martes, 8 de diciembre de 2020

Segundo Domingo de Adviento


Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 11, 2-10):

 “En aquel tiempo, al oír Juan desde la cárcel las obras de Cristo, envió dos de sus discípulos a preguntarle: ¿Eres Tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro? Y respondiendo Jesús, les dijo: Id y contad a Juan lo que habéis oído y visto. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio: y bienaventurado el que no fuere escandalizado en Mí. Y luego que se fueron éstos, comenzó Jesús a hablar de Juan al pueblo: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña movida por el viento? O ¿qué salisteis a ver? ¿a un hombre vestido con ropas delicadas? Cierto, los que visten finos vestidos en casa de reyes están. Pero ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Ciertamente lo es, y aún más que Profeta. Porque éste es de quien está escrito: He aquí Yo envío mi Ángel ante tu faz, que preparará tu camino ante Ti”.

 ***

El Adviento es un tiempo litúrgico que nos ofrece, más que ningún otro, la posibilidad de acercarnos a Jesús: es, antes de su venida al fin del mundo, cuando aparecerá como Juez universal y analizará estrictamente las cuentas que deberemos presentarle, la última oportunidad que se nos da de encontrarnos con Él en la intimidad de nuestra alma, de abrirle la puerta del corazón para que entre a morar en él. Feliz el hombre que, cuando la historia se haya consumado, tenga como Juez a Alguien que ha tenido alojado en la casa de su alma, con quien ha dialogado íntimamente, ante quien ha reconocido sus flaquezas, a quien ha revelado sus preocupaciones y temores, con quien ha llorado sus penas.

En el hemisferio norte el Adviento coincide con la llegada del invierno, en que la naturaleza entera se recoge y silencia, en que la vida se refugia en el interior de los hogares, junto al fogón familiar que calienta y reconforta. Entre nosotros, en cambio, el Adviento tiene lugar eemtre fines de la primavera y el inicio del verano, en que la vida se abre al exterior con todos los sonidos y colores de una naturaleza llena de movimiento. Esto significa que debemos hacer un esfuerzo para recogernos, para volvernos hacia nuestro interior, a donde ha de venir a inhabitar la Santísima Trinidad, como lo ha prometido Jesús: “El que me ama, cumplirá mi palabra; mi Padre lo amará, vendremos a él y en él haremos una morada”(Jn 14, 23).

Se trata, al cabo, del esfuerzo cotidiano que tenemos que hacer si queremos tener oración, es decir, si queremos conversar con el Señor: un esfuerzo de pacificación del corazón siempre perdido en mil cosas “urgentes”, un trabajo de controlar la imaginación siempre en perpetuo movimiento (esa “loca de la casa” de que hablaba santa Teresa de Ávila), un detener el constante movimiento de la vida para sentarse a los pies del Señor, como María en Betania, a hablar con Él de nuestras cosas o, simplemente a “estar con Él”, por si, en ese silencio que procuramos mantener, quisiera Él decirnos algo.

San Juan Bautista predicando, c. 1665, Matthia Preti, Fine Arts Museums of San Francisco, EE.UU.
(Imagen: Wikipedia)

Por eso los grandes maestros espirituales ven en el Adviento la oportunidad de prepararnos en silencio a esa silenciosa segunda venida, la venida a nuestra alma, tan silenciosa como la primera, en aquel establo de Belén. Dom Prosper Guéranger, al comentar al Evangelio del segundo Domingo de Adviento en El año litúrgico, escribe lo siguiente, poniendo en clave de diálogo personal la pregunta que Juan Bautista hace a Jesús por medio de aquellos discípulos que envía al Maestro:

Eres tú, oh Señor, el que debe venir, y no debemos esperar a otro. Estábamos ciegos, tú nos has iluminado; nuestros pasos eran vacilantes, tú los has asegurado; nos cubría la lepra del pecado, tú nos has curado; éramos sordos a tu voz, tú nos has devuelto el oído; estábamos muertos por el pecado, tú nos has levantado del sepulcro; finalmente, éramos pobres y abandonados, tú has venido a consolarnos. Tales han sido y tales serán los frutos de tu visita a nuestras almas, oh Jesús, visita silenciosa pero eficaz; visita de la que nada sabe la carne ni la sangre, pero que se realiza en un corazón movido por la gracia. Ven, pues, a mí ¡oh Salvador! Ni tu humillación ni tu intimidad me han de servir de escándalo; porque tus operaciones en las almas demuestran palpablemente que son de un Dios. Si no las hubieses creado, tampoco podrías sanarlas”.

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