Dom Alberto Soria Jiménez OSB, Los principios de interpretación del motu proprio Summorum Pontificum, Madrid, Cristiandad, 2014, 552 pp.
Dr. D. Jaime Alcalde Silva
El Capítulo IX aborda, en fin, la aplicación intraeclesial y ecuménica de la continuidad del rito romano manifestada en dos formas diversas de celebración.
La reconciliación litúrgica es una cuestión presente en
el pensamiento de Joseph Ratzinger desde su época de prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe. En su célebre Informe sobre la fe (1985), después de mencionar la Fraternidad
Sacerdotal de San Pío X, el cardenal
formulaba como propósito el «de empeñarnos [como Iglesia] por la
reconciliación, hasta donde se pueda y en la medida en que se pueda,
aprovechando todas las oportunidades que nos ofrezcan» (p. 364). Trece años
después, con ocasión de la entrevista concedida el mismo día de la mesa redonda
organizada en el Hotel Ergife de Roma por el décimo aniversario del motu
proprio Ecclesia Dei, constaba:
«Antes de cualquier medida jurídica lo importante es comprenderse. Comprender
que estamos en la misma Iglesia y que la liturgia fundamentalmente es idéntica.
Solamente si nace una nueva comprensión, una apertura de los corazones, puede
también tener sentido algo jurídico» (p. 364). No se debe olvidar que el
derecho canónico se rige por una regla básica, según la cual la salvación de
las almas es siempre la suprema ley (canon 1752 CIC), y que la Eucaristía
representa un sacramento de unidad (CEC 1323, 1325, 1396, 1398 y 1416). Al
despuntar el nuevo siglo, en el segundo libro-conversación con Peter Seewald
intitulado Dios y el mundo (editado
en español en 2005), el cardenal Ratzinger constaba que «quien hoy aboga por la
perduración de esta liturgia [la celebrada conforme al misal de 1962] o
participa en ella es tratado como un leproso. Aquí termina la tolerancia. […]
Francamente, yo tampoco entiendo por qué muchos de mis hermanos obispos se
someten a esta exigencia de intolerancia que, sin ningún motivo razonable, se
opone a la necesaria reconciliación de la Iglesia» (p. 365). En 2001, durante
la clausura de las jornadas litúrgicas convocadas por él mismo en la abadía
benedictina de Fontgombaut, pedía nuevamente «buscar juntos este ecumenismo católico
en el que puede llegarse a una reconciliación interna en la Iglesia» (p. 365). Conviene
recordar que los principios del ecumenismo católico fueron recogidos por el
Concilio Vaticano II en el Decreto Unitatis
redintegratio (21 de noviembre de 1964), donde se establece que
«toda la renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la
fidelidad a su vocación» (núm. 6), sin renunciar a
exponer la fe católica con más profundidad y con más rectitud (núm.
11), para lograr la plena unidad de la una y única Iglesia de Cristo (núm. 2)
que subsiste en la Iglesia católica (LG 8).
