La lectura de los libros sagrados tenía reservada una parte muy importante en las primitivas reuniones cristianas, pero no parece que se hayan preparado textos especiales con esa finalidad. El obispo que presidía la asamblea indicaba al lector, en el mismo códice de la Sagrada Escritura, los fragmentos que debía leer, los que comúnmente eran seguidos hasta concluir el respectivo libro bíblico (lectio continua), como ocurría también en las sinagogas. La lectura se hacía "hasta que el tiempo lo permitiese", como escribía San Justino en 150, y siempre precediendo a la fracción del pan (Hch 20, 7). Sólo en casos especiales, con ocasión de algunos domingos señalados o de algunas fiestas, las lecturas se escogían tomándolas de un sitio y otro, cuando se estimaba que determinados fragmentos tenían una especial relación con aquello que se celebraba. A este método se le llamada lectura eclogádica y se hizo costumbre desde el siglo II, probablemente como un modo de diferenciar el culto cristiano del judío.
Este segundo caso se hizo todavía más frecuente a partir del siglo IV, dado que con el desarrollo el año litúrgico se vio la necesidad de establecer un sistema de lecturas sagradas que guardase correspondencia con el tiempo que se celebraba. Durante el pontificado de San León (440-461), el ciclo de lecturas ya estaba organizado. El elenco de esas lecturas, que debían hacerse sobre todo durante la Santa Misa y que estaban dispuestas según el año litúrgico, recibió el nombre de Leccionario, si el texto se reproducía íntegramente, o de Capitulario (capitulare), cuando se indicaban solamente las primeras y últimas palabras (capitulum) a modo de referencia para el lector. El capitulare se ponía normalmente en el encabezamiento o al final del códice de las lecturas de San Pablo, como viene dicho expresamente por el Ordo romano XXIX. Alguna vez se escribía directamente al margen del texto de la Escritura.
El preste y el diácono escuchan sentados mientras el subdiácono canta la Epístola (de cara al altar) desde el Leccionario
Con todo, comúnmente se dio al Leccionario un significado más restringido: con dicho nombre se mentaba la colección de lecturas tomadas del Antiguo y del Nuevo Testamento, con exclusión de los evangelios, fuera que se empleara para la Santa Misa o como libro de coro para el oficio de maitines. En este sentido se habla con frecuencia de Comes (sinónimo de magister, y que podría traducirse como "libro guía") o Liber comicus y, más tarde, de Apostolus o Apostolicus, porque las lecturas contenidas en él estaban tomadas, casi en su totalidad, de las cartas de San Pablo, el apóstol de los gentiles. La distinción también provenía del hecho de ser el lector (segunda de las antiguas órdenes menores), o después el subdiácono, quien se encargaba de la lectura litúrgica de los textos proféticos o apostólicos y, por tanto, también de su colección en un volumen, mientras que los textos evangélicos siempre fueron competencia del diácono o del celebrante. De ahí la existencia de dos libros separados: el Leccionario propiamente tal y el Evangeliario, del que ya tratamos en una entrada precedente. La aparición de estos libros específicos para recoger las perícopas utilizadas en la liturgia hizo que las anotaciones hechas al margen de la Biblia quedasen reservadas para el uso privado, como seguramente ocurrió con aquella tardía del rey Martí l'Humà (siglo XV) que se conserva hoy en la Biblioteca de Cataluña.
Esto no impidió que muy pronto surgieran intentos de reunir en un solo volumen la serie de lecturas, tanto apostólicas como evangélicas, que recibió el nombre de Leccionario plenario (lectionarium plenarium). Genadio de Astorga (865-936) atribuye un temprano intento en este sentido al presbítero Museo de Marsella (431-452), del que no existen vestigios. En Italia también se compilaron estos libros, haciéndose más populares a partir del siglo IX.
El comes más antiguo del que se tiene noticia circulaba en la Edad Media bajo el nombre de San Jerónimo, porque llevaba como prólogo una carta de este Doctor de la Iglesia dirigida a Costancio, obispo de Constantinopla. Como ahí no existió ningún obispo de ese nombre, hay quien conjetura que, en realidad, se trata de San Constancio, obispo de Consenza (Constancia), todavía venerado en el sur de Italia. Aunque tanto el leccionario como la carta son casi con seguridad apócrifos, no hay duda que el texto fue compilado antes del siglo VI, cuando todavía existía en Roma, dentro de la Misa, la lectura profética, porque en aquél se habla de una triple lección que se hacía en las iglesias (Antiguo Testamento, Cartas canónicas, Evangelios). Desde entonces, y como ya ocurría con la Liturgia de San Juan Crisóstomo que se celebra la mayor parte de los días del año en la Iglesia oriental, el rito romano sólo contempló dos lecturas (la Epístola y el Evangelio), salvo casos muy puntuales (por ejemplo, las Misas de Cuatro Témporas y ciertas Vigilias), persistiendo la triple lectura en los ritos galicano, milanés y visigótico. Por cierto, que el autor de la carta y del comes sea San Jerónimo (347-420) es un punto que admite discusión, sobre todo porque el libro original se ha perdido y sólo se conservan copias del siglo VIII, que contienen modificaciones y añadidos posteriores. Como compensación, existe al comienzo del Codex fuldensis, escrito en torno a 546-547 por el obispo Víctor de Capua, un doble elenco de epístolas para el año litúrgico, que probablemente formaba parte del comes perdido.
