domingo, 20 de diciembre de 2020

La fijeza de las formas como incentivo para la oración

Religión en  libertad ha publicado un artículo con 10 consejos del Cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, para mejorar la proclamación de la Palabra de Dios durante la Santa Misa. Se trata de una cuestión profunda y muy densa espiritualmente. Para contribuir a ella, les ofrecemos hoy un artículo del Dr. Peter Kwasniewski publicado en 2017 que aborda un punto que podría resultar superfluo: cómo la fijeza de los textos litúrgicos es una ayuda para la oración y la lectio divina

El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan la versión original. 

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La fijeza de las formas litúrgicas como incentivo para la oración y la lectio divina

Peter Kwasniewski


Los católicos que asisten a la liturgia tradicional de la Iglesia prontamente llegan a amar un aspecto monumental de ella: su estabilidad, su regularidad, su constancia. Salvo unas pocas excepciones, debidas a los calendarios locales o a Misas votivas no anunciadas, uno puede llegar a cualquier liturgia usus antiquior y darse cuenta en unos pocos instantes de qué Misa del Misal se está celebrando y luego, saber, con certeza, cómo se va a desarrollar la Misa exactamente durante la hora o media hora restante: todo está puesto en su lugar propio.

¡Qué consuelo darse cuenta de que al celebrante no se le pide que exhiba su estado de ánimo por medio de comentarios extemporáneos, ni el motivo de sus elecciones pastorales entre esta oración o la otra! La Misa es, simplemente, la Misa, más antigua, más grande, más fuerte y más segura que ninguno de nosotros, meros mortales, y nos sometemos agradecidos a su elevada pedagogía y a su sabiduría acumulada a lo largo del tiempo. Nosotros no somos los conductores, sino los pasajeros: el chofer es Cristo el Señor, y en ningún momento de la liturgia (excepto quizá en la homilía) se nos confronta con ninguna discordia entre el celebrante principal y Su instrumento racional.

Quienes han practicado la lectio divina saben cómo se beneficia ella de la lenta asimilación de un texto seleccionado. Hay que mortificar el deseo de leer demasiado o de saltar de un lugar a otro. A menudo hay que releer varias veces un pasaje antes de que penetre en la mente. Exactamente del mismo modo, la gran fuerza del Leccionario anual que se contiene en el Missale Romanum es que permite al fiel absorber un cierto número de luminosos pasajes bíblicos, extremadamente bien elegidos para su propósito litúrgico. Al encontrarse repetidamente con estos textos, uno se los reviste como un paramento, o los asimila al modo de la comida y la bebida: se comienza a pensar y orar con esas frases.

Lo que ocurre con el Leccionario ocurre, por otra parte, con toda la liturgia. La fijeza del usus antiquior, de comienzo a fin, desde la colecta hasta la postcomunión, desde el salmo 42 hasta el prólogo de san Juan, hace más fácil una lectio divina que puede moverse entre los textos del Misal entero, tanto en sus partes repetidas (el Ordinario) como en las que cambian (el Propio).


Para llegar a tener la luz y la calidez de la contemplación, se necesita primeramente el fuego de la oración, se necesita la leña de la meditación; y para tener meditación, tiene que haber lectura. Esta presupone algo fijo y estable para leer, para internalizarlo, recordarlo, considerarlo. Una improvisación en esta etapa, o una cantidad abrumadora de textos, o textos que cambian continuamente, tiende a obstaculizar la lenta y progresiva memorización, la formación de la imaginación, y la fertilización de la inteligencia. Si se echa demasiada leña al fuego, se lo apaga. Si la leña está verde, el fuego echa humo. Y si no hay fósforos ni nada para encenderlo, el fuego no prende.

Todos estos elementos tienen que estar en su lugar adecuado, los ingredientes correctos en el correcto orden, con las proporciones correctas y los tiempos correctos. Mil quinientos años de lento y muy conservador desarrollo litúrgico han producido un correcto contenido, en el orden, la proporción y el tiempo correctos. Debido a que la nueva liturgia tiene muchísimo más contenidos, y debido a que la manera como se desarrolla está sujeta a las elecciones del celebrante y de los músicos, la proporción de sus diversas partes es muy manipulable y arriesga enormes desequilibrios, y la velocidad y la impresión que causa la liturgia no es consoladoramente invariable y bien enfocada.