El entonces Cardenal Ratzinger celebra una pontifical en el usus antiquior
en el seminario de la FSSP en Wigratzbad, Baviera (1990)
Ese deseo largamente alimentado de hacer todos los
esfuerzos posibles por «llegar a una reconciliación interna en el seno de la
Iglesia» (GF 8) es el que subyace en el motu proprio Summorum Pontificum. Por eso, el 26 de septiembre de 2008, en un
discurso pronunciado ante los obispos franceses reunidos en el santuario de
Lourdes, les recordaba que «nadie está de más en la Iglesia» y «todos, sin
excepción, han de poder sentirse en ella “como en su casa”, y nunca rechazados»
(p. 367). Este deseo de reconciliación tiene motivaciones teológicas profundas
(pp. 370 y 397-398), fundadas en conseguir una efectiva unidad al interior de
la Iglesia (CEC 814 y 815), y constituye una verdadera prueba para conseguir la
ulterior unidad con los protestantes y ortodoxos (pp. 374 y 396). Esto se
explica dado que, «puesto que los sacramentos expresan y desarrollan la
comunión de fe en la Iglesia, la lex orandi es uno de los
criterios esenciales del diálogo que intenta restaurar la unidad de los
cristianos» (CEC 1126). De ahí que no sorprenda que, tras la promulgación
de Summorum Pontificum, la Santa Sede
recibiese cartas de conformidad de prelados de las iglesias ortodoxas y de
fieles anglicanos y protestantes (p. 374), o que Alejo II (1929-2008), por
entonces patriarca de la Iglesia ortodoxa de Moscú, hubiese manifestado su
opinión favorable al restablecimiento del misal romano de 1962 (p. 375). Y hay todavía
muestras concretas de esta reconciliación. Por ejemplo, tras su regularización
con la Santa Sede, el 1° de mayo de 2011 reabrió sus puertas en la diócesis de
Birmingham (estado de Alabama) el monasterio autónomo de Cristo Rey, que había
sido fundado en 1984 por algunos sedevacantistas y por otras personas apartadas
de la Iglesia que empero reconocían la validez de los últimos cónclaves (pp.
375-376). En esta línea apunta también la reanudación de las conversaciones
para conseguir una solución canónica respecto de la Fraternidad Sacerdotal de
San Pío X, a cuyo objetivo responde la reforma de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei (EU 7) efectuada por
Benedicto XVI dos años después de Summorum
Pontificum y como una consecuencia necesaria de éste (pp. 378-385). Quizá,
en suma, el mentado motu proprio haya tendido en la práctica más puentes
ecuménicos que muchas iniciativas de las últimas décadas (p. 397).
Conviene
advertir que la situación interna de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X
tampoco ha sido pacífica. Una primera ruptura de importancia se produjo tras
las consagraciones episcopales de 1988, cuando sacerdotes y religiosos
vinculados a ella regularizaron su situación a través de las soluciones
ofrecidas por la Pontificia Comisión Ecclesia Dei. Algo similar ocurrió
en 1991 cuando se estableció en su seno una comisión con facultades similares a
las de un tribunal canónico de primera instancia. Ya en este siglo, las formas
canónicas dadas a la Administración Apostólica Personal San Juan María Vianney
y al Instituto del Buen Pastor han supuesto igualmente alguna merma en el
ámbito de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X. También el motu proprio Summorum
Pontificum ha tenido efectos positivos de restablecimiento de la unidad
eclesial, especialmente con la regularización de los Redentoristas Transalpinos
(ahora Hijos del Santísimo Redentor), afincados en la isla de Papa Stronsay, perteneciente al archipiélago escocés de las
Órcadas (pp.
384-385)[1]. Pero quizá la ruptura
más preocupante sea la que proviene del grupo formado en torno a S.E.R. Richard
Williamson. Debido a sus controvertidas declaraciones y a la actitud crítica
hacia su superior general, fue expulsado de dicha institución el 23 de octubre
de 2012. El 15 de julio de 2014, reunidos en el convento de la Fraternidad de
Santo Domingo (Avrillé, Francia), el mencionado obispo y otros dieciocho
sacerdotes (seis de ellos religiosos) constituyeron la Unión Sacerdotal Marcel
Lefebvre, declarándose fieles sucesores del pensamiento del fundador de la
Fraternidad Sacerdotal de San Pío X y contrarios a cualquier posibilidad de acuerdo
con una Santa Sede a la que reprochan estar inficionada de modernismo. El 19 de
marzo de 2015, S.E.R. Richard Williamson volvió nuevamente a incurrir en
excomunión latae sentenciae conforme al canon 1382 CIC al consagrar
obispo al sacerdote Jean Michel Fauré, antiguo miembro de la Fraternidad de San
Pío X, en el Monasterio de la Santa Cruz de Nueva Friburgo (Brasil).
