miércoles, 4 de julio de 2018

Una conversación en torno a la liturgia

Publicamos a continuación una traducción de un perspicaz y aleccionador diálogo imaginario sobre la liturgia, que opone su desarrollo orgánico a su reforma racionalista y utilitarista. El autor, el Dr. Peter Kwasniewski, es escritor, investigador tomista independiente y maestro de coro, además de un colaborador recurrente de varios sitios de Internet católicos.

El artículo fue publicado originalmente en New Liturgical Movement. La traducción ha sido hecha por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan al artículo original.


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Breve diálogo sobre desarrollo y corrupción en la liturgia

Peter Kwasniewski 

El siguiente diálogo tiene lugar entre un tradicionalista y un católico de buena voluntad que ha comenzado a asistir a la Misa antigua, y que todavía procura comprender la posición del racionalista.

Oliver: A menudo te oigo decir, Charlie, que el Novus Ordo representa una enorme ruptura con la tradición litúrgica anterior. Pero nunca haces comentarios sobre otros cambios que ha habido en la historia de la liturgia, como el desarrollo de la Misa rezada en voz baja, que también rompe con la tradición precedente. Y me imagino que ello se debe a que los tradicionalistas están de acuerdo con tales cambios. Entonces, ¿cuál es la diferencia? ¿Cuándo una nueva orientación no es verdaderamente una ruptura? ¿O se trata de un “desarrollo”, si uno está de acuerdo con lo que tiene lugar, y de una “ruptura” si a uno le desagrada?

Charles: Gran pregunta. Yo diría que los desarrollos son de dos “sabores” básicos: aquéllos que fluyen en armonía con algo que es muy profundo en la liturgia, tal como una flor nace de un árbol, y aquéllos que son impuestos desde afuera de un modo mecánico, como en el caso de un miembro ortopédico.

O.: ¿Podrías ilustrar esta distinción refiriéndote al caso de la Misa rezada?

Ch.: La liturgia está hecha ciertamente para ser cantada en forma solemne: tú, más que nadie, sabes que he defendido esa idea muchas veces. Sin embargo, el misterio de la Misa también permite e invita al sacerdote a un intenso acto de mística de intercesión, oblación y comunión. Así, resulta fácil entender cómo, especialmente en ambientes monásticos en que hay abundancia de sacerdotes, la Misa privada diaria surgió diferenciándose de la Misa conventual o parroquial. No hay que ver en esto un problema, a menos que la Misa rezada se transforme en la norma para el caso de las Misas comunitarias y se evite la liturgia cantada.

O.: ¿Pero cómo defenderías la idea de que este cambio fue accidental y no substantivo?


Ch.: Se podría decir que es la misma Misa que existe en diferentes niveles de ejecución, como la diferencia que hay entre leer una obra de Shakespeare para sí mismo, leerla en voz alta por un grupo de amigos, y actuarla plenamente, con vestuario, en un escenario con toda la utilería. Se trata de la misma obra, pero realizada más o menos plenamente según su esencia de obra teatral. Cualquiera de estas actualizaciones de la obra se basa en una única y misma obra. ¡Piensa cuán diferente sería el caso si, en vez de lo anterior, vieras una redacción modernizada de Shakespeare purgada de todas sus referencias católicas para no ofender a los protestantes, con un vocabulario cambiado a inglés contemporáneo, y cambiando el sexo de los protagonistas principales! En este caso, aun si se mantuviera el mismo título de la obra, ya no sería la misma realidad, independientemente de cuán buena fuera la actuación sobre el escenario. 

O.: Ya veo hacia donde apuntas. Pero hay algo que me molesta en esto. ¿Cuánto tiempo se demora algo en ser considerado parte de la tradición eclesiástica? Si en una parroquia se da la comunión en la mano durante 40 años, ¿quiere ello decir que esto se transforma en tradición? Imagínate que -¡que Dios no lo permita!- las niñas acólitas se transforman en la norma durante los próximos 100 años. En el año 2118, ¿podría uno mirar hacia atrás y decir “esto no es y jamás ha sido tradición eclesiástica”, o debería decirse “esto es una tradición, pero es una mala tradición y deberíamos cambiarla?”

