarlo haciendo gran penitencia? Porque alguno podría decir “a mí me duele sumamente el haber pecado”, sin expresarlo con la penitencia. Se viene a la mente, aquí, lo que escribe Santiago: “Mas dirá alguno: “Tú tienes fe y yo tengo obras”. Muéstrame sin las obras tu fe, que yo por mis obras te mostraré la fe” (St, 2, 18). Podríamos decir, parafraseando: “Muéstrame sin las obras de penitencia tu amor, que yo por mis obras de penitencia te mostraré el amor”.

Decíamos más arriba que los católicos siempre han sabido que la penitencia puede ser interior y exterior. Quizá a quien mucho ama le resulte hoy más provechoso practicar la penitencia interior, pero una verdadera penitencia. Por ejemplo, es gran penitencia reprimir el mal humor en la relación con las demás personas, para no herirlas. A veces, en una situación que nos irrita, una sonrisa en vez de un gruñido es la mejor penitencia y, siendo interior, tiene además un efecto exterior muy grande, pues es un acto de caridad con el prójimo. Quizá pocos católicos consideran de este modo la penitencia: una penitencia que puede hacerse en la vida corriente, y todo el día -son innumerables las ocasiones que cotidianamente se nos ofrecen de mortificar nuestro mal carácter-. 

Pero no debe elegirse la penitencia interior “por ser mejor”, dejando de lado o mirando en menos la exterior. Para el católico laico corriente no son aconsejables las penitencias exteriores propias un monje en su celda: el darse algunos buenos azotes, por ejemplo. Pero eso no lo exime de toda penitencia exterior, considerando -eso sí- que el valor de la penitencia se mide por el amor con que se hace: no tomarse un “segundo whiskicito” puede ser una penitencia estupenda; o sentarse un rato sin cruzar las piernas; o no agregar a la comida esa pizca de sal que le falta. 

Finalmente, hay que recordar que la penitencia es arrepentimiento dolorido eficazmente expresado. Y el Señor ha dicho: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8, 34). Tomar la cruz duele; negarse a sí mismo duele. Sin ese dolor por amor, no se puede seguir a Jesús. 

Ni tampoco se lo puede recibir dignamente en Navidad. ¿Por qué no? Porque hemos pecado mucho.

José Jiménez Aranda, Penitentes en la Basílica Inferior de Asís, 1874, Museo del Prado (España)
(Imagen: Museo del Prado)

domingo, 20 de diciembre de 2020

La fijeza de las formas como incentivo para la oración

Religión en  libertad ha publicado un artículo con 10 consejos del Cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, para mejorar la proclamación de la Palabra de Dios durante la Santa Misa. Se trata de una cuestión profunda y muy densa espiritualmente. Para contribuir a ella, les ofrecemos hoy un artículo del Dr. Peter Kwasniewski publicado en 2017 que aborda un punto que podría resultar superfluo: cómo la fijeza de los textos litúrgicos es una ayuda para la oración y la lectio divina

El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan la versión original. 

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La fijeza de las formas litúrgicas como incentivo para la oración y la lectio divina

Peter Kwasniewski


Los católicos que asisten a la liturgia tradicional de la Iglesia prontamente llegan a amar un aspecto monumental de ella: su estabilidad, su regularidad, su constancia. Salvo unas pocas excepciones, debidas a los calendarios locales o a Misas votivas no anunciadas, uno puede llegar a cualquier liturgia usus antiquior y darse cuenta en unos pocos instantes de qué Misa del Misal se está celebrando y luego, saber, con certeza, cómo se va a desarrollar la Misa exactamente durante la hora o media hora restante: todo está puesto en su lugar propio.

¡Qué consuelo darse cuenta de que al celebrante no se le pide que exhiba su estado de ánimo por medio de comentarios extemporáneos, ni el motivo de sus elecciones pastorales entre esta oración o la otra! La Misa es, simplemente, la Misa, más antigua, más grande, más fuerte y más segura que ninguno de nosotros, meros mortales, y nos sometemos agradecidos a su elevada pedagogía y a su sabiduría acumulada a lo largo del tiempo. Nosotros no somos los conductores, sino los pasajeros: el chofer es Cristo el Señor, y en ningún momento de la liturgia (excepto quizá en la homilía) se nos confronta con ninguna discordia entre el celebrante principal y Su instrumento racional.

