El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 15, 1-10):
“En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los publicanos y pecadores para oírle. Y los fariseos y los escribas lo censuraban, diciendo: Este recibe los pecadores, y come con ellos. Mas Jesús propúsoles esta parábola: ¿Quién hay entre vosotros que, teniendo cien ovejas, y habiendo perdido una, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la perdida, hasta encontrarla? Y en hallándola la pone sobre sus hombros muy gozoso, y en llegando a su casa, llama a sus amigos y vecinos diciéndoles: Alegraos conmigo, porque he hallado a mi oveja, que se había perdido. Os digo que así también habrá más gozo en el cielo por un pecador que hiciere penitencia, que por noventa y nueve justos, que no han de ella menester. O ¿qué mujer, teniendo diez dracmas, si pierde una, no enciende luz y barre la casa, y lo registra todo, hasta dar con ella? Y en hallándola, convoca a sus amigas y vecinas, diciendo: Regocijaos, porque he hallado la dracma que había perdido. Así os digo, que habrá gran alborozo entre los Ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia”.
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¿Qué hemos de entender por “penitencia”, eso que causa tan gran alegría en el cielo a los Ángeles?
Sin duda, el término “penitencia” tiene “muy mala prensa” en el mundo de hoy, incluso en medios católicos de los mejor formados. Hace algún tiempo oíamos a una mujer de buena cultura católica decir que la penitencia era un exceso innecesario, considerando la gran carga de mortificación que, ya de por sí, trae la vida; y no sólo sufrimiento físicos sino, sobre todo, dolores morales: contradicciones en la existencia, preocupación por los hijos que se descarrían, inseguridad sobre el futuro, temor por las crisis del Estado y de la Iglesia… ¿No es, acaso, el echarse encima voluntariamente más dolores agregar nuevos elementos al agotamiento psicológico a que está expuesto el hombre contemporáneo, más que ningún otro hombre en la historia de la humanidad? Catástrofes naturales impensadas antiguamente, peligro real de inauditas guerras nucleares capaces de exterminar la vida misma en el planeta…
Sin embargo, no ése el significado más importante de la penitencia. Por de pronto, el Señor, ciertamente, no quiere nuestro sufrimiento sino que, a lo más, lo permite. Hay que entender adecuadamente, pues, la penitencia como lo dice su significado natural y obvio: es un sentir pena, un penar por algo que se ha hecho. Y la máxima pena que un hombre sensibilizado al dolor, como es el actual, puede sentir no puede ser sino la que causa haber ofendido a Dios, de Quien no hemos recibido sino bienes (“gracia tras gracia”, dice Jn 1, 16): darse cuenta de la propia ingratitud no puede sino provocar profunda pena en el ingrato. En otros términos, la penitencia es verdadero arrepentimiento, doloroso querer no haber hecho algo que hicimos, porque ofendió a Quien no ha hecho otra cosa que ser Bueno con nosotros.
Sabemos, sin embargo, que Dios lo perdona todo, absolutamente todo, al más leve signo de arrepentimiento: se podría decir que el Todopoderoso, cuya Inteligencia ha desplegado su inaudita belleza en el Cosmos, por cuya Voluntad subsisten las fuerzas de luz y de oscuridad que estructuran el Universo, está pendiente, a cada instante, a cada paso, del menor gesto de arrepentimiento de estas creaturas suyas tan mínimas como, en el conjunto de la Creación, somos nosotros los hombres. Y tan pronto como lo ve, perdona. El Santo Cura de Ars consolaba una vez a una viuda que se confesaba y le contaba el suicidio de su marido y el dolor que sentía por saber que se había condenado: “Se equivoca Ud., señora; porque en el mínimo lapso que transcurrió entre saltar del puente y caer a las aguas del Sena, su marido experimentó un relámpago de arrepentimiento y Dios lo tiene ahora en el cielo”.
“¡Es que yo no lo merezco! ¡Yo no tengo perdón de Dios!”: la vergüenza es, a veces, mayor que el miedo a encontrarse con un rechazo por parte de Dios. A esa pobre alma hay que anunciarle la magnífica “buena nueva”: ¡Dios nos perdonó cuando estábamos todavía inmundos con nuestro pecado! ¡No esperó a que estuviéramos siquiera “presentables”!: “Apenas habrá quien muera por un justo; quizá podría haber alguien que muriera por un bueno; pero Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros. Con mayor razón, pues, justificados ahora por Su sangre, seremos por Él salvados de la ira” (Rm 5, 7-9).
La Iglesia nos hace oír este Evangelio a tres días de la fiesta del Sagrado Corazón, que es, en medio de toda la inmensidad de la creación material, el preciso lugar físico donde late, corporalmente, “la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). Ese corazón, corazón de hombre, es el refugio del pecador temeroso y avergonzado, adonde puede entrar a guarecerse por la Puerta de la Misericordia: la abertura que la lanza hizo en Su costado.
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