miércoles, 18 de julio de 2018

En torno al purismo, el elitismo y el rubricismo

Publicamos a continuación una traducción de un artículo del Dr. Peter Kwasniewski, en el cual responde a quienes, como reacción a un artículo previo del mismo Dr. Kwasniewski (cuya traducción también publicamos en esta bitácora), dicen que criticar las libertades que se toman algunos sacerdotes que celebran la Misa tradicional respecto de las rúbricas sería un acto de "purismo", "elitismo" o "rubricismo".

El artículo fue publicado originalmente en New Liturgical Movement. La traducción pertenece a la Redacción.


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Desubicadas acusaciones de purismo, elitismo y rubricismo

Dr. Peter Kwasniewski


Durante más de mil quinientos años la Iglesia de Occidente cantó las lecturas de la Misa en latín, con un canto que creció con los textos mismos y los revistió a la perfección. Desde hace ya mucho tipo, se ha hecho la lectura e la Epístola cara al Oriente y la del Evangelio cara al Norte, ofreciéndolos como parte del solemne sacrificio sacerdotal de la Misa, para gloria de Dios y no meramente para instrucción del pueblo (como los protestantes dirían más adelante que debía ser el caso). Cuando se estimó conveniente leer las lecturas también en vernáculo, la Santa Madre Iglesia, imitando a la Virgen, “guardaba estas cosas y las ponderaba en su corazón”: no abolió el canto en latín, pero autorizó que, a continuación de él, se leyeran en alta voz en vernáculo desde el ambón o púlpito. No hay absolutamente razón alguna para alterar la práctica de leer la Epístola y el Evangelio en latín; por el contrario, hay mil razones para conservarla a causa del patrimonio teológico y espiritual que ella transmite.

Cuando el 11 de junio pasado publiqué mi artículo “Clero tradicional: por favor dejen de hacer 'adaptaciones pastorales'” (véase aquí la traducción publicada esta semana), en protesta contra el modo cómo la última Misa pontifical de la peregrinación a Chartres violentó el rito romano en lo relativo a las lecturas, no me imaginé qué avispero estaba agitando. Algunas bitácoras en francés y en alemán reprodujeron el artículo (por ejemplo, aquí, aquí, aquí y aquí). Fue un consuelo constatar que muchos sacerdotes que me escribieron estuvieron de acuerdo con que las rúbricas deben respetarse y que aquella costumbre franco-alemana es una aberración que merece definitivo destierro. 

Con todo, hubo algunas voces que se elevaron para defender tales irregularidades litúrgicas. Para sorpresa y desaliento mío, una de ellas es la del Rvdo. Engelbert Recktenwald, FSSP, quien el 28 de junio publicó una columna en el principal diario católico alemán, Die Tagespost, con el título “Zeit, “danke” zu sagen” (“Tiempo de decir gracias”; desgraciadamente el artículo no está disponible gratis en línea), en el que expresa con elocuencia su confianza en el acierto que fue la fundación de la Fraternidad de San Pedro en 1988 y su pacífico papel dentro de la Iglesia, virando luego hacia un ataque a cierta categoría de tradicionalistas. Sus párrafos son dignos de leerse en su totalidad (la traducción es mía):

En lo personal, mientras tanto, advierto un inesperado peligro para el movimiento tradicional en otros sectores de la Iglesia, es decir, un movimiento de hiperliturgización [Hyperliturgisierung]. A pesar de toda la estrechez teológica de que se podría acusar al Arzobispo Lefebvre, tuvo el celo de un auténtico pastor preocupado por la salvación de las almas. Para él, la preservación de la liturgia no tenía un objetivo intrínsecamente estético. Lejos de ello, consideró la crisis litúrgica como parte de una crisis de la fe que ponía en peligro la salvación de muchas almas. Su intención fue eminentemente pastoral en el más pleno sentido católico de la expresión. Su preocupación no eran las rúbricas, es decir, la letra de las normas litúrgicas, sino el espíritu de ellas. No se opuso absolutamente a las reformas, sino sólo a las reformas que oscurecen el espíritu de la liturgia.

