miércoles, 23 de diciembre de 2020

Cuarto Domingo de Adviento

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 3, 1-6):

“El año décimo quinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato gobernador de la Judea, Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca de la Iturea y de la provincia de Traconítide, siendo Lisanias tetrarca de Abilina, y bajo los príncipes de los sacerdotes Anás y Caifás; vino la palabra del Señor sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y vino éste por toda la región del Jordán, predicando el bautismo de penitencia, para la remisión de pecados, conforme está escrito en el libro de los oráculos de Isaías profeta: Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor; enderezad sus senderos; todo valle será terraplenado y todo monte o collado será rebajado, y lo torcido enderezado, y los caminos fragosos allanados, y verá toda carne al Salvador de Dios”. 

***

En el clima “navideño” de los tiempos que corren, ¿habrá algún católico a quien se le pase en algún instante por la mente la idea de hacer penitencia como preparación para la Navidad? ¿Habrá algún católico que sepa, siquiera, qué es hacer penitencia, cómo se la hace, qué modalidades de penitencia existen (interior y exterior), y las demás cosas que los católicos han sabido durante veinte siglos?

No es inusual oír a algunos católicos, aun de cierta cultura religiosa, decir que “ya hacen suficiente penitencia soportando las enfermedades, dolores y dolencias que Dios les envía”, y que buscar otras penitencias es morboso, psicológicamente malsano o desequilibrado. Además, el “fin de año” es un tiempo de alegría, de regocijo, de celebrar con la familia, sobre todo “con los niños” -a quienes se usa como pretexto para una infantilización aun mayor de la sagrada fiesta que se aproxima-, por lo que eso de mortificarse está totalmente fuera de lugar. 

Con todo, Juan Bautista pone en el centro de su mensaje que debemos “hacer dignos frutos de penitencia”. Es decir, debemos producir positiva y voluntariamente tales frutos. Es cierto que es meritorio sobrellevar las penurias y dolores de la vida con espíritu cristiano; pero de lo que se trata es de hacer “dignos frutos” de penitencia. Y sólo se puede producir frutos “dignos” cuando ellos son voluntarios, cuando se los busca y procura: que el fruto de penitencia sea digno del pecado que cometemos es algo que depende de nosotros.

El papa San Gregorio Magno nos dice: “Pero si alguien ha caído en el pecado de fornicación o, quizá, en el de adulterio, que es más grave todavía, tanto debe abstenerse de cosas lícitas como grande sea la ilicitud que tiene en mente”. No debe hacer igual penitencia quien ha pecado poco que quien ha pecado mucho. Añade San Gegorio: “Por eso, aquello que se nos dice de “hacer dignos frutos de penitencia”, debe cada uno considerarlo en su conciencia, de modo que gane tantas más obras buenas por la penitencia, cuanto mayor haya sido el daño que a sí mismo se infirió por el pecado”. 

Esa adecuación de la penitencia al pecado cometido es exigida por el amor arrepentido: cuanto más se ama, más duele haber pecado, y tanta más penitencia nace hacer. Y se la hace, si es que el amor no es sólo de la boca para afuera. Por eso, en el episodio de la pecadora arrepentida que unge con perfume los pies de Jesús, éste dice: “le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho” (Lc 7, 47). Pero ¿acaso no puede haber gran amor sin demostrarlo haciendo gran penitencia? Porque alguno podría decir “a mí me duele sumamente el haber pecado”, sin expresarlo con la penitencia. Se viene a la mente, aquí, lo que escribe Santiago: “Mas dirá alguno: “Tú tienes fe y yo tengo obras”. Muéstrame sin las obras tu fe, que yo por mis obras te mostraré la fe” (St, 2, 18). Podríamos decir, parafraseando: “Muéstrame sin las obras de penitencia tu amor, que yo por mis obras de penitencia te mostraré el amor”.

Decíamos más arriba que los católicos siempre han sabido que la penitencia puede ser interior y exterior. Quizá a quien mucho ama le resulte hoy más provechoso practicar la penitencia interior, pero una verdadera penitencia. Por ejemplo, es gran penitencia reprimir el mal humor en la relación con las demás personas, para no herirlas. A veces, en una situación que nos irrita, una sonrisa en vez de un gruñido es la mejor penitencia y, siendo interior, tiene además un efecto exterior muy grande, pues es un acto de caridad con el prójimo. Quizá pocos católicos consideran de este modo la penitencia: una penitencia que puede hacerse en la vida corriente, y todo el día -son innumerables las ocasiones que cotidianamente se nos ofrecen de mortificar nuestro mal carácter-. 

Pero no debe elegirse la penitencia interior “por ser mejor”, dejando de lado o mirando en menos la exterior. Para el católico laico corriente no son aconsejables las penitencias exteriores propias un monje en su celda: el darse algunos buenos azotes, por ejemplo. Pero eso no lo exime de toda penitencia exterior, considerando -eso sí- que el valor de la penitencia se mide por el amor con que se hace: no tomarse un “segundo whiskicito” puede ser una penitencia estupenda; o sentarse un rato sin cruzar las piernas; o no agregar a la comida esa pizca de sal que le falta. 

Finalmente, hay que recordar que la penitencia es arrepentimiento dolorido eficazmente expresado. Y el Señor ha dicho: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8, 34). Tomar la cruz duele; negarse a sí mismo duele. Sin ese dolor por amor, no se puede seguir a Jesús. 

Ni tampoco se lo puede recibir dignamente en Navidad. ¿Por qué no? Porque hemos pecado mucho.

José Jiménez Aranda, Penitentes en la Basílica Inferior de Asís, 1874, Museo del Prado (España)
(Imagen: Museo del Prado)

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