Seminaristas de los redentoristas transalpinos en Papa Stronsay, antes de partir a EE.UU.
a proseguir su formación en el seminario de la FSSP en Nebraska (Foto: The Black Cordelias)
Cierra la obra reseñada un cuerpo de conclusiones. Tras
la acuciosa revisión del motu proprio Summorum
Pontificum el autor concluye que se trata de un texto con evidente
contenido canónico, que tiene además la particularidad de ser la única
normativa sobre liturgia producida durante todo el pontificado de Benedicto
XVI, lo que no impide que para su tratamiento sea menester recurrir a un
análisis interdisciplinario (p. 387)[2].
Dicho documento es la consumación del pensamiento de Joseph Ratzinger
largamente manifestado en torno a tres ideas centrales: (i) la Eucaristía como
fuente y culmen de toda la vida cristiana (SC 10 y LG 11), (ii) el misal romano
de 1962 como un elemento de santificación del Pueblo de Dios usado por siglos y
que mereced ser considerado; y (iii) la liturgia entendida como un proceso
orgánico asentado en la Tradición (pp. 387 y 392-394)[3].
La promulgación de un nuevo misal romano y las estrictas reglas dadas para su
utilización en reemplazo del antiguo estuvieron pensadas para asegurar la
disciplina litúrgica de la Iglesia en una época de vertiginosa experimentación
y desacralización, varias veces condenada por el propio papa Pablo VI, quien en
la homilía pronunciada en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo del año 1972
llegó a decir «que tenía la sensación de que a través de alguna grieta había
entrado el humo de Satanás en el templo de Dios»[4].
De esta manera, las normas excepcionales sobre la celebración con el misal
romano de 1962, reformado en 1965 y 1967, estaban pensadas para ciertos
sacerdotes y en casos muy calificados, siempre con permiso de la autoridad
competente (p. 388). Los fieles quedaban al margen (p. 388), con la sola
excepción del indulto concedido por el beato Pablo VI a la Conferencia
Episcopal de Inglaterra y Gales (p. 397).
El primer cambio sobrevino transcurridos ya seis años del
pontificado de Juan Pablo II, cuando se publicó una circular del proprefecto de
la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
referida al «problema de los sacerdotes y fieles que seguían vinculados al
llamado “rito tridentino”» (Quattuor
abhinc annos, § 3). Desde entonces, aunque con márgenes estrechos, los
sacerdotes y fieles podían solicitar al obispo diocesano el indulto para
celebrar la Santa Misa confirme al misal romano de 1962. El problema de esta
normativa es que no contenía una disciplina clara y precisa sobre esa
celebración y quedaba confiada a la generosidad de los obispos (p. 388). Pese
al grave acontecimiento que supusieron las consagraciones episcopales llevadas
a cabo por S.E.R. Marcel Lefebvre en Écône el 30 de junio de 1988 (Madiran
califica éste como un segundo año climatérico en la Iglesia[5]),
y contra la cual reaccionó la Santa Sede mediante el motu proprio Ecclesia Dei (que disciplinariamente se
remitía al documento de 1984 y sólo exhortaba a los obispos a ser más generosos
en su aplicación) y la creación de la Pontificia Comisión del mismo nombre (p.
388), entre entonces y 2007 no hubo ninguna novedad respecto a la celebración
con el misal romano anterior a la reforma litúrgica (p. 388), salvo las
situaciones especiales destinadas a dar una respuesta pastoral a la
Administración apostólica personal San Juan María Vianney y el Instituto del
Buen Pastor (p. 389).
El derecho, implícitamente concedido por Benedicto XVI a
través del motu proprio Summorum
Pontificum (2007) y explicitado por la Pontificia Comisión Ecclesia Dei mediante la instrucción Universae Ecclesia (2011), va mucho más
allá de toda regulación precedente (p. 389). Por primera vez desde la reforma
posconciliar no se trata de conceder un indulto, como una excepción al régimen
general de la celebración litúrgica, para aquellos sacerdotes y fieles apegados
a la forma ritual antigua, sino de cumplir con la obligación del Pastor
Universal de responder a su propio deber hacia el Pueblo de Dios (p. 389).