Durante mi primer año como sacerdote de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, celebré en una capilla donde se alternaba, semana por medio, canto gregoriano y Misas de Schubert [es decir, paráfrasis de Misas en alemán]. Lo cual no llamó la atención a nadie. El fenómeno del purismo litúrgico que desprecia los cantos en alemán en la liturgia, que rechaza la lectura directa de la Epístola y del Evangelio en vernáculo [o sea, sin leerlos o cantarlos en latín], y que cultiva un rubricismo excesivo hasta el punto de transformarlo en un tropiezo inventado y autoimpuesto, es algo que se cruzó en mi camino mucho después, especialmente en ambientes laicos. Con esto se ofrece un nuevo blanco a los críticos que atacan [desde afuera] la liturgia tradicional, en tanto que se hace más difíciles los comienzos a quienes llegan a ella. Se emprende así un camino oblicuo, en cuyo punto de llegada la liturgia parece el hobby de un exclusivo club de exóticos estetas.

Agradezco al Cardenal Sarah quien, en la Misa final de la peregrinación a Chartres, hizo sonar una voz de alerta y recordó cuál es la correcta medida de la forma de una celebración: “noble simplicidad, sin adiciones inútiles, sin falso esteticismo ni teatralidad, pero con un sentido de lo sagrado que es, por sobre todo lo demás, lo que más gloria da a Dios”[1].

Hay mucho que criticar en los párrafos reproducidos más arriba, pero quisiera retroceder un paso y advertir la aterradora similaridad en el modo cómo Recktenwald argumenta hoy día y el modo en que Annibale Bugnini y sus camaradas liturgistas argumentaron acerca de la “urgente necesidad” de modificar la antigua Misa. 

La magistral biografía de Bugnini escrita por Yves Chiron detalla precisamente cuán deseosos de experimentar con la liturgia estaban los “expertos” liturgistas de 1940, 1950 y 1960, como si ella hubiera sido de su personal propiedad. No los detuvo ninguna rúbrica establecida, a pesar de las constantes advertencias y reprobaciones de los Papas, de la Congregación de Ritos y de otras autoridades de la Curia. La actitud parece haber sido: “Si tenemos motivos suficientes para violar las rúbricas y ensayar algo nuevo que nos parece ser una mejora pastoral, ello nos servirá de suficiente justificación”. Esta actitud fue, a poco andar, el ácido que disolvió toda noción de ritos recibidos y heredados, de los que somos humildes súbditos y por los cuales debiéramos dejarnos moldear y guiar.

Una vez que esta equivocada actitud se afirmó, resultó relativamente fácil desechar todos los ritos en pro de otros fabricados. ¿Por qué no? Todo es cuestión de qué cosa queremos hacer. El Novus Ordo fue simplemente la coronación de décadas de experimentación litúrgica enraizada en el racionalismo, el voluntarismo y el pastoralismo. En cierto modo, fue la expresión arquetípica de un Concilio que proclamó no ser dogmático sino pastoral, que se satisfizo con textos erráticos que van de un lado para otro como una nave que trata de captar los vientos, en contraste con el llamado rito tridentino, que con su majestuosa solidez y estabilidad, es la expresión perfecta de la genuina preocupación pastoral y la luminosa enseñanza dogmática del Concilio de Trento, válido para todos los tiempos, lugares y culturas.