Detalle de las pp. 296-297 del Codex fuldensis
(Imagen: Wikipedia)
De los leccionarios o comes (capitulari) más antiguos conviene recordar especialmente los siguientes:
(a) El Capitulare de Wurzburgo. Se trata de un leccionario completo que se remonta a principios del siglo VII, cuyo carácter es puramente romano. Presenta un sistema de lecturas vigente en un tiempo poco posterior a San Gregorio Magno (590-604), aunque buena parte de él se remonta a la primera mitad del siglo VI. Conviene recordar que es mérito de este Papa el intentar una fijación uniforme de las lecturas para la Iglesia de rito romano, pues hasta entonces cada iglesia particular determinaba los ciclos de lecturas.
(b) El Comes de Alcuino. Tiene una gran importancia litúrgica porque fue compuesto por Alcuino de York (735-804) hacia el año 782 sobre la base del sacramentario gregoriano de la primera mitad del siglo VII y por orden de Carlomagno. El leccionario cuenta con un total de 307 títulos o lecturas, de Navidad a Navidad, y representa el uso litúrgico romano-galicano de finales del siglo VII y principios del siglo VIII.
(c) El Comes de Murbarch. Al igual que el anterior, fue editado por Dom André Wilmart (1876-1941) a partir de un código perteneciente a la Abadía de Murbarch (Alsacia). Es un Capitulare compilado hacia fines del siglo VIII, que presenta todo el esquema de lecturas que más tarde pasará al Misal, entre ellas, las doce lecturas de la Vigilia Pascual, reducidas a la mitad con la reforma piana de 1955. Fue compuesto sobre el sacramentario gelasiano-gregoriano el siglo VIII usado en las Galias.
Detalle de la primera de las Epístolas (Rm 1, 1-6) recogida en el Comes de Alcuino, correspondiente a la Misa de Nochebuena
(Imagen: Pinterest)
Con el renacimiento carolingio comenzaron a ser más comunes los Leccionarios plenarios, que reproducían los textos completos de las lecturas facilitando su consulta y la preparación de la Misa, todo ellos ricamente ornamentados. Aunque un poco anterior, el ejemplo más antiguo de esta clase es el Leccionario de Luxeuil, que data del siglo VII y contiene tres lecturas (profética, epístola y evangelio) para cada Misa del año litúrgico, comenzando por Navidad, el cual debió pertenecer a la iglesia de Langres, en el noreste de Francia. A partir del siglo XI, los Leccionarios, si bien incorporados de manera paulatina en el Misal plenario, continuaron siendo transcritos, a veces aparte, a veces unidos a las perícopas evangélicas. La costumbre de usar un libro separado, donde estaban recogidas las Epístolas y Evangelios, perduró para la Misa solemne celebrada en las grandes catedrales incluso después de la fijación ordenada por el Concilio de Trento.
La situación cambió con el Concilio Vaticano II, donde se quiso que los fieles pudiesen tener un mayor contacto con la Sagrada Escritura a través de la liturgia, según quedó recogido en la Constitución Sacrosanctum Concilium (1963): "A fin de que la mesa de la palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que, en un período determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura" (núm. 51). Eso supuso una completa revisión del ciclo de lecturas existente hasta entonces, el que fue sustituido por dos ciclos feriales (año par y año impar) y tres para los domingos (A, B y C, uno para cada año y centradas en Mateo, Marcos y Lucas respectivamente), conservando un solo ciclo para los llamados "tiempos fuertes" de Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua. Al mismo tiempo, el rito romano volvió a una estructura de tres lecturas para los domingos (profética, apostólica y evangélica), sin contar el reforzamiento del fragmento del Libro de los Salmo que reemplazó al Gradual o el Tracto.
