El texto del Evangelio de hoy es el
siguiente (Lc 11, 14-28):
“En aquel tiempo, estaba Jesús lanzando un demonio, el cual era mudo. Y así que hubo lanzado el demonio, habló el mudo, y se maravillaron las turbas. Mas algunos dijeron: Por arte de Belzebub, príncipe de los demonios, expulsa los demonios. Y otros para tentarle, le pedían algún prodigio del cielo. Pero Jesús, cuando vio sus pensamientos, les dijo: Todo reino dividido en bandos quedará destruido, y toda casa se derrumbará. Pues si Satanás está también dividido contra sí mismo, ¿cómo subsistirá su reino? porque decís que Yo lanzo los demonios en virtud de Belzebub. Pues si Yo por virtud de Belzebub lanzo los demonios, vuestros hijos ¿por virtud de quién los lanzan? Por tanto ellos mismos serán vuestros jueces. Mas si con el dedo de Dios lanzo los demonios, ciertamente el reino de Dios ha llegado ya a vosotros. Cuando un valiente armado guarda la puerta de su casa, está seguro todo cuanto posee. Mas si asaltándole otro más fuerte que él le venciere, le quitará todas sus armas, en que confiaba, y repartirá sus despojos. El que no está conmigo, está contra Mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. Cuando el espíritu inmundo ha salido de un hombre, anda por lugares áridos buscando reposo; y no hallándolo, se dice: Volveré a mi casa, de donde salí. Y tornando a ella, la encuentra barrida y adornada. Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando en ella moran allí, y así el último estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero. Y aconteció que diciendo Él esto, una mujer de en medio del pueblo levantó la voz y exclamó: ¡Bienaventurado el vientre que te llevó, y los pechos que te amamantaron! Y Él dijo: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios, y la practican”.
De las muchas lecciones que nos deja el Evangelio de hoy, detengámonos en la liberación del endemoniado, a quien tenía atrapado un demonio mudo.
Dentro de las etapas del desarrollo normal de un hombre, llega cierta edad, la llamada “edad del uso de razón”, en que se adquiere los conceptos morales de “bueno” y de “malo”, que nos permiten distinguir entre estas dos realidades. Si se da el caso de un individuo que, superada ya la edad de la razón, no capta que hay una diferencia entre “lo bueno” y “lo malo”, estamos en presencia de una enfermedad psicológica, una anormalidad profunda que le impide el trato normal con el resto de los seres humanos (tal como no entender que “uno más uno es dos” impide igualmente una relación normal con los demás).
Quien está en esa situación patológica no puede, obviamente, ser juzgado por la ley moral como “moral” o “inmoral”: se trata de alguien profundamente enfermo de una enfermedad que, al cabo, le quita toda libertad de elegir entre el bien y el mal porque no es capaz de distinguir uno de otro.
Pero, desgraciadamente, en el mundo actual abundan, quizá más que en otros tiempos, aquellos que, sin ser enfermos, o sea, sin desconocer que existe “lo bueno” y “lo malo”, se encuentran atrapados por un demonio mudo, que les impide reconocerse pecadores. O sea: se justifican siempre a sí mismos. Su conciencia “la tienen siempre perfectamente tranquila”; no reconocen haber hecho jamás nada malo; creen ser buenos. Son, en otras palabras, “de conciencia muda”. Pedir a esos seres humanos que confiesen sus pecados, sus culpas, es decir, sus acciones “malas”, es toparse con un muro impenetrable: ellos piensan que no han pecado, que, simplemente, no pecan. Son moralmente mudos.
Pero no existe una supuesta “inocencia universal” que le quitaría el fundamento a la idea de pecado. No es esto lo que nos dice la religión católica, que nos enseña, por el contrario, que todos pecamos: “Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos” (I Jn 1, 8). “… [hasta] el justo cae siete veces” (Pr 24, 16); “no hay quien haga el bien, no hay ni uno solo” (Sl 52 Vulg., 4).
El “demonio mudo” ha atrapado a tantos pobres hombres: o bien les impide reconocer como pecado lo que es pecado, o bien les hace insuperablemente difícil confesar su pecado.
Pero una vez que el Señor, por nuestra incesante oración, nos libra de ese “demonio mudo”, fluye la confesión y el Señor nos perdona: “Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos” (I Jn 1, 9).
El demonio mudo sabe perfectamente que hemos pecado, pero nos impide reconocerlo y confesarlo, porque, odiándonos intensamente, se guarda para sí el placer demoníaco de acusarnos ante Dios en el día del Juicio. ¿Y qué diremos ahí, cuando tengamos todas las luces y nos demos cuenta de que, en efecto, sí habíamos pecado? Recordemos que “Terrible cosa es caer en manos del Dios vivo” (Hb 10, 31). ¡Qué absurda es, si tenemos esto en cuenta, la vergüenza de confesar nuestros pecados, por grandes que sean!
Pero si nos adelantamos al acusador, si, como quien dice, “le quitamos la bandera” y nos acusamos a nosotros mismos ante Dios, confesando nuestro pecado, no pasaremos aquel día por esa atroz situación de ser acusados por el enemigo que nos odia: “Te confesé mi pecado y no oculté mi iniquidad. Dije: Confesaré a Yavé mi pecado; y Tú perdonaste la culpa de mi pecado” (Sl 31 Vulg., 5).
Pidamos a Dios con insistencia y perseverancia que no nos deje ser atrapados por un demonio mudo o que nos libre de él, si ya estamos endemoniados. Pidámosle la suprema gracia de acusarnos nosotros mismos en la confesión: esa confesión lo moverá infaliblemente a misericordia.
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