En su miopía, los partidarios de la última fase del Movimiento Litúrgico  pensaron que eran ellos, y no la Tradición providencialmente desarrollada de la Iglesia, quienes mejor sabían lo que el Hombre Moderno necesitaba. Para ellos, resultaba evidente que el Hombre Moderno necesitaba tanta vernacularización como fuera posible. Es por eso que el latín fue expulsado por la ventana. Pensaron también que necesitábamos simplificar, buscando una simplificación cada vez mayor en todos los ámbitos, ya sea en ornamentos (fuera el amito y el manípulo y la birreta), y en implementos (fuera los seis candelabros, el frontal y los turíbulos), en los textos de la Misa (fuera los Propios, las segundas y terceras oraciones, el salmo 42, el prólogo de San Juan, las oraciones leoninas), en sus ceremonias  (fuera ósculos, signos de la cruz, genuflexiones, ad orientem) y en su música (fuera el antiguo gregoriano).

Una Misa televisiva versus populum, para el Hombre moderno.

Parece que jamás se le ocurrió al Movimiento Litúrgico que, posiblemente, lo que una época cada vez más secularizada y materialista necesitaba era, precisamente, un movimiento en la dirección contraria, vale decir, hacia un mayor simbolismo litúrgico, un ritual más espléndido, una más profunda inmersión en el canto gregoriano y su incomparable espiritualidad, etcétera[2]. Lo que el hombre moderno necesitaba era, sobre todo, ser rescatado de la prisión que él mismo había fabricado, o sea, el antropocentrismo racionalista que es lo que define la modernidad y que, para vergüenza nuestra, se instaló en la Iglesia Católica a través de la reforma litúrgica, con todas sus consecuencias deseadas y no deseadas. En este sentido, la cura propuesta resultó ser más de la misma enfermedad, lo cual explica, como era de esperarse, que ha hecho empeorar y no mejorar al paciente.

Es, pues, irónica la acusación de “hiperliturgización” que formula el Rvdo. Recktenwald. Los sacerdotes que defienden el abandono de las rúbricas -abandonos a menudo nacionalistas, que se apartan de la universalista tradición romana- son los que se consideran a sí mismos competentes para introducir mejoras o ajustes en la liturgia. Son ellos los hiperliturgistas. No son hiperliturgistas quienes desean asistir a una Misa romana que, por lo menos en lo relativo a lo que está ordenado en los libros litúrgicos, sea la misma en todo el mundo, aunque sea la misma la fe católica; ni siquiera son liturgistas: son simplemente fieles católicos; católicos que creen que lo que la secular tradición de la Iglesia les ofrece, como la proclamación cantada de las lecturas en latín, es superior a cualquier “adaptación” o “inculturación” que este o aquel sacerdote o grupo de sacerdotes pueda pensar que es mejor. Estamos llamados a habitar en la casa de la liturgia como huéspedes agradecidos; no estamos llamados a refaccionarla como si fuéramos ejecutivos de proyectos.

Aquellos que hacen cambios de este tipo en la liturgia lo hacen, sin duda, de buena fe. Pero no actúan confiando humildemente en el hecho de que siempre hay muchos niveles de significación en la liturgia, que escapan de lo que podríamos pensar que es el propósito de determinada ceremonia o texto o música u ornamento. En otras palabras, actúan según sus propias luces. Pero lo que debemos hacer nosotros, especialmente hoy día, es actuar a la luz de la Tradición católica, hasta que volvamos a aprender, como niños en una escuela primaria, por qué ella, a fin de cuentas, se desarrolló. Necesitamos aprender de nuevo el abecé antes de osar efectuar nuestras propias contribuciones, cualesquiera sean ellas (y que Dios nos preserve de la “creatividad”).

 Una reliquia del pasado, un peligro en el presente

Hay quienes, curiosamente, me han acusado de “rubricismo” en estas materias, imputación que, como hemos visto, repite el Rvdo. Recktenwald. La razón por la que digo “curiosamente” es porque resulta perfectamente obvio que no soy un rubricista. El fenómeno del rubricismo tiene lugar cuando la racionalidad litúrgica o teológica para determinada práctica cae en el olvido, y lo único en que uno puede afirmarse es la rúbrica misma, que es una prescripción positiva de la ley humana. Si no se puede decir por qué determinada práctica es correcta y adecuada sino que sencillamente se grita “¡Así es la rúbrica y hay que respetarla!”, o si se empieza a sudar frío a las 3 de la mañana porque uno se da cuenta de que hay tres manuales que no concuerdan sobre cuántos centímetros debe haber entre los objetos puestos en la credencia, en tales casos uno podría quizá ser llamado rubricista. Pero si se mira lo que he escrito sobre por qué habría que evitar los abusos de Chartres, se verá que hay en ello una racionalidad litúrgico-teológica, además de una alegación de que las rúbricas los prohíben.

