Religión en libertad ha publicado un artículo con 10 consejos del Cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, para mejorar la proclamación de la Palabra de Dios durante la Santa Misa. Se trata de una cuestión profunda y muy densa espiritualmente. Para contribuir a ella, les ofrecemos hoy un artículo del Dr. Peter Kwasniewski publicado en 2017 que aborda un punto que podría resultar superfluo: cómo la fijeza de los textos litúrgicos es una ayuda para la oración y la lectio divina.
El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan la versión original.
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La fijeza de las formas litúrgicas como incentivo para la oración y la lectio divina
Peter Kwasniewski
Los católicos que asisten a la
liturgia tradicional de la Iglesia prontamente llegan a amar un aspecto
monumental de ella: su estabilidad, su regularidad, su constancia. Salvo unas
pocas excepciones, debidas a los calendarios locales o a Misas votivas no anunciadas,
uno puede llegar a cualquier liturgia usus
antiquior y darse cuenta en unos pocos instantes de qué Misa del Misal se
está celebrando y luego, saber, con certeza, cómo se va a desarrollar la Misa
exactamente durante la hora o media hora restante: todo está puesto en su lugar
propio.
¡Qué consuelo darse cuenta de que al
celebrante no se le pide que exhiba su estado de ánimo por medio de comentarios
extemporáneos, ni el motivo de sus elecciones pastorales entre esta oración o
la otra! La Misa es, simplemente, la Misa, más antigua, más grande, más fuerte
y más segura que ninguno de nosotros, meros mortales, y nos sometemos
agradecidos a su elevada pedagogía y a su sabiduría acumulada a lo largo del
tiempo. Nosotros no somos los conductores, sino los pasajeros: el chofer es
Cristo el Señor, y en ningún momento de la liturgia (excepto quizá en la
homilía) se nos confronta con ninguna discordia entre el celebrante principal y
Su instrumento racional.
Quienes han practicado la lectio divina saben cómo se beneficia
ella de la lenta asimilación de un texto seleccionado. Hay que mortificar el
deseo de leer demasiado o de saltar de un lugar a otro. A menudo hay que releer
varias veces un pasaje antes de que penetre en la mente. Exactamente del mismo
modo, la gran fuerza del Leccionario anual que se contiene en el Missale Romanum es que permite al fiel
absorber un cierto número de luminosos pasajes bíblicos, extremadamente bien
elegidos para su propósito litúrgico. Al encontrarse repetidamente con estos
textos, uno se los reviste como un paramento, o los asimila al modo de la
comida y la bebida: se comienza a pensar y orar con esas frases.
Lo que ocurre con el Leccionario
ocurre, por otra parte, con toda la liturgia. La fijeza del usus antiquior, de comienzo a fin, desde
la colecta hasta la postcomunión, desde el salmo 42 hasta el prólogo de san
Juan, hace más fácil una lectio divina
que puede moverse entre los textos del Misal entero, tanto en sus partes
repetidas (el Ordinario) como en las que cambian (el Propio).
Para llegar a tener la luz y la
calidez de la contemplación, se necesita primeramente el fuego de la oración,
se necesita la leña de la meditación; y para tener meditación, tiene que haber
lectura. Esta presupone algo fijo y estable para leer, para internalizarlo,
recordarlo, considerarlo. Una improvisación en esta etapa, o una cantidad
abrumadora de textos, o textos que cambian continuamente, tiende a obstaculizar
la lenta y progresiva memorización, la formación de la imaginación, y la
fertilización de la inteligencia. Si se echa demasiada leña al fuego, se lo
apaga. Si la leña está verde, el fuego echa humo. Y si no hay fósforos ni nada
para encenderlo, el fuego no prende.
Todos estos elementos tienen que
estar en su lugar adecuado, los ingredientes correctos en el correcto orden,
con las proporciones correctas y los tiempos correctos. Mil quinientos años de
lento y muy conservador desarrollo litúrgico han producido un correcto
contenido, en el orden, la proporción y el tiempo correctos. Debido a que la
nueva liturgia tiene muchísimo más contenidos, y debido a que la manera como se
desarrolla está sujeta a las elecciones del celebrante y de los músicos, la
proporción de sus diversas partes es muy manipulable y arriesga enormes
desequilibrios, y la velocidad y la impresión que causa la liturgia no es
consoladoramente invariable y bien enfocada.