Este es, pues, el problema fundamental de orar con la nueva liturgia: es demasiado multiforme, demasiado gigante, demasiado mudable como para apoyar una meditación o una lectio divina con sus textos, cantos y gestos. Uno no puede, simplemente, sometérsele y asumir la identidad de ella, ya que las voluntades e inteligencias de muchos agentes secundarios están demasiado presentes, haciendo su identidad tan cambiante como el color de un camaleón. “¿Podría por favor ponerse de pie el verdadero Novus Ordo?”


En la liturgia tradicional, la diaria estabilidad de la Misa y su relativamente acotada selección de lecturas, junto con la recurrencia de los salmos en el curso semanal del Oficio Divino, proporciona un sólido fundamento a una lectio divina litúrgica, que es decisiva en la profundización de la vida espiritual de clero y laicos. Uno se beneficia, especialmente, de la inmensamente poderosa correlación de las antífonas y lecturas del Oficio con las de la Misa[1]. Sería difícil negar que hay una correlación entre el carácter de los libros litúrgicos reformados, el ars celebrandi orientado normalmente a los asistentes, la ausencia de vida místico-ascética en tan amplios sectores del clero, y la superficialidad, cuando no la heterodoxia, de la predicación. Todos estos elementos se refuerzan unos a otros, y no hay mucho que oponerles desde el interior de la forma misma de la propia liturgia.

Además, la predominante fijeza de las formas litúrgicas tradicionales hace que los momentos en que se presentan diferencias en las prescripciones litúrgicas resulten mucho más impactantes. La omisión del salmo 42 y de las doxologías durante el tiempo de Pasión nos hace sentirnos despojados y humillados con Cristo. El dona eis requiem del Agnus Dei en la Misa de difuntos nos recuerda (como tantos otros detalles de la Misa de Requiem) que estamos elevando nuestras oraciones por el descanso de las almas de los fieles que han partido, y que no estamos pensando en nosotros mismos[2]. Vienen a la mente las raras ocasiones en el año en que se prescribe genuflexiones en la lectura del Tracto o del Evangelio, como durante la octava de Epifanía o durante la Cuaresma[3], así como las peculiaridades del Oficio Divino en la fiesta de Todos los Santos o en Semana Santa. Los ejemplos son numerosos. Estos cambios que tienen lugar en lo que es normalmente un modelo monolítico y muy regular, pueden tener un efecto psicológico demoledor. Es como un gran compositor, que sabe usar una aguda disonancia para volver mucho más poderosa la armonía prevaleciente, o como un gran pintor que añade un toque de rojo brillante en una tela de tonos apagados. La antigua liturgia muestra su magistral comprensión del modo como funciona la psicología humana.


El mismo instinto racionalista que multiplicó la cantidad de textos abolió, al mismo tiempo, casi todos los rasgos únicos y las diferencias que existían, por lo que se dio un simultáneo aplanamiento y uniformación de los ritos junto con una expansión descontrolada de material en el Leccionario y en el Misal. Lamentablemente, se puede advertir que tanto la uniformidad como la expansión son típicas de los métodos industriales de la producción masiva. De hecho, la palabra “mass” en el inglés contemporáneo tiene dos significados: “densidad de materia” y “un extenso grupo de individuos de mentalidad similar”. La Misa moderna presenta tanto un exceso de material como una democrática supresión de diferencias en dicho material. Este fenómeno ha quedado demostrado en lo que se refiere al Leccionario revisado, que, aunque muchas veces más grande que el Leccionario de un año, contiene, sin embargo, menos de la amplitud del verdadero mensaje de la Escritura debido a que se evita cuidadosamente aquellos pasajes que podrían “ofender” o ser “mal interpretados”[4].

