miércoles, 21 de abril de 2021

Domingo II después de Pascua (Domingo del Buen Pastor)

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Jn 10, 11-16):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor sacrifica su vida por sus ovejas. Pero el mercenario, el que no es propio Pastor, como no son suyas las ovejas, viendo venir el lobo, desampara las ovejas y huye, y el lobo las arrebata y dispersa el rebaño; el mercenario huye, porque es asalariado y no tiene interés en las ovejas. Yo soy el Buen Pastor, y conozco mis ovejas, y las ovejas mías me conocen a Mí. Así como el Padre me conoce a Mí, así conozco Yo al Padre, y doy mi vida por mis ovejas. Tengo también otras ovejas que no son de este aprisco, las cuales debo Yo recoger, y oirán mi voz, y se hará un solo rebaño y un solo Pastor”.

***

San Agustín, en un sermón, largo por la enorme importancia del tema, habla así de los pastores de la Iglesia:

“Esto dice el Señor Dios: ¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan sólo a sí mismos! […] Este es el primer motivo por el que se censura a estos pastores: se apacientan a sí mismos, no a las ovejas. ¿Quiénes son los que se apacientan a sí mismos? Aquellos de quienes dice el Apóstol: Pues todos buscan sus intereses, no los de Jesucristo. En nosotros, a quienes el Señor nos puso -porque así él lo quiso, no por nuestros méritos- en este puesto del que hemos de dar cuenta con gran peligro, se dan dos aspectos que hay que distinguir: uno, que somos cristianos; otro, que estamos al frente de vosotros, en atención a vosotros mismos. En el hecho de ser cristianos miramos nuestra propia utilidad; en el hecho de estar al frente de vosotros, la vuestra. Son muchos los que, siendo cristianos, sin estar al frente de otros, llegan hasta Dios, quizá caminando más ligeros, al llevar una carga menor. Nosotros, en cambio, dejando de lado el hecho de ser cristianos, razón por la que hemos de dar cuenta a Dios de nuestra vida, estamos también al frente de vosotros, razón por la que debemos dar cuenta a Dios de nuestro servicio”.

Y continúa, especificando en qué consiste ese servicio:

“Lejos, pues, de mí deciros: «Vivid como queráis, estad seguros, Dios no hace perecer a nadie; basta con que tengáis la fe cristiana. Él no hace perecer a los que redimió, a aquellos por quienes derramó su sangre. Y si queréis deleitar vuestro ánimo con los espectáculos públicos, id tranquilos. ¿Qué tienen de malo? Id, celebrad, participad en esa fiesta que se celebra en todas las ciudades en medio del regocijo de los comensales y de los que creen hallar gozo en los festines públicos, cuando en realidad se pierden. La misericordia de Dios es grande y todo lo perdona. Coronaos de rosas antes de que se marchiten. Celebrad banquetes en la casa de vuestro Dios cuando os venga en gana; llenaos de comida y de vino en compañía de los vuestros: con ese fin se nos dio esta criatura: para gozar de ella. Dios no la dio a los malvados y paganos, privándoos a vosotros de ella». Si yo hablara así, quizá congregaría mayores multitudes; y, aunque hubiera algunos que, al escucharme hablar así, pensaran que no hablo sabiamente, habría unos pocos a los que ofendería, pero me congraciaría con una muchedumbre. Si me comportara así, si no os hablara la palabra de Dios ni la de Cristo, sino la mía, sería un pastor que se apacienta a sí mismo, no a las ovejas”.

Otros pastores, “temiendo herir a aquellos a los que hablan, no sólo no les preparan para las tentaciones inminentes, sino que hasta les prometen la felicidad de este mundo, que Dios no ha prometido ni al mismo mundo. Dios predice que han de venir fatigas sobre fatigas al mundo mismo hasta el fin, ¿y tú quieres que el cristiano esté exento de ellas? Por el hecho de ser cristiano, ha de sufrir en este mundo todavía un poco más”.

Y se explaya sobre cómo hay que entender la misericordia de Dios:

“Presta atención a la Escritura que te dice: Azota a todo el que acepta como hijo. Y prepárate para ser azotado o en ningún modo pretendas ser acogido como hijo. Él -dice- azota a todo el que acoge como hijo y ¿vas a ser tú la excepción? Si quedas excluido de sufrir los azotes, quedas excluido también del número de los hijos. Es tan verdad que azota a todo hijo, que hasta azotó a su Hijo único. El Hijo único, nacido de la sustancia del Padre, igual al Padre en la condición divina, la Palabra por la que fueron hechas todas las cosas, no tenía por qué ser azotado: con este fin se revistió de carne, para no escapar al azote. Quien, pues, azota al Hijo único sin pecado, ¿dejará libre del azote al hijo adoptado y con pecado? El Apóstol dice que fuimos llamados a ser hijos de adopción. Hemos recibido la adopción de hijos para ser coherederos con su Hijo único y para ser también su herencia: “Pídeme y te daré en herencia los pueblos”. En sus sufrimientos nos propuso un ejemplo”.

Pide San Agustín en este sermón que recemos por los pastores, por la terrible responsabilidad que tienen. En estos aciagos días que vive la Iglesia, no debe pasar uno solo sin que los laicos oremos por los obispos que nos gobiernan; jamás, quizá, habían experimentado en la historia de la Iglesia tantas adversidades en el cumplimiento de su responsabilidad. Jamás la apostasía y abandono de sus deberes los había tentado como hoy. Y eso que ya San Juan Crisóstomo decía, en su tiempo, que el infierno está pavimentado con calaveras de obispos.

 Cristóbal García Salmerón, El Buen Pastor, 1660-1665, Museo del Prado (España)
(Imagen: Wikicommons)

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