Desde entonces, un sacerdote puede libremente celebrar conforme al misal
reformado o, siguiendo la normativa propia dada al efecto, según el misal de
1962 (SP 2 y 3), incluso si se trata de un religioso cuya orden poseía un rito
propio (UE 34). Esta normativa, por cierto, tiene la función de concretar en la
práctica la utilización pública del misal romano de 1962 y no debe mirarse como
un obstáculo impuesto a dicha celebración (p. 389). Se trata, por tanto, de un
derecho que debe ejercerse y ser exigido dentro del marco normativo general
(canon 223 CIC), previéndose el recurso a la autoridad si no es observado [UE 8
b)]. Este derecho ha de interpretarse lo más ampliamente posible dentro de los
límites de dicho marco, los que se deben entender lo más estrictamente posible
(cánones 18 y 36 CIC).
Sacerdote celebrando la Santa Misa conforme al usus antiquior
Foto: Catholic Canada
Por cierto, esta facultad es no más que una de las
consecuencias que se extraen de aquel derecho fundamental de todo fiel a vivir
según su propia espiritualidad (canon 214 CIC), dado que resguarda la forma
extraordinaria del rito romano como una manera determinada de vivir la fe en
comunión con toda la Iglesia[6]. Tal
derecho obliga a que sea respetada y fomentada la propia y peculiar
espiritualidad, en cuanto existe una gran variedad de formas o caminos para
llegar a la plenitud de la vida cristiana dentro de la radical unidad del
mensaje evangélico (deber de todo fiel de acuerdo al canon 210 CIC), de suerte
que en el marco de ese respeto se desarrolle la acción pastoral y disciplinar de
los sagrados pastores. No se respeta este derecho, por ejemplo, cuando las
normas disciplinares que han de regir la vida sacramental y litúrgica de la
comunidad cristiana no tienen en cuenta las condiciones sociológicas propias de
los fieles[7].
Porque resulta indudable que la participación en la Sagrada Liturgia es una
parte integral y fundamental en el camino espiritual, tanto de seglares como de
quienes han recibido el sacramento del orden. De este derecho a vivir la fe
conforme a la propia espiritualidad nace también el «de fundar y dirigir
libremente asociaciones para fines de caridad o piedad, o para fomentar la
vocación cristiana en el mundo; y también a reunirse para procurar en común
esos mismos fines» (canon 215 CIC).
Contra la falta de reconocimiento de un modo de vivir la
fe que alimentó la piedad de la Iglesia por siglos reaccionó el papa Benedicto
XVI para restablecer en su dignidad el misal romano de 1962 y ofrecer su
particular espiritualidad como un bien para el provecho de todos los fieles (GF
5, 6 y 10). De esta manera, desde 2007 dicho misal aparece configurado como la
forma extraordinaria del rito romano. En materia canónica, la diferencia entre
«ordinario» (ordinarius) y
«extraordinario» (extraordinarius) no
conlleva de por sí más consecuencias que aquellas previstas caso a caso por el
legislador (p. 390). En Summorum
Pontificum, en tanto, el recurso a esa dicotomía terminológica combina un
criterio fáctico (la realidad pastoral relativa a la proporción con que se
utiliza cada una de las formas rituales en la práctica parroquial) y canónico
(la normativa litúrgica aplicable), sin que la denominación suponga minimizar o
estigmatizar la celebración con el misal romano de 1962 (p. 390). Con esta
manera de relacionar los dos misales, que representan dos formas de expresión
del mismo rito romano, Benedicto XVI elimina de paso el riesgo de que dicho
concepto se entienda en un sentido canónico-eclesiológico y que la Fraternidad
Sacerdotal de San Pío X pueda parecer erigida en Iglesia sui iuris (p. 390), como no ha ocurrido con los institutos
reconocidos por la Pontificia Comisión Ecclesia
Dei. También, por cierto, deja fuera la idea de «birritualidad» en los
sacerdotes y fieles del rito romano (canon 214 CIC), para asegurar la unidad de
dicho rito querida por los padres conciliares (SC 34), que podría presentar
problemas desde una perspectiva eclesiológica (p. 391). Simplemente, el misal
de 1962 es un tesoro que pertenece a toda la Iglesia romana y puede ser
utilizado como una manifestación diversa de la lex orandi que converge en una misma lex credendi que comparte el Cuerpo Místico de Cristo (canon 205
CIC). Detrás de la solución dada por el Papa hay, empero, una preocupación por
la ruptura teológica, doctrinal y eclesiológica que de ahí pueda seguirse, y no
por la eventual coexistencia de dos eventuales ritos romanos (p. 391), la que
además resuelve la cuestión litúrgica al margen del subjetivismo que la ha
caracterizado durante medio siglo (p. 395). Pero previene el autor que corresponde
a los teólogos liturgistas ofrecer reflexiones convincentes y satisfactorias
sobre la eventual posibilidad de diferenciar dos ritos romanos desde una
perspectiva teológica (p. 392).