Quienes han practicado la lectio divina saben cómo se beneficia ella de la lenta asimilación de un texto seleccionado. Hay que mortificar el deseo de leer demasiado o de saltar de un lugar a otro. A menudo hay que releer varias veces un pasaje antes de que penetre en la mente. Exactamente del mismo modo, la gran fuerza del Leccionario anual que se contiene en el Missale Romanum es que permite al fiel absorber un cierto número de luminosos pasajes bíblicos, extremadamente bien elegidos para su propósito litúrgico. Al encontrarse repetidamente con estos textos, uno se los reviste como un paramento, o los asimila al modo de la comida y la bebida: se comienza a pensar y orar con esas frases.

Lo que ocurre con el Leccionario ocurre, por otra parte, con toda la liturgia. La fijeza del usus antiquior, de comienzo a fin, desde la colecta hasta la postcomunión, desde el salmo 42 hasta el prólogo de san Juan, hace más fácil una lectio divina que puede moverse entre los textos del Misal entero, tanto en sus partes repetidas (el Ordinario) como en las que cambian (el Propio).


Para llegar a tener la luz y la calidez de la contemplación, se necesita primeramente el fuego de la oración, se necesita la leña de la meditación; y para tener meditación, tiene que haber lectura. Esta presupone algo fijo y estable para leer, para internalizarlo, recordarlo, considerarlo. Una improvisación en esta etapa, o una cantidad abrumadora de textos, o textos que cambian continuamente, tiende a obstaculizar la lenta y progresiva memorización, la formación de la imaginación, y la fertilización de la inteligencia. Si se echa demasiada leña al fuego, se lo apaga. Si la leña está verde, el fuego echa humo. Y si no hay fósforos ni nada para encenderlo, el fuego no prende.

Todos estos elementos tienen que estar en su lugar adecuado, los ingredientes correctos en el correcto orden, con las proporciones correctas y los tiempos correctos. Mil quinientos años de lento y muy conservador desarrollo litúrgico han producido un correcto contenido, en el orden, la proporción y el tiempo correctos. Debido a que la nueva liturgia tiene muchísimo más contenidos, y debido a que la manera como se desarrolla está sujeta a las elecciones del celebrante y de los músicos, la proporción de sus diversas partes es muy manipulable y arriesga enormes desequilibrios, y la velocidad y la impresión que causa la liturgia no es consoladoramente invariable y bien enfocada.

Este es, pues, el problema fundamental de orar con la nueva liturgia: es demasiado multiforme, demasiado gigante, demasiado mudable como para apoyar una meditación o una lectio divina con sus textos, cantos y gestos. Uno no puede, simplemente, sometérsele y asumir la identidad de ella, ya que las voluntades e inteligencias de muchos agentes secundarios están demasiado presentes, haciendo su identidad tan cambiante como el color de un camaleón. “¿Podría por favor ponerse de pie el verdadero Novus Ordo?”


En la liturgia tradicional, la diaria estabilidad de la Misa y su relativamente acotada selección de lecturas, junto con la recurrencia de los salmos en el curso semanal del Oficio Divino, proporciona un sólido fundamento a una lectio divina litúrgica, que es decisiva en la profundización de la vida espiritual de clero y laicos. Uno se beneficia, especialmente, de la inmensamente poderosa correlación de las antífonas y lecturas del Oficio con las de la Misa[1]. Sería difícil negar que hay una correlación entre el carácter de los libros litúrgicos reformados, el ars celebrandi orientado normalmente a los asistentes, la ausencia de vida místico-ascética en tan amplios sectores del clero, y la superficialidad, cuando no la heterodoxia, de la predicación. Todos estos elementos se refuerzan unos a otros, y no hay mucho que oponerles desde el interior de la forma misma de la propia liturgia.

