jueves, 4 de marzo de 2021

Segundo Domingo de Cuaresma

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 17, 1-9):

“En aquel tiempo, tomó Jesús consigo a Pedro y a Santiago y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y allí se transfiguró en su presencia, resplandeciendo su rostro como el sol, y quedando sus vestiduras blancas como la nieve. Y en esto se aparecieron Moisés y Elías, hablando con Él. Tomó entonces Pedro la palabra y dijo a Jesús: Señor, bueno es que permanezcamos aquí; si quieres, hagamos aquí tres tiendas, una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaba Pedro hablando, cuando vino una nube resplandeciente a cubrirlos. Y de pronto se oyó una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias, ¡escuchadle! Y al oír esta voz los discípulos cayeron sobre su rostro en tierra, y tuvieron grande miedo. Mas Jesús se acercó a ellos y los tocó, y les dijo: Levantaos, y no temáis. Y alzando ellos sus ojos no vieron a nadie sino sólo a Jesús. Y al bajar ellos del monte, les mandó Jesús diciendo: No digáis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”.

***

En la Transfiguración del Señor se cumple lo que Éste había dicho seis días antes: “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras. En verdad os digo que hay algunos entre los presentes que no gustarán la muerte antes de haber visto al Hijo del hombre venir en su reino” (Mt 16, 27-28). Estas palabras, referidas al último día del mundo (como otros anuncios que el Señor hace sobre este punto), tenían también un significado para el presente: el Señor quiso, mostrando la misma gloria que lo rodeará el día del Juicio Final, dar a los tres discípulos que habrían de contemplar Su humillación en el Huerto de los Olivos, un anticipo de su Divinidad, para que ellos, al recordar después esta visión gloriosa, no se escandalizaran de verlo sudar sangre de miedo, en aquella terrible agonía a solas. Así pues, tuvo para esos tres su actualidad durante sus vidas, lo que habrá de ser una realidad también para todos nosotros el último día. Y los que sean llamados entonces a la derecha del Juez, experimentarán, como aquellos tres, el mismo deseo de permanecer así para siempre, ante la gloria de Dios. Pero entonces habrá no sólo tres tiendas, sino todas las que el Señor ha ido a preparar para sus elegidos. Y veremos cuán bueno es estar allí.

El papa San León Magno sigue explicando este episodio: “Al decir el Padre “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias, escuchadlo”, ¿no es evidente que lo que se ha oído es: “Éste es mi Hijo, que es salido de Mí y es Conmigo desde siempre”? Porque ni el que engendra es anterior al engendrado, ni el engendrado es posterior al que engendra. Éste es mi Hijo, de quien no me separa la deidad, ni me aleja el poder, ni me distingue la eternidad. Éste es mi Hijo, no adoptivo, sino propio; no creado a partir de otra cosa, sino engendrado por Mí; ni es de otra naturaleza que la mía y hecho comparable a Mí, sino que de mi esencia me ha nacido igual a Mí. Éste es mi Hijo, por quien todo ha sido hecho, y sin el cual no se ha hecho nada, quien hace igual que Yo todo lo que Yo hago, y todo lo que yo obro, lo obra conmigo inseparable e indiferentemente. Éste es mi Hijo, que es igual conmigo; igualdad que no apetece como si le fuera algo ajeno ni la tiene como usurpación, sino que permaneciendo en la misma forma de mi gloria, y a fin de reparar el género humano y para ejecutar una decisión que hemos tomado en común, inclinó la inconmutable Deidad hasta la forma servil”.

Sí: esto es lo que estamos contemplando en este tiempo de Cuaresma. Lo dice San Pablo, en un texto que iremos recitando en el Triduo Sacro (Fil 2, 6-8): Cristo, “quien a pesar de tener la forma de Dios, no reputó como algo codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y así, por el aspecto, siendo reconocido como hombre, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, muerte de cruz”.

“Inclinó la inconmutable Deidad hasta la forma servil”, como dice San León Magno: para redimir la soberbia de quienes quisimos (¡aun lo queremos!) ser como Dios, Cristo humilla la Deidad hasta la forma servil; y para redimir la desobediencia de la ley de Dios que nos prohibió comer del árbol (¡y seguimos comiendo!), se hizo obediente, y obediente hasta la muerte. Pero, no, no es eso todo: porque no fue cualquier muerte, sino una muerte de cruz, que es quizá la más terrible forma de morir y, con toda seguridad, la más humillante, reservada a los esclavos.

Quiera Dios que nos estremezcamos finalmente de espanto, de estupor, por lo que se nos ha dicho en el día de hoy, y que escuchemos a ese Hijo que no trepidó, como tampoco su Padre, en humillar la Deidad por salvarnos.

Rafael Sanzio, La Transfiguración, 1517-1520, Pinacoteca Vaticana
(Imagen: Wikipedia)

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