sábado, 12 de diciembre de 2020

Fiesta de la Inmaculada Concepción de María

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 1, 26-28):

“En aquel tiempo, envió Dios al Ángel Gabriel a Nazaret, ciudad de Galilea, a una virgen desposada con cierto varón de la casa de David, llamado José, y el nombre de la virgen era María. Y habiendo entrado el Ángel a donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia; el Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres”.

***

En el día de esta fiesta y durante toda su octava la Iglesia lee el mismo texto del Evangelio, pero el comentario de los Santos y Doctores varía cada jornada en el tercer Nocturno de Maitines de estos días de riquísima liturgia. Y en todos ellos se expresa la contemplación maravillada de este privilegio de la Santísima Virgen María, que es la obra más perfecta salida de las manos del Creador y la más cercana a Dios (“más que tú, solo Dios”, canta la copla popular). La Madre de Dios es, en efecto, el ser humano tal como Dios quiso siempre que fuera, perfecto en su naturaleza y en todas las obras que de esa naturaleza derivan. ¿Cómo hubiera sido la creación si no hubiera habido en ella pecado? Tenemos la respuesta, y es una respuesta maravillosa: como la Santísima Virgen María. En ella vemos la perfecta armonía, el orden perfecto, la voluntad plenamente cumplida de Dios Creador. El Salmo 118, que es el más insondable de todos, como ha dicho San Agustín, es un himno extasiado a la ley, al orden, a la belleza de la creación, en que se pide a Dios, primero que nada, que nos la enseñe, que la conozcamos, porque su contemplación nos colma de alegría infinita y nos da vida eterna. Pues bien, cada una de las alabanzas al orden perfecto de Dios que canta ese Salmo, puede aplicarse a la Santísima Virgen María, que lo encarna, que lo muestra en toda su claridad y gloria. 

Como siempre, es San Bernardo quien escribe de la Virgen las páginas más ricas, densas y elocuentes. En su Homilía 2 (super Missus) dice este Santo Abad:

Alégrate, padre Adán, pero exulta más todavía tú, madre Eva, que siendo padres de todos, fuisteis también la ruina de todos y, lo que es más lamentable, más ruina que padres. Consolaos ambos con esta hija, con semejante hija, pero más todavía la que fue causante primera del mal cuyo oprobio se ha transmitido a todas las mujeres. Porque he aquí que llega el tiempo en que se borrará este oprobio, y en que el hombre no tendrá ya motivo de recriminar a la mujer, buscando imprudentemente excusarse y acusándola con crueldad como cuando dijo: “La mujer que me diste por compañera me ha ofrecido el fruto del árbol, y he comido”. Oh Eva, corre, pues, a María; oh, madre, corre a la hija; responda la hija por su madre y líbrela del oprobio, satisfaga la hija a su padre por su madre, porque si el hombre cayó por una mujer, ya no se levantará sino por una mujer. 

¿Qué es lo que decías, Adán? “La mujer que me diste me dio el fruto del árbol, y comí”. Palabras de malicia son éstas, que acrecientan tu culpa en vez de borrarla. Con todo, la Sabiduría ha vencido a la malicia; al interrogarte, se proponía Dios hallar en ti una ocasión de perdonarte, y tú no supiste dársela. Pero El la ha encontrado en el tesoro de su inagotable piedad: te da otra mujer por esa mujer primera; por esa mujer necia, te da otra prudente; por esa mujer soberbia te da una mujer humilde, la cual, en vez del fruto de la muerte, te dará el fruto de la vida; en vez de aquel venenoso bocado de amargura, te traerá la dulzura del fruto eterno. Por tanto, muda en acción de gracias las palabras de aquella injusta acusación, y di: “Señor, la mujer que me diste, me dio del fruto del árbol de la vida y comí de él, y ha sido más dulce que la miel para mi boca, porque con él me has dado la vida”. He aquí a qué fue enviado el Ángel a la Virgen. 

¡Oh Virgen admirable y digna del más alto honor! ¡Oh mujer singularmente venerable, admirable entre todas las mujeres, reparadora de la culpa de sus padres y fuente de vida para sus descendientes! ¿Qué otra mujer anunció Dios cuando dijo a la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer”? Y si todavía dudas que hablase de María, escucha lo que sigue: “Ella quebrantará tu cabeza”. ¿A quién estaba reservada esta victoria sino a María? Fue sin duda ella la que quebrantó la venenosa cabeza de la serpiente, venciendo y reduciendo a la nada toda las sugestiones del enemigo, así en la tentación de la carne como en la soberbia del espíritu. ¿Qué otra mujer buscaba Salomón cuando decía: “Quién hallará a la mujer fuerte”? Conocía el hombre sabio la debilidad de este sexo, su frágil cuerpo y su mente inconstante. No obstante, como conocía la promesa divina, y sabía que convenía que quien había vencido por una mujer fuese vencido por otra, en un transporte de admiración decía: “¿Quién hallará a la mujer fuerte”?, o sea: ya que está dispuesto por el consejo divino que de la mano de una mujer venga la salud de todos nosotros, la restitución de la inocencia y la victoria contra el enemigo, es necesario, encontrar una mujer fuerte, que sea capaz de obra tan grande”.

José Antolínez (1635-1675), Inmaculada Concepción, Colección Masaveu

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