Además, la predominante fijeza de las formas litúrgicas tradicionales hace que los momentos en que se presentan diferencias en las prescripciones litúrgicas resulten mucho más impactantes. La omisión del salmo 42 y de las doxologías durante el tiempo de Pasión nos hace sentirnos despojados y humillados con Cristo. El dona eis requiem del Agnus Dei en la Misa de difuntos nos recuerda (como tantos otros detalles de la Misa de Requiem) que estamos elevando nuestras oraciones por el descanso de las almas de los fieles que han partido, y que no estamos pensando en nosotros mismos[2]. Vienen a la mente las raras ocasiones en el año en que se prescribe genuflexiones en la lectura del Tracto o del Evangelio, como durante la octava de Epifanía o durante la Cuaresma[3], así como las peculiaridades del Oficio Divino en la fiesta de Todos los Santos o en Semana Santa. Los ejemplos son numerosos. Estos cambios que tienen lugar en lo que es normalmente un modelo monolítico y muy regular, pueden tener un efecto psicológico demoledor. Es como un gran compositor, que sabe usar una aguda disonancia para volver mucho más poderosa la armonía prevaleciente, o como un gran pintor que añade un toque de rojo brillante en una tela de tonos apagados. La antigua liturgia muestra su magistral comprensión del modo como funciona la psicología humana.


El mismo instinto racionalista que multiplicó la cantidad de textos abolió, al mismo tiempo, casi todos los rasgos únicos y las diferencias que existían, por lo que se dio un simultáneo aplanamiento y uniformación de los ritos junto con una expansión descontrolada de material en el Leccionario y en el Misal. Lamentablemente, se puede advertir que tanto la uniformidad como la expansión son típicas de los métodos industriales de la producción masiva. De hecho, la palabra “mass” en el inglés contemporáneo tiene dos significados: “densidad de materia” y “un extenso grupo de individuos de mentalidad similar”. La Misa moderna presenta tanto un exceso de material como una democrática supresión de diferencias en dicho material. Este fenómeno ha quedado demostrado en lo que se refiere al Leccionario revisado, que, aunque muchas veces más grande que el Leccionario de un año, contiene, sin embargo, menos de la amplitud del verdadero mensaje de la Escritura debido a que se evita cuidadosamente aquellos pasajes que podrían “ofender” o ser “mal interpretados”[4].

Pero en la actualidad hay motivos para estar optimistas, porque estos problemas están siendo cada vez más ampliamente reconocidos, y la única solución sensata -la restauración de la plenitud del culto católico tradicional- va ganando terreno, aun a pesar de la resistencia semioficial. No es posible predecir qué va a ocurrir cuando se baje las últimas barreras. La liturgia tradicional -tanto el Missale Romanum como el Officium Divinum- es ideal para la vida de oración a que somos llamados todos por Dios, y a la que nuestro bautismo nos impele invisiblemente. Como locus de la lectio divina, el rito romano clásico nos mueve a considerar y nos hace meditar en aquellas palabras tan especiales de la Escritura o de ciertas oraciones litúrgicas santificadas por la tradición, y a hacerlas la base de una muy fructífera meditación en preparación de la Comunión. Y seguirá dicho rito ganando terreno, un alma de oración tras otra, y seminaristas, sacerdotes, y obispos, uno tras otro, y un altar y una parroquia, uno tras otro.



[1] Hablo aquí de mi propia experiencia. Aunque ya había asistido a la Misa usus antiquior y me había enamorado de ella en el Thomas Aquinas College, sólo vine a conocerla en realidad bien cuando, en el International Theological Institute en Austria, pude asistir diariamente a la Misa rezada de las 6 de la mañana durante años, algo que, lamentablemente no me ha sido posible en los últimos 10 años, ¡y cómo lo extraño! Vivir ese ciclo día tras día me formó profundamente y me ganó el corazón y la mente completamente para las antiguas oraciones y el antiguo calendario. Creo que ocurriría lo mismo con cualquier católico serio a quien se haya dado la gracia de ser expuesto de este modo constantemente. Y después, cuando comencé a rezar el Oficio Divino, las conexiones fueron una fuente de continuas delicias y fortalecieron mi vida de oración. Sé que un descubrimiento similar hicieron los monjes de Nursia hace algunos años, cuando se dieron cuenta de que había demasiada desconexión entre el oficio monástico y el Novus Ordo Missae.  A fin de llevar a cabo una interna “reconciliación” en toda su oración diaria, escogieron el Vetus Ordo, aunque siguieron abiertos a celebrar el Novus Ordo cuando ayudaban al clero local o cuando había algunos grupos de peregrinos.

