Ya en los Hechos de los Apóstoles se narra cómo los primeros cristianos se reunían el primer día de la semana para celebrar la fracción del plan tras escuchar la palabra de los Apóstoles (20, 7). La llamada "liturgia de la palabra" (Misa de los catecúmenos) y la "liturgia eucarística" (Misa de los fieles) estuvieron así siempre ligadas de modo indisoluble. Con el tiempo, y al haberse fijado por escrito el mensaje de Cristo y de los Apóstoles, ese sermón fue reemplazado por la lectura de la Buena Nueva según los libros canónicamente aceptados. Desde el siglo II, se impuso la elección de lecturas determinadas para ser leídas durante la celebración de la Misa, descartando una lectura continua del Nuevo Testamento. Se trataba de favorecer que la asamblea retuviera, mediante la repetición anual de unas mismas lecturas, los principales acontecimientos de la vida de Cristo y del cumplimiento de su ministerio redentor.
De esta manera nació el evangeliario, que es el libro destinado a recoger los textos de las lecturas de los cuatro Evangelios relativas a cada uno de los días del año dispuestas según el orden de los tiempos litúrgicos.
De ordinario, las perícopas evangélicas que habían sido seleccionadas para ser leídas en la Santa Misa se incluían en los leccionarios, donde se encontraban todas las lecturas que serían usadas en ellas y, en alguna casos, también aquellas propias de maitines. Pero no era extraño que, por su importancia, los fragmentos evangélicos estuviesen coleccionados en un códice distinto. De ahí que el evangeliario no sólo designase el libro que contenía el texto de los cuatro Evangelios (reconocidos como canónicos por el Tercer Concilio de Cartago en 397), sino también aquel que contenía las perícopas evangélicas que debían leerse durante la Misa, cuyo elenco se solía poner al comienzo o al final del volumen. Esta última recopilación se conocía originalmente con el nombre de capitulare evangeliorum. Los más antiguos de que se tienen noticia datan de los siglos VII y VIII y están añadidos a dos evangeliarios célebres: el Evangeliario de San Cutberto y el Evangeliario de Burchard.
De esta manera nació el evangeliario, que es el libro destinado a recoger los textos de las lecturas de los cuatro Evangelios relativas a cada uno de los días del año dispuestas según el orden de los tiempos litúrgicos.
El papa Benedicto XVI bendice a los fieles con el Evangeliario
(Foto: Corriere della sera)
De ordinario, las perícopas evangélicas que habían sido seleccionadas para ser leídas en la Santa Misa se incluían en los leccionarios, donde se encontraban todas las lecturas que serían usadas en ellas y, en alguna casos, también aquellas propias de maitines. Pero no era extraño que, por su importancia, los fragmentos evangélicos estuviesen coleccionados en un códice distinto. De ahí que el evangeliario no sólo designase el libro que contenía el texto de los cuatro Evangelios (reconocidos como canónicos por el Tercer Concilio de Cartago en 397), sino también aquel que contenía las perícopas evangélicas que debían leerse durante la Misa, cuyo elenco se solía poner al comienzo o al final del volumen. Esta última recopilación se conocía originalmente con el nombre de capitulare evangeliorum. Los más antiguos de que se tienen noticia datan de los siglos VII y VIII y están añadidos a dos evangeliarios célebres: el Evangeliario de San Cutberto y el Evangeliario de Burchard.
El Evangeliario de San Cutberto es libro europeo más antiguo que se ha encontrado intacto. Data del siglo VII y es una copia manuscrita y en latín del Evangelio según San Juan. Mide 96 milímetros por 136 milímetros, por lo que cabe en una mano, y va provisto de una cubierta de cuero rojo profusamente decorada. Fue descubierto en la tumba de San Cutberto (634-687) en la Catedral de Durham, cuando fue abierta en 1104, donde su ataúd había siso trasladado de la isla de Lindisfarne, ubicada a 330 millas al norte de Londres, para proteger los restos de los invasores vikingos. Sin embargo, como el santo murió hacia fines del siglo VII, el volumen hubo de ser compuesto en ese siglo y quizá antes. De hecho, se trata de la transcripción de un evangeliario en uso en la iglesia de Nápoles, aunque los especialistas dudan si la copia fue realizada directamente en Lindisfarne hacia 668 o diez años antes en Nápoles. Como fuere, este volumen es algo anterior a los Evangelios de Lindisfarne, que contienen a los cuatro evangelistas. El libro se conserva hoy en el Museo Británico.
