Les presentamos a continuación un nuevo artículo del Profesor Peter Kwasniewski, aparecido originalmente en el sitio New Liturgical Movement. La traducción es, con algunas correcciones de la Redacción, la proporcionada por el sitio Adelante la Fe, a cuyo equipo editorial agradecemos cordialmente. El texto original (en inglés), puede leerse aquí.
La ausencia de los Sagrarios y la pérdida del carácter sacrificial de la Misa
Peter Kwasniewski
¿Por qué se ha retirado el tabernáculo o
sagrario del altar mayor o de una posición central en tantas iglesias a lo
largo de los últimos cincuenta años? Hay muchas razones tras este desgraciado
apartamiento de Nuestro Señor Jesucristo en el milagro de su presencia
eucarística constante entre nosotros. Entre ellas, engañosas lógicas
intelectuales que con mucha frecuencia han sido rebatidas por mejores
especialistas que los que las introdujeron. Pero es posible que estuviera
también en juego una dinámica más sutil, que –lamentablemente– a veces sigue en
acción.
El rito tradicional consagra y expresa a
la perfección la naturaleza sacrificial de la Misa, que lo que goza de una
importancia infinita y tiene un carácter más central es ciertamente el
Sacrificio del Calvario, la inmolación de Nuestro Señor Jesucristo que efectuó
y sigue efectuando nuestra salvación y la del mundo entero. Francamente, no es
que la expresión de esta dimensión sacrificial quede oculta en la Misa Novus
Ordo; es que está en gran medida ausente. En una Misa en lengua vernácula
rezada de cara al pueblo como es habitual, con la apresurada segunda oración
eucarística por defecto, ¿cuánto hay en el texto o en o en el rito que
exprese de forma clara y contundente el Sacrificio de la Cruz? En el Rito
Romano tradicional el Ofertorio prefigura con meridiana claridad ese mismo
Sacrificio, declarando inequívocamente la intención del sacerdote. El Canon
Romano está empapado del lenguaje de la oblación y el sacrificio. Las
consagraciones que prepara el ofertorio, con las dobles genuflexiones y las
gloriosas elevaciones envueltas en un sublime silencio, son una resonante
evocación y un hacerse presente del Calvario. En contraste, se podría decir que
el Novus Ordo pone de relieve la presencia de Cristo entre nosotros, pero no su
sacrificio [1].
De esta distinción fenomenológica se
sigue una distinción catequética.
Al enseñar a los niños lo que sucede en
la Misa, se les suele decir algo como lo siguiente: “Cuando Jesús murió en la
Cruz ofreció su vida a Dios para limpiar nuestros pecados con su sangre
preciosa. Jesús quería hacer posible que estuviéramos allí mismo para podernos
lavar de los pecados y unirnos con Él. Por eso nos dio la Misa. En el altar, el
sacerdote toma pan y vino, como hizo Jesús en la Última Cena, y por el poder de
Dios los transforma en el Cuerpo y la Sangre de Jesús y los alza, como fue
alzado el Señor en la Cruz. Dios se alegra con el regalo perfecto de su Hijo y,
rebosando de amor por Él y por los que somos de Él, deja que recibamos en la
comunión el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Eso hace que estemos totalmente unidos
a Jesús, tanto como podamos estarlo en esta vida. El Padre está tan contento
con nosotros como lo está con su Hijo. Y nosotros nos preparamos para el Cielo,
para cuando nos toque hacer como Jesús y ofrecer la vida a Dios a la hora de
nuestra muerte.”
No digo que no haya mejores maneras de
explicarlo, pero se podría empezar por algo así. Pero lo que me llamó más la
atención al instruir a mis hijos fue la poca catequesis que, relativamente,
hizo falta para que entendieran las acciones del sacerdote en la Misa
tradicional y la efectividad de dichas acciones para recordar el sentido ya
aprendido y recalcarlo continuamente, grabándolo en la memoria. Una vez que se
tiene una idea de lo que hizo Jesús en la Última Cena y el Viernes Santo, las
acciones y oraciones del celebrante, te toma por asalto una serie de misterios:
mediación, redención, expiación, satisfacción, adoración. Se capta sin mucha
preparación que la Misa tradicional es un impresionante sacrificio que vincula
la tierra y el cielo, el pecador al Salvador, el altar a la Cruz.
