El texto del
Evangelio de hoy es el siguiente (Lc. 7, 11-16):
“En aquel tiempo: Iba Jesús a una ciudad llamada Naín, e iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre. Y cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda, e iba con ella gran acompañamiento de gente de la ciudad. Luego que la vio el Señor, movido de compasión por ella, le dijo: No llores. Y acercóse y tocó el féretro. Y los que lo llevaban se detuvieron. Dijo entonces: Mancebo, a ti te digo, levántate. Y se sentó el que había estado muerto, y comenzó a hablar. Y lo entregó a su madre. Con esto sobrecogióles a todos gran miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: ¡Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo!”
Casi todos los milagros que realizó,
el Señor los hizo en respuesta a una petición llena de fe, como el de la mujer
cananea que, ante la negativa de Jesús a darle lo que pedía, se atrevió incluso
a discutir con Él, hasta que su fe logró convencerlo (Mt. 21-28). Y los hizo
con tal mansedumbre, delicadeza y bondad que, lejos de atribuírselos a su propio
poder, los atribuía a la fe quien se los había suplicado. Pero en el episodio
que el Evangelio nos presenta hoy, nadie pide nada, nadie le suplica con fe: es Él quien se conmueve, espontáneamente, con el trágico cuadro con que se
encuentra.
“Movido de compasión por ella”: la conmoción del corazón humano de Jesús ante el dolor de esa pobre madre nos revela la conmoción del corazón de Dios mismo ante la suerte del hombre; corazón que tanto amó “al mundo que le dio su unigénito Hijo” (Jo. 3, 16), y que permitió que el odio y la maldad lo torturaran y destrozaran hasta dejarlo irreconocible (“tan desfigurado estaba su aspecto que no parecía ser de hombre”: Is. 52, 14), a fin de que “todo el que crea en Él no perezca” y para que, aun si hubiere perecido, resucite, si cree.
Como todas las acciones del Señor, la que hoy nos presenta este texto es tan rica en preciosas enseñanzas que podría hablarse de ellas sin agotar nunca su contenido. Pero nos parece que, más que la resurrección misma del muerto, suficiente por sí sola para maravillarnos, lo que constituye el centro de la escena es ese Señor profundamente apenado que se ve movido y conmovido por la compasión a hacer algo que nadie le ha pedido, pero que le brota espontáneamente del alma. El centro es ese corazón infinitamente misericordioso de Dios, que se conmueve por el llanto de una mujer, y que se nos lanza al rostro como un verdadero desafío a nuestra fe y a nuestra confianza. ¡Quién podrá dejar de creer en el infinito amor de un Dios que así se nos muestra! ¡Qué pecador podrá imaginarse que el espectáculo de sus pecados más atroces hará retroceder un solo paso, o siquiera vacilar un solo instante, al amor de un Dios dispuesto a resucitarlo de esa muerte en vida que padece sin, quizá, darse cuenta!
Lo que el Evangelio de hoy nos dice es que no hay mal que no se diluya en el mar infinito del amor de Dios ni pecado que su infinito amor no perdone: nada puede hacer el hombre de inmenso que supere la inmensidad del amor de Dios.
Con una sola excepción.
Porque, para nuestra sorpresa y horror, después de lo que hemos dicho del amor de Dios, hay que agregar que existe un pecado que el Señor no perdonará jamás, ni en esta vida ni en la otra, y es un pecado tan atroz que el Señor lo llama “blasfemia”: la “blasfemia contra el Espíritu Santo” (Mt. 12, 31-32). Los Santos Padres, también asombrados y espantados como nosotros, se han detenido a hablar de este pecado que Dios no perdona. Nosotros, aquí, nos limitaremos a mostrarlo a la luz del episodio del Evangelio de hoy: no se le perdonará al hombre el cerrar sus ojos y su corazón a las obras claras e impactantes que el amor de Dios nos ha demostrado en la persona de Jesús. Y es un pecado que no perdona Dios no porque no quiera perdonarlo (Él quiere que todos se salven, como se enseña en I Tim. 2, 4), sino porque el hombre mismo hace imposible que se le perdone: al negar esos testimonios que el Espíritu Santo nos da del amor de Dios, el hombre rechaza las supremas muestras de amor que Dios le ofrece y, con ello, se pone él mismo fuera del alcance de la salvación, se niega a sí mismo la posibilidad de ser perdonado. Cree incapaz al mar de disolver su mísera gota de agua.
Decir “No tengo perdón de Dios” equivale a negar el infinito amor de Dios y, con ello, a ponerse fuera del alcance de ese amor. Se condena por no creer en el amor de Dios.
Pero la Iglesia nos advierte hoy, en el texto de la Epístola, que el hombre también puede condenarse por abusar del amor de Dios, pensando que, como Dios todo lo perdona, “puedo hacer lo que yo quiera”: Dios no perdona si no hay auténtico arrepentimiento. Por eso, la Epístola nos dice: “de Dios nadie se burla” (Gal. 6, 7).
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