Pero en la actualidad hay motivos para estar optimistas, porque estos problemas están siendo cada vez más ampliamente reconocidos, y la única solución sensata -la restauración de la plenitud del culto católico tradicional- va ganando terreno, aun a pesar de la resistencia semioficial. No es posible predecir qué va a ocurrir cuando se baje las últimas barreras. La liturgia tradicional -tanto el Missale Romanum como el Officium Divinum- es ideal para la vida de oración a que somos llamados todos por Dios, y a la que nuestro bautismo nos impele invisiblemente. Como locus de la lectio divina, el rito romano clásico nos mueve a considerar y nos hace meditar en aquellas palabras tan especiales de la Escritura o de ciertas oraciones litúrgicas santificadas por la tradición, y a hacerlas la base de una muy fructífera meditación en preparación de la Comunión. Y seguirá dicho rito ganando terreno, un alma de oración tras otra, y seminaristas, sacerdotes, y obispos, uno tras otro, y un altar y una parroquia, uno tras otro.



[1] Hablo aquí de mi propia experiencia. Aunque ya había asistido a la Misa usus antiquior y me había enamorado de ella en el Thomas Aquinas College, sólo vine a conocerla en realidad bien cuando, en el International Theological Institute en Austria, pude asistir diariamente a la Misa rezada de las 6 de la mañana durante años, algo que, lamentablemente no me ha sido posible en los últimos 10 años, ¡y cómo lo extraño! Vivir ese ciclo día tras día me formó profundamente y me ganó el corazón y la mente completamente para las antiguas oraciones y el antiguo calendario. Creo que ocurriría lo mismo con cualquier católico serio a quien se haya dado la gracia de ser expuesto de este modo constantemente. Y después, cuando comencé a rezar el Oficio Divino, las conexiones fueron una fuente de continuas delicias y fortalecieron mi vida de oración. Sé que un descubrimiento similar hicieron los monjes de Nursia hace algunos años, cuando se dieron cuenta de que había demasiada desconexión entre el oficio monástico y el Novus Ordo Missae.  A fin de llevar a cabo una interna “reconciliación” en toda su oración diaria, escogieron el Vetus Ordo, aunque siguieron abiertos a celebrar el Novus Ordo cuando ayudaban al clero local o cuando había algunos grupos de peregrinos.

[2] Esto contrasta con los funerales postconciliares y las Misas de difuntos que están casi enteramente enfocadas en los vivos que están presentes, por la idea (a menudo expresada explícitamente) de que los difuntos no necesitan oraciones y están ya gozando en el cielo con todos sus parientes y amigos. La Misa de Requiem tradicional ordena, de un modo severo, todo el ritual al beneficio de las almas de los difuntos, que es sin duda la razón por la que fue odiada por los reformadores, tanto en el siglo XVI como en el siglo XX.

[3] Como dije en mi artículo In Defense of Preserving Readings in Latin [“En defensa de preservar las lecturas en latín]: “Entre los signos más emocionantes y bellos de la función latréutica o de adoración de las lecturas en el usus antiquior se encuentran aquellos tiempos del año litúrgico cuando el sacerdote, ministros y fieles se arrodillan durante la lectura del Evangelio en aquellos pasajes que narran alguna realidad que pide una respuesta total, en alma y cuerpo, del creyente. Así, en Epifanía y durante su octava, cuando el sacerdote lee o canta que los Magos se postraron y adoraron a Cristo Niño, él, y todos con él, doblan sus rodillas en adoración silenciosa. En las Misas de Cuaresma, el sacerdote se arrodilla en el Tracto Adiuva nos; en el segundo domingo de Pasión, en la Invención de la Santa Cruz y en la Exaltación de la Santa Cruz, en la Epístola (“ut in nomine Iesu omne genu flectatur”), y en muchas otras ocasiones,  como la tercera Misa de Navidad, cuando se lee el Prólogo del Evangelio de San Juan; al final del Evangelio del miércoles de la IV semana de Cuaresma (Jn 9, 1-38); durante el Alleluia antes de la secuencia Veni, Sancte Spiritus, y en las Misas votivas del Espíritu Santo, de la Pasión del Señor y Pro Vitanda Mortalitate”.

[4] Véase mi artículo “Un cuento sobre dos Leccionarios: calidad versus cantidad” y las referencias que ahí se dan.

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