No es difícil intuir, empero, que la diferencia entre
ambas formas rituales tiene que ver con la identificación de cada una de ellas
con una teología distinta: mientras en el misal de 1962 se pone de manifiesto
el carácter sacrificial de la celebración litúrgica (como quedó definido en la
sesión XXII del Concilio de Trento), como participación en la obra de redención
de Jesucristo cumplida en el Calvario, en la misa reformada se acentúa la idea
de misterio pascual preconizada por Odo Casel (CEC 1067)[8]. Aunque
en principio esto no presenta ningún problema, dado que con tal concepto se
quiere expresar el dogma central de la fe cristiana relativo al sentido de la
venida de Cristo para redimir a la humanidad caída (como se narra en el
Prefacio de Pascua de la forma extraordinaria y en los cincos previstos para la
forma ordinaria), se introduce el riesgo de que la Misa pierda su identidad y se
presente ante los fieles de modo similar al concepto protestante[9].
No extraña, entonces, que el artículo 7 de la primera versión de la Instrucción general del misal romano
haya definido la Santa Misa (llamada ahí la «Cena del Señor») como «la asamblea
sagrada o reunión del pueblo de Dios, que preside un sacerdote, para celebrar
el memorial del Señor», omitiendo el carácter y la función sacrificial que ella
tiene dentro de la economía de la salvación confiada a la Iglesia (CEC 1323)[10].
Pocos años antes, el propio papa Pablo VI había insistido en el carácter
sacrificial de la Misa en su encíclica Mysterium
fidei (1965) para disipar las dudas que comenzaban a difundirse entre los
fieles en ese sentido.
Misal Romano en la edición típica de 1962
Foto: Catholic Canada
Foto: Catholic Canada
El misal de 1962 nunca fue abrogado y no cabe aplicar a
su respecto los cánones 20 y 21 CIC, porque nada impide la vigencia simultánea
de dos textos que recogen el ars celebrandi
de la Iglesia de rito romano (pp. 394-396). Tampoco puede pensarse que la bula Quo primum tempore (1570), merced a la
cual San Pío V promulgó el misal romano codificado según los deseos del
Concilio de Trento, contenga una cláusula de vigencia perpetua, porque
cualquier texto legislativo se sanciona tanto en cuanto la autoridad legítima
no disponga otra cosa (p. 395). Por cierto, la referencia a la abrogación se
toma en sentido canónico, como privación de eficacia de una ley por un acto de
la misma autoridad que la puso en vigencia (canon 20 CIC), y no desconoce el
hecho histórico de que por décadas la celebración con el misal romano de 1962,
aun con las reformas de 1965 y 1967, estuvo prohibida en la práctica (p. 396).
