domingo, 8 de agosto de 2021

Domingo XI después de Pentecostés

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mc 7, 31-37):

“En aquel tiempo, saliendo Jesús de tierras de Tiro, se fue por Sidón hacia el mar de Galilea, atravesando por mitad de la Decápolis. Y le trajeron un sordomudo, suplicándole pusiese la mano sobre él para curarle. Y apartándose del tropel de la gente, metió los dedos en sus oídos y con la saliva le tocó la lengua; y alzando los ojos al cielo, suspiró y díjole: “¡Efeta!”, que quiere decir “abríos”. Y a punto se le abrieron los oídos y se le soltó el impedimento de su lengua, y hablaba correctamente. Y les mandó que a nadie lo dijesen. Pero cuanto más se lo mandaba, tanto más lo divulgaban, y más crecía su pasmo, y decían: Todo lo ha hecho bien; ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos”.

***

Frente a estos pobres miserables que Jesús sana, nosotros nos sentimos aliviados y al mismo tiempo agradecidos de estar libres de aquellos males que el Señor cura.

Pero debemos recordar que los signos, como éste, que el Señor hace, tienen no sólo la intención inmediata de hacer el bien a quienes se lo piden (“Todo lo hizo bien”), sino que están dirigidos principalmente a nuestra enseñanza espiritual. Y si miramos la escena de hoy desde una perspectiva espiritual, advertiremos que nosotros también somos enfermos de sordera y de mudez y necesitamos que el Señor nos sane.

Jesús introduce sus dedos en los oídos del enfermo. Esos dedos son el Espíritu Santo, a quien la Iglesia designa como “Dedo de Dios” en el himno Veni Creator Spiritus. Y la gracia del Espíritu Santo obra el primero de los dos milagros que el Señor hace con este enfermo: le abre los oídos, es decir, lo hace capaz de oír la palabra de Dios, de conocer lo que el Señor se ha dignado revelarnos mediante esas dos vías que el catolicismo reconoce desde sus mismos comienzos: la Sagrada Tradición y, luego, la Sagrada Escritura.

Pero no sólo abre el Señor los oídos de aquel hombre para que oiga la palabra divina que le llega por la Tradición y la Escritura, sino que, además, Jesús le toca la lengua, y el hombre aquel empieza a “hablar correctamente”. Sí, es por gracia de Dios que podemos hablar correctamente; si no es por gracia divina ni siquiera podemos decir “¡Jesús, Señor!” (1 Cor 12, 3).

Dios nos hace primero capaces de oír la palabra, y luego nos habilita para hablar de ella y pregonarla y hacer de nuestra vida misma, de toda ella, un verdadero pregón (“que hable la voz, que hable la vida, que hablen las obras”). Si bien no todos recibimos la misión de salir a predicar sermones a nuestros hermanos, todos tenemos la misión de hablarles con nuestras buenas obras: “Así ha de lucir vuestra luz antes los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos” (Mt 5, 16). Todas las maravillas que, a lo largo de los siglos, Dios ha realizado en favor de su pueblo escogido, que en el Antiguo Testamento es Israel y, en el Nuevo, la Iglesia, tienen por finalidad que esos hombres que Él ha escogido uno a uno, a quienes conoce individual e íntimamente (Is 43, 1: “No temas, porque yo te he rescatado, yo te llamé por tu nombre”), “guarden sus preceptos y observen sus leyes” (Sal 104, 45, Vulg) y las den a conocer a los demás hombres: “Lo que hemos oído y sabemos, lo que nos contaron nuestros padres, no lo encubriremos a sus hijos, contando a las generaciones futuras las glorias de Yavé y su poderío y los prodigios que ha obrado. Pues dio una norma en Jacob y estableció una ley en Israel: que mandó a nuestros padres enseñar a sus hijos, para que las conociese la generación venidera y los hijos que habían de nacer se las contasen a sus propios hijos, para que éstos pusieran en Dios su confianza y no olvidaran las gestas de Dios y guardasen sus mandatos” (Sal 77, 3-7 Vulg).

Para transmitir lo que oímos es que el Señor nos abre los oídos, de modo que, a continuación, hablando correctamente, lo difundamos a nuestros hijos y a las generaciones futuras. Pero para eso es necesario, primero oír la palabra de Dios, aprender la doctrina, estudiar, estudiar, estudiar. Siempre a la medida de nuestras posibilidades; pero no transmitiremos palabra alguna si no oímos palabra alguna. Y fijémonos bien que en este milagro, el Señor primero abre los oídos y sólo después desata la lengua para que aquel hombre “hable correctamente”.

En estos aciagos tiempos que vive la Iglesia, es deber nuestro gravísimo -¡gravísimo!- aprender la doctrina de la fe para hablarla a nuestros hijos y a nuestro alrededor. Con todo, más elocuente que el mejor de los discursos o sermones o lecciones sobre la palabra de Dios que podamos dar a nuestros hijos y a nuestros semejantes, es el ejemplo. Un buen ejemplo de vida vale más que mil sermones. Eso es algo que saben los padres de familia. Y de ellos debemos aprender. “Que hable la voz, que hable la vida, que hablen las obras”.            

Léonard Gaultier, La curación del sordomudo, 1579
(Imagen: Ciudad nueva)

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