jueves, 26 de agosto de 2021

Fiesta del Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen María

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Jn 19, 25-27):

“En aquel tiempo, estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver, pues, Jesús a su Madre y al discípulo amado que estaba en pie, dice a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre”. Y desde aquella hora recibióla el discípulo en su casa”.

 ***

En la iconografía cristiana se pinta a menudo a la Madre de Jesús postrada a los pies de la cruz, o recostada en brazos de las otras mujeres, desfalleciente, agotada por el sufrimiento. Pero el Evangelio nos dice otra cosa: la Virgen “stabat iuxta crucem”, es decir, estaba de pie y erguida junto a la cruz, en la posición que adoptaban los soldados que hacían la “statio”, la guardia, diurna o nocturna, de la ciudad. Una posición firme, igual que la del discípulo amado.

Son muchas las consideraciones que esta información que nos da el Evangelio sugiere, en esta fiesta del Corazón Inmaculado de María. Porque el símbolo del Corazón de la Virgen se refiere a lo más íntimo, lo más secreto, de su ser, donde tiene su asiento el amor -tal es el simbolismo del corazón- de María.

En muchas ocasiones la Iglesia reúne ambos Sagrados Corazones, el de Jesús y el de María, y en las imágenes se rodea el Corazón de Jesús con una corona de espinas, y el de María, con una de rosas. Pero la verdad es que la fiesta de hoy nos remite a ese corazón inmaculado y doloroso, que a falta de corona de espinas fue traspasado por una espada, como se lo había predicho Simeón (Lc 2, 34-35),  sufriendo de esta otra forma el suplicio a que estaba sometido su Hijo.

Y ese suplicio la Virgen lo sobrelleva de pie, en posición firme. ¡Cuando uno podría, dejándose llevar por la sensibilidad normal, contemplar un corazón tierno y doliente, se encuentra, por el contrario, con el de una mujer que soporta de pie el intenso dolor a que está sometida!

No es que falten en la figura de la Virgen maravillosas notas de blandura femenina, de ternura, de calor maternal: nadie es más Madre que la que ha dado luz al Hijo; ella es la Madre por excelencia, y su regazo es, como el de toda mujer que vive la maternidad, el mejor hogar del hombre: su mismo cuerpo es el primer domicilio del ser humano, y el más seguro.

Pero esta Virgen Madre no es de alfeñique, sino que es la Virgen poderosa que recordamos en las letanías lauretanas, cuya boca resume el espíritu fuerte de todas las grandes mujeres de la historia de Israel: en el Magnificat, la Virgen habla con la fortaleza, e incluso el rigor, de quien reconoce la realidad y no se arredra ante ella. “Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los soberbios; derribó de su trono a los poderosos, y exaltó a los humildes; colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada” (Lc 1, 46-55). 

Y, como Madre que es, la Virgen Santísima es la primera y más fiera defensora de sus hijos, que somos todos nosotros, representados, en aquella escena maravillosa, por San Juan. Ella es la gran guerrera que nos defiende, que vigila constantemente la casa común, la Iglesia, siempre asediada por el Enemigo, la mujer que no descansa procurando el bien de sus hijos, como aquella matrona admirable que describe la Escritura: “Ella busca lana y vino, y trabaja con la destreza de sus manos. Es como nave de mercader, que desde lejos trae su pan. Se levanta antes de que amanezca, para distribuir la comida a su casa, y la tarea a sus criadas. […] Se ciñe de fortaleza y arma de fuerza sus brazos. Ve gustosa sus ricas ganancias, y ni de noche apaga su lámpara. Aplica sus manos a la rueca y sus dedos manejan el huso. Abre su mano al pobre, y la alarga al mendigo. No teme su familia a causa de la nieve, pues todos los de su casa tienen vestidos forrados. Labra ella alfombras de fino lino, y púrpura es su vestido […] Fortaleza y gracia forman su traje, y está alegre ante el porvenir. Abre su boca con sabiduría, y la ley del amor gobierna su lengua. Vela sobre la conducta de su familia, y no come ociosa el pan. Alzanse sus hijos y la llaman bendita […] Muchas hijas obraron proezas, pero tú las superas a todas” (Prov 31, 13-29).

Por esto no extraña que la Iglesia, en la primera antífona del tercer nocturno de Maitines, cante: “Alégrate, María, tú sola has destruido todas las herejías en el orbe entero”. Y este pensamiento cobra en la Iglesia de hoy, asediada por herejes ya no en su alrededor sino desde adentro, una renovada vigencia, y nos llena de alegría y seguridad, si nos acogemos al manto protector de esta Madre Virgen cuyo Corazón celebramos.

Repitamos, pues, la antiquísima oración que la Iglesia le dirige: “Ora por el pueblo, intervén por el clero, intercede por el devoto sexo femenino; que experimenten tu auxilio todos cuantos celebran tu santa festividad” (responsorio del tercer nocturno de Maitines de hoy).

(Imagen: Cope)

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