domingo, 27 de junio de 2021

Domingo V después de Pentecostés

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 5, 20-24):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Si vuestra justicia no es más cumplida que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a vuestros mayores: No matarás, y quien matare será condenado en juicio. Yo os digo aún más: quien quiera que tome ojeriza con su hermano, merecerá que el juez le condene. Y el que le llamare raca, merecerá que le condene la asamblea. Mas quien le llamare fatuo, será reo del fuego del infierno. Por tanto, si al tiempo de presentar tu ofrenda en el altar, allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí mismo tu ofrenda ante el altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y después volverás a presentar tu ofrenda”.

***

Dice Jesús “pero Yo os digo aún más”: el Señor pide aún más; exige más todavía, más que lo que a nosotros nos parece suficiente o razonable o aceptable. El pide la perfección, es decir, que demos el máximo que nuestra naturaleza humana puede dar. “Sed perfectos, como vuestro Padre es perfecto” (Mt 5, 48): no nos pide ser como dioses, cosa imposible para nosotros y del todo absurda, sino que, así como Dios es perfecto según su naturaleza, así seamos nosotros perfectos según la nuestra. Y al hacer esto, el Señor no nos señala un mero ideal de comportamiento, como han planteado algunos textos recientes emanados del trono de San Pedro en relación con el matrimonio: no se trata de un ideal, algo que está más allá, a lo cual podemos acercarnos más o menos, de modo que quienes se acercan más son considerados mejores; no: no es un ideal puesto fuera del alcance humano: es un mandamiento. Y nadie manda hacer lo que no se puede hacer, porque ello no sería justo. A lo imposible no se está obligado, y Dios, que es la justicia misma, lo sabe mejor que nadie. Por tanto, el Señor no nos manda algo imposible de hacer, sino algo que está al alcance de nuestra naturaleza. Y esto no puede ser ofuscado por ninguna casuística, ni ningún “discernimiento” moral puede concluir en que el cumplimiento de un mandamiento de Dios no es obligatorio para nosotros, dadas determinadas circunstancias.

Y esto se explica porque, al mandarnos algo tomando en consideración las posibilidades de nuestra naturaleza, el Señor sabe perfectamente que, en su estado actual, nuestra naturaleza está herida. ¿Habrá alguien que lo sepa mejor que Él, que lo comprenda mejor que Él, que se hizo hombre y murió por remediar esa enfermedad natural congénita que hemos heredado con el pecado original? Y por eso, junto con mandarnos ser perfectos a pesar de estar nosotros heridos, nos ofrece la ayuda ilimitada de la gracia. La cual está ahí a disposición de quien la pida: es gracia, es gratis. “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (Mt 7, 7). El dicho popular nos enseña que “cuando Dios quiere dar, a la casa manda a dejar”. Y Santo Tomás de Aquino, respondiendo a su hermana que le preguntaba qué había que hacer para ser santo, o sea, perfecto, respondió con su habitual parquedad de palabras: “Querer”.

Sin embargo, ¿es capaz el hombre pecador, somos capaces nosotros de “querer”, cuando estamos sumergidos en la atroz profundidad de nuestros quereres pecaminosos, cuando estamos atrapados en la red de nuestros vicios, cuando la sola idea de acercarnos a Dios nos repugna, cuando nuestra voluntad está debilitada al máximo? San Agustín, con su gran humildad, cuenta que, durante el largo proceso de su conversión, solía decirle a Dios: “Señor, hazme casto, pero no todavía”. Así es de poderosa la fuerza que nos lleva hacia abajo, incluso cuando ya hemos divisado la luz allá arriba.

Con todo, ninguna fuerza maligna es más poderosa que Dios; la fuerza de Dios es mayor que la fuerza -insuperable, según parece decirnos nuestra amarga experiencia- de nuestra corrupción. Y por eso San Pablo nos dice que hasta el propio “querer” nosotros ser perfectos y cumplir el mandamiento, es algo que Dios pone en nosotros por su gracia gratuita: “Pues Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar, según su beneplácito” (Flp 2, 13). ¿Según su beneplácito? o sea, ¿según le parezca a Él bien? ¿O sea que podría Él querer dar la gracia para salvarse a este hombre y no a otro? Por cierto que no: como dice San Pablo, Él “quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2, 4).

Pero Dios no procede a salvarnos con su gracia así como quien obra un milagro instantáneo: nuestra salvación, gracias a su gracia, es un proceso, que puede ser muy largo, en que Él nos va moviendo gratuitamente, nos va dando el primer empujón para que, a continuación, nosotros empecemos a movernos: y nos sostiene, además, en cada paso que damos. Por eso San Agustín dice que “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. ¡Divino misterio de su Bondad!: Él quiere que nosotros merezcamos la salvación, imposible sin su gracia, a fin de premiar ese mérito. ¡Con qué divina delicadeza trata Dios nuestra voluntad, a la cual no subyuga ni siquiera para salvarnos! ¡Inmensidad de su Misericordia! Porque, al cabo, como dice San Bernardo, “mi mérito es tu Misericordia”.

Proceso de salvación que puede ser largo. Y para realizarlo, necesitamos paciencia con nosotros mismos; caer y saber levantarnos con su ayuda. No ceder el desánimo por nuestras recaídas. Y si nos abruma el peso de nuestros fracasos cotidianos, y nos entristece y amenaza con hacernos perder la esperanza, recordemos el consejo que nos da el Apóstol Santiago: “Tristatur aliquis vestris? Oret”: “¿Está triste alguno de vosotros? Que ore”(St 5, 13). ¿Cómo, pues, se supera el desaliento y se recupera la confianza en la gracia de Dios? Orando.

José Moreno Carbonero, Conversión del duque de Gandía, 1884, Museo del Prado (España)
(Imagen: Museo del Prado)

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