El Evangeliario de Burchard recibe ese nombre porque la tradición lo hace proceder de San Burchard, monje inglés y luego obispo de Würzburgo entre 741 y 753. Es muy semejante al precedente y actualmente se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Würzburgo.
Detalles del Evangeliario de San Cutberto
(Foto: El bibliófilo novel)
El Evangeliario de Burchard recibe ese nombre porque la tradición lo hace proceder de San Burchard, monje inglés y luego obispo de Würzburgo entre 741 y 753. Es muy semejante al precedente y actualmente se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Würzburgo.
Estos dos capitulares no contienen una tabla precisa de las diversas perícopas evangélicas dispuestas según el año litúrgico, sino que se limitan a poner sobre cada uno de los textos recogidos un listado de los días en los cuales se usaba el mismo evangelio, seguido de una sumaria indicación de la correspondiente lectio divina. Ellos representan de modo muy verosímil el uso romano de los tiempos de San Gregorio Magno (590-604), aunque el escaso número de fiestas de santos de las que dan cuenta hace pensar en un origen incluso anterior.
En los siglos siguientes, los capitulares y los evangeliarios propiamente tales se multiplicaron de modo extraordinario. En las bibliotecas europeas se conservan un número considerable de ellos.
El evangeliario fue siempre considerado en la Iglesia como un símbolo de Cristo y, por tanto, objeto de especial honor religioso y litúrgico. Esto se debe al hecho de que, siendo siempre el anuncio evangélico la cima de la liturgia de la palabra, las dos tradiciones litúrgicas, la occidental y la oriental, han mantenido una diferencia entre el Evangelio y las demás lecturas, lo que se manifiesta en la forma habitual de proclamarlas (en el rito romano, la Epístola se canta hacia el oriente y el Evangelio se proclama hacia el norte). Esto explica que, desde el siglo V, el evangeliario se coloque sobre el altar, junto con la Eucaristía, se lea en la Misa entre candelas, se perfume con incienso, sea honrado por toda la asamblea de pie, besado, usado en la consagración de los obispos, y llevado en procesión como símbolo del anuncio de Cristo al mundo.
No menor fue la preeminencia de honor atribuida al evangeliario en el campo litúrgico. En los Concilios de Efeso (431) y Calcedonia (451) se leyó la profesión de fe en presencia del evangeliario. El Concilio de Roma (1001) comenzó con la lectura del Santo Evangelio, y en el de Florencia (1438) fue expuesto el evangeliario sobre las cabezas de los obispos congregados. Durante el Constantinopolitano III (680-681), el Niceno II (787), el Constantipolitano IV (869-870) y los dos Concilios Vaticanos (1869-1870 y 1962-1965), el evangeliario fue solemnemente entronizado y colocado, junto con una reliquia de la cruz, al centro de la asamblea sinodal. De esta manera, los pastores de la Iglesia hacían una manifestación pública de la necesidad de caminar juntos en el camino trazado por Cristo, reconociendo en la Palabra revelada la lámpara para nuestros pasos, la luz para nuestros senderos (cfr. Sal 119, 105). Por eso, un trono con el Santo Evangelio pasó a ser la representación plástica de un Concilio. Así hizo representar los seis primeros concilios en el atrio de San Pedro el papa Constantino (708-715), y así fueron exhibidos también en Constantinopla. San Cirilo de Alejandría (370-444) resume bellamente el significado del Evangelio en los concilios, escribiendo acerca de Éfeso, al emperador Teodosio: "El Sínodo, congregado en la Iglesia de Santa María, constituyó a Cristo por cabeza, pues el venerable libro de los Evangelios fue colocado en el trono santo, para inculcar a los santos prelados que juzgaran rectamente y dirimieran el litigio entre el Evangelio y Nestorio" (el santo se refiere a quien fuera Patriarca de Constantinopla y autor de la herejía que separa totalmente la divinidad y la humanidad de Cristo).