Ch.: Veamos primero el problema de la comunión. Cuando la Iglesia latina cambió, en la Edad Media, a la comunión sólo con la especie de pan, puesto en la lengua de fieles arrodillados, fue por buenas razones: tal cosa fomenta un espíritu de humildad y de adoración y, a nivel práctico, es más fácil y más seguro. En otras palabras, es algo que está perfectamente de acuerdo con la letra y el espíritu de la acción litúrgica, es algo que emerge de una aprehensión más profunda del misterio de la Sagrada Eucaristía. Por tanto, no podría jamás haber una razón que obligara a dejar sin efecto este desarrollo, a menos que quisiéramos menos seguridad, menos humildad y menos adoración. Pero tal cosa sólo podría tener su origen en el diablo. De hecho, el mismo Pablo VI reconoció que la comunión en la lengua era superior y la reafirmó, aunque luego permitió que el abuso de la comunión en la mano se enseñoreara de toda la Iglesia, por cuanto fue un pastor indeciso y confuso -incluso sus mejores decisiones tienen incorporado algo de Hamlet, como cuando convocó a una comisión a analizar la contracepción, cosa que causó falsas esperanzas entre los progresistas. Pero me estoy yendo por las ramas…

O.: ¿De modo que no te tragas el argumento de que fue bueno restaurar la comunión en la mano porque “es lo que se usaba en la antigüedad”? 

El modo correcto 

Ch.: Eso es tan absurdo -¿por qué cambió la costumbre si era tan buena?- como contradictorio con las enseñanzas de Pío XII de que debiéramos evitar el “anticuarianismo”, o sea, el volver a prácticas más antiguas por el solo motivo de que son más antiguas. Cuando una costumbre primitiva es universalmente abandonada y se la reemplaza por otra, debiéramos ver en ello el reconocimiento de que hay un modo superior de comportarse. 

O.: ¿Se aplicaría también este criterio al Novus Ordo, ya que ha sido universalmente puesto en práctica en vez del rito antiguo de la Misa?

Ch.: Por cierto que no. Primero, gracias a la protección del Espíritu Santo, Pablo VI, que quería abolir la liturgia antigua, nunca la abrogó efectivamente, como lo reconoció más tarde Benedicto XVI. Así es que la liturgia antigua ha seguido siempre siendo legítima (de hecho, no podría haber sido de otro modo). Además, mientras que los libros litúrgicos tridentinos terminaron por ser recibidos universalmente, el Novus Ordo fue resistido desde el comienzo por una cantidad de clérigos y laicos intrépidos, y este rechazo a aceptar la ruptura no se ha debilitado, sino que de hecho ha crecido a través de las décadas. Por ello es simplemente un hecho que el Novus Ordo, aunque es desafortunadamente el rito predominante, no se puede decir que haya suplantado y reemplazado el antiguo, en tanto que la comunión en la lengua y de rodillas reemplazó totalmente en la Edad Media cualquier otra forma de recepción. Por tanto, no se puede, ni en principio ni en la práctica, argumentar que el rito más reciente es superior al más antiguo. Pero habría que decir harto más en este aspecto, y quizá nos estamos apartando del punto principal…

O.: Déjame hacerte una pregunta más general. ¿Por qué piensas que no debiera haber un cambio continuo en la liturgia, es decir, cosas distintas para épocas y gentes distintas?  

Ch.: Reconozco que puede haber y habrá cambios pequeños, como agregar nuevas fiestas o santos al calendario, o nuevos prefacios; pero no cambios a gran escala. La historia de la Iglesia nos muestra que el desarrollo comienza a un paso más rápido y se va haciendo cada vez más lento, a medida que la liturgia alcanza la perfección. Podría decirse que es como la lava derretida que surge de una fisura y que gradualmente se enfría y se hace sólida. Del mismo modo, la liturgia hizo erupción desde el corazón de Jesús en la Cruz, y se solidificó con el correr de los siglos a medida que hombres y mujeres santos seguían orando con ella, mostrando gran reverencia hacia lo que habían heredado de sus antepasados.

O.: La Divina Liturgia bizantina, por ejemplo, ha cambiado muy poco a largo de varios siglos, y la gran mayoría de los cristianos orientales no ve necesidad de cambiarla, puesto que realiza tan bien aquello para lo cual existe. 

Ch.: Exactamente. La liturgia tradicional romana creció hasta alcanzar su grandiosa maduración más lentamente que la bizantina, pero pueden advertirse en ella la misma solidificación progresiva y el mismo instinto conservador. El Canon romano estaba completo hacia el comienzo del siglo VII; posteriormente, hacia la Alta Edad Media, la mayor parte del resto de las ceremonias y, finalmente, las oraciones al pie del altar y el Último Evangelio, en la Baja Edad Media. Llegada a este punto, no tuvo necesidad de evolucionar más y pudo mantenerse sólida y estable durante casi 500 años (entre 1570 y 1962). Quienes la usan hoy no ven necesidad alguna de “desarrollarla” más; al contrario, desean unánimemente mantener la Misa en la plenitud alcanzada antes de las corrupciones introducidas por Pío XII después de 1948.