[2] Esto contrasta con los funerales postconciliares y las Misas de difuntos que están casi enteramente enfocadas en los vivos que están presentes, por la idea (a menudo expresada explícitamente) de que los difuntos no necesitan oraciones y están ya gozando en el cielo con todos sus parientes y amigos. La Misa de Requiem tradicional ordena, de un modo severo, todo el ritual al beneficio de las almas de los difuntos, que es sin duda la razón por la que fue odiada por los reformadores, tanto en el siglo XVI como en el siglo XX.

[3] Como dije en mi artículo In Defense of Preserving Readings in Latin [“En defensa de preservar las lecturas en latín]: “Entre los signos más emocionantes y bellos de la función latréutica o de adoración de las lecturas en el usus antiquior se encuentran aquellos tiempos del año litúrgico cuando el sacerdote, ministros y fieles se arrodillan durante la lectura del Evangelio en aquellos pasajes que narran alguna realidad que pide una respuesta total, en alma y cuerpo, del creyente. Así, en Epifanía y durante su octava, cuando el sacerdote lee o canta que los Magos se postraron y adoraron a Cristo Niño, él, y todos con él, doblan sus rodillas en adoración silenciosa. En las Misas de Cuaresma, el sacerdote se arrodilla en el Tracto Adiuva nos; en el segundo domingo de Pasión, en la Invención de la Santa Cruz y en la Exaltación de la Santa Cruz, en la Epístola (“ut in nomine Iesu omne genu flectatur”), y en muchas otras ocasiones,  como la tercera Misa de Navidad, cuando se lee el Prólogo del Evangelio de San Juan; al final del Evangelio del miércoles de la IV semana de Cuaresma (Jn 9, 1-38); durante el Alleluia antes de la secuencia Veni, Sancte Spiritus, y en las Misas votivas del Espíritu Santo, de la Pasión del Señor y Pro Vitanda Mortalitate”.

[4] Véase mi artículo “Un cuento sobre dos Leccionarios: calidad versus cantidad” y las referencias que ahí se dan.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Tercer Domingo de Adviento

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Jn 1, 19-28):

“En aquel tiempo, enviaron los Judíos, Sacerdotes y Levitas de Jerusalén, a preguntar a Juan: ¿Tú, quién eres? Y confesó, y no negó; antes protestó: Yo no soy el Cristo. Y le preguntaron: ¿Pues quién eres? ¿Eres tú Elías? Y dijo: No lo soy. ¿Eres tú el Profeta? (o Mesías). Y respondió: No. Y le dijeron: Pues dinos quién eres, para que podamos dar respuesta a los que nos ha enviado. ¿Qué dices de ti mismo? El dijo: Yo soy a voz del que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo Isaías profeta. Y los que habían sido enviados eran de los Fariseos. Y le preguntaron y le dijeron: Pues, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Cristo, ni Elías ni el Profeta? Juan les respondió, diciendo: Yo bautizo en agua; mas en medio de vosotros está Uno a quien vosotros no conocéis. Este es el que ha de venir después de mí, el cual ha sido preferido a mí, y a quien yo no soy digno de desatar la correa de su zapato. Esto aconteció en Betania, a la otra parte del Jordán, en donde estaba Juan bautizando”.

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 Jesús ha dicho en el Evangelio que no hay, entre todos los hombres nacidos de mujer, “no ha aparecido uno más grande que Juan el Bautista” (Mt 11, 11), y la Iglesia lo distingue de un modo especialísimo: se celebra no sólo su martirio (29 de agosto) sino también su nacimiento (24 de junio); su nombre está incluido en el Confiteor inmediatamente después del Arcángel San Miguel y junto a sólo dos santos más, San Pedro y San Pablo, y se lo incluye también en el Canon de la Misa, donde encabeza la lista de mártires del Nobis quoque peccatoribus.  

Su figura es central en el Evangelio de tres domingos de Adviento (segundo, tercero y cuarto), y sus palabras al comienzo de los tres Evangelios sinópticos son estremecedoras. El Precursor es también incluido en el Prólogo del Cuarto Evangelio, de San Juan, que San Agustín, citando a un filósofo antiguo, dice que debería escribirse con letras de oro y exhibirse en el lugar más prominente de las iglesias. 

