miércoles, 28 de abril de 2021

Domingo III después de Pascua

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Jn 16, 16-22):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Dentro de poco ya no me veréis; mas poco después me volveréis a ver; porque me voy al Padre. Entonces algunos de ellos se dijeron unos a otros: ¿Qué nos querrá decir con esto: Dentro de poco no me veréis; mas poco después me volveréis a ver; porque me voy al Padre? Y decían: ¿Qué es esto que nos dice: Un poco? No sabemos lo que quiere decir. Entendió Jesús que le querían preguntar y les dijo: Disputáis entre vosotros de esto que he dicho: Dentro de poco ya no me veréis; mas poco después me volveréis a ver. En verdad, en verdad os digo: Que vosotros lloraréis y gemiréis, mas el mundo se gozará; y vosotros andaréis tristes, y vuestra tristeza se transformará en gozo. La mujer, cuando pare, está triste, porque viene su hora; mas cuando ha dado a luz un niño, ya no se acuerda del apuro por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. Pues también ahora vosotros tenéis tristeza; mas otra vez os veré, y se gozará vuestro corazón; y ninguno os arrebatará vuestro gozo”.

***

Muchos, al ver los aciagos tiempos que vive la Iglesia, tanto a causa del mundo hostil, recaído en el paganismo, que la rodea, como de la apostasía y los escándalos en su interior, se preguntan, como los discípulos, “¿Qué es esto de un poco?”. Son ya, a lo menos, ciento cincuenta años desde que comenzaron a abatirse sobre la Iglesia sucesivas calamidades, y ante el espectáculo de la pérdida de la fe de tantos millones de católicos y de la autodestrucción (como decía Pablo VI, sin reconocer su tremenda responsabilidad en ello) que la propia Iglesia lleva dramáticamente a cabo, esto de “un poco” parece intolerable.

Los propios cristianos de la primera generación ya padecían de impaciencia ante el “retraso” del Señor en volver, y clamaban “Maran atha” (Ap. 22, 20), “¡El Señor viene!”, como si, diciéndolo de este modo, diciendo que “ya era” lo que “todavía no era”, pudieran adelantar su regreso. Buscando señales en los sucesos históricos de la proximidad del Señor y del término de las atroces persecuciones que padecían, muchos católicos de entonces, víctimas de una patología de la esperanza, creían que estaba a la vuelta de la esquina ese “milenio”, es decir, ese feliz período de simbólicos mil años que debía preceder a la “parusía” o regreso del Señor, que se menciona en el capítulo 20 del Apocalipsis. Les parecía, en efecto, de que ya no era posible que ocurrieran mayores males a la Iglesia y que, habiendo ya bebido ésta el cáliz hasta las heces, se aproximaba la recompensa final.

Pero ya San Pedro debió salir a corregir esta esperanza desesperada o, lo que es lo mismo, esta falta de esperanza. En su segunda epístola escribe: “¿Dónde está la promesa de su venida? Porque desde que murieron los padres, todo permanece igual desde el principio de la creación” (2 Pe 3, 4). Y responde a esta pregunta, que se hacían muchos en su época, del siguiente modo: “Carísimos, no se os oculte que delante de Dios un solo día es como mil años, y mil años como un solo día. No retrasa el Señor la promesa, como algunos creen; es que pacientemente os aguarda, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia” (2 Pe 3, 8-9).

Sí: nuestros tiempos son terribles, seguramente los más terribles desde el principio; pero no son para nosotros un mal, sino una ocasión de penitencia y enmienda. ¡Cuánto mejor hubiera sido nacer, piensan algunos, en períodos considerados “felices” para la Iglesia, como el siglo XIII (o cualquiera otro idealizado por una imaginación impaciente)! Pero ha sido la voluntad del Señor que naciéramos cuando nacimos y tuviéramos que enfrentarnos y padecer lo que hoy nos ha tocado. Con la prueba viene la paciencia; con la paciencia, la esperanza.

Pero los horrores de aquellos primeros siglos fueron tales que muchos en la Iglesia no hicieron caso de las palabras de San Pedro, el primer papa. Y siguieron escudriñando los acontecimientos para descubrir uno que sí fuera (“¡éste sí!”) la señal de que los tiempos se acercaban a su fin. Hoy hay muchos que, retomando especulaciones teológicas erróneas de gran antigüedad, llevan a cabo el mismo escudriñamiento: la monstruosa e incomprensible presencia actual de dos papas simultáneos (a pesar de que hubo época en que tuvimos tres al mismo tiempo); la apostasía de los obispos casi en masa (no obstante que ya apostataron durante la herejía de Arrio en el siglo IV); la heterodoxia (para no decir más) de uno, al menos, de nuestros dos papas (aun cuando ya hubo papas herejes en el pasado de la Iglesia, como Honorio I, condenado como hereje por un concilio general el año 680, y como Juan XXII, aunque este último, ante las “dubia” que le presentaron los teólogos, echó pie atrás in extremis y se retractó). Y en cuanto ya no a la doctrina de la fe sino a la moral, cuya relajación es hoy alentada desde el propio Vaticano, ya hubo descarrilamientos morales del clero iguales o peores que los actuales en el siglo X y en el siglo XV y en muchos otros.

Siguiendo los pasos de San Pedro, San Agustín quitó fundamento a toda esperanza milenarista y desalentó toda esperanza desesperada: este “siglo que envejece” no será para nosotros mejor que lo que fue el suyo para el Señor; y si al Maestro lo trataron como lo hicieron, a nosotros nos tratarán igual. No vino Jesús a prometernos tiempos felices, sino que Él mismo anunció, al momento de ser apresado, que se iniciaba el “poder de las tinieblas” (Lc 22, 53).

Lo que a nosotros nos toca es ir “orando y, con el mazo, dando”. Por muchos “signos de los tiempos” que creamos ver de que ya no es posible nada peor y que viene el fin (signos que desde hace unos 60 años los falsos profetas, y con otros fines, ven por todas partes), nosotros debemos atenernos a las sobrias palabras del Señor, para sanarnos las patologías de la esperanza y crecer en la esperanza, “virtud teologal”: “No os toca a vosotros conocer los tiempos y los momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder” (Hch 1, 7).

Gustave Doré, El triunfo de la Cristiandad sobre el paganismo, circa 1866
(Imagen: Pinterest)

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