jueves, 8 de abril de 2021

Domingo de Pascua de Resurrección

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mc 16, 1-7):

“En aquel tiempo, María Magdalena, y María madre de Santiago, y Salomé compraron aromas para venir y embalsamar a Jesús. Y muy de mañana, el primer día después del Sábado, llegaron al sepulcro, salido ya el sol. Decían entre sí: ¿Quién nos rodará la piedra de la entrada del sepulcro? Y mirando, vieron rodada la piedra, que era muy grande. Y entrando en el sepulcro, vieron un joven sentado a la diestra, vestido de blanco, y se asustaron. Mas él les dijo: No temáis; buscáis a Jesús Nazareno, que fue crucificado; pues bien, resucitó; no está aquí; ved el lugar donde le pusieron. Y ahora id y decid a sus discípulos y a Pedro que va delante de vosotros a Galilea: allí le veréis, como Él os lo dijo”.

***

La resurrección de Jesús ha cambiado el curso de la vida en la tierra. Y, como todos los hechos fundamentales de la realidad, como la propia creación del mundo, tan indudable como fuera del alcance de la vista y el conocimiento humanos, y como la creación de cada ser humano individual, ocultos ambos hechos por la inmensidad de la distancia en el tiempo y por la pequeñez del mundo celular, la resurrección está piadosamente envuelta en el velo de la oscuridad, puesta fuera del alcance de la concupiscencia de los ojos (I Jn 2, 16), que sólo busca saciar la curiosidad de cosas insólitas y maravillosas y superar, vanamente, el tedio de la vida.

Pero su resurrección ha alterado para siempre, por voluntad de Dios, Supremo Autor de todas las leyes que rigen la materia, las regularidades de la biología. Este domingo 4 de abril de 2021, según el calendario gregoriano, transcurre en una etapa absolutamente nueva de la historia de la vida sobre el planeta. ¡Hablar de la ciencia física cuando se habla de la resurrección de Jesús! Sí, por varios motivos. Primero, porque hay herejes que, desde su modernismo impenitente, han querido propagar la idea de que la resurrección del Señor es algo que no tiene un referente físico objetivo, que no es “real” en el sentido en que es real el nacimiento de una espiga a partir de un grano de trigo que se descompone en la tierra y permite el desarrollo del germen que encerraba, sino que es una forma simbólica de aludir a una manera de vida no física que, tras la muerte, se prolonga en el tiempo. Segundo, porque saliendo al paso del irrestricto acatamiento (paradojalmente lleno de soberbia) de las leyes científicas, el avance precisamente de la ciencia nos ha hecho posible, en el siglo XX, caer en el mayor de los asombros ante los aspectos científicamente inexplicables de la Santa Sábana de Turín, que envolvió el cuerpo de Jesús, y del Santo Sudario de Oviedo, que cubrió su cabeza: a los estudios científicos que confirman la autenticidad de ambas reliquias se añade el registro de anomalías que se produjeron en el funcionamiento de los instrumentos sensibles a las perturbaciones electromagnéticas cuando, hace cinco años, se abrió el sepulcro del Señor y quedó al descubierto la roca caliza sobre la cual yació el Cuerpo muerto.

La bondad de Dios ha permitido que, en unos tiempos de máximo descreimiento, se nos ponga delante estos hechos, cuyas verdaderas concomitancias científicas no hubieran sido cognoscibles en épocas anteriores ni hubieran podido ser adecuadamente apreciadas. No se puede menos que recordar aquellas palabras del Señor. “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc 18, 8). Es como si la misericordia del Señor hubiera querido venir, en “estos tiempos que envejecen” (San Agustín), a prestarnos un especial auxilio ante la reciedumbre de la guerra que enfrentamos y habremos de enfrentar.

Pero pareciera que la mano del Señor se hubiera quedado corta, porque ¿no le era posible, acaso, en este mundo tenebroso (“esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas”, Lc 22, 53), pérfido y blasfemo que nos toca vivir, derrotar con un claro milagro visible por todos e irredargüible, las fuerzas del mal y la cohorte innumerable de incrédulos dominadas por ellas, en vez de obrar maravillas sin testigos, en la oscuridad de la noche, como fue el caso del sepulcro? No, no se ha quedado corta, sino que, por su respeto a la libertad del hombre, ha querido dar lugar todavía a que surja en éste y crezca la fe, como libre acto virtuoso cuya ejecución Él mismo ha hecho posible. Sólo la fe puede darnos acceso a la realidad de la resurrección, el mayor milagro, es decir, la mayor interrupción de la legalidad natural que el propio Dios ha impreso en su creación. Sin fe, no existe en absoluto el milagro tan inmenso que sea capaz de convencer al incrédulo: sería insuficiente para ello si la cúpula de San Pedro en Roma apareciera, de improviso, plantada en los hielos de Islandia. Ya nos lo dice el Evangelio en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se dejarán persuadir si un muerto resucita” (Lc 16, 31).

Para muchos es un escándalo “el silencio de Dios”. Pero Él sabe que cualquier conato Suyo paralizaría la frágil, quebradiza libertad humana, arruinando el orden que Él mismo ha diseñado para la creación, un orden insuperablemente perfecto y bello, que tiene a la libertad como pieza clave. Por eso, debemos nosotros afirmarnos en la fe (“bienaventurados los que sin ver creyeron”, Jn 20, 29). Y pedir en este día y todos los días de nuestra vida lo que aquel padre desesperado por la salvación de su hijo: “¡Creo! ¡Ayuda a mi incredulidad!” (Mc 9, 24).   

Piero della Francesca, La resurrección de Cristo, 1463-1465, Museo Cívico de Sansepolcro (Italia)
(Imagen: Wikipedia)

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