miércoles, 30 de diciembre de 2020

Fiesta de San Juan Evangelista

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Jn 21, 19-24):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a Pedro: Sígueme. Volviéndose Pedro, vio venir detrás al discípulo amado de Jesús, el que en la Cena se había reclinado sobre su pecho y había preguntado: Señor, ¿quién es el que te hará traición? Pedro, pues, habiéndole visto, dijo a Jesús: Señor, ¿qué será de éste? Respondióle Jesús: Si yo quiero que así se quede hasta mi venida ¿a ti qué te importa? Tú sígueme. De ahí que corriese entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Mas no le dijo Jesús: No morirá, sino: Si yo quiero que así se quede hasta mi venida, ¿a ti qué te importa? Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y las ha escrito; y estamos ciertos de que es verdadero su testimonio”.

***

En la iconografía sacra, siguiendo lo que narra el profeta Ezequiel (Ez 1, 10) y se reproduce en el Apocalipsis (Ap 4, 7), San Juan es representado como un águila, el ave que, de todas, es la que vuela más alto: así se dispara su mirada de escritor sagrado a la altura, traspasando los más elevados velos visibles hasta tocar lo invisible. San Juan es, además, quien ha escrito aquello que se cita a veces hasta la náusea, sin ponerlo en su contexto e interpretándolo, por tanto, más románticamente que acertadamente: “Dios es amor” (1 Jn, 4, 8). Y ha escrito también “Dios es luz” (I Jn 1, 5), para distinguirlo de las medias luces, de los grises, de las medias tintas. Y, finalmente, ha escrito las páginas más altas en ciencia y poesía de la Sagrada Escritura en el prólogo de su Evangelio.

Pero éste, que no por nada fue apodado por Jesús “hijo del trueno” junto con su hermano Santiago, es también un hombre que nos habla del mismo Jesús en los términos más concretos, palpables y materiales que encontramos en el Nuevo Testamento: “lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocando al Verbo de vida […] lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros” (I Jn 1, 1 y ss). El es quien ha acuñado esa fórmula tremenda con que cierra cada Misa: “El Verbo se hizo carne”.

Y, puesto que es como el águila, desde la inmensa altura en que planea, clava la vista en la profundidad de la materia y desciende sobre ella con la fuerza y el corte de una garra filuda: porque San Juan es quien, sin tapujos, condena a quienes, ya en su tiempo, se apartaban de la doctrina ortodoxa: dice a la iglesia de Pérgamo “tengo algo contra ti, que toleras ahí a quienes siguen la doctrina de Balam […] Así también toleras tú a quienes siguen de igual modo la doctrina de los nicolaítas” (cuyas obras ha declarado, poco antes, “aborrecer”). Y dice crudamente a la iglesia de Tiatira: “tengo contra ti que permites a Jezabel, esa que a sí misma se dice profetisa, enseñar y extraviar a mis siervos hasta hacerlos fornicar”. Y a la iglesia de Laodicea le dice en palabras tan terribles como famosas: “Conozco tus palabras y que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente!; mas, porque eres tibio, y no eres ni caliente ni frío, estoy para vomitarte de mi boca”.

¡Qué distancia inmensa hay entre este “apóstol del amor” y ese cristianismo edulcorado del “al final, todos se salvan”, que se niega a juzgar los actos morales del hombre, que piensa que, ablandando la oblea de la fe, la hará tragar más fácilmente por gargantas rebeldes y endurecidas; que lo condona absolutamente todo, que se adapta a todo para no causar incomodidad alguna ni por frío ni por calor!

No hay nada más lejano a este campeón del “amor” que una religión concebida dentro de los límites de lo razonable, desprovista de toda heroicidad, de toda auténtica grandeza, de toda arista, de todo filo. Una religión que no exige, que no discrimina, que no atemoriza con la Verdad ni con el Verbo, palabra de Dios que es más penetrante que una espada de dos filos. 

En los últimos cincuenta o sesenta años los católicos han sido tristes testigos de una religión semejante, prolijamente deshuesada para que nadie choque contra ella. Una religión así no es la religión “del amor”, sino, recurriendo a la imagen que usaba C.S. Lewis, es la del abuelito chocho que lo único que quiere es que sus nietos, hagan lo que hagan, “sean felices”. 

Juan Bautista Maíno, San Juan Evangelista en Patmos, 1612-1614, Museo del Prado (España)
(Imagen: Wikipedia)

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