La razón por la que las rúbricas son buenas es que las prácticas que ellas garantizan son en sí mismas buenas y adecuadas. No es al revés, vale decir, no es que algo es bueno porque las rúbricas lo mandan. Eso sería positivismo jurídico. No. La Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, aprende cuál es la mejor forma de llevar algo a cabo -mejor tanto en términos prácticos, como por razones teológico/espirituales, o por ambos motivos-, y la formula a continuación como rúbrica y manda que sea obedecida. Por ejemplo, la costumbre de mantener el pulgar y el índice unidos surgió como un uso, se extendió rápidamente y finalmente fue recogida en las rúbricas y mandada observar por todos[3]. Tal es el modo cómo normalmente se desarrollan estas cosas. Un gran problema del catolicismo del siglo XX fue que las rúbricas se habían transformado en una producción artesanal. La Congregación de Ritos, seguida después por el Consilium, comenzó a imaginar nuevas rúbricas año tras año, dando lugar al cansancio y al desagrado con esta tarea en su conjunto: se olvidó el significado teológico y espiritual de las rúbricas, o sea, del motivo por el cual, a fin de cuentas, se desarrollaban.

Esta es la razón por qué un tradicionalista es coherente al decir que hay que respetar las rúbricas, y también que hay unas que son mejores que otras debido a lo que exigen y a por qué lo exigen. En realidad, algunas rúbricas son malas, como la del Novus Ordo de que, durante la Misa, nadie debe hace una genuflexión ante nuestro Dios y Señor, Jesucristo, realmente presente en el tabernáculo, cuando meramente se pasa frente a él. No andemos con rodeos: esa rúbrica es estúpida y mala. Está “en el libro”, pero del mismo modo cómo en los libros hay muchas malas leyes[4].

Un rubricista es quien insiste en las rúbricas por sí mismas. Un tradicionalista insiste en las rúbricas precisamente porque protegen y promueven algo que es importante, algo que, primero, hay que entender teológica y espiritualmente, luego de lo cual la rúbrica se ve como correcta. Las rúbricas tienen fuerza legal porque están promulgadas por la autoridad legítima, pero tienen su fuerza intrínseca por la naturaleza de la cosa misma a que se refieren.


Los sacerdotes “pastorales” que ignoran o contradicen las buenas rúbricas del misal antiguo demuestran no una “flexibilidad ante las normas”, sino una mentalidad antinómica que es típica de la época moderna, con su hábito de desafiar las tradiciones y de dar primacía a consideraciones utilitarias y pragmáticas. Cuando un sacerdote mira una rúbrica tradicional no como guardián de una verdad teológica o espiritual, sino como un mandato arbitrario de la ley, se sentirá tanto más inclinado a violarla cada vez que piense que tiene una idea mejor.

Este punto de cómo hay que llevar a cabo las lecturas es más importante que lo que parece, porque no se trata de algo aislado. Es uno entre los varios caballos de Troya con los cuales los reformistas intrépidos e incansables pueden introducirse en el movimiento tradicional y transformarlo -al menos en ciertos sectores geográficos- en una recapitulación del descenso del Consilium hacia una insaciable manipulación, modificación, expurgación, reinvención, arqueologización y, al cabo, total transformación de la liturgia, todo ello en nombre de “mejoras pastorales”. Esto, y no el cuidado amoroso de ars celebrandi, es la auto-obstaculización que hay que evitar. 
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[1] Texto en el alemán original: 

