Les presentamos a continuación un reciente artículo de Peter Kwasniewski Ph.D., Profesor de filosofía y teología del Wyoming Catholic College y destacado articulista en temas litúrgicos. El artículo original, publicado en el sitio New Liturgical Movement, puede leerse aquí (en inglés). Agradecemos al Profesor Kwasniewski por su gentil autorización para traducir y publicar su artículo en esta bitácora.
En sintonía con este artículo, esperamos ofrecerles pronto unas notas de lectura sobre el interesante libro intitulado Cartas entre el Cielo y la Tierra. La Misa explicada a un "católico no practicante" (Madrid, Voz de Papel, 2014), de que es autor el Rvdo. Ricardo Reyes Castillo (a quien también pertenece la obra La unidad en el pensamiento litúrgico de Joseph Ratzinger, Madrid, BAC, 2013).
En sintonía con este artículo, esperamos ofrecerles pronto unas notas de lectura sobre el interesante libro intitulado Cartas entre el Cielo y la Tierra. La Misa explicada a un "católico no practicante" (Madrid, Voz de Papel, 2014), de que es autor el Rvdo. Ricardo Reyes Castillo (a quien también pertenece la obra La unidad en el pensamiento litúrgico de Joseph Ratzinger, Madrid, BAC, 2013).
Indiferencia católica ante la liturgia
Peter Kwasniewski
Una de las cosas más sorprendentes en la
Iglesia Católica es la casi universal indiferencia de sus miembros (incluido el
clero) ante la sagrada Liturgia como tal. Por cierto, los estacionamientos de muchas parroquias están llenos los
domingos por la mañana. Gran parte del laicado está “comprometido” en algún
ministerio. Hay mucha actividad social en torno a la Misa –a veces, con
demasiado entusiasmo, en los bancos de iglesia, tanto antes como después de la
Misa. Son frecuentes por doquier las tertulias. Y los sacerdotes trabajan duro,
a menudo en tareas que nadie agradece. Pero cuando se trata de “impregnarse
totalmente del espíritu y de la fuerza de la liturgia” (Sacrosanctum Concilium
14) o de “vivir una vida litúrgica” (cfr. Sacrosanctum Concilium 18 y 42), no hay
absolutamente nada que exhibir.
Una
de las grandes quejas del Movimiento Litúrgico anterior al Concilio fue que los
católicos, en general, no poseían un conocimiento interiorizado del tesoro de
su liturgia, ni apreciaban mayormente el deseo intenso de vivir “bajo el signo”
de los tiempos y fiestas litúrgicos. Una combinación de clericalismo y de
creciente secularización había alejado a los fieles del contacto estrecho con
los sagrados misterios que tenían lugar en la Iglesia, y pareció que se había
abierto un abismo entre los aspectos sociales del cristianismo, su misión en
medio del mundo actual lleno de necesidades, y la actualización ritual de
augustas ceremonias, de siglos de antigüedad. A pesar del torbellino de
corrientes contrapuestas en la sala del Concilio Vaticano II, prevaleció la
opinión de que la liturgia es la fuente y la culminación de la Iglesia, “fuente
y cumbre” (o “manantial y cima”) de la vida cristiana, una conclusión que
seguramente pareció bastante rara en aquel entonces, pero no tan rara como
parece hoy, cuando se ha vuelto derechamente incomprensible.
¿Acaso
no conocemos católicos que, a pesar de su fe sincera, parecen no “sintonizar”
cuando se trata de la liturgia, que simplemente no podrían estar de acuerdo con
la declaración de que ésta es “la fuente y la culminación” de lo que ellos
mismos son, de lo que hacen, de por qué viven, de adónde se encaminan, y de qué
hay que hacer para llegar allí? El Cardenal George parece haber acertado cuando
acotó una vez: “Los estadounidenses son protestantes que van a Misa los
domingos”. Una combinación nefanda de individualismo y colectivismo impide que
muchos católicos, cualquiera sea su nivel de educación, perciban la pérdida del
espíritu litúrgico en el contexto de la forma ordinaria, la pérdida de la
primacía de lo trascendental y de la adoración. Les impide también añorar algo
más auténticamente católico, y de aprovecharlo incluso cuando ello está al
alcance de su mano, en su propio vecindario. El individualismo nos pone
anteojeras y nos hace conformarnos con el criterio de lo mínimo, es decir, con
un “me basta con esto”; el colectivismo alienta una mentalidad de rebaño que es
un obstáculo para el sentido común, para el legítimo pensamiento crítico, y
para el deseo de algo mejor.
Al
cabo, parece simplemente que hay otras cosas en la vida más importantes que la
liturgia. Esta no es lo primero y lo último, no tiene precedencia ni determina
el curso de nuestros días, semanas y años. Reconozcámoslo: para tales
católicos, el Concilio Vaticano II se equivocó con aquello de “fuente y culminación”,
tal como demasiados dirán que Pablo VI se equivocó con Humanae Vitae, o Juan
Pablo II con Ordinatio Sacerdotalis.
¿Cómo,
pues, podría describirse la opinión predominante, aquélla que podríamos
encontrar tanto en los pasillos de la curia como en el hogar más modesto?
Podría resumírsela del siguiente modo: la liturgia es una vía particular, entre
muchas otras, de vivir una concepción personal de la vida cristiana. Esta es un popurrí o mezcolanza de prácticas portadoras de sentido para las personas o,
en el mejor de los casos, un mosaico de piezas pegadas con artística
discreción. Resulta inconfundible aquí la huella del subjetivismo moderno y
también, quizá, de la naturaleza desarticulada, aislada y excesivamente activa
de la vida moderna. Para aquellas personas que quisieran tener alguna actividad
además de la familia y el trabajo, puede resultar difícil interesarse en salir
de su mundo privado a fin de entrar en el mundo colectivo y objetivo de la
liturgia (1).
Es
una de las grandes ironías del período posconciliar el que los católicos que más
en serio están tomando la sagrada liturgia –aquellos que están, con conciencia,
edificando su vida cotidiana sobre ella y en torno a ella, siguiendo los
tiempos litúrgicos, frecuentando los sacramentos y usando los sacramentales-
sean los fieles que acuden a la Misa tradicional en latín, especialmente donde
quiera que es ofrecida, como alimento cotidiano, en alguna capilla o parroquia.
Aquellas iglesias donde se celebra la Misa “no reformada” están demostrando a
la Iglesia en su conjunto lo que el Concilio quiso decir con aquello de “vivir
una vida litúrgica”, por “el espíritu y la fuerza” de la propia liturgia. Tales
fieles son la mayoría de los que compran libros como “We and Our Children: How to Make a Catholic Home”, de Mary Reed Newland, y “The Little Oratory”, de David Clayton.
Algunas
ironías adicionales incluyen el hecho de que, de muchas maneras, hay más
participación activa en esas comunidades que lo que es común en la Iglesia en
general (véase aquí); de que en
ellas se implementa mucho más seriamente el magisterio de Juan Pablo II sobre el matrimonio y la familia, o en lo referente a la confesión
sacramental, y de que dichas comunidades son, según todos los estándares de
identidad y misión católicas, firmes como una roca y vigorosas. ¿Podría uno
sorprenderse de esto si es que es verdad lo que dijo el Concilio Vaticano II sobre la
liturgia, y si ello es puesto en práctica?
Exceptuando
estos enclaves, sin embargo, me parece que estamos más lejos que nunca de
recuperar la percepción y experiencia, genuinamente católicas, de que la
sagrada liturgia es la actividad fundacional, central y definitoria de los católicos, el origen de
nuestra identidad, el propósito de nuestra existencia sobre la tierra. Esto no
quiere decir que nuestra identidad se agote en la liturgia, o que no
necesitemos procurar también ciertos bienes subordinados (2). Lo que sí quiere
decir es que el principio de nuestra vida es el bautismo, y que la culminación
en esta vida de nuestra amistad con Dios, así como nuestro más vital medio de
permanecer vivos, es la comunión con la carne y sangre de nuestro Señor. Fuera
de estos medios, no tenemos vida en nosotros, ni tenemos vida que comunicar al
mundo [recuérdese que la Misa es precisamente un envío a comunicar al mundo lo recibido tras participar en el Sacrificio Redentor de Cristo, como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica 1332]. Somos cristianos en la medida en que somos sacramentados, litúrgicos y
eucarísticos; no hay otra forma. Incluso nuestras obras de caridad son
cristianas sólo si están totalmente sumergidas en la adoración de Dios y en el
Espíritu de Cristo, que bebemos a través de la liturgia de Su Iglesia.
¿Cuáles
son los prerrequisitos para vivir una vida verdaderamente litúrgica? La liturgia
exige tiempo. Uno tiene que estar dispuesto a renunciar a algo –ya sea tiempo
extra en la oficina, en la recreación con amigos, en el descanso en el hogar-.
Uno tiene que estar, al menos en algún grado, en paz, lo suficiente para
advertir la necesidad de oración y meditación como algo más importante que
innumerables cosas “urgentes” que, en el trabajo o la distracción, reclaman
nuestra atención. Hay que creer profundamente en aquellas palabras de Jesús:
“Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo el resto se os dará por
añadidura” (Mt. 6:33). Hay que reconocer que el culto formal, objetivo,
público, ofrecido a Dios por la Iglesia es, en sí mismo, muy superior a
nuestras oraciones privadas, aunque éstas sean indispensables en su nivel
propio.
Una
de las razones, según me parece, por las que estamos más lejos que nunca de
desarrollar y practicar estos hábitos es que, siendo la liturgia moderna en ocasiones superficial, horizontal y mutable, no estamos realmente dispuestos a permitirle
que sea la actividad fundacional, central y decisiva de nuestras vidas de
católicos. Sentimos, inconscientemente, que no sirve para este propósito: es
demasiado exigua, demasiado amorfa, demasiado humana, demasiado insustancial.
Como diría P.G. Wodehouse, “no tiene agarre”. Como no es ni ese depósito de
contemplación que es la Misa rezada, ni la majestuosa ceremonia que es la Misa
solemne según la forma extraordinaria, va y viene sin atrapar ni nuestra imaginación ni nuestro corazón. Si
seguimos yendo a Misa semana tras semana, es más por un sentido del deber y de
afecto por lo comunitario. Si, como lo hace una creciente cantidad de
católicos, nos alejamos poco a poco de ella, es porque, en el fondo, no había
mucho de qué alejarse. Se ha proporcionado a los católicos modernos una doctrina light y un culto light en vez de una filosofía de vida omnicomprensiva
y muy exigente que aspira a una inmersión total en el Misterio de Dios. Lo último es digno de que se viva y se muera por él. Pero, ¿lo otro?…
NOTAS
(1) Recuerdo aquí las palabras del
filósofo presocrático Heráclito (ca. 535-475 AC): “Porque aunque todas las
cosas vienen al ser de acuerdo con este logos, pareciera que los hombres jamás
se hubieran encontrado con él, cuando se encuentran con palabras y actos como
los que he explicado, separando cada cosa de acuerdo con su naturaleza y
explicando cómo está hecha. En cuanto al resto de los hombres, son
inconscientes de lo que hacen una vez que se despiertan, tal como se olvidan de
lo que hicieron una vez que se duermen. ¿Qué inteligencia o comprensión tienen?
Creen en los cantantes populares, y toman como maestro al populacho, ignorando
que la mayor parte de ellos son malos, y pocos son buenos”. Acerca
de la naturaleza pública, objetiva y –en cierto sentido- no emocional de la
liturgia, véase los extractos que publiqué aquí del primer capítulo de “El espíritu de la
liturgia”, de Romano Guardini.
(2) Así lo dice el Concilio Vaticano II. Véase
Sacrosanctum Concilium, 9.
(3) Véase Benedict Constable, “Attending the Traditional Mass: Well Worth the Effort”.
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