Después de la reforma litúrgica acometida tras el Concilio Vaticano II y teniendo en cuenta el mayor realce que se quiso dar en ella a la lectura de los textos bíblicos, se comenzaron a imprimir nuevamente leccionarios y evangeliarios de acuerdo con las nuevas lecturas aprobadas (dos ciclos para los días de semana y tres para los domingos), de manera que pudieran ser usados en procesión al inicio de la Santa Misa. De hecho, el Ordo Lectionun Missae (editado por primera vez en 1969 y después nuevamente en 1981) señala que "es muy conveniente que también en nuestros días, en las catedrales y en las parroquias e iglesias más grandes y más concurridas, se tenga un Evangeliario, hermosamente adornado y diferente del libro de las demás lecturas" (núm. 36).
Actualmente, el evangeliario se saca momentos antes de la celebración litúrgica y se recoge un vez que ella ha finalizado. Antes del comienzo de la Misa se lleva en procesión por un diácono u otro ministro sagrado y se deja todavía cerrado sobre el centro del altar. Entonces, el celebrante besa el altar y el evangeliario antes de dirigirse a su sede. Al momento de proclamar el Evangelio, el libro es llevado al ambón y abierto. En algunos momentos, la presencia del evangeliario es particularmente significativa. Así ocurre:
(a) En una de las etapas del itinerario catecumenal, junto con la entrega del Símbolo y del Padrenuestro.
(b) En la ordenación de diáconos y en la consagración de obispos: "Este es el libro que es entregado al diácono en su ordenación, y en la ordenación episcopal es colocado y sostenido sobre la cabeza del elegido" (Ordo Lectionun Missae, núm. 36).
(c) En el entrega que se hace al párroco, como uno de los signos de su ministerio pastoral.
(d) En la colocación sobre el féretro durante el rito de exequias.
(e) En el momento de gran solemnidad dentro de un sínodo o concilio, cuando el evangeliario es entronizado al comienzo de cada congregación general.
(f) Sobre él, todavía hoy, como ya ocurría en tiempos de Justiniano, se presta juramento.
Capitulare evangeliorum (1r-16v). Evangelia quattuor (16v-275r) (Evangelario de Carlos IX)
(850-900)
(Foto: Pinterest)
El evangeliario fue siempre considerado en la Iglesia como un símbolo de Cristo y, por tanto, objeto de especial honor religioso y litúrgico. Esto se debe al hecho de que, siendo siempre el anuncio evangélico la cima de la liturgia de la palabra, las dos tradiciones litúrgicas, la occidental y la oriental, han mantenido una diferencia entre el Evangelio y las demás lecturas, lo que se manifiesta en la forma habitual de proclamarlas (en el rito romano, la Epístola se canta hacia el oriente y el Evangelio se proclama hacia el norte). Esto explica que, desde el siglo V, el evangeliario se coloque sobre el altar, junto con la Eucaristía, se lea en la Misa entre candelas, se perfume con incienso, sea honrado por toda la asamblea de pie, besado, usado en la consagración de los obispos, y llevado en procesión como símbolo del anuncio de Cristo al mundo.
No menor fue la preeminencia de honor atribuida al evangeliario en el campo litúrgico. En los Concilios de Efeso (431) y Calcedonia (451) se leyó la profesión de fe en presencia del evangeliario. El Concilio de Roma (1001) comenzó con la lectura del Santo Evangelio, y en el de Florencia (1438) fue expuesto el evangeliario sobre las cabezas de los obispos congregados. Durante el Constantinopolitano III (680-681), el Niceno II (787), el Constantipolitano IV (869-870) y los dos Concilios Vaticanos (1869-1870 y 1962-1965), el evangeliario fue solemnemente entronizado y colocado, junto con una reliquia de la cruz, al centro de la asamblea sinodal. De esta manera, los pastores de la Iglesia hacían una manifestación pública de la necesidad de caminar juntos en el camino trazado por Cristo, reconociendo en la Palabra revelada la lámpara para nuestros pasos, la luz para nuestros senderos (cfr. Sal 119, 105). Por eso, un trono con el Santo Evangelio pasó a ser la representación plástica de un Concilio. Así hizo representar los seis primeros concilios en el atrio de San Pedro el papa Constantino (708-715), y así fueron exhibidos también en Constantinopla. San Cirilo de Alejandría (370-444) resume bellamente el significado del Evangelio en los concilios, escribiendo acerca de Éfeso, al emperador Teodosio: "El Sínodo, congregado en la Iglesia de Santa María, constituyó a Cristo por cabeza, pues el venerable libro de los Evangelios fue colocado en el trono santo, para inculcar a los santos prelados que juzgaran rectamente y dirimieran el litigio entre el Evangelio y Nestorio" (el santo se refiere a quien fuera Patriarca de Constantinopla y autor de la herejía que separa totalmente la divinidad y la humanidad de Cristo).
