viernes, 4 de junio de 2021

Simplismo sin nobleza

Les ofrecemos hoy un artículo de Anthony Esolen, donde aborda el sentido que tiene la belleza exterior para iluminar los misterios de la fe. Desde mediados del siglo XX, y ostensiblemente tras la reforma litúrgica, la belleza ha dejado de acompañar a culto. Para recuperar la cultura cristiana, se hace imprescindible retornar al sentido de lo bello, que es uno de los trascendentales del ser junto con lo uno, lo bueno, lo verdadero, lo distinto, etcétera. Por cierto, la belleza implica una correcta proporción de las cosas que es objeto de contemplación, de suerte de que sus formas principales son la simetría, el tamaño, el orden y la delimitación. Ella no se opone a la simpleza. 

Autor de origen italiano y criado en el Canadá, Esolen (1959) se graduó en Princeton en 1981 y posteriormente siguió estudios de máster y doctorado en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, donde obtuvo ese último grado con una tesis sobre la retórica de la ironía en Edmund Spencer. Entre 1988 y 1990 enseñó en Furman University. De ahí se trasladó al Providence College de los dominicos en Rhode Island. Permaneció ahí hasta 2016, cuando sus críticas hacia la cultura de la diversidad y el lenguaje inclusivo que imperaba en el establecimiento forzaron su salida en medio de una campaña de profesores y estudiantes en su contra. En 2017 fue contratado por Thomas More College of Liberal Arts de New Hampshire, donde permaneció hasta 2019. En la actualidad es profesor residente del Magdalen College of Liberal Arts, también en New Hampshire. Además de más de medio millar de artículos (aparecidos sobre todo en Crisis Magazine, First Things, Touchstone y otras revistas católicas), ha publicado diversos libros, entre ellos dos traducidos al castellano: Guía políticamente incorrecta de la civilización occidental (Ciudadela, 2009) y 10 maneras de destruir la imaginación de tu hijo (Homolegens, 2019). Esolen es conocido asimismo por haber traducido al inglés La Divina Comedia de Dante Alighieri, Sobre la naturaleza de las cosas de Lucrecio y Jerusalén liberada de Torquato Tasso. En esta bitácora habíamos publicado ya un artículo suyo sobre Dietrich von Hildebrand y la Santa Misa. A su vez, Wanderer ofrece una entrevista subtitulada entre Dereck Buikema y Anthony Esolen que recomendamos. 

El artículo fue publicado originalmente en Crisis Magazine y ha sido traducido por la Redacción. 

Anthony Esolen

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Simplismo sin nobleza

Anthony Esolen

Según la Instrucción Inter Oecumenici (1964), debía revisarse algunos de los ritos de la Misa para que las ceremonias pudieran “exhibir una noble simplicidad acorde con el espíritu de los tiempos”. La noble simplicidad exigía, aparentemente, que el llamado Último Evangelio, el tremendo prólogo del Evangelio de San Juan, dejara de leerse al final de la Misa, lo que produjo como resultado que los únicos fieles católicos que pueden escuchar esas palabras una sola vez al año son los que asisten a la Misa del día de Navidad.

Quizá ese Evangelio esté asignado también a algún otro domingo; no estoy bien seguro. En todo caso, lo seguro es que fue desplazado de su lugar de honor, de su arquitectónica centralidad. Por cierto, él se merecía ese lugar de honor. No existe en la Escritura otro texto tan completo, ninguno expresa, de modo tan conciso, lo que los cristianos creen acerca de Dios Padre y de la creación, de la Palabra Encarnada y de la salvación del hombre pecador, de la Cruz y de la Resurrección, de la gracia, de la verdad y de la luz de la fe.

Me imagino que esa “noble simplicidad acorde con el espíritu de los tiempos” fue un gesto vagamente hecho a la avidez modernista de desterrar todo ornamento, de reducir, de desnudar. No tiene sentido, de otro modo, en cuanto juicio, ya sea cultural, ya sea intelectual. ¿En qué sentido era la vida en 1964 más simple que en 1864? ¿De qué modo era más simple en 1964 que en 1864 enfrentar -sin adherir a alguna ideología, siempre reduccionista- la historia humana?

Tomemos, por tanto, las palabras del Concilio sólo como una orientación estética. ¿Qué significa simplicidad cuando se habla de obras de arte? La liturgia es más que una obra de arte, pero, al menos, es eso. Tan pronto como hacemos esta pregunta, entramos en un terreno en que, en la actualidad, muy pocos profesores de literatura, de música, de arte o de arquitectura osan aventurarse. Para qué mencionar cualquier comité diocesano de liturgia. Porque hay una diferencia entre lo simple y lo simplista, entre lo intrincado y lo caótico, entre lo complejo y lo confuso. Muchos ensayos de estudiantes secundarios son caóticos y confusos y simplistas, en tanto que la obra de Santo Tomás de Aquino es intrincada y compleja, pero profundamente simple.