O.: Sé que hay quienes comparan el proceso que describes con el modo cómo se desarrolla el ser humano. ¿Crees que es apropiada tal analogía? Pareciera que nos toparíamos con el problema del envejecimiento y la senilidad…

Ch.: Si se la entiende bien, la analogía funciona. Un niño cambia tremendamente en su camino a la edad adulta, pero la velocidad del cambio disminuye a medida que pasa el tiempo. Todo el mundo sabe que un año significa, en los primeros 10 años de la vida, algo muy distinto que en los segundos 10 años y que en las décadas posteriores. El tiempo, en las cosas orgánicas, no es simple e indiferenciado. Y si no fuéramos seres caídos, quizá permaneceríamos como adultos de 33 años durante toda nuestra vida. La liturgia crece hasta su madurez y luego permanece en la madurez, sin cambio, hasta la segunda venida de Cristo. Por tanto, una costumbre extraña que surge en el siglo XX o en el XXI no puede alegar que es un desarrollo natural, sino que es más bien como un tumor canceroso en el cuerpo. Es como una infantilización, un rechazo de la madurez. 

O.: Pero ¿qué piensas de mi ejemplo de la niña acólita? ¿Qué pasaría si la tuviéramos por más de un siglo?

Todo inventado, sin un destino al cual dirigirse

Ch.: Como dice San Atanasio, aunque todo el mundo estuviera de acuerdo en que Cristo no es Dios, el puñado de cristianos que siguiera adorándolo como Dios estaría en la verdad: ellos serían la Iglesia. “Ellos tienen las iglesias; nosotros tenemos la Fe”, dijo, como es fama, al pequeño grupo de los católicos antiarrianos. Del mismo modo, aunque hubiéramos de tener niñas acólitas por 200 años, seguirían siempre siendo una aberración en la tradición litúrgica occidental, y no serían jamás un desarrollo orgánico. Una máquina es una máquina, y jamás se convertirá en un organismo. La esquizofrenia será siempre un desorden, sin importar por cuánto tiempo se la padezca. Un varón es un varón y una mujer una mujer, sin que importe lo que diga la confundida ideología de género del día. 

O.: Lo cual tiene mucho sentido.

Ch.: Y, dicho sea de paso, tienes que resistir una mentira que ha progresado muchísimo, que dice que los temas de liturgia están en un plano diferente de los temas de doctrina. Podría alguien decir que las discusiones sobre la divinidad de Cristo son una cosa, y que son otra cosa totalmente diferente los desacuerdos sobre la normativa de los acólitos. No eches en el mismo saco a Arrio y a Bugnini, o a Honorio y a Pablo VI. Pero, en realidad, toda cuestión litúrgica surge de una cuestión doctrinal y se resuelve en ella. Nada de lo que hacemos en nuestro culto es doctrinalmente neutro o irrelevante o sin consecuencias.

O.: Eso claramente parece cierto, con sólo ver los cambios en creencias de los católicos corrientes preconciliares respecto de los posconciliares. La pregunta lógica que viene a continuación es, supongo, la siguiente: ¿cómo sabemos en qué etapa de desarrollo está la Iglesia hoy? Me puedo imaginar a un fiel del siglo XV decir: “una costumbre extraña que surge en el siglo XV no puede alegar ser un desarrollo natural, sino que es como un tumor”. ¿Acaso no son algunas innovaciones, como la de poner el tabernáculo al centro del altar, consideradas como un cambio no tumoroso aun cuando no surgieron sino hasta hace poco?

Ch.: Quizá la respuesta a estas perplejidades es observar por qué la gente hace los cambios que hace. En el siglo XV -o en cualquier siglo- la liturgia se desarrolla en el sentido de su expansión. La gente agrega procesiones, letanías, oraciones adicionales, repeticiones, y lo hace por devoción. Es raro que haya podas, aunque ello ocurre de cuando en cuando. Sin embargo, lo que carece absolutamente de precedentes es que se suprima muchas cosas simultáneamente y como resultado de presupuestos utilitarios, racionalistas y activistas, tal como ocurrió en la década de 1960. Por lo que creo que se puede ver una diferencia crucial entre las fases anteriores del desarrollo, que implican un crecimiento positivo, y la moción contraria de la corrupción, que es opuesta al crecimiento y que, de hecho, tiende a detestarlo y a atacarlo iconoclásticamente, lo cual es siempre señal del Maligno. Cuando los altares si hicieron más grandes y más magníficos, se trató de un desarrollo. Cuando los altares fueron destruidos y amontonados, se trató de una ruptura. 

O.: ¿Cómo sabe uno que debiera haber un cambio?

Ch.: Todo lo que pertenece al orden práctico implica el ejercicio de la virtud de la prudencia: se hace un juicio acerca de qué es prudente cambiar. ¡Pero siempre con un tremendo e incluso temeroso respeto por todo lo que se ha recibido de la tradición! Esa es la razón por la que el Concilio Vaticano II, en una de sus declaraciones más sobrias, dice: “No debe haber innovaciones a menos que el bien de la Iglesia genuina y ciertamente lo requiera; y entonces debe cuidarse de que toda forma nueva que se adopte surja orgánicamente de las formas que ya existen” (Sacrosanctum Concilium, núm. 23). Los padres conciliares eran pastores de almas en su mayoría, y sabían que demasiados cambios, en cualquier tiempo y por las razones que sean, es malo, como lo explica Santo Tomás al analizar por qué incluso las leyes que son imperfectas no debieran necesariamente ser reemplazadas por leyes mejores, ya que ello debilita la confianza con que la gente obedece habitualmente las leyes en general.

O.: Por cierto, restaurar la antigua liturgia en latín es un cambio en la costumbre para la mayor parte de los católicos, por lo que ello también podría debilitar el sentido de la estabilidad o confianza eclesiales. ¿Qué puedes decir al respecto?

Ch.: La única justificación que se puede dar para un cambio tan grande es que el bien de recuperar la tradición litúrgica sobrepasa inmensamente al mal de perturbar las costumbres de la gente. Además, los eclesiásticos, a partir del Concilio Vaticano II, nos han dado tantas razones para desconfiar de sus decisiones que resulta tonto, a estas alturas, sugerir que se nos puede desestabilizar más que lo que ya hemos experimentado a raíz de toda la confusión doctrinal, del relajamiento de la moral y del caos litúrgico de las últimas cinco décadas. El regreso de la tradición significa el regreso del dogma, de la santidad y del recto culto -factores de estabilización, todos ellos-. Es como pasar de la anarquía al gobierno, o de una dieta de hambre a un banquete real. Solamente un individuo cruel podría decir: “Los pobres están tan acostumbrados a la desnutrición que debiéramos dejarlos en ese estado, aunque seamos capaces de proveerles una alimentación abundante”.

O.: Tus argumentos me hacen pensar sobre el uso y el abuso de la autoridad de la Iglesia. ¿Dirías que hubo un problema similar (aunque nunca tan grave) cuando el Concilio de Trento suprimió ritos? Me parece que, después de Trento, la idea de lo que la liturgia es en relación con el Vaticano experimenta un cambio.

Ch.: Sí, Trento, o quizá debiera decir San Pío V, introduce una nueva dinámica: aunque no abolió ningún rito con más de 200 años, el modo cómo se impuso el nuevo misal evidenció una tendencia a sobreactuar.

O.: Se puede simpatizar con él: se trató de una respuesta centralizada a la fuerza centrífuga de la experimentación y diversidad protestantes.

Ch.: Ciertamente. No lo niego. Pero en 1570, por primera vez en la historia, un Papa asumió el papel de promulgar oficialmente un misal para la Iglesia de rito latino. Es muy impresionante pensar que el catolicismo vivió durante 1.500 años con una rica tradición litúrgica que no fue jamás administrada ni validada por el Vaticano. 

O.: Lo único que impresiona más, se podría decir, es que Pablo VI fue lo suficientemente audaz como para introducir un misal nuevo, cosa que Pío V no hubiera hecho jamás, ni se le habría ocurrido hacerlo. Su misal de 1570 fue, desde todos los puntos de vista, igual a los misales papales desde hacía muchos siglos. 

Ch.: Me estás provocando, ¿o me equivoco?, a entrar en el tema de si se puede o no llamar seriamente "rito romano" a la liturgia fabricada por Pablo VI, y de si se puede sostener eso de las “dos formas”. Ello es para una conversación más larga, para otro día. Pero lo siguiente debiera dejarnos pensando: jamás en la historia de la Iglesia católica había habido un misal nuevo, hasta 1969.

O.: Cualquiera sea la respuesta, ella no cambiará el lugar adonde iré a Misa el próximo domingo. ¡Espero que nos veamos para la Misa Solemne del Sexto Domingo después de Pentecostés!

Ch.: Dalo por hecho.

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Actualización [19 de julio de 2018]: Existe también otra traducción de este diálogo hecha por El católico pensante para Liturgia y Tradición católica

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