El papa Francisco sostiene un Evangeliario para la veneración de los fieles
La importancia ceremonial dada al libro que contenían los Evangelios explica también que éste fuese elaborado con gran cuidado, se adornase y se venerase más que cualquier otro leccionario. Los códices que contenían los textos evangélicos se quería que estuviesen escritos con caracteres unciales de oro y plata, sobre finísimos pergaminos teñidos de púrpura, suntuosamente encuadernados con cubiertas con láminas de oro, plata o marfil, donde se engastaban gemas y piedras preciosas, y guardados en cajas igualmente ricas. Aunque hay muestras anteriores, el momento de gloria de los evangeliarios comenzó bajo Carlomagno (742-814). En esa época, una serie de calígrafos, especialmente en los escritorios de los monasterios, trabajo de manera infatigable y con habilidad sin igual, escribiendo libros litúrgicos, sobre todo los evangeliarios, que el rey los grandes señores deseaban poseer y regalar a las iglesias. Esta admirable actividad no se agotó en los siglos siguientes, sino que desde el siglo XII se vio beneficiada con el arte de la iluminación, que embelleció con miniaturas maravillosas todos los libros sagrados. Con todo, a partir del siglo XI, comenzaron a insertarse las lecturas en los misales para facilitar la celebración. El misal acabó siendo, entonces, plenario, pues en él se contenían todos los textos necesarios para poder rezar o cantar la Santa Misa. Aún así, los evangeliarios se siguieron editando, aunque su uso quedó reservado a las iglesias catedrales, colegiatas, abaciales y otras de mayor importancia. Después de la reforma litúrgica acometida tras el Concilio Vaticano II y teniendo en cuenta el mayor realce que se quiso dar en ella a la lectura de los textos bíblicos, se comenzaron a imprimir nuevamente leccionarios y evangeliarios de acuerdo con las nuevas lecturas aprobadas (dos ciclos para los días de semana y tres para los domingos), de manera que pudieran ser usados en procesión al inicio de la Santa Misa. De hecho, el Ordo Lectionun Missae (editado por primera vez en 1969 y después nuevamente en 1981) señala que "es muy conveniente que también en nuestros días, en las catedrales y en las parroquias e iglesias más grandes y más concurridas, se tenga un Evangeliario, hermosamente adornado y diferente del libro de las demás lecturas" (núm. 36).
El Evangeliario llevado en procesión al comienzo de una Misa pontifical
(a) En una de las etapas del itinerario catecumenal, junto con la entrega del Símbolo y del Padrenuestro.
(b) En la ordenación de diáconos y en la consagración de obispos: "Este es el libro que es entregado al diácono en su ordenación, y en la ordenación episcopal es colocado y sostenido sobre la cabeza del elegido" (Ordo Lectionun Missae, núm. 36).
(c) En el entrega que se hace al párroco, como uno de los signos de su ministerio pastoral.
(d) En la colocación sobre el féretro durante el rito de exequias.
(e) En el momento de gran solemnidad dentro de un sínodo o concilio, cuando el evangeliario es entronizado al comienzo de cada congregación general.
(f) Sobre él, todavía hoy, como ya ocurría en tiempos de Justiniano, se presta juramento.
Cubiertas de un Evangeliario de la Colegiata de Santa María de Roncesvalles (segundo cuarto del siglo XIII) sobre el que juraban los priores y, en ocasiones, los reyes navarros
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