En esta tercera semana de Adviento, a medio camino del tiempo que se nos da para preparar en nuestra alma el lugar a que ha de venir el Señor en su segunda e íntima venida, si es que lo deseamos, es necesario hacer un examen de conciencia. ¿Contra qué vicio hemos luchado en estas dos semanas? ¿Qué buenas obras hemos realizado, qué méritos hemos ganado? ¿Han crecido y se han materializado en hechos nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad? Pues San Juan Bautista nos increpa: “Raza de víboras, ¿Quién os ha enseñado a huir de la ira que llega? Hace, pues, dignos frutos de penitencia […] Ya el hacha está puesta a la raíz del árbol; todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego” (Lc 3, 7-9). ¡Qué lejano es este espíritu de preparación navideña al que vemos desarrollarse frenéticamente a nuestro alrededor, en medio de luces y adornos totalmente vacíos de significado en un contexto que desconoce a Cristo!

Dom Prosper Guéranger escribe lo siguiente en El año litúrgico, comentando el Evangelio de este tercer domingo:

“En medio de vosotros está el que vosotros no conocéis, dice San Juan Bautista a los enviados de los Judíos. Puede, por consiguiente, estar el Señor cerca; puede incluso haber venido, y no obstante eso, permanecer desconocido para muchos. […] En esto es San Juan el símbolo de la Iglesia y de todas las almas que buscan a Jesucristo. Su gozo por la llegada del Esposo es completo; pero a su alrededor existen hombres para quienes este divino Salvador no significa nada. Pues bien, estamos ya en la tercera semana de este santo tiempo de Adviento; ¿están todos los corazones conmovidos por la gran noticia de la llegada del Mesías? Los que no quieren amarle como a Salvador, ¿le temen al menos como a Juez? ¿Han sido enderezados los caminos tortuosos? ¿piensan humillarse las colinas? ¿han sido atacadas seriamente la sensualidad y la concupiscencia en el corazón de los cristianos? El tiempo apremia: ¡El Señor está cerca! Si estas líneas cayeran bajo los ojos de quienes duermen en vez de vigilar esperando al divino Infante, les conjuraríamos para que abriesen los ojos y no retardasen por más tiempo el hacerse dignos de una visita que será para ellos un gran consuelo en el tiempo, y un refugio seguro contra los terrores del último día. ¡Oh Jesús! envíales tu gracia con mayor abundancia todavía; oblígales a entrar, para que no se diga del pueblo cristiano, lo que San Juan decía de la Sinagoga: En medio de vosotros está el que vosotros no conocéis”.

Juan García Martínez, La penitente, 1884, Museo del Prado (España)
(Imagen: Pikist)

sábado, 12 de diciembre de 2020

Fiesta de la Inmaculada Concepción de María

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 1, 26-28):

“En aquel tiempo, envió Dios al Ángel Gabriel a Nazaret, ciudad de Galilea, a una virgen desposada con cierto varón de la casa de David, llamado José, y el nombre de la virgen era María. Y habiendo entrado el Ángel a donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia; el Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres”.

***

En el día de esta fiesta y durante toda su octava la Iglesia lee el mismo texto del Evangelio, pero el comentario de los Santos y Doctores varía cada jornada en el tercer Nocturno de Maitines de estos días de riquísima liturgia. Y en todos ellos se expresa la contemplación maravillada de este privilegio de la Santísima Virgen María, que es la obra más perfecta salida de las manos del Creador y la más cercana a Dios (“más que tú, solo Dios”, canta la copla popular). La Madre de Dios es, en efecto, el ser humano tal como Dios quiso siempre que fuera, perfecto en su naturaleza y en todas las obras que de esa naturaleza derivan. ¿Cómo hubiera sido la creación si no hubiera habido en ella pecado? Tenemos la respuesta, y es una respuesta maravillosa: como la Santísima Virgen María. En ella vemos la perfecta armonía, el orden perfecto, la voluntad plenamente cumplida de Dios Creador. El Salmo 118, que es el más insondable de todos, como ha dicho San Agustín, es un himno extasiado a la ley, al orden, a la belleza de la creación, en que se pide a Dios, primero que nada, que nos la enseñe, que la conozcamos, porque su contemplación nos colma de alegría infinita y nos da vida eterna. Pues bien, cada una de las alabanzas al orden perfecto de Dios que canta ese Salmo, puede aplicarse a la Santísima Virgen María, que lo encarna, que lo muestra en toda su claridad y gloria. 

