martes, 3 de agosto de 2021

Domingo X después de Pentecostés

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 18, 9-14):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a ciertos hombres que presumían de justos, y despreciaban a los demás, esta parábola: Dos hombres subieron al Templo para orar: uno fariseo y otro publicano. El fariseo, en pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Dios, gracias te doy porque yo no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana; pago los diezmos de cuanto poseo!” El publicano, al contrario, puesto allá lejos, ni se atrevía a levantar los ojos al cielo; sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Dios mío, te misericordia de mí, que soy un pecador!” Os digo que éste es el que volvió justificado a su casa, mas no el otro; porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”.

*** 

Hoy es frecuente ver, en la prensa, a grandes sinvergüenzas que declaran, con toda la tranquilidad del mundo y con gran sonrisa, segura de sí: “¡Tengo mi conciencia muy tranquila; no me reprocha nada!”. Pero no sólo los grandes sinvergüenzas adoptan esta actitud apologética de sí mismos, sino que ella ha llegado a ser lo normal en todo tipo de personas: sus conciencias no les reprochan nada; ellos actúan como quieren, por cierto; pero sus conciencias todo lo aprueban.

En un mundo que se hunde en la corrupción del relativismo, en el que cada cual declara ser su supremo legislador y decide, por tanto, qué es lo bueno y qué es lo malo; un mundo en que la moral objetiva es rechazada con escándalo, por querer imponer a todos los mismos “gustos“ (léase “valores”) en materia de comportamiento (creen que “sobre gustos no hay nada escrito”); en un mundo como éste, las palabras de Jesús nos condenarían a todos por fariseos.

No hay empleado ni esclavo ni siervo más sumiso, obediente y obsecuente que la conciencia propia, que parece tener una función más de tranquilizarnos interiormente que la de recriminarnos. Las técnicas para acallar la conciencia son muchas y todas muy de moda: es “malsano”, dicen, culparse a sí mismo de algo, es síntoma de una “enfermedad” psicológica denominada “complejo de culpa”; es también señal de un patológico odio de sí mismo, que es efecto de algún trauma interior que proviene de la remota infancia, y que se aloja en lugares que asumen, a veces, rasgos auténticamente míticos, como el “subconsciente” o cosas semejantes. Siempre hay algún pasaje de Freud que nos ayuda a hacer lo que queremos sin escrúpulo alguno. Los jóvenes parisienses que en mayo de 1968 escribían en las paredes de París “sólo queremos que nos dejen gozar en paz”, eran discípulos de discípulos de Freud, que habían mezclado, con las ideas de éste, algunas provenientes del marxismo cultural decadente, cuyo propósito era demoler la moral cristiana desde dentro y permitir con ello el desplome de la Iglesia. ¡Ah cuán engañoso resultó ser todo ello, cuán seductor y mentiroso, cuántas falsas promesas jamás cumplidas! ¿En qué terminaron todos esos goces y gozadores?

El mundo del cristiano es, en cambio, el mundo de la verdad. Y por eso el cristianismo valora la humildad, la cual, según la famosa definición de Santa Teresa de Ávila, consiste en “caminar en la verdad”. La humildad no es andar el hombre acusándose, neuróticamente, de cosas inexistentes, o inventándose pecados; no: se trata, sencillamente, de la verdad. En virtud de ella, el cristiano puede y debe reconocer, agradecidamente, las cosas buenas que hay en sí mismo, porque sabe que no provienen de sí sino que son un don de Dios, un regalo, una gracia: no se es bueno por fuerza propia, sino por gracia de Dios. Por gracia de Dios somos buenos y hacemos méritos, y verdaderos méritos, que, a continuación, Dios premia en su bondad. De Él, al cabo, proviene toda bondad: “Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba” (Sant 1, 17).

Si al cristiano la luz de la verdad lo ilumina interiormente no podrá sino darse cuenta de que hay en él todavía muchas imperfecciones que lo alejan de la santidad que Dios nos manda alcanzar (recordemos que el llamado a ser santos no es una mera invitación del bondadoso Jesús, sino un mandato perentorio de ese mismo Jesús bondadoso). Esa luz de la verdad, esa humildad, no es algo espontáneo sino algo que hay que cultivar pacientemente: es como un rayo de luz que, de a poco,  vamos haciendo crecer para iluminar un cuarto obscuro, donde comienza a revelar cosas, objetos y rincones que todavía permanecen en la semisombra. Ese cuarto obscuro es nuestra naturaleza caída, donde ha reinado el diablo, del cual nos ha librado la muerte del Señor. Pero la morada donde ha reinado el diablo es una morada inmunda, que hay limpiar continuamente con la ayuda de la gracia sacramental. Y debe ser una limpieza continua y frecuente, porque tan pronto como limpiamos este rincón de aquí, ensuciamos de nuevo el de allá, o aparece a la luz un tercer rincón en el que no nos habíamos fijado antes.

Este rayo de luz verídica tiene traspasar la más densa de las oscuridades de nuestro espíritu, la soberbia, que nos impide ver y que es responsable de esas alegres y mentirosas declaraciones de que “mi conciencia no me reprocha nada”. Por eso el Salmo 18 pide a Dios que nos libre de “los pecados que se nos ocultan” para quedar liberados también del gran pecado, la soberbia, el más grave de todos, la fuente de todos los demás: “Límpiame de los que se me ocultan, y retrae a tu siervo de la soberbia; entonces seré irreprochable y purificado del gran pecado” (Sal 18 Vg, 13-14). No hay que olvidar que "también los demonios creen, y tiemblan" (Sant 2, 19).

(Imagen: Zhyty-Slovom)

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Política de comentarios: Todos los comentarios estarán sujetos a control previo y deben ser formulados de manera respetuosa. Aquellos que no cumplan con este requisito, especialmente cuando sean de índole grosera o injuriosa, no serán publicados por los administradores de esta bitácora. Quienes reincidan en esta conducta serán bloqueados definitivamente.