El texto del Evangelio de hoy es el
siguiente (Lc 14, 16-24):
“En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos esta parábola: Cierto hombre dispuso una gran cena, y convidó a muchos. Y envió a la hora de cenar a su siervo para decir a los convidados que viniesen, pues ya todo estaba dispuesto. Y empezaron todos a excusarse. El primero dijo: he comprado una granja y necesito ir a verla; ruégote que me des por excusado. El segundo dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas; dame, te ruego, por excusado. Otro dijo: acabo de casarme, y así no puedo ir allá. Habiendo vuelto el criado, refirió todo esto a su amo. Irritado entonces el padre de familias, dijo a su criado: Sal luego a las plazas y barrios de la ciudad, y tráeme acá cuantos pobres, lisiados, ciegos y cojos hallares. Dijo después el criado: Señor, se ha hecho todo como mandaste, y aún sobra lugar. Respondióle el amo: Sal a los caminos y cercados, e impele a cuantos hallares a que vengan, para que se llene mi casa. Pues os aseguro, que ninguno de los que antes fueron convidados, ha de probar mi cena”.
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Lo primero que ha de advertirse en este texto es que la parábola no está dirigida a las turbas o pueblo en general, sino a los fariseos, considerados los hombres más religiosos, piadosos y cumplidores de la ley. El Señor ha pensado sin duda en ellos al hablar de los primeros convidados, que habían tenido el honor de ser invitados. Esto nos motiva a rechazar una confianza excesiva en nuestro estatus religioso o en nuestro lugar en la Iglesia, o en nuestras prácticas de piedad, como garantía de estar salvados. Nadie por ser “laico comprometido” o por pertenecer a ésta o aquella congregación o movimiento o comunidad eclesial o por haber “optado por los pobres” o por estar caminando con “la Iglesia en salida” se sienta seguro. San Pablo es muy claro en este punto: “de nada me arguye la conciencia, mas no por eso me creo justificado; quien me juzga es el Señor” (1 Cor 4, 4). El fariseo está seguro de sí; el verdadero católico sólo está seguro de la misericordia del Señor.
En segundo lugar, llama la atención la plausibilidad de las excusas que presentan los primeros convidados: uno está recién casado; otro ha comprado una propiedad agrícola; otro ha hecho una adquisición de animales que necesita inspeccionar, etcétera. Pero cuando el Señor llama, no hay excusa que valga, por más plausible que sea: el primer mandamiento nos obliga a “Amar a Dios sobre todas las cosas”. En cambio, ¡cuántas disculpas infinitamente menos importantes damos a diario al Señor para posponer sus llamadas (más que eso, sus súplicas) a cumplir su voluntad, a intimar con Él en la oración, a realizar verdaderas obras de misericordia con nuestros hermanos, no obstante las incomodidades que puedan conllevar! No hay nada que hiera tanto al Señor como la ingratitud o la indiferencia en nuestra relación con Él. Pero la verdad es que tenemos un corazón de piedra. Aún así, Él nos dice que “quitaré de su cuerpo su corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 11, 19). Porque el Señor no dejará piedra por remover, con una paciencia infinita, para que aceptemos su salvación. Recordemos aquí el soneto de Lope de Vega, de insuperable elocuencia: “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?/ ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,/ que a mi puerta, cubierto de rocío,/ pasas las noches del invierno oscuras?/ […] ¡Cuántas veces el ángel me decía: /Alma, asómate ahora a la ventana,/ verás con cuánto amor llamar porfía./ Y cuántas, hermosura soberana:/ Mañana te abriremos -respondía-,/ para lo mismo responder mañana”.
Esta infinita misericordia divina no puede excluir, sin embargo, a Su justicia. Por eso San Agustín nos advierte que si bien hoy, ahora, tenemos ese ofrecimiento inverosímil de la paciencia de Dios, puede que mañana ya no lo tengamos: hoy tenemos vida para aceptarlo, pero no sabemos si estaremos vivos mañana. Y escribe “Teme a Jesús que hoy pasa frente a ti, y que quizá ya no vuelva a pasar”. Aquí es donde adquiere su verdadera importancia aquel refrán que los paganos, antiguos y modernos, gustan de repetir en medio de sus carretes y conciertos en vivo: “Carpe diem”, “aprovecha el momento”. Pero, por piedad, ¿de qué momento estamos hablando? El momento trascendental de nuestra vida puede ser ese encuentro, hoy, inesperado, con el Señor que nos llama y nos busca y nos ofrece perdón y ayuda. Ese momento puede que se nos presente sólo hoy, y ya no mañana. ¡Es Él quien nos dice “Carpe diem”!
Y cuán consolador es lo que, a continuación, nos enseña la parábola: no es necesario pertenecer al grupo de los distinguidos, de los importantes, de los llenos de méritos. No: aunque vivamos en cualquier barrio de la ciudad, nos llega la llamada divina, aunque seamos lisiados o ciegos o vivamos en la parálisis de nuestros pecados, porque incluso si vamos pasando por casualidad por el camino, el llamado del Señor nos llega con la invitación a entrar a su cena.
“¡Es que yo no lo merezco, yo que he vivido una vida tan alejada de Él, que he sido tan malo, e ingrato, y pecador!”. Nada: por tu miseria misma has movido la misericordia del Señor. No tienes más que aceptar la invitación y acudir a la mesa. ¿Sin méritos? Podrás decir, si alguien te pregunta por ellos y te exige exhibirlos, lo que ha escrito San Bernardo en uno de sus sermones: “Mis méritos son Su misericordia”.
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