Como siempre, es San Bernardo quien escribe de la Virgen las páginas más ricas, densas y elocuentes. En su Homilía 2 (super Missus) dice este Santo Abad:

Alégrate, padre Adán, pero exulta más todavía tú, madre Eva, que siendo padres de todos, fuisteis también la ruina de todos y, lo que es más lamentable, más ruina que padres. Consolaos ambos con esta hija, con semejante hija, pero más todavía la que fue causante primera del mal cuyo oprobio se ha transmitido a todas las mujeres. Porque he aquí que llega el tiempo en que se borrará este oprobio, y en que el hombre no tendrá ya motivo de recriminar a la mujer, buscando imprudentemente excusarse y acusándola con crueldad como cuando dijo: “La mujer que me diste por compañera me ha ofrecido el fruto del árbol, y he comido”. Oh Eva, corre, pues, a María; oh, madre, corre a la hija; responda la hija por su madre y líbrela del oprobio, satisfaga la hija a su padre por su madre, porque si el hombre cayó por una mujer, ya no se levantará sino por una mujer. 

¿Qué es lo que decías, Adán? “La mujer que me diste me dio el fruto del árbol, y comí”. Palabras de malicia son éstas, que acrecientan tu culpa en vez de borrarla. Con todo, la Sabiduría ha vencido a la malicia; al interrogarte, se proponía Dios hallar en ti una ocasión de perdonarte, y tú no supiste dársela. Pero El la ha encontrado en el tesoro de su inagotable piedad: te da otra mujer por esa mujer primera; por esa mujer necia, te da otra prudente; por esa mujer soberbia te da una mujer humilde, la cual, en vez del fruto de la muerte, te dará el fruto de la vida; en vez de aquel venenoso bocado de amargura, te traerá la dulzura del fruto eterno. Por tanto, muda en acción de gracias las palabras de aquella injusta acusación, y di: “Señor, la mujer que me diste, me dio del fruto del árbol de la vida y comí de él, y ha sido más dulce que la miel para mi boca, porque con él me has dado la vida”. He aquí a qué fue enviado el Ángel a la Virgen. 

¡Oh Virgen admirable y digna del más alto honor! ¡Oh mujer singularmente venerable, admirable entre todas las mujeres, reparadora de la culpa de sus padres y fuente de vida para sus descendientes! ¿Qué otra mujer anunció Dios cuando dijo a la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer”? Y si todavía dudas que hablase de María, escucha lo que sigue: “Ella quebrantará tu cabeza”. ¿A quién estaba reservada esta victoria sino a María? Fue sin duda ella la que quebrantó la venenosa cabeza de la serpiente, venciendo y reduciendo a la nada toda las sugestiones del enemigo, así en la tentación de la carne como en la soberbia del espíritu. ¿Qué otra mujer buscaba Salomón cuando decía: “Quién hallará a la mujer fuerte”? Conocía el hombre sabio la debilidad de este sexo, su frágil cuerpo y su mente inconstante. No obstante, como conocía la promesa divina, y sabía que convenía que quien había vencido por una mujer fuese vencido por otra, en un transporte de admiración decía: “¿Quién hallará a la mujer fuerte”?, o sea: ya que está dispuesto por el consejo divino que de la mano de una mujer venga la salud de todos nosotros, la restitución de la inocencia y la victoria contra el enemigo, es necesario, encontrar una mujer fuerte, que sea capaz de obra tan grande”.

José Antolínez (1635-1675), Inmaculada Concepción, Colección Masaveu

martes, 8 de diciembre de 2020

Segundo Domingo de Adviento


Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 11, 2-10):

 “En aquel tiempo, al oír Juan desde la cárcel las obras de Cristo, envió dos de sus discípulos a preguntarle: ¿Eres Tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro? Y respondiendo Jesús, les dijo: Id y contad a Juan lo que habéis oído y visto. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio: y bienaventurado el que no fuere escandalizado en Mí. Y luego que se fueron éstos, comenzó Jesús a hablar de Juan al pueblo: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña movida por el viento? O ¿qué salisteis a ver? ¿a un hombre vestido con ropas delicadas? Cierto, los que visten finos vestidos en casa de reyes están. Pero ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Ciertamente lo es, y aún más que Profeta. Porque éste es de quien está escrito: He aquí Yo envío mi Ángel ante tu faz, que preparará tu camino ante Ti”.