(Imagen del artículo original)

Procuraré dejar que unos pocos edificios civiles iluminen este punto. Hace unos días tuve que “viajar”, mediante la vista de calles en Internet, por las calles más recorridas de la capital del condado en que nacimos tanto el actual Presidente como yo: Lackawanna, Pennsylvania. Como muchas antiguas ciudades industriales, Scranton tiene hoy la mitad de la población que antaño, aunque ha conservado algunos de los nobles edificios que adornaban sus calles. El edificio de los tribunales del condado es, según creo, tan hermoso como cualquier otro en los Estados Unidos. Su plaza arbolada está adornada con monumentos a Kosciuszko, Pulaski y al gran defensor de los mineros, John L. Lewis.

El viejo Templo Masónico, con un auditorio art déco tan amplio como para albergar, en aquellos tiempos, combates de boxeos, de lucha libre y conciertos de bandas, es actualmente un centro dedicado a las artes. Luego, enfilando hacia el norte por la Avenida Washington, uno se encuentra con una estructura de un neogótico algo tímido, construida con hermosos bloques de piedra. El frente de las piedras ha sido dejado sin pulir, por lo que conservan sus diversos colores terrosos. Las paredes altas y largas, que bordean un amplio terreno, están coronadas con granito y bronce -este último ha adquirido una bonita pátina verde pálido-. Las paredes son almenadas, lo que sugiere una fortaleza, y además hay, en las esquinas, torreones semicirculares que sobresalen de los muros. Me he encontrado con cartas postales de alrededor de 1900 que fotografían este edificio, que alberga a la Cárcel del Condado de Lackawanna.

Desde 1964 no se ha construido en Scranton nada tan hermoso como esa cárcel, cosa que se puede constatar recorriendo las calles. Lo que se encontrará será confusiones simplistas por todas partes, porque se ha construido muchas cosas nuevas, pero ninguno de esos edificios parece tener un principio organizativo coherente, aparte de semejar estanques de almacenamiento o trampas de turistas. Se parecen al nuevo edificio de tribunales y cárcel del condado -dos en uno, por cierto- que construyeron en lo que era, por entonces, mi condado de adopción, Kent, Rhode Island.

Llamar a este edificio feo es más de lo que se merece. Un sapo es feo. Para ser feo, primero hay que ser algo. Pero el Edificio de Tribunales del Condado de Kent no es cosa alguna artísticamente coherente. Es una confusión de ladrillos, vidrio, rectángulos de acero y trapezoides, sin orden alguno, con el terreno de la cárcel pegado a un costado, como una cola, o un cáncer, con mucho acero y alambre de púas. El Edificio Tribunales del Condado de Lackawanna proclama, a su modo, “Apoyamos los nobles ideales de la justicia y del orden”. La Cárcel del Condado dice más o menos lo mismo, en tono menor. El Caos del Condado de Kent no dice nada, aunque quizá diga “Este es el lugar burocrático donde hay que entregar los formularios”, un lugar que es un no-lugar, para personas reducidas a funciones.

Ciertamente deberíamos construir iglesias que sean tan hermosas como, al menos, la Cárcel del Condado de Lackawanna. Pero para poder hacerlo, necesitamos volver a pensar qué es lo que hace que algo sea bello, término que no figura en Inter Oecumenici. Lo cual ofrece tema para mil ensayos; pero hay que partir por alguna parte. Y el actual es un buen lugar para hacerlo: la belleza, en tanto cuanto es auténticamente simple, exige un principio organizador, que dé a cada cosa su lugar y que, por consiguiente, haga brillar la luz de la claridad sobre el conjunto. Nada es ad-hoc, o un aparte, o un apéndice.

Es crucial que esto se entienda correctamente. A veces, lo meramente ordenado es desnudo, chato; a veces, no, y a veces nos encontramos con lo sublime justo donde lo que había sido complejo y recovequeado se resuelve, finalmente, en simplicidad. El barroco puede ser (y lo es normalmente) ordenado, en tanto que lo modernista puede ser (y a menudo lo es) un enredo.

La Iglesia de Mézangers, Valle del Loira, Francia
(Foto: Flickr)

George Herbert es un poeta barroco en que ni una sola sílaba está mal ubicada o carece de peso. El todo está en cada una de sus partes, y cada parte deriva su sentido sólo del todo, y así el poema va progresando hacia un clímax que resulta sorprendentemente claro: “La niñez es buena salud, nunca hubo pena como la mía, algo se entiende, ay, mi Dios, no sé qué: por tanto, me senté y comí”. O escúchese el trozo polifónico de Tallis para Laudes de Pascua, “Dum transisset”: no hay órgano, sólo se oyen voces humanas en un extraordinario tejido de líneas musicales, en que se enfatiza las voces juveniles altas; sin embargo, no sé de ninguna otra obra que capture tan bien la misteriosa paz del amanecer de ese día eterno, hora en la que María Magdalena, María la madre de Santiago y Salomé fueron a la tumba con ungüentos para ungir el cuerpo de Jesús. En comparación con el orden y la claridad de Tallis, los Glorias que se canta comúnmente en los Estados Unidos y Canadá son hipos y gesticulaciones aquí y allá, sin coherencia melódica; son los defectos del rococó sin su encanto decorativo.

Los hombres son atraídos por la belleza en todas las épocas, aunque el espíritu de los tiempos durante mi vida la ha despreciado de un modo sorprendente. Permitamos que la Iglesia nos reconduzca a los verdes prados, en vez de llevarnos a los estacionamientos de autos y a las oficinas fiscales.

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