Con la reforma litúrgica posconciliar, el Misal dejó ser plenario y en él quedaron recogidos los ritos propios del altar y las oraciones del sacerdote (véase aquí la entrada respectiva). Junto él fue aprobado el nuevo Leccionario (Ordo Lectionum Missae) dividido en varios volúmenes: el leccionario dominical en tres ciclos, el ferial en dos, el Santoral, el Ritual para sacramentos, y aquel para las Misas votivas y por distintas circunstancias. La primera edición del nuevo Leccionario fue publicada en 1969. Previamente, en 1965 había aparecido un leccionario de transición que contenía las lecturas del Misal de 1962 traducidas a las distintas lenguas vernáculas como parte de la normativa de ajuste emprendida por Consilium. En 1981 fue publicada la segunda edición del Leccionario reformado, con una introducción notablemente enriquecida. En 1987 se publicó un Misal y un Leccionario para las 46 Misas votivas de la Santísima Virgen María. También existe uno volumen especial que contiene el Evangelio de las fiestas más solemnes denominado "Evangeliario", libro que se porta en alto en la procesión de entrada (cuando la hay) y que recibe una especial veneración y respeto. Por su parte, el Directorio litúrgico para las Misas con participación de niños (1973) "aconseja que cada Conferencia Episcopal cuide de preparar el Leccionario para las Misas con niños" (núm. 43).
Las respectivas conferencias episcopales prepararon a partir del Leccionario latino las distintas traducciones vernáculas. Por ejemplo, la edición hecha por la Conferencia Episcopal Española estaba dividida originalmente en nueve tomos: los tomos I, II y III contenían los ciclos dominicales y las fiestas A, B y C; el tomo IV recogía las lecturas para las ferias del Tiempo Ordinario; el tomo V reproducía las lecturas para el Propio y Común de los Santos y difuntos; el tomo VI traía aquellas que corresponden a las Misas Votivas y por diversas necesidades; el tomo VII se reservaba para las lecturas de las ferias de Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua; el tomo VIII transcribía las lecturas de los rituales de cada sacramento; y el tomo IX era el leccionario preparado para las Misas con niños. La nueva edición presentada en 2015 cambia la numeración de los distintos volúmenes, los que quedan de la siguiente forma: I (A), domingos y fiestas del Señor del año A; I (B), domingos y fiestas del Señor del año B; I (C), domingos y fiestas del Señor del año C; II, ferias de Adviento, Navidad, Cuaresma y Tiempo Pascual; III (par), ferias del Tiempo Ordinario de los años pares; III (impar), ferias del Tiempo Ordinario de los años impares; IV, Propio de los santos y Misas comunes; V, Misas rituales y Misas de difuntos; VI, Misas por diversas necesidades y Misas votivas; y VII, Misas con niños.
Detalle de la nueva edición del Leccionario de la Conferencia Episcopal Española
(Foto: Conferencia Episcopal Española)
Existe también un Leccionario para el oficio de lectura (los antiguos maitines) que integra la Liturgia de las Horas reformada, con la particularidad que, además de las lecturas ya existentes, desde el principio se anunció (aunque todavía no se ha realizado) la preparación de un leccionario bienal que permitiese leer completamente la Sagrada Biblia en el marco de dos años, descontando los Evangelios que quedan reservados para la Misa.
El Ordo Lectionum Missae señala que los Leccionarios deben tener una apariencia digna y decorosa, para mostrar también exteriormente el respeto que da la comunidad cristiana a aquello que contiene: la Palabra de Dios que redime (núm. 35-36). De ahí que sea un libro rodeado de signos de veneración: quien proclama el Evangelio besa el Leccionario tras su lectura, el cual puede ser llevado en procesión al comienzo de la Misa, incensado, leído entre cirios, etcétera. Esta importancia que tiene el Leccionario dentro de la celebración litúrgica explica que no pueda ser sustituido por otros textos: "Los libros de las lecturas que se utilizan en la celebración, por la dignidad que exige la palabra de Dios, no deben ser sustituidos por otros subsidios de orden pastoral, por ejemplo, por las hojitas que se hacen para que los fieles preparen las lecturas o las mediten personalmente" (Ordo Lectionum Missae, núm. 37). Esto se debe a que el Leccionario, proclamado domingo a domingo, o día a día, según sea el caso, a la comunidad cristiana, es el mejor catecismo abierto, que alimenta la fe y ayuda a profundizarla (Ordo Lectionum Missae, núm. 61).
En una próxima entrada se abordará la cuestión de las traducciones de las lecturas al vernáculo en la Misa tradicional.
En una próxima entrada se abordará la cuestión de las traducciones de las lecturas al vernáculo en la Misa tradicional.
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