 ***

El Adviento es un tiempo litúrgico que nos ofrece, más que ningún otro, la posibilidad de acercarnos a Jesús: es, antes de su venida al fin del mundo, cuando aparecerá como Juez universal y analizará estrictamente las cuentas que deberemos presentarle, la última oportunidad que se nos da de encontrarnos con Él en la intimidad de nuestra alma, de abrirle la puerta del corazón para que entre a morar en él. Feliz el hombre que, cuando la historia se haya consumado, tenga como Juez a Alguien que ha tenido alojado en la casa de su alma, con quien ha dialogado íntimamente, ante quien ha reconocido sus flaquezas, a quien ha revelado sus preocupaciones y temores, con quien ha llorado sus penas.

En el hemisferio norte el Adviento coincide con la llegada del invierno, en que la naturaleza entera se recoge y silencia, en que la vida se refugia en el interior de los hogares, junto al fogón familiar que calienta y reconforta. Entre nosotros, en cambio, el Adviento tiene lugar eemtre fines de la primavera y el inicio del verano, en que la vida se abre al exterior con todos los sonidos y colores de una naturaleza llena de movimiento. Esto significa que debemos hacer un esfuerzo para recogernos, para volvernos hacia nuestro interior, a donde ha de venir a inhabitar la Santísima Trinidad, como lo ha prometido Jesús: “El que me ama, cumplirá mi palabra; mi Padre lo amará, vendremos a él y en él haremos una morada”(Jn 14, 23).

Se trata, al cabo, del esfuerzo cotidiano que tenemos que hacer si queremos tener oración, es decir, si queremos conversar con el Señor: un esfuerzo de pacificación del corazón siempre perdido en mil cosas “urgentes”, un trabajo de controlar la imaginación siempre en perpetuo movimiento (esa “loca de la casa” de que hablaba santa Teresa de Ávila), un detener el constante movimiento de la vida para sentarse a los pies del Señor, como María en Betania, a hablar con Él de nuestras cosas o, simplemente a “estar con Él”, por si, en ese silencio que procuramos mantener, quisiera Él decirnos algo.

San Juan Bautista predicando, c. 1665, Matthia Preti, Fine Arts Museums of San Francisco, EE.UU.
(Imagen: Wikipedia)

Por eso los grandes maestros espirituales ven en el Adviento la oportunidad de prepararnos en silencio a esa silenciosa segunda venida, la venida a nuestra alma, tan silenciosa como la primera, en aquel establo de Belén. Dom Prosper Guéranger, al comentar al Evangelio del segundo Domingo de Adviento en El año litúrgico, escribe lo siguiente, poniendo en clave de diálogo personal la pregunta que Juan Bautista hace a Jesús por medio de aquellos discípulos que envía al Maestro:

Eres tú, oh Señor, el que debe venir, y no debemos esperar a otro. Estábamos ciegos, tú nos has iluminado; nuestros pasos eran vacilantes, tú los has asegurado; nos cubría la lepra del pecado, tú nos has curado; éramos sordos a tu voz, tú nos has devuelto el oído; estábamos muertos por el pecado, tú nos has levantado del sepulcro; finalmente, éramos pobres y abandonados, tú has venido a consolarnos. Tales han sido y tales serán los frutos de tu visita a nuestras almas, oh Jesús, visita silenciosa pero eficaz; visita de la que nada sabe la carne ni la sangre, pero que se realiza en un corazón movido por la gracia. Ven, pues, a mí ¡oh Salvador! Ni tu humillación ni tu intimidad me han de servir de escándalo; porque tus operaciones en las almas demuestran palpablemente que son de un Dios. Si no las hubieses creado, tampoco podrías sanarlas”.

sábado, 5 de diciembre de 2020

Respuesta al cuestionario de la Congregación sobre la Doctrina de la Fe para la Arquidiócesis de Santiago de Chile

En marzo de este año, la Congregación para la Doctrina de la Fe envío un cuestionario a los obispos del mundo para actualizar la información disponible respecto de la forma extraordinaria del rito romano, cuya respuesta debía ser remitida a la Santa Sede en el mes de junio. Todavía no se han hecho público los resultados de dicha encuesta, pero Rorate Caeli dice que las respuestas recibidas fueron favorables.  Por su parte, la Federación Internacional Una Voce también hizo una consulta, la que fue respondida por corresponsales de 364 diócesis en 52 países. Los resultados han sido publicados en el último número de la revista Gregorius Magnus

Dejamos aquí la respuesta que preparamos en su día respecto de situación en la Arquidiócesis de Santiago de Chile, siguiendo el cuestionario enviado por la Santa Sede y reflejando la situación objetiva de la forma extraordinaria en la ciudad. 