UE 8 ha confirmado los tres objetivos que tuvo Benedicto
XVI para permitir libremente la celebración con el misal romano de 1962: (i)
ofrecer a todos los fieles este tesoro precioso que debe conservarse para el
bien de las almas; (ii) garantizar y asegurar la celebración conforme a esos
libros litúrgicos, asumiendo que es una facultad (incluso coercitivamente
exigible) concebida para el provecho espiritual de los fieles; y (iii)
favorecer la reconciliación en el seno de la Iglesia (p. 398). Lamentablemente,
y pese a que el Papa no pretendía obligar a nadie a celebrar la Santa Misa
anterior a la reforma litúrgica, han existido reacciones desmesuradas y un gran
desconocimiento de parte de los fieles que sólo han recibido noticias
fragmentarias entregadas por la prensa (p. 398). Sólo el tiempo dirá si esta
valiente decisión supuso el comienzo de la reforma de la reforma y el
equivalente a un nuevo Movimiento Litúrgico (p. 399)[11].
[1] GF 4 y 5 mencionan a monseñor Lefebvre y la
Fraternidad Sacerdotal de San Pío X.
[2] Quizá la única excepción
sea el Decreto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos de 17 de octubre 2006, referido a la traducción de la expresión «pro multis» en la fórmula para la
consagración de la Preciosísima Sangre durante la celebración de la Santa Misa.
Véase Boira, D., «Las fórmulas
consecratorias según distintos ritos católicos», en Una Voce Argentina (ed.), En defensa de la Misa, Buenos Aires, Iction, 1983, pp. 153-156, y Díaz Patri, G., Synopsis rituum, Mendoza, Centro de Estudios Filosóficos
Medievales, Universidad Nacional de Cuyo, 2ª ed., 2004.
[3] Véase Reyes Castillo, R., La unidad en el pensamiento litúrgico de Joseph Ratzinger, trad.
española, Madrid, BAC, 2013.
[4] Véase una síntesis de lo
ocurrido en esos años en Orlandis Rovira, J., La
Iglesia católica en la segunda mitad del siglo XX, Madrid, Palabra, 1998,
pp. 72-74 y 94-96.
[5] Madiran, J., Histoire
de la Messe interdite, II, París, Via Romana, 2009, pp. 143-153.
[6] Barreiro Carámbula, «Derecho natural y Derecho de la
Iglesia», cit., p. 74.
[7] Del Portillo, Fieles y
laicos en la Iglesia, cit., p. 116.
[8] La idea de «misterio
pascual» proviene del benedictino Odo Casel (1886-1948), quien publicó su célebre obra Das christliche Kultmysterium (El misterio del culto
cristiano) en 1932, sucediéndose tres ediciones revisadas por él hasta su
muerte. Ahí se define el misterio como «una acción sagrada y cultual, en la que
se actualiza, por medio de un rito, el hecho de la salvación» (Casel, O., El misterio del culto
cristiano, trad. de Félix López de
Munaín, San Sebastián, Dianor, 1953, p. 137).
[9] Véase Centre de Pastorale Liturgique (ed.), El misterio pascual, trad. de Pedro
Recueneo Salamanca, Sígueme, 1967, donde se contiene un conjunto de ensayos que
ofrece un completo estado de la cuestión en torno al comprensión del misterio
pascual a la época en que fue redactado el nuevo misal.
[10] El Catecismo Mayor de San Pío X define la Santa Misa como «el
Sacrifico del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, que se ofrece sobre nuestros
altares bajo las especies de pan y vino en memoria del sacrifico de la Cruz»
(núm. 655).
[11] Por ejemplo, durante su
visita ad limina al papa Francisco en
mayo de 2013, varios obispos italianos manifestaron sus aprehensiones sobre el
motu proprio Summorum Pontificum y la
división que habría introducido en la Iglesia. Según la información difundida
en su día por S.E.R. Domenico Padovano, obispo de Conversano-Monopoli, el papa
los exhortó a vigilar sobre los extremismos de ciertos grupos tradicionalistas,
pero también a atesorar la tradición y hacerla convivir en la Iglesia con la
innovación.
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