Este es, pues, el problema
fundamental de orar con la nueva liturgia: es demasiado multiforme, demasiado
gigante, demasiado mudable como para apoyar una meditación o una lectio divina con sus textos, cantos y
gestos. Uno no puede, simplemente, sometérsele y asumir la identidad de ella,
ya que las voluntades e inteligencias de muchos agentes secundarios están
demasiado presentes, haciendo su identidad tan cambiante como el color de un
camaleón. “¿Podría por favor ponerse de pie el verdadero Novus Ordo?”
En la liturgia tradicional, la diaria
estabilidad de la Misa y su relativamente acotada selección de lecturas, junto
con la recurrencia de los salmos en el curso semanal del Oficio Divino,
proporciona un sólido fundamento a una lectio
divina litúrgica, que es decisiva en la profundización de la vida
espiritual de clero y laicos. Uno se beneficia, especialmente, de la
inmensamente poderosa correlación de las antífonas y lecturas del Oficio con
las de la Misa[1]. Sería
difícil negar que hay una correlación entre el carácter de los libros
litúrgicos reformados, el ars celebrandi
orientado normalmente a los asistentes, la ausencia de vida místico-ascética en
tan amplios sectores del clero, y la superficialidad, cuando no la heterodoxia,
de la predicación. Todos estos elementos se refuerzan unos a otros, y no hay
mucho que oponerles desde el interior de la forma misma de la propia liturgia.
Además, la predominante fijeza de
las formas litúrgicas tradicionales hace que los momentos en que se presentan
diferencias en las prescripciones litúrgicas resulten mucho más impactantes. La
omisión del salmo 42 y de las doxologías durante el tiempo de Pasión nos hace
sentirnos despojados y humillados con Cristo. El dona eis requiem del Agnus
Dei en la Misa de difuntos nos recuerda (como tantos otros detalles de la
Misa de Requiem) que estamos elevando
nuestras oraciones por el descanso de las almas de los fieles que han partido,
y que no estamos pensando en nosotros mismos[2].
Vienen a la mente las raras ocasiones en el año en que se prescribe genuflexiones
en la lectura del Tracto o del Evangelio, como durante la octava de Epifanía o
durante la Cuaresma[3], así
como las peculiaridades del Oficio Divino en la fiesta de Todos los Santos o en
Semana Santa. Los ejemplos son numerosos. Estos cambios que tienen lugar en lo
que es normalmente un modelo monolítico y muy regular, pueden tener un efecto
psicológico demoledor. Es como un gran compositor, que sabe usar una aguda disonancia para volver mucho más poderosa la armonía prevaleciente, o como un gran pintor que añade un toque de rojo brillante en una tela de tonos apagados. La antigua liturgia muestra su magistral comprensión del modo como funciona la psicología humana.
El mismo instinto racionalista que
multiplicó la cantidad de textos abolió, al mismo tiempo, casi todos los rasgos
únicos y las diferencias que existían, por lo que se dio un simultáneo
aplanamiento y uniformación de los ritos junto con una expansión descontrolada
de material en el Leccionario y en el Misal. Lamentablemente, se puede advertir
que tanto la uniformidad como la expansión son típicas de los métodos
industriales de la producción masiva. De hecho, la palabra “mass” en el inglés
contemporáneo tiene dos significados: “densidad de materia” y “un extenso grupo
de individuos de mentalidad similar”. La Misa moderna presenta tanto un exceso
de material como una democrática supresión de diferencias en dicho material.
Este fenómeno ha quedado demostrado en lo que se refiere al Leccionario
revisado, que, aunque muchas veces más grande que el Leccionario de un año,
contiene, sin embargo, menos de la amplitud del verdadero mensaje de la
Escritura debido a que se evita cuidadosamente aquellos pasajes que podrían
“ofender” o ser “mal interpretados”[4].