***


Diócesis: Santiago de Chile

Ordinario: S.E.R. Celestino Aós Braco Ofm.

1. ¿Cuál es la situación en su diócesis de la forma extraordinaria del rito romano?

En nuestra arquidiócesis se celebra la forma extraordinaria del rito romano con frecuencia dominical y en las fiestas de precepto en un solo lugar. La Santa Misa es organizada por la Asociación Litúrgica “Magnificat”, un grupo estable de fieles constituido de conformidad a las leyes civiles en la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria, un oratorio céntrico de propiedad de una universidad privada. Un sacerdote diocesano oficia como capellán de la organización desde el año 1997.

Fuera de esta organización, cuya existencia se remonta al año 1966, y sin considerar las actividades de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, que está instalada de manera estable desde mediados de la década de los 1980, no existen otras parroquias o iglesias donde se celebren de forma regular los sacramentos conforme a los libros litúrgicos de 1962.

2. Si la forma extraordinaria se aplica en ella, ¿responde a una verdadera necesidad pastoral o es promovida por un solo sacerdote?

Sí, responde a la necesidad pastoral de los fieles que así lo han solicitado y se han constituido como organización para tales fines, aún con anterioridad a la dictación del motu proprio Summorum Pontificum. De hecho, la Misa se ha celebrado, con distinta frecuencia, de manera ininterrumpida desde 1966.

3. En su opinión, ¿hay aspectos positivos o negativos en el uso de la forma extraordinaria?

Sin duda son muy positivos, ya que es una manifestación de la Lex Orandi de la Iglesia que debe conservar su debido lugar de honor y promoción en su tradición litúrgica.

4. ¿Se respeta las normas y condiciones establecidas por Summorum Pontificum?

Lamentablemente, por la falta de formación de los ministros de la Iglesia en esta materia, no ha sido posible promover ni atender a la solicitud de los fieles que han solicitado el establecimiento de más celebraciones litúrgicas de acuerdo a la forma extraordinaria ni promoverla mayormente. Solo contados sacerdotes saben celebrar conforme a las rúbricas del Misal Romano de 1962 y en su mayoría son ya muy ancianos.

5. ¿Cree usted que, en su diócesis, la forma ordinaria ha adoptado elementos de la forma extraordinaria?

No de forma generalizada.

6. Para la celebración de la Misa, ¿usa usted el Misal promulgado por el papa Juan XXIII en 1962?

No.

7. Además de la celebración de la Misa en la forma extraordinaria, ¿hay otras celebraciones (por ejemplo, bautismo, confirmación, matrimonio, penitencia, unción de los enfermos, ordenación, Oficio Divino, Triduo Pascual, ritos fúnebres) según los libros litúrgicos anteriores al Concilio Vaticano II?

Se permite la celebración de los demás sacramentos, en caso que así se le requiera a aquellos sacerdotes que sepan celebrar conforme a estos libros litúrgicos y estén dispuestos a hacerlo.

8. ¿Ha tenido el motu proprio Summorum Pontificum alguna influencia en la vida de los seminarios (el seminario de la diócesis) y otras casas de formación?

No.

9. Trece años después del motu proprio Summorum Pontificum, ¿cuál es su consejo sobre la forma extraordinaria del rito romano?

Debería haber una mayor promoción en el establecimiento de apostolados permanentes de los institutos tradicionales (tales como el Instituto Cristo Rey Sumo Sacerdote y la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro), que están normalmente distribuidos en Europa y los Estados Unidos.

También se debe estudiar y proponer medidas para insertar la forma extraordinaria dentro de la vida parroquial, en el sentido que quienes soliciten la Misa tradicional no constituyan un grupo separado de los demás fieles de la parroquia, ni que aquellos sacerdotes que deseen incorporarla a la vida parroquial se vean de alguna forma coartados por las distintas instancias de colaboración de los laicos.