Ich persönlich sehe inzwischen eine unvermutete Gefahr für die traditionelle Bewegung in der Kirche ganz woanders, nämlich in einer Hyperliturgisierung. Bei aller theologischen Engführung, die man Erzbischof Lefebvre vorwerfen mag: Er hatte den Eifer eines wahren Hirten, dem es um das Heil der Seelen geht. Die Bewahrung der Liturgie war für ihn kein ästhetischer Selbstzweck. Vielmehr sah er ihre Krise als einen Teil der Glaubenskrise, die das Heil vieler Seelen gefährdet. Sein Anliegen war ein höchst pastorales im vollen katholischen Sinne des Wortes. Es ging ihm nicht um Rubriken, also um den Buchstaben liturgischer Vorschriften, sondern um den Geist. Er war nicht gegen Reformen überhaupt, sondern gegen Reformen, die den Geist der Liturgie vernebeln.

In meinem ersten Priesterjahr in der Piusbruderschaft versorgte ich sonntäglich eine Kapelle, in der abwechselnd an einem Sonntag Gregorianischer Choral, am anderen die Schubertmesse gesungen wurde. Kein Mensch hatte sich etwas dabei gedacht. Das Phänomen eines liturgischen Purismus, der deutsche Lieder in der Liturgie verachtet, den direkten Vortrag von Lesung und Evangelium in der Landessprache ablehnt, einen exzessiven Rubrizismus bin hin zur missionarischen Selbstknebelung pflegt, ist mir erst viel später begegnet, vor allem in Laienkreisen. So wird Kritikern der traditionellen Liturgie eine willkommene Angriffsfläche geboten, Neulingen der Zugang zu ihr erschwert. Man hat eine schiefe Bahn betreten, an deren Ende Liturgie als Liebhaberei eines exklusiven Clubs exotischer Ästheten erscheint.

Ich bin Kardinal Sarah dankbar, dass er beim Abschlusshochamt der Chartreswallfahrt ein Zeichen gesetzt und das richtige Maß für die Weise angemahnt hat, wie man zelebrieren soll: “mit edler Schlichtheit, ohne unnötige Überladungen, falschen Ästhetizismus oder Theatralik, aber mit einem Sinn für das Heilige, der Gott zuerst die Ehre gibt.”

[2] Esta es una de las intuiciones que hicieron famosa a Catherine Pickstock, y reconozco con alegría la deuda que tengo con ella.

[3] Véase la última entrega de mi serie sobre mantener juntos el pulgar y el índice.

[4] El Rvdo. Zuhlsdorf ha analizado esta desafortunada rúbrica muchas veces. El Rvdo. Ray Blake la menciona aquí como parte de su observación de que el Novus Ordo no parece preocuparse mucho con la latría, excepto en las palabras (algunas veces). Esto, por cierto, es propio de la tendencia a ver las lecturas como algo que tiene sólo un valor didáctico, sin una función específicamente latréutica en la liturgia. 

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Actualización [3 de agosto de 2018]: El sitio New Liturgical Movement ha publicado en traducción inglesa una carta enviada por el destacado escritor y periodista alemán Martin Mosebach, gran defensor de la liturgia tradicional, al diario Die Tagespost, escrita en respuesta a una columna del P. Engelbert Recktenwald, FSSP (a la que el Dr. Kwasniewski hace mención en su artículo publicado en esta entrada). En su carta, Martin Mosebach refuta el paternalismo clerical que está detrás de las propuestas del P. Recktenwald, quien condona aquellas modificaciones de la liturgia tradicional no autorizadas por las rúbricas ni por la legislación canónica vigente, hechas en pos de una pretendida finalidad "pastoral", la cual, como ya sabemos, ha conducido a funestas consecuencias en la Iglesia en todo orden de cosas, como es el caso de la controversia sacramental sobre la admisión de los divorciados vueltos a casar civilmente a la Sagrada Comunión.

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