Pero en la actualidad hay motivos
para estar optimistas, porque estos problemas están siendo cada vez más
ampliamente reconocidos, y la única solución sensata -la restauración de la
plenitud del culto católico tradicional- va ganando terreno, aun a pesar de la
resistencia semioficial. No es posible predecir qué va a ocurrir cuando se baje
las últimas barreras. La liturgia tradicional -tanto el Missale Romanum como el Officium
Divinum- es ideal para la vida de oración a que somos llamados todos por
Dios, y a la que nuestro bautismo nos impele invisiblemente. Como locus de la lectio divina, el rito romano clásico nos mueve a considerar y nos
hace meditar en aquellas palabras tan especiales de la Escritura o de ciertas
oraciones litúrgicas santificadas por la tradición, y a hacerlas la base de una
muy fructífera meditación en preparación de la Comunión. Y seguirá dicho rito
ganando terreno, un alma de oración tras otra, y seminaristas, sacerdotes, y
obispos, uno tras otro, y un altar y una parroquia, uno tras otro.
[1] Hablo aquí de mi propia experiencia. Aunque ya había asistido a
la Misa usus antiquior y me había enamorado de ella en el Thomas Aquinas College, sólo vine a conocerla en realidad bien
cuando, en el International Theological
Institute en Austria, pude asistir diariamente a la Misa rezada de las 6 de
la mañana durante años, algo que, lamentablemente no me ha sido posible en los
últimos 10 años, ¡y cómo lo extraño! Vivir ese ciclo día tras día me formó
profundamente y me ganó el corazón y la mente completamente para las antiguas
oraciones y el antiguo calendario. Creo que ocurriría lo mismo con cualquier
católico serio a quien se haya dado la gracia de ser expuesto de este modo
constantemente. Y después, cuando comencé a rezar el Oficio Divino, las conexiones
fueron una fuente de continuas delicias y fortalecieron mi vida de oración. Sé
que un descubrimiento similar hicieron los monjes de Nursia hace algunos años,
cuando se dieron cuenta de que había demasiada desconexión entre el oficio monástico
y el Novus Ordo Missae. A fin de llevar a cabo una interna
“reconciliación” en toda su oración diaria, escogieron el Vetus Ordo, aunque siguieron abiertos a celebrar el Novus Ordo cuando ayudaban al clero
local o cuando había algunos grupos de peregrinos.
[2] Esto contrasta con los funerales postconciliares y las Misas de
difuntos que están casi enteramente enfocadas en los vivos que están presentes,
por la idea (a menudo expresada explícitamente) de que los difuntos no
necesitan oraciones y están ya gozando en el cielo con todos sus parientes y
amigos. La Misa de Requiem
tradicional ordena, de un modo severo, todo el ritual al beneficio de las almas
de los difuntos, que es sin duda la razón por la que fue odiada por los
reformadores, tanto en el siglo XVI como en el siglo XX.
[3] Como dije en mi artículo “In Defense of Preserving Readings in Latin” [“En defensa de preservar las lecturas en
latín”]: “Entre los signos más emocionantes y bellos de la función latréutica o
de adoración de las lecturas en el usus
antiquior se encuentran aquellos tiempos del año litúrgico cuando el
sacerdote, ministros y fieles se arrodillan durante la lectura del Evangelio en
aquellos pasajes que narran alguna realidad que pide una respuesta total, en
alma y cuerpo, del creyente. Así, en Epifanía y durante su octava, cuando el
sacerdote lee o canta que los Magos se postraron y adoraron a Cristo Niño, él,
y todos con él, doblan sus rodillas en adoración silenciosa. En las Misas de
Cuaresma, el sacerdote se arrodilla en el Tracto Adiuva nos; en el segundo domingo de Pasión, en la Invención de la
Santa Cruz y en la Exaltación de la Santa Cruz, en la Epístola (“ut in nomine Iesu omne genu flectatur”),
y en muchas otras ocasiones, como la
tercera Misa de Navidad, cuando se lee el Prólogo del Evangelio de San Juan; al
final del Evangelio del miércoles de la IV semana de Cuaresma (Jn 9,
1-38); durante el Alleluia antes de
la secuencia Veni, Sancte Spiritus, y
en las Misas votivas del Espíritu Santo, de la Pasión del Señor y Pro Vitanda Mortalitate”.
[4] Véase mi artículo “Un cuento sobre dos Leccionarios: calidad versus cantidad” y las referencias que ahí se dan.
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