© Neumann Press
Del mismo modo, descubrí que era
habitual que tanto mis hijos como otros no vieran la misma relación en las
Misas del Rito Ordinario a las que asistíamos. No era tan evidente. Esa Misa
parecía un rito vagamente relacionado pero muy diferente, y más centrado en el
pueblo, donde se hablaba mucho y la comunión la metían al final. Lo que más
oculto estaba a los sentidos era que esa liturgia es un sacrificio. Parece que
consistiera en manipular pan y vino sobre una mesa, en una comida a imitación
de la Última Cena. Descubrí con preocupación que me obligaba a afirmar sin muchas
pruebas que la Misa Novus Ordo era el Santo Sacrificio, aunque no lo pareciera
y careciese de la riqueza de textos y ceremonias que subrayan la naturaleza
sacrificial del rito.
Eso me molestaba, y me sigue molestando.
Parece como si el rito lo hubiera ideado alguien que no quería que se
entendiera con facilidad mediante la eficacia conjunta de una catequesis
sencilla y una liturgia compleja que la Misa es una renovación del sacrificio
cruento del Señor en el Calvario. En contraste, dentro del ámbito del Rito
Ordinario, hace falta una catequesis compleja junto a una liturgia sencilla,
pues de lo contrario la verdad pasa inadvertida. Como la liturgia no la encarna
y proclama de la misma manera, nos vemos obligados a dedicar más tiempo a
explicar y declarar y rezar porque el frágil fideísmo no ceda ante la
devastación causada por el olvido, el aburrimiento o la herejía.
Punto focal combinado: el altar, el sagrario y el crucifijo
Seguidamente explico mi teoría sobre el
desplazamiento del tabernáculo. El milagro inenarrable de la Presencia Real de
Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento reservado en el Sagrario hace la
competencia a la Misa. Expresándolo en torpes vocablos humanos, la única manera
en que la Misa puede ser o hacer algo más grande que un milagro, de que no haya
confusión, es que la liturgia disponga de los medios para demostrar el
sacrificio mismo que permite la presencia constante de la divina Víctima en el
sagrario. En cierto sentido, la Misa debe verse y sentirse como algo con más
peso que el tabernáculo para que no haya confusión entre el Sacrificio y la
Presencia. No me cabe la menor duda de que así sucede en el caso de la Misa
tradicional cara al tabernáculo. En iglesias europeas con enormes sagrarios
dorados cubiertos de barrocos adornos la Misa tradicional no pierde brillo;
atrae todas las miradas y corazones y sigue señoreando en el templo, el altar y
los paramentos. Está claro que es la razón de todo lo demás, y el espíritu
ferviente de oración, con brazos invisibles extendidos y elevados, lo absorbe
todo en una ofrenda única de alabanza.
En cambio, el sagrario tiene capacidad
para prevalecer sobre la liturgia del Novus Ordo, que en muchos aspectos es
débil, endeble, tenue; apenas consigue estar a la altura en medio de una
iglesia espléndida o un suntuoso altar mayor. Se podría decir que,
fenomenológicamente, el Sacrificio queda desbancado por la Presencia (tanto la
que reside en el Sagrario como la que estará sobre la mesa-altar de la
protestantizada Misa Novus Ordo, que no es otra cosa que una negación artística
del sacrificio). Así pues, por una suerte de malévolo instinto de compensación,
el tabernáculo tiene que desaparecer. Es preciso retirarlo, quitarle su
posición central, ocultarlo, para que una liturgia floja tenga suficiente
fuerza comunicadora. Es como si se retira al mejor alumno de la clase porque el
profesor no es lo suficientemente inteligente para educarlo. La liturgia no
debe tener trabas. Debe estar libre de competencias y de contextos para que no
se diluya y pase desapercibida. Necesita todo el espacio que pueda abarcar y
ahuyentar cualquier vestigio de un mundo con mayor masa y gravedad. ¿Verdad que
así se entiende mejor la moda posconciliar de renovaciones catastróficas y
monstruosidades? No sólo hay que retirar el tabernáculo, sino también el altar
mayor, y a lo mejor también el crucifijo y las vidrieras, el ambón, los
reclinatorios para comulgar y todo lo que usted quiera. Quizá haya que
arrancarlo todo y sustituirlo por un cajón vacío gris sin curvas simétricas ni
ornamentación. En semejante escenario, las líneas nítidas, eficientes y
sucintas del Novus Ordo resonarán con claridad diáfana. Y los que todavía
gusten de esas devociones podrían encontrar el Sacramento reservado detrás o a
un costado, como un jugador en el banquillo.
* * *
¿Por qué tiene la Iglesia desde la
reforma litúrgica tanta necesidad de pastores que pongan de relieve la verdad
–que nunca había sido puesta en duda desde el Concilio de Trento– de que la
Misa es verdadera y ciertamente un sacrificio? ¿Por qué se ha escrito tal
torrente de documentos papales y de la Curia, de la mayoría de los cuales no se
ha hecho el menor caso?
La respuesta es bien sencilla. Si se
notara que lo que se hace en la Misa Novus Ordo es un sacrificio, si expresara
la realidad sacrificial de un modo sensible e inteligible, no habría necesidad
de hacer incesantes declaraciones y aclaraciones. La doctrina la enseñó de fide
el Concilio de Trento, y la Misa de S. Pío V encarna a la perfección esa
doctrina. En tanto que la Misa se mantenga fiel al principio fundamental de su
carácter sacramental –es decir, que signifique lo que se hace y haga lo que se
significa–, se sabrá que hace lo que en realidad hace porque su significado
será patente e inequívoco. Es evidente que no sucede así con la Misa de Pablo
VI.
A lo largo de los años hemos visto
innumerables sondeos que revelan la pérdida de la Fe por parte de los católicos
en la presencia real y sustancial de Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento
del altar. A mí me gustaría ver una encuesta que, identificando a los católicos
del montón y los católicos tradicionales por medio de un par de preguntas
astutas (tal vez tan sencillas como “¿Ha oído usted hablar de Summorum
Pontificum?”), preguntara a cada uno: “¿Cree usted que la Misa es el sacrificio
verdadero y adecuado de Cristo en la Cruz?” No es difícil imaginar los
resultados: los del primer grupo contestarían en su mayoría que no (la verdad
es que más de uno se asombraría de la pregunta, que podría dar lugar a una
afirmación que nunca oyeron), mientras que los últimos responderían de forma
casi unánime que sí. Las respuestas reflejarían fielmente su experiencia
litúrgica.
Aunque tiene por objeto la glorificación
de Dios y la santificación del hombre, la liturgia siempre ha ejercido una
eficaz función catequética a pesar de todo; y ahora, con el Novus Ordo, hay un
vacío de catequesis en el corazón de la misma vida católica. Nos vemos
obligados a repetir constantemente que la Misa es ciertamente un sacrificio
porque tiene muy poco que manifieste que lo es. Asusta pensar lo mucho que se
parece a lo que hacen los gobiernos democráticos, que siempre están diciendo
“la voluntad del pueblo es tal y cual”, precisamente porque no es esa la
voluntad del pueblo. Cuesta horrores convencer a la gente de algo que no puede
captar con los sentidos.
[1] Tampoco debería sorprender a los que
conozcan la historia de la reforma litúrgica, cuyos arquitectos estaban tan
enamorados del ecumenismo que reconocieron que se proponían reformular el Rito
Romano para hacerlo aceptable a sus consejeros protestantes. Los protestantes
conservadores concedieron más que gustosos que había una cierta presencia de
Cristo en la Misa, pero la idea del sacrificio es anatema para ellos (por
decirlo de alguna manera). El magnífico ensayo de Joseph Ratzinger Teología dela liturgia habla mucho de ese rechazo del sacrificio.
Actualización [23 de septiembre de 2015]: aquí puede leerse un interesante artículo (en italiano) sobre el tabernáculo, publicado por el sitio Messa in latino.
Actualización [23 de septiembre de 2015]: aquí puede leerse un interesante artículo (en italiano) sobre el tabernáculo